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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (47 page)

BOOK: La casa Rusia
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Henziger, que tenía más o menos los años de Barley, consideraba el sexo como un elemento adicional y no celebrado de la vida secreta, y daba por sentado que un tipo honrado como Barley pondría su cuerpo allá donde estaba su deber. Al igual que Wicklow, pero por razones diferentes, no encontraba nada excepcional en los tiernos sentimientos de Barley hacia Katya, y sí, en cambio, encontraba mucho en favor de ellos desde un punto de vista operacional.

¿Y en Londres? No había opinión claramente definida. En la isla. Brady había dicho muchas cosas, pero el ataque de Brady había sido repelido, y con él su consejo.

¿Y Ned? Ned tenía una esposa tan marcial como él mismo, e igualmente poco maliciosa. Dime un agente en un mal país, gustaba Ned de decir con una triste sonrisa, que no se enamore de una cara bonita si está de su lado frente al mundo.

Y Bob, Sheriton y Johnny parecían haber admitido todos de diferentes formas, que la vida privada de Barley y sus apetitos eran de tan desdichada complejidad que más valía dejarlos fuera de la ecuación.

Y Palfrey, ¿qué pensaba el viejo Palfrey…, dirigiéndose apresuradamente a Grosvenor Square en cualquier rato libre y, si no podía ir, telefoneando a Ned para preguntar «qué tal el muchacho»?

Palfrey estaba pensando en Hannah. La Hannah que había amado y que todavía ama, como sólo los cobardes pueden hacerlo. La Hannah cuya sonrisa fue en otro tiempo tan cálida y profunda como la de Katya. «Eres un buen hombre, Palfrey —dirá con terrible control los días en que trata de comprenderme—. Encontrarás una forma. Quizá no ahora, pero sí algún día». ¡Y, oh, claro que Palfrey encontró una forma! Alegó el código…, ese conveniente código que establece que un joven abogado sorprendido en adulterio queda
ipso facto
excluido de hacer nada al respecto. Alegó los hijos, los de ella y los suyos…, hay tantas personas implicadas, querida. Alegó el matrimonio… ¿Cómo se arreglarán sin nosotros, querida? Derek ni siquiera sabe cocer un huevo. Alegó la existencia de la asociación y, cuando se disolvió, enterró su estúpida cabeza en las arenas del secreto desierto en que Hannah no podría volver a verle más. Y tuvo la desfachatez de alegar el deber, el Servicio nunca me perdonaría un mezquino divorcio, querida, no podría perdonárselo a su consejero legal.

Estaba pensando también en la isla. En la noche en que Barley y yo habíamos estado en la playa de piedras, viendo cómo la niebla avanzaba hacia nosotros a través del Atlántico gris.

—Nunca la soltarían, ¿verdad? —dijo Barley—. No, si las cosas fuesen mal.

No respondí, y no creo que él esperara que lo hiciese, pero tenía razón. Ella era una nacional soviética de pura cepa y había cometido un crimen soviético de pura cepa.

—En cualquier caso, nunca abandonaría a sus hijos —dijo, confirmando sus propias dudas.

Contemplamos durante un rato el mar, sus ojos sobre Katya y los míos sobre Hannah, que tampoco abandonaría nunca a sus hijos, sino que quería llevarlos consigo, y convertir en un hombre honrado a un jamelgo de Chancery Lane, obsesionado por su carrera, que se estaba acostando con la mujer de su jefe.

—¡Raymond Chandler! —gritó tío Matvey desde su silla, por encima del estruendo de los aparatos de televisión de los vecinos.

—Formidable —dijo Barley.

—¡Agatha Christie!

—¡Ah, bueno!
Agatha
.

—¡Dashiell Hammet! Dorothy Sayers. Josephine Tey.

Barley se hallaba sentado en el sofá en que Katya le había instalado. El cuarto de estar era diminuto. Extendiendo los brazos podría haber abarcado toda su anchura. En un rincón, un aparador con el frente de cristal contenía los tesoros de la familia. Katya se los había ido mostrando ya. Los recipientes de alfarería, hechos por un amigo para su boda, sus medallones con la imagen de la novia y el novio. El juego de café de Leningrado, que ya no estaba completo y que había pertenecido a la dama que aparecía con marco de madera en el estante superior. La vieja fotografía en sepia de una pareja tolstoiana, el hombre barbudo y resuelto en almidonado cuello blanco, la muchacha con su sombrero y su manguito de piel.

—Matvey es un entusiasta de las novelas policíacas inglesas —dijo Katya desde la cocina, donde tenía unas últimas cosas por hacer.

—Yo también —mintió Barley.

—Te está diciendo que bajo los zares no estaban permitidas. Ellos nunca habrían tolerado semejante intromisión en su sistema policial. ¿Tienes vodka? No le des más a Matvey, por favor. Debes comer algo. Nosotros no somos alcohólicos como vosotros, los occidentales. Nosotros no bebemos sin comer.

Con el pretexto de examinar sus libros, Barley se adentró en el pequeño pasillo, desde el que podía ver a Katya. Jack London, Hemingway y Joyce. Dreiser y John Fowles. Heine, Remarque y Rilke. Los gemelos estaban en el cuarto de baño, parloteando. La miró a través de la abierta puerta de la cocina. Sus gestos tenían un aire de morosidad intemporal y deliberada. Vuelve a ser rusa, pensó. Cuando algo sale bien, se siente agradecida. Cuando no sale bien, es la vida. Desde el cuarto de estar, Matvey continuaba hablando alegremente.

—¿Qué está diciendo ahora? —preguntó Barley.

—Está hablando del asedio.

—Te quiero.

—Los habitantes de Leningrado se negaron a aceptar que habían sido derrotados —estaba preparando pastelillos de hígado con arroz. Sus manos se inmovilizaron unos instantes y, luego, continuaron con su trabajo—. Shostakovich siguió componiendo aunque la tinta se helaba en su tintero. Los novelistas siguieron escribiendo. Cualquier semana podía uno oír un capítulo de una nueva novela si conocía los sótanos a los que había que ir.

—Te quiero —repitió él—. Todos mis fracasos fueron preparativos para conocerte. De veras.

Ella suspiró profundamente, y ambos quedaron en silencio, sordos por un momento al alegre monólogo de Matvey desde el cuarto de estar y a los chapoteos que sonaban en el baño.

—¿Qué más dice? —preguntó Barley.

—Barley… —protestó ella.

—Por favor. Dime qué está diciendo.

—Los alemanes estaban a cuatro kilómetros de la ciudad en el flanco sur. Cubrían las afueras con fuego de ametralladora y bombardeaban el centro con artillería. —Le entregó esterillas y cuchillos y tenedores y le siguió hasta el cuarto de estar—. Doscientos cincuenta gramos de pan por trabajador; otros, ciento veinticinco. ¿Realmente te sientes tan fascinado por Matvey, o estás fingiendo ser cortés, como de costumbre?

—Es un amor maduro, altruista, emocionante. Nunca he conocido nada semejante. Pensé que tú debías ser la primera en saberlo.

Matvey miraba radiante a Barley, con expresión de franca adoración. Su nueva pipa inglesa resplandecía desde su bolsillo superior. Katya sostuvo la mirada de Barley, empezó a reír y meneó la cabeza, no en negación, sino en gesto de aturdimiento. Los gemelos entraron corriendo, cubiertos con sus albornoces, y se colgaron de las manos de Barley. Katya los hizo sentarse a la mesa y colocó a Matvey a la cabecera. Barley se sentó al lado de ella mientras servía la sopa de coles. Con un prodigioso alarde de fuerza, Sergey extrajo el corcho de una botella de vino, pero Katya no quiso tomar más que medio vaso y Matvey sólo se permitía vodka. Anna rompió filas para ir a buscar un dibujo que había hecho después de una visita a la Academia Timiryasev: caballos, un trigal auténtico, plantas que podían sobrevivir a la nieve. Matvey estaba contando la historia del viejo del taller de enfrente, y una vez más Barley insistió en oírla entera.

—Había un viejo que Matvey conocía, un amigo de mi padre —dijo Katya—. Tenía un taller. Cuando estaba ya demasiado débil a consecuencia del hambre, se ató a la maquinaria para no caer desplomado. Así fue como le encontraron Matvey y mi padre cuando murió. Atado a la maquinaria. Helado. Matvey también quiere que sepas que él personalmente llevaba un emblema luminoso en el abrigo —Matvey se estaba señalando orgullosamente el punto exacto sobre su jersey— para no tropezar con sus amigos en la oscuridad cuando iban con sus cubos a coger agua del Neva. Bueno, ya basta de Leningrado —dijo con firmeza—. Has sido muy generoso, Barley, como de costumbre. Espero que seas sincero.

—Nunca en toda mi vida he sido tan sincero.

Barley brindaba a la salud de Matvey cuando empezó a sonar el teléfono junto al sofá. Katya se puso en pie de un salto, pero Sergey se le adelantó. Se llevó el auricular al oído y escuchó; luego, volvió a colgarlo, meneando la cabeza.

—Muchos cruces de líneas —dijo Katya, y fue pasando platos para los pastelillos.

No había más que su habitación. No había más que su cama.

Los niños se habían acostado ya, y Barley podía oírles roncar suavemente. Matvey yacía en su petate militar en el cuarto de estar, soñando ya en Leningrado. Katya permanecía sentada con la espalda muy erguida y Barley se sentaba a su lado, cogiéndola de la mano mientras miraba su rostro, que se recortaba contra la ventana, desprovista de cortinas.

—También quiero a Matvey —dijo.

Ella asintió con la cabeza y rió brevemente. Barley le acarició la mejilla con los nudillos y descubrió que estaba llorando.

—No de la misma manera que te quiero a ti —explicó—. Yo quiero a los niños, los tíos, los perros, los gatos y los músicos. El Arca entera es responsabilidad mía. Pero te quiero tan profundamente que me avergüenza ser tan locuaz. Me sentiría muy agradecido si pudiéramos encontrar una forma de reducirme al silencio. Te miro, y me da náuseas el sonido de mi propia voz. ¿Quieres eso por escrito?

Luego, con las dos manos, le hizo volver la cara hacia él y la besó. Después, la guió hacia la cama, donde le apoyó la cabeza sobre la almohada y la besó de nuevo, primero en los labios y, luego, en los cerrados y húmedos párpados, mientras los brazos de ella le rodeaban la espalda y le atraían hacia sí. Luego le apartó, se levantó de un salto y fue a mirar a los gemelos antes de regresar. Entonces, corrió el pestillo de la puerta del dormitorio.

—Si vienen los niños, debes vestirte y mostrarte muy serio —advirtió, besándole.

—¿Puedo decides que te quiero?

—Si lo haces, no lo traduciré.

—¿Puedo decírtelo a ti?

—Si te estás muy quieto.

—¿Lo traducirás?

Ella ya no lloraba. Ya no sonreía. Ojos negros, lógicos, escrutando como los de él. Un abrazo sin reservas, sin codicilos ocultos, sin letra pequeña agregada al contrato.

Nunca había conocido a Ned en semejante estado de ánimo. Se había convertido en el Jonás de su propia operación, y su bronco estoicismo sólo hacía sus presentimientos más difíciles de aceptar. En la sala de situación, se hallaba sentado a su mesa como si estuviese presidiendo un consejo de guerra, mientras Sheriton permanecía recostado a su lado como un inteligente osito de juguete. Y cuando con temerario impulso le llevé al «Connaught», adonde ocasionalmente solía llevar a Hannah, y, para aliviar la espera, le invité a una mágica cena en el asador, seguía sin poder penetrar la máscara de su paciencia.

Pues la verdad era que su pesimismo empezaba a afectar seriamente a mi propio estado de ánimo. Yo estaba en un balancín. Clive y Sheriton se hallaban encaramados en un extremo. Ned era el peso muerto en el otro. Y, dado que yo no soy un gran tomador de decisiones, resultaba tanto más turbador ver a un hombre normalmente tan incisivo resignarse al ostracismo.

—Estás viendo fantasmas, Ned —le dije, con muy poco de la convicción de Sheriton—. Has ido mucho más allá de cuanto cualquier otro pueda estar pensando. Está bien, ya no es tu caso. Eso no significa que sea un naufragio. Y tu credibilidad está, bueno, menguando.

—Una lista definitiva y exhaustiva —repitió Ned, como si la frase le hubiera sido inoculada por un hipnotizador—. ¿Por qué definitiva? ¿Por qué exhaustiva? Contéstame a eso. Cuando Barley le vio en Leningrado, ni siquiera quiso aceptar nuestro primer cuestionario. Se lo tiró a la cara a Barley. Y ahora está pidiendo toda la lista de compras de una sola vez.
Pidiéndola.
La lista
definitiva
. El Gran Portazo. Tenemos que confeccionarla para el fin de semana. Después, «Pájaro Azul», no contestará a más preguntas de los hombres grises. «Ésta es vuestra última oportunidad», está diciendo.
¿Por qué?

—Míralo por el otro lado —le insté en desesperado murmullo, una vez que el camarero de vinos nos hubo traído una segunda botella de precioso clarete—. Está bien. «Pájaro Azul» ha caído en manos de los soviéticos. Le están manejando. Entonces, ¿por qué cortan toda comunicación? ¿Por qué no seguir dándonos cuerda?

no cortarías si estuvieras en su lugar. Tú no nos lanzarías un ultimátum, no fijarías plazos límites. ¿No es verdad?

Su respuesta pagó la mejor y más costosa comida a que jamás había invitado a un colega.

—Tal vez sí —dijo—. Si fuese ruso.

—¿Por qué?

Sus palabras fueron tanto más estremecedoras por el hecho de ser pronunciadas con helado desapasionamiento.

—Porque podría no volver ya a ser presentable. Podría no ser capaz de hablar. O de coger su cuchillo y su tenedor. O de echar sal a su perdiz. Podría haber prestado un par de declaraciones voluntarias acerca de su encantadora amante de Moscú, que no tenía ni idea, pero realmente ni idea, de lo que estaba haciendo. Podría haber…

Regresamos andando a Grosvenor Square. Barley había salido del apartamento de Katya a medianoche, hora de Moscú, y vuelto al «Mezh», donde Henziger le había estado esperando en el vestíbulo, leyendo ostensiblemente un manuscrito.

Barley estaba de un humor excelente, pero no tenía nada nuevo que informar. Simplemente, una velada familiar, había dicho a Henziger, pero agradable de todos modos. Y la visita del hospital todavía en marcha, añadió.

Durante todo el día siguiente, nada. Un espacio. Espiar es esperar. Espiar es preocuparse desesperante uno mismo mientras ve cómo se va hundiendo Ned. Espiar es llevarte a Hannah a tu piso de Pimlico entre las cuatro y las seis de la tarde, cuando se supone que está recibiendo su clase de alemán, Dios sabe por qué. Espiar es imitar el amor y asegurarse de que ella está en casa a tiempo para darle la cena al querido Derek.

Capítulo 15

Fueron en el coche de Volodya. Ella lo había tomado prestado para la noche. Él había de esperarla delante de la estación de Metro del Aeropuerto a las nueve, y a las nueve en punto el «Lada» se detenía precariamente a su lado.

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