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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (22 page)

BOOK: La casa Rusia
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Cuando se reunieron se sorprendieron mutuamente. Después de todo, aún eran desconocidos, más próximos a las fuerzas que les habían llevado allí que cada uno al otro. Desechando el impulso de darle un beso de cortesía en la mejilla, Barley se encontró mirando con aturdimiento sus ojos, que no sólo eran muy oscuros y, al mismo tiempo, llenos de luz, sino que se hallaban también provistos de densas arias de sombra, de tal modo que no pudo por menos de preguntarse si no poseería un doble juego de pestañas.

Y, como Barley, por su parte, mostraba esa expresión indefiniblemente estúpida que asalta a ciertos ingleses en presencia de mujeres hermosas, Katya sospechó que su primera impresión por teléfono había sido correcta y que él era un tipo altivo.

Mientras tanto, se hallaban lo suficientemente cerca uno de otro como para percibir el calor de sus cuerpos, y Barley oler su maquillaje. A su alrededor continuaba la Babel de lenguas extranjeras.

—Usted es el señor Barley, creo —dijo ella, jadeante, y le apoyó la mano en el antebrazo, pues tenía la costumbre de tocar a las personas como para asegurarse de que eran reales.

—Sí, en efecto, el mismo, hola, y usted es Katya Orlova, amiga de Niki. Maravilloso que haya podido lograrlo. Una obra maestra de precisión. ¿Cómo está?

Las fotografías no mienten, pero tampoco dicen la verdad, estaba pensando Barley, viendo cómo se elevaba y descendía su pecho con su respiración. No captan el fulgor de una muchacha que parece como si acabara de presenciar un milagro y uno fuese la persona a la que hubiera decidido decírselo primero.

La bulliciosa muchedumbre que llenaba el vestíbulo le devolvió a la realidad. Nunca dos personas, por unidas que estuviesen, podrían haber sobrevivido durante mucho tiempo intercambiando cortesía en el centro de aquella agitación.

—Vamos a hacer una cosa —dijo, como si acabara de ocurrírsele de pronto una brillante idea—. ¿Por qué no tomamos un té? Niki me insistió en que derrochara mis atenciones con usted. Se conocieron en esa feria, me dijo. Excelente persona, un corazón de oro —continuó animadamente mientras la conducía hacia la escalera—. La sal de la tierra. Un pelma también, desde luego, pero ¿quién no lo es?

—¡Oh!, el Landau es un hombre muy amable —dijo ella, hablando para Barley tanto como para el inidentificado auditorio, pero con tono muy persuasivo.

—Y digno de confianza —añadió aprobadoramente Barley mientras llegaban al rellano del primer piso. Ahora, también él por alguna razón, estaba jadeando—. Pídale a Niki que haga algo, y lo hace. A su manera, cierto. Pero lo hace y se guarda para sí lo que piensa. Siempre he considerado que ése es el signo de un buen amigo, ¿no le parece?

—Yo diría que sin discreción no puede haber amistad —respondió ella, como si citase una frase de un libro de preparación al matrimonio—. La verdadera amistad debe basarse en la mutua confianza.

Y Barley, al tiempo que reaccionaba cordialmente a tan profundo pensamiento, no pudo dejar de reconocer la similitud de sus cadencias con las de Goethe.

En una estancia encortinada había un mostrador de diez metros de largo con una sola bandeja de bizcochos sobre él. Detrás, tres corpulentas mujeres con uniformes blancos y cascos de plástico transparente habían montado guardia junto a un samovar de regimiento mientras discutían entre ellas.

—Y con un excelente criterio para juzgar un libro, el viejo Niki —observó Barley, insistiendo en el tema mientras ocupaban sus puestos ante la barrera de cuerda—.
Bête intelectuelle
, como dicen los franceses. Té, por favor, señoras. Maravilloso.

Las señoras continuaron arengándose unas a otras. Katya las miró con semblante inexpresivo. De pronto, para asombro de Barley, sacó su pase rojo y gruñó ferozmente —no había otra palabra para expresarlo—, con el resultado de que una de ellas se separó de sus compañeras lo suficiente para coger dos tazas de un estante y dejarlas caer malignamente sobre dos platillos como si estuviera cargando un viejo rifle. Todavía furiosa, llenó una enorme marmita. Y, habiendo sacado con nuevas muestras de cólera una moderna caja de cerillas, encendió el gas y depositó encima con fuerza la marmita antes de volver junto a sus camaradas.

—¿Quiere un bizcocho? —preguntó Barley.
¿Foie gras?

—Gracias. Ya he tomado unos pastelillos en la recepción.

—¡Oh, Dios mío! ¿Estaban buenos?

—No ha sido muy interesante la cosa.

—¿Pero eran amables los húngaros?

—Los discursos no eran importantes. Yo diría que eran banales. Yo culpo de ello a nuestro lado soviético. No nos sentimos relajados con los extranjeros, ni aunque sean de países socialistas.

Los dos se habían salido por un momento de los respectivos papeles. Barley se estaba acordando de una chica que había conocido en la Universidad, hija de un general, con una piel que parecía hecha de pétalos de rosa, y que vivía sólo para defender los derechos de los animales hasta que se casó precipitadamente con un caballerizo de la asociación local de cazadores. Katya estaba mirando sobriamente al extremo de la sala, donde una docena de mesas se hallaban dispuestas en ordenadas líneas. Junto a una de ellas se hallaba Leonard Wicklow, compartiendo una broma con un joven de su edad. En otra, un maduro
Rittmeister
con botas de montar bebía limonada en compañía de una muchacha con vaqueros y separaba los brazos como para describir sus perdidas fincas.

—No comprendo por qué no la invité a cenar —dijo Barley, mirándola de nuevo a los ojos con la sensación de hundirse en sus profundidades—. Supongo que es que uno no quiere ser demasiado audaz. No, a menos que pueda salirse con la suya.

—No habría sido conveniente —respondió ella, frunciendo el ceño.

La marmita empezó a silbar, pero las aguerridas mujeres siguieron de espaldas a ella.

—Siempre resulta difícil actuar por teléfono, ¿no le parece? —dijo Barley, por continuar la conversación—. Me refiero a estar dirigiéndose a una especie de flor de plástico, en lugar de un rostro humano. Personalmente, yo odio al estúpido cacharro ese, ¿usted no?

—¿Odiar qué, perdón?

—El teléfono. Hablar a distancia. —La marmita empezó a rebosar sobre el gas—. Se hace uno las más estúpidas ideas sobre las personas cuando no puede verlas.

Adelante, se dijo a sí mismo.
Ahora.

—Eso mismo le estaba diciendo el otro día a un editor amigo mío —prosiguió, con el mismo tono ligero—. Estábamos comentando una nueva novela que alguien me había enviado. Se la había enseñado de un modo estrictamente confidencial, y él había quedado muy impresionado. Dijo que era lo mejor que había visto en muchos años. Dinamita pura. —Los ojos de Katya estaban fijos en los suyos—. Pero es extraño no tener ninguna clase de imagen del autor —continuó alegremente—. Ni siquiera sé cómo se llama el tío. Y mucho menos de dónde saca toda su información, dónde aprendió su técnica y todo eso. ¿Comprende lo que quiero decir? Es como oír una música y no estar seguro de si es de Brahms o de Cole Porter.

Ella permanecía con el ceño fruncido. Había retraído los labios y parecía estar humedeciéndoselos dentro de la boca.

—Yo no considero que cuestiones tan personales sean apropiadas para un artista. Algunos escritores solamente pueden trabajar en la oscuridad. El talento es el talento. No necesita explicaciones.

—Bueno, el caso es que yo no estaba hablando de explicaciones, sino, más bien, de autenticidad —explicó Barley. Un leve vello seguía la línea del pómulo de la muchacha, pero, a diferencia de los cabellos, era de oro—. Quiero decir que
usted
ya sabe lo que es el mundo editorial. Si un tipo ha escrito una novela sobre las tribus montañesas del norte de Birmania, por ejemplo, uno tiene derecho a preguntar si ha estado alguna vez al sur de Minsk. Especialmente, si se trata de una novela realmente importante, como lo es ésta. Un éxito mundial en potencia, según mi amigo. En un caso así, yo creo que tiene uno derecho a insistir en que el autor se ponga en pie y declare sus cualificaciones.

Más audaz que las otras, la dama de más edad estaba echando agua hirviendo en el samovar. Otra estaba abriendo la caja. Una tercera colocaba raciones de té en una pequeña balanza. Buscando en sus bolsillos, Barley encontró un billete de tres rubios. Al verlo, la mujer de la caja prorrumpió en una furiosa diatriba.

—Supongo que quiere cambios —dijo estúpidamente Barley—. ¿No los queremos todos?

Luego vio que Katya había depositado treinta kopeks sobre el mostrador y se le formaban dos hoyuelos pequeñitos cuando sonreía. Cogió los libros y el bolso, y ella le siguió con las tazas en una bandeja. Pero cuando llegaron a la mesa, le habló con expresión desafiante.

—Si un autor está obligado a demostrar que dice la verdad, también lo está su editor —dijo.

—¡Oh!, yo estoy decididamente a favor de la honradez. Cuanta más gente ponga sus cartas sobre la mesa, mejor nos irá a
todos
.

—Se me ha informado que el autor se inspiró en un poeta ruso.

—Pecherin —respondió Barley—. Muy respetado. Nacido en 1807 en Dymerka, provincia de Kiev.

Los labios de Katya estaban cerca del borde de su taza, y sus ojos bajos. Y Barley, aunque tenía muchas otras cosas en la mente, advirtió que su oreja derecha, emergiendo entre sus cabellos, se había tornado transparente a la luz vespertina que penetraba por la ventana.

—El autor se inspiró también en ciertas opiniones de un inglés acerca de la paz mundial —dijo ella, con suma gravedad.

—¿Cree que le gustaría volver a entrevistarse con ese inglés?

—El dato es poco conocido y puede demostrarse.

—Bueno, al inglés sí que le gustaría entrevistarse con él —dijo Barley—. Tienen muchas cosas que decirse uno a otro. ¿Dónde vive usted?

—Con mis hijos.

—¿Dónde están sus hijos?

Una pausa, durante la cual Barley experimentó de nuevo la incómoda sensación de haber violado alguna desconocida ética.

—Vivimos cerca de la estación de Metro de Aeropuerto. Ya no hay aeropuerto. Hay apartamentos. ¿Cuánto tiempo va a quedarse en Moscú, señor Barley?

—Una semana. ¿La dirección de su apartamento?

—No es conveniente que se la dé. ¿Va a alojarse todo el tiempo aquí, en el hotel «Odessa»?

—A menos que me echen. ¿A qué se dedica su marido?

—No es importante.

—¿Está en la actividad editorial?

—No.

—¿Es escritor?

—No.

—¿Qué es, entonces? ¿Compositor? ¿Guardia fronterizo? ¿Cocinero? ¿Cómo la mantiene a usted en el estilo a que está acostumbrada?

La había hecho reír de nuevo, cosa que pareció complacerle a ella tanto como a él.

—Era director de una empresa maderera —dijo.

—¿De qué es director ahora?

—Su fábrica produce casas prefabricadas para zonas rurales. Estamos divorciados, como todo el mundo en Moscú.

—¿Qué son sus hijos? ¿Niños? ¿Niñas? ¿Qué edad tienen?

Y eso puso fin a la risa. Por un momento Barley creyó que le iba a dejar allí plantado. Levantó la cabeza, su expresión se endureció y en sus ojos brilló una llamarada de ira.

—Tengo un niño y una niña. Son gemelos, de ocho años. Pero eso no es relevante.

—Habla usted un inglés espléndido. Mejor que el mío. Es como un agua cristalina.

—Gracias. Poseo una comprensión natural de las lenguas extranjeras.

—Es mejor que eso. Es extraordinario. Es como si el inglés se hubiera detenido en Jane Austen, ¿Dónde lo aprendió?

—En Leningrado. Fui allí a la escuela. El inglés es también mi pasión.

—¿Dónde de fue a la universidad?

—En Leningrado también.

—¿Cuándo vino a Moscú?

—Cuando me casé.

—¿Cómo le conoció?

—Mi marido y yo nos conocíamos desde niños. Cuando estábamos en la escuela íbamos juntos a los campamentos de verano.

—¿Cogían peces?

—Y conejos también —respondió ella, mientras su sonrisa iluminaba de nuevo la sala—. Volodya es un muchacho siberiano. Sabe dormir en la nieve, desollar un conejo y coger peces a través del hielo. En la época en que me casé con él yo estaba apartándome de los valores intelectuales. Pensaba que lo más importante que un hombre podía saber era cómo desollar un conejo.


En realidad
, me estaba preguntando cómo conoció usted al autor —explicó Barley.

La vio luchar contra su indecisión, observando lo fielmente que sus ojos reflejaban sus cambiantes emociones, ora aproximándose a él, ora retirándose. Hasta que la perdió por completo mientras ella se inclinaba bajo el nivel de la mesa, apartaba su mechón de pelo y cogía el bolso.

—Por favor, dele las gracias al señor Landau por los libros y por el té —dijo—. Yo se las daré personalmente la próxima vez que venga a Moscú.

—No se vaya, por favor. Necesito su consejo. —Bajó la voz y se puso muy serio de pronto—. Necesito sus instrucciones sobre qué hacer con ese extravagante manuscrito. No puedo actuar solo. ¿Quién lo escribió? ¿Quién es Goethe?

—Lo siento, pero tengo que volver junto a mis hijos.

—¿No hay alguien cuidando de ellos?

—Naturalmente.

—Llame por teléfono. Diga que llegará tarde. Diga que ha conocido a un hombre fascinante que quiere hablar de literatura con usted toda la noche. Apenas nos conocemos. Necesito tiempo. Tengo montones de preguntas para usted.

Recogiendo los volúmenes de Jane Austen, echó a andar hacia la puerta. Y, como un vendedor persistente, Barley se puso a su lado.

—Por favor —dijo—. Escuche. Soy un piojoso editor inglés con algo así como diez mil cosas enormemente importantes que discutir con una bella mujer rusa. No muerdo, no miento. Venga a cenar conmigo.

—No es conveniente.

—¿Será conveniente otra noche? ¿Qué debo hacer? ¿Encender un pebete? ¿Poner una vela en mi ventana? He venido aquí por usted. Ayúdeme a ayudarle.

Su súplica la había desconcertado.

—¿Puede darme el número de su casa? —insistió.

—No es conveniente —murmuró ella.

Estaban bajando por la amplia escalera. Mirando al mar de cabezas, Barley vio a Wicklow y su amigo entre ellas. Agarró del brazo a Katya, no violentamente, pero con la fuerza suficiente, no obstante, para hacer que se detuviera.

—¿Cuándo? —dijo.

Seguía agarrándola del brazo a la altura del bíceps, justo sobre la cara interna del codo, donde la carne era más firme y más prieta.

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