La casa Rusia (18 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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—No hay escape —anunció con satisfacción—. Y ninguna acumulación de bienintencionados sueños deparará una salida. El demonio no regresará al interior de su botella, el enfrentamiento es para siempre, el abrazo se hace más prieto y los juguetes más inteligentes a cada generación, y para ninguno de los dos bandos existe seguridad suficiente. Ni para los actores principales, ni para los pequeños advenedizos que todos los años se agencian una bomba de bolsillo y se unen al club. Nos hemos cansado de creerlo, porque somos humanos. Podemos incluso engañarnos a nosotros mismos para creer que la amenaza ha desaparecido. No desaparecerá nunca. Nunca, nunca, nunca…

—¿Y quién nos salvará, Walt? —preguntó Barley—. ¿Usted y Nedsky?

—Si algo nos salva, cosa que dudo, será la vanidad —repuso Walter—. Ningún dirigente quiere pasar a la Historia como el cretino que destruyó a su país en una tarde. Y el miedo, supongo. La mayoría de nuestros valerosos políticos tiene una narcisista objeción al suicidio, gracias a Dios.

—¿No hay esperanza, si no?

—Para el hombre solo, no —respondió alegremente Walter, que más de una vez había considerado seriamente la posibilidad de tomar las Órdenes Sagradas, en vez de las del Servicio.

—Entonces, ¿qué es lo que Goethe está tratando de conseguir? —volvió a preguntar Barley, con un atisbo de exasperación.

—¡Oh!, salvar al mundo, estoy seguro. A todos nos gustaría hacer
eso
.

—¿Salvarlo
cómo?
¿Cuál es su mensaje?

—Eso es lo que usted debe averiguar, ¿no?

—¿Qué es lo que nos ha dicho hasta ahora? ¿Por qué no puedo saberlo?

—Mi querido amigo, no sea usted tan pueril —exclamó ásperamente Walter, pero Ned se apresuró a intervenir.

—Usted sabe todo lo que necesita saber —dijo, con sosegada autoridad—. Usted es el mensajero. Es lo que usted está preparando para ser, es lo que él quiere que sea. Nos ha dicho que un montón de cosas del bando soviético no funcionan. Ha pintado un cuadro de fracasos a todos los niveles, imprecisión, incompetencia, despilfarro y, encima, falseamiento de los resultados de las pruebas que se envían a Moscú. Quizás es verdad, quizá lo ha inventado. Quizá lo inventó alguien por él. Resulta una historia bastante sugestiva.


¿Nosotros
creemos que es verdad? —insistió obstinadamente Barley.

—No puede usted saberlo.

—¿Por qué no?

—Porque, sometido a interrogatorio, todo el mundo habla. Ya no hay héroes. Usted habla, yo hablo, Walter habla, Goethe habla, ella habla. Así que, si le decimos lo que sabemos acerca de ellos, nos arriesgamos a comprometer nuestra capacidad para espiarles. ¿Conocemos algún secreto determinado respecto a ellos? Si la respuesta es que no, entonces saben que carecemos del programa, o el aparato, o la fórmula o la estación terrestre supersecreta para averiguarlo. Pero si la respuesta es que sí, adoptarán medidas evasivas para asegurarse de que no podemos seguir observándoles por ese método.

Barley y yo jugábamos al ajedrez.

—¿Entonces, considera usted que el matrimonio sólo da resultado a distancia? —me preguntó, reanudando nuestra conversación anterior como si nunca la hubiéramos abandonado.

—Estoy seguro de que el amor, sí —respondí, con un exagerado encogimiento de hombros, y me apresuré a desviar la conversación por derroteros menos íntimos.

Para su última noche, la señorita Coad preparó una trucha asalmonada y abrillantó la bandeja de plata. Se llamó a Bob, que llevó un raro whisky de malta y dos botellas de Sancerre. Pero nuestra celebración encontró a Barley del mismo humor introspectivo hasta que el animoso sermón final de Walter le rescató de su taciturnidad.

—La cuestión es
por qué
—gorjeó de pronto Walter, haciendo resonar su voz en la habitación, mientras se servía de mi vaso de Sancerre—. Eso es lo que buscamos. No la sustancia, sino el motivo.
¿Por qué?
Si confiamos en el motivo, confiamos en el hombre. Entonces, confiamos en su material. En el principio no era la palabra, ni el acto, ni la estúpida serpiente. En el principio era
¿por qué?
¿Por qué cogió la manzana? ¿Estaba aburrida? ¿Sintió curiosidad? ¿Le pagaban por hacerlo? ¿Le indujo Adán a ello? Si no, ¿quién lo hizo? El diablo es la excusa de toda muchacha. No haga caso de él. ¿Actuó ella en nombre de alguien? No basta decir: «Porque la manzana está ahí». Eso puede que sirva para el Everest. Puede incluso servir para el Paraíso. Pero no servirá para Goethe, y no servirá para nosotros y,
ciertamente
, no servirá para nuestros valerosos aliados americanos, ¿verdad, Bobby?

Y cuando nos echamos todos a reír, entornó los ojos y levantó más aún la voz.

—O tomemos a la encantadora Katya. ¿Por qué
la
elige Goethe? ¿Por qué pone en peligro
su
vida? ¿Y por qué ella se lo permite? No lo sabemos. Pero debemos saberlo. Debemos saber todo lo que podamos acerca de ella, porque en nuestra profesión los correos son el mensaje. Si Goethe es auténtico, la cabeza de la muchacha está en globo. Eso es un hecho. Y, si Goethe no es auténtico, ¿cómo queda ella? ¿Inventó ella misma todo el asunto? ¿Está realmente en contacto con él? ¿Está en contacto con alguien diferente y, en tal caso, con quién?

Apuntó con un fláccido dedo al rostro de Barley.

—Y ahí entra usted, señor. ¿Cree Goethe que es usted un espía o no? ¿Le dijeron otras personas que usted era un espía? Conviértase en un hámster. Almacene todas las semillas que pueda encontrar. Dios le bendiga a usted y a todos los que navegan con usted.

Llené discretamente otro vaso, y bebimos. Y recuerdo que en el profundo silencio oímos con nitidez las campanadas del Big Ben que subían río arriba desde Westminster.

Hasta primera hora de la mañana siguiente, cuando faltaban pocas horas para que Barley emprendiera la marcha, no le permitimos una visión limitada de los documentos que tan estridentemente había reclamado en Lisboa, los cuadernos de Goethe recreados en facsímil por Langley bajo draconianas condiciones de secreto, incluidas las gruesas pastas rusas de cartón y los dibujos de alegres escolares soviéticos en las portadas.

Recibiéndolos en silencio con las dos manos, Barley se convirtió en puro editor, mientras el resto de nosotros contemplábamos la transformación. Abrió el primer cuaderno, miró el margen, lo sopesó y pasó rápidamente las hojas hasta el final pareciendo calcular cuánto tardaría en leerlo. Cogió el segundo, lo abrió por una página al azar y, al ver las apretadas líneas, torció el gesto como quejándose de que el texto estuviera escrito a mano y a un solo espacio.

Luego, fue pasando revista a los tres cuadernos, examinando con aire desconcertado sus páginas, desde las ilustraciones al texto y del texto a las efusiones literarias, mientras mantenía la cabeza rígidamente echada hacia atrás y a un lado, como resuelto a reservarse su juicio.

Pero cuando levantó los ojos, yo advertí que habían perdido su sentido del lugar y parecían hallarse fijos en alguna lejana montaña que sólo él veía.

Un registro rutinario del piso de Barley en Hampstead realizado por Ned y Brock después de su marcha no proporcionó ninguna pista con respecto a su estado de ánimo. Entre el desorden que cubría su mesa se encontró una vieja libreta en la que acostumbraba a hacer sus anotaciones. Los últimos apuntes parecían recientes, siendo probablemente el más interesante el constituido por un par de versos que había entresacado de la última obra de Stevie Smith.

No temo tanto a la noche oscura

como a los amigos que no conozco.

Ned lo introdujo despaciosamente en la carpeta, pero rehusó hacer ninguna consideración al respecto. No hay ningún tipo que no sienta un cosquilleo en el estómago en vísperas de su primera operación.

Y en el reverso de una vieja factura tirada en la papelera, Brock encontró una cita que acabó llevándole hasta Roethke y que por sus propias y oscuras razones no mencionó hasta semanas después.

«Aprendo yendo a donde tengo que ir».

Capítulo 6

Katya despertó bruscamente y, como después se persuadió a sí misma, con una inmediata percepción de que aquél era el día. Katya era una mujer soviética emancipada, pero la superstición se resistía a morir en ella.

—Tenía que ser —se dijo más tarde.

A través de las raídas cortinas, un sol blanquecino comenzaba a aparecer sobre las plazas de cemento de su suburbio del norte de Moscú. A su alrededor, los bloques de apartamentos construidos en ladrillo se alzaban como andrajosos gigantes rosados hacia un cielo desierto.

«Es lunes —pensó—. Estoy en mi cama. Después de todo, me siento libre. Estaba pensando en su sueño».

Una vez despierta, permaneció inmóvil unos momentos, patrullando su mundo secreto y tratando de ahuyentar de su mente sus malos pensamientos. Y al no conseguido, saltó de la cama e, impulsivamente, como hacía la mayoría de las cosas, se zambulló con destreza fruto de la práctica entre las ropas colgadas y los elementos del cuarto de baño y se duchó.

Era una mujer hermosa, como había observado Landau. Su alto cuerpo era de formas rotundas, pero no gordo, con cintura esbelta y piernas fuertes. Tenía una abundante cabellera negra que se tornaba exuberante cuando la descuidaba. Su rostro era travieso pero inteligente y parecía animar todo cuanto había a su alrededor. Ya estuviera vestida o desnuda, no podía hacer ningún gesto que no resultase graciosamente atractivo.

Cuando se hubo duchado, cerró cuanto le fue posible las llaves del agua y, luego, lo completó con un golpeteo del mazo de madera. Canturreando por lo bajo, cogió el espejito y regresó al dormitorio para vestirse. La calle de nuevo: ¿dónde estaba? ¿En Leningrado o en Moscú? La ducha no había disuelto su sueño.

Su dormitorio era muy pequeño, el más pequeño de los tres cuartos que componían su minúsculo apartamento, una alcoba con un armario y una cama. Pero Katya estaba acostumbrada a estas limitaciones, y sus rápidos movimientos mientras se cepillaba el pelo, lo retorcía y se lo sujetaba para ir a la oficina, tenían una elegancia sensual aunque desenfadada. De hecho, el apartamento podría haber sido mucho más pequeño si no hubiera tenido derecho Katya a veinte metros adicionales por su trabajo. Tío Matvey valía otros nueve; los gemelos y su propio ingenio explicaban el resto. No tenía ningún reparo que poner al apartamento.

«Quizá la calle estaba en Kiev —pensó, recordando una reciente visita allí—. No. Las calles de Kiev son anchas, pero la mía era estrecha».

Mientras se vestía, el bloque comenzó a despertar, y Katya fue percibiendo con una sensación de gratitud los rituales del mundo normal. Primero, a través de la pared contigua llegó el sonido del despertador de los Goglidz señalando las seis y media, seguido del aullido de su perro lobo pidiendo que lo soltaran. Los pobres Goglidz, debo llevad es un regalo, pensó. La semana anterior Natasha había perdido a su madre, y el viernes el padre de Otar había sido urgentemente ingresado en el hospital con un tumor cerebral. «Les daré un poco de miel», pensó, y en el mismo instante se encontró dirigiendo una sonrisa de saludo a un antiguo amante, un pintor marginal que contra todas las probabilidades de la Naturaleza se las había arreglado para mantener un enjambre de abejas ilegales en un tejado situado detrás del Arbat. La había tratado vergonzosamente, le aseguraban sus amigos. Pero Katya siempre le defendía en su interior. Después de todo, era un artista, un genio quizás. Era un amante maravilloso, y entre sus accesos de furia la había hecho reír. Sobre todo, le había amado por conseguir lo imposible.

Después de los Goglidz llegó el llanto de la hijita de los Voljov, que estaba echando sus primeros dientes, y, un momento después atravesaba la tarima del suelo el retumbar de su nuevo tocadiscos estéreo japonés interpretando el último rock americano. ¿Cómo diablos podían permitirse tales cosas, se preguntó Katya, con Elizabeth siempre embarazada y Sasha con 160 al mes? Después de los Voljov se oyó a los nunca sonrientes Karpov, para ellos solamente Radio Moscú. Hacía una semana, se había desplomado el balcón de los Karpov, matando a un policía y un perro. Los graciosos del bloque habían querido hacer una colecta para el perro.

Se convirtió en Katya la abastecedora. Los lunes había una posibilidad de obtener pollos y verduras frescas traídas privadamente del campo durante el fin de semana. Su amiga Tanya tenía un primo que actuaba informalmente como tratante para los pequeños granjeros. Telefonear a Tanya.

Pensando en esto, pensó también en las entradas para el concierto. Había tomado su decisión. En cuanto llegase a la oficina recogería las dos entradas para el concierto de la Filarmónica que el editor Barzin le había prometido como reparación por sus insinuaciones con ella bajo el efecto de la bebida en la fiesta del Uno de Mayo. Ella ni se había dado cuenta siquiera de sus insinuaciones, pero Barzin se estaba torturando por algo, ¿y quién era ella para interponerse en su sentimiento de culpabilidad…, especialmente si adoptaba la forma de entradas para el concierto?

A la hora de comer, después de la compra, negociaría las entradas con el portero Morozov, que le había prometido veinticuatro pastillas de jabón de importación envueltas en papel decorativo. Con el jabón, compraría la pieza de tela de pura lana que el gerente de la tienda de ropas tenía guardada en el almacén para ella. Katya se negaba resueltamente a preguntarse por qué. Aquella tarde, después de la recepción húngara entregaría la tela a Olga Stanislavsky, quien, a cambio de favores a concretar, confeccionaría dos camisas de cowboy en la máquina de coser fabricada en Alemania Oriental que recientemente había cambiado por su vieja «Singer» familiar, eran una para cada gemelo por su cumpleaños. Y tal vez sobrara tela suficiente para conseguirles a los dos una revisión privada del dentista.

Así que adiós concierto. Estaba decidido.

El teléfono se hallaba en el cuarto de estar, donde dormía su tío Matvey, y era un precioso modelo polaco de color rojo. Volodya lo había sacado clandestinamente de su fábrica y había tenido la atención de no llevárselo consigo cuando hizo su salida final. Pasando de puntillas ante el dormido Matvey —y dirigiéndole una mirada cariñosa, pues Matvey había sido el hermano favorito de su padre—, llevó el teléfono por el pasillo estirando de su largo cordón extensible, lo puso sobre la cama y empezó a marcar antes de haber decidido con quién hablar primero.

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