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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (14 page)

BOOK: La casa Rusia
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Barley soltó una franca carcajada. Sus momentáneas libertades resultaban un poco temibles.

—¡En Rusia no hay que tener ninguna
razón
para beber, por amor de Dios! ¡Cíteme un solo ruso que valga la pena que pueda enfrentarse sobrio a los problemas de su país!

Volvió a quedar en silencio, haciendo muecas a las sombras. Entornó los ojos y masculló alguna especie de imprecación, supuse que contra sí mismo. Después se sacudió sus ensoñaciones.

—Desperté con un sobresalto hacia eso de la medianoche —rió—. «Cristo, ¿dónde estoy?». Echado en una tumbona, en una terraza cubierta y tapado con una maldita manta. Al principio pensé que estaba en los Estados Unidos. Uno de esos porches cerrados de Nueva Inglaterra, con paneles de rejilla y el jardín al otro lado. No me entraba en la cabeza cómo había llegado tan rápidamente a América después de un agradable almuerzo en Peredelkino. Luego recordé que habían dejado de hablar conmigo y que me había aburrido. Nada personal. Estaban borrachos y se habían cansado de estar borrachos en un idioma extranjero. Así que me instalé en la terraza con una botella de whisky. Alguien me había echado una manta encima para protegerme del relente. Debía de haberme despertado la luna, pensé. Una enorme luna llena, inyectada en sangre. Luego oí a aquel tipo hablándome. Muy severo. Inglés impecable. Cristo, pensé, nuevos invitados a estas horas. «Algunas cosas son necesariamente malas, señor Barley. Algunas cosas son más malas de lo necesario», dice. Está repitiendo cosas que yo he dicho en el almuerzo. Parte de mi trascendental conferencia sobre la paz. No sé a quién había citado yo. Luego, miro más detenidamente a mi alrededor y distingo a ese barbudo buitre de dos metros y medio de alto suspendido sobre mí, agarrando una botella de vodka y con los cabellos sacudidos por la brisa en torno a su rostro. Lo siguiente que percibo está en cuclillas junto a mí, con las rodillas junto a las orejas, llenando el vaso. «Hola, Goethe —digo—. ¿Por qué no se ha muerto aún? Encantado de verle».

Fuera lo que fuese lo que había liberado a Barley, había vuelto a encarcelarle de nuevo, pues su rostro estaba nublado otra vez.

—Y luego me da otra de mis perlas de cuando el almuerzo. «Todas las víctimas son iguales. No hay unas más iguales que otras». Me echo a reír. Pero no demasiado. Estoy azorado, supongo. Violento. Siento que he sido espiado. El tipo permanece allí sentado todo el tiempo durante el almuerzo, borracho, sin comer, sin decir ni palabra. Y de pronto, diez horas después, está repitiendo mis palabras como una cinta magnetofónica. Resulta incómodo. «¿Quién es usted, Goethe? —digo—. ¿Qué hace para ganarse la vida cuando no está bebiendo y escuchando?». «Soy un proscrito moral —responde—. Trafico en teorías corrompidas». «Siempre es agradable conocer a un escritor —digo—. ¿Qué clase de cosa está preparando últimamente?». «Todo —dice—. Historia, comedia, fábulas, romances». Y se pone a hablar de una memez que escribió sobre un trozo de mantequilla derritiéndose al sol porque carecía de un punto de vista consistente. Sólo que no hablaba como un escritor. Demasiado modesto. Se estaba riendo de sí mismo, y, por lo que yo me daba cuenta, se estaba riendo de mí también. No es que no tuviera todo el derecho a hacerlo, pero eso no lo volvía más divertido.

Aguardamos, una vez más, observando la silueta de Barley. ¿Estaba la tensión en nosotros o en él? Tomó un sorbo de su vaso. Volvió la cabeza a su alrededor y murmuró algo ininteligible que tampoco los micrófonos llegaron a captar completamente. Oímos crujir su silla como el crepitar de leña húmeda. En la cinta suena como un ataque armado.

—Y luego va y me dice: «Vamos, señor Barley, usted es editor. ¿No va a preguntarme de dónde saco mis ideas?». Y yo pensé: No es eso realmente lo que preguntan los editores, amigo mío, pero qué diablos. «Muy bien, Goethe —digo—. ¿De dónde saca sus ideas?». «Señor Barley. Mis ideas proceden de… uno», empieza a contar.

Barley había extendido también sus largos dedos y estaba contando con ellos, utilizando sólo las más leves entonaciones rusas. Y una vez más me llamó la atención la exquisitez de su memoria musical, que parecía lograr menos repitiendo palabras que recuperándolas de alguna abominable cámara de resonancia en la que nada escapaba nunca a su oído.

«Mis ideas proceden de,
uno
, los manteles de papel de los cafés de Berlín de los años 30». Luego se atiza un lingotazo de vodka y al mismo tiempo aspira ruidosamente el aire nocturno. Cruje. ¿Saben lo que quiero decir? ¿Esos tipos de pecho burbujeante? «Dos —dice—, de las publicaciones de mis competidores mejor dotados. Tres, de las fantasías obscenas de generales y políticos de todas las naciones. Cuatro, de los intelectos liberados de científicos nazis reclutados a la fuerza. Cinco, del gran pueblo soviético, todos cuyos deseos democráticos son filtrados en dirección ascendente por medio de consultas a todos los niveles y arrojados luego al Neva. Y, seis, muy ocasionalmente, de la mente de un distinguido intelectual occidental que acierta a cruzarse de modo casual en mi vida». Parece ser que ése soy yo, porque clava sus ojos en mí para ver cómo me lo tomo. Mirando y mirando como un niño precoz, transmitiendo esas señales vitalmente importantes. Luego, de pronto, cambia y se torna suspicaz. A los rusos les suele pasar. «Su actuación durante el almuerzo fue formidable —dice—. ¿Cómo persuadió a Nezhdanov para que le invitara?». Es una burla. Diciendo que no me cree. «Yo no le persuadí —respondo—. Fue idea suya. ¿Qué está tratando de atribuirme?». «No hay propiedad de las ideas —dice—. Usted se lo puso en la cabeza. Es usted una persona inteligente. Un trabajo muy astuto, diría yo. Le felicito».

—Luego, en vez de burlarse de mí, se me agarra a los hombros como si se estuviera ahogando. Y o no sé si está enfermo o si ha perdido el equilibrio. Siento la desagradable impresión de que quizá quiera estar enfermo. Trato de ayudarle, pero no sé cómo. Su cuerpo abrasa, y está sudando. Su sudor gotea sobre mí. Tiene el pelo empapado. Esos ojos febriles y aniñados. Le aflojaré el cuello, pienso. Luego su voz suena justo al lado de mi oído, y allí están sus labios y su ardiente respiración. Al principio, no puedo oírle, pues está demasiado cerca. Me aparto, pero él viene conmigo. «Creo hasta la última palabra que usted ha dicho —susurra—. Me ha hablado usted al corazón. Prométame que no es un espía británico, y yo le haré una promesa a cambio».

—Sus palabras exactas —dijo Barley, como si se avergonzara de ellas—. Él recordaba todas las palabras que yo había dicho. Y yo recuerdo todas sus palabras.

No era la primera vez que Barley hablaba de la memoria como si fuese una calamidad, y quizás es por eso por lo que yo me encontré, como tantas veces, pensando en Hannah.

«Pobre Palfrey —me había dicho en uno de sus accesos de crueldad, contemplando en el espejo su desnudo cuerpo mientras tomaba a sorbos su vodka con tónica y se disponía a volver junto a su marido—. Con una memoria como la tuya, ¿cómo olvidarás jamás a una mujer como yo?».

¿Producía Barley ese efecto en todo el mundo?, me pregunté. ¿Pulsaba inconscientemente el nervio central de los demás y los precipitaba a sus más íntimos pensamientos? Quizás era eso lo que le había hecho también a Goethe.

El pasaje que siguió nunca fue parafraseado, condensado ni «reconstruido». Para los iniciados, o se reproducía la cinta, o se ofrecía su transcripción íntegra. Para los no iniciados, nunca existió. Constituía el quid de todo lo que siguió y fue llamado con deliberada ofuscación «la aproximación de Lisboa». Cuando los alquimistas y teólogos y usuarios finales de ambos lados del Atlántico tenían su ocasión era éste el pasaje que elegían y pasaban por sus cajas mágicas para justificar los preseleccionados argumentos que caracterizaban sus habilidosas especialidades.

—«Espía, no realmente, Goethe. Ni lo soy, ni lo he sido, ni lo seré. Puede que sea el estilo de su país, pero no del mío. ¿Qué tal el ajedrez? ¿Le gusta el ajedrez? Hablemos de ajedrez». No parece oír. «¿Y no es usted americano? ¿No es espía de nadie, ni siquiera nuestro?».

»«Escuche, Goethe —digo—. La verdad es que me estoy poniendo un poco nervioso. Yo no soy espía de nadie. Yo soy yo. O hablamos de ajedrez, o prueba usted una dirección diferente, ¿de acuerdo?». Yo creía que eso le haría callar, pero no fue así. Lo sabía todo acerca del ajedrez, dijo. En el ajedrez, uno tiene una estrategia, y si el otro no la descubre o relaja su guardia, tú ganas. En el ajedrez, la teoría es la realidad. Pero en la vida, en ciertos tipos de vida, puede darse una situación en la que un jugador tenga tan grotescas fantasías sobre otro que acaba inventándose el enemigo que necesita. ¿Estoy de acuerdo? Estoy completamente de acuerdo, Goethe. Y de pronto, ya no se trata del ajedrez y él está explicándose como suelen hacerlo los rusos cuando están borrachos. Dice que nació con dos almas, como Fausto, y por eso es por lo que le llaman Goethe. Dice que su madre era pintora, pero pintaba lo que veía, de forma tan natural que no se le permitía exponer ni comprar materiales. Porque todo lo que vemos es secreto de Estado. Si es una ilusión, también es secreto de Estado. Aunque no funcione ni vaya a funcionar nunca, es secreto de Estado. Y si es una ficción completa de arriba abajo, entonces es el secreto de Estado más importante de todos. Dice que su padre estuvo doce años en los campos de concentración y murió de un exceso de capacidad intelectual. Dice que el problema de su padre consistía en que era un mártir. Las víctimas son bastante malas, los santos son peores, dice, pero los mártires son ya el colmo. ¿Estoy de acuerdo?

»Estoy de acuerdo. No sé por qué estoy de acuerdo, pero soy una persona cortés y cuando un tipo que me está agarrando la cabeza me dice que su padre cumplió doce años de condena y luego se murió, no vaya discutir con él ni aunque esté un poco chispa.

»Le pregunto su verdadero nombre. Dice que no lo tiene, su padre se lo llevó consigo. Dice que en cualquier sociedad decente fusilan a los ignorantes, pero que en Rusia es al revés, así que fusilaron a su padre porque, a diferencia de su madre, se negó a morirse de pena. Dice que quiere hacerme esta promesa. Dice que él ama a los ingleses. Los ingleses son los líderes morales de Europa, los afianzadores secretos, los unificadores del gran ideal europeo. Dice que los ingleses comprenden la relación entre palabras y acción, mientras que en Rusia nadie cree ya en la acción, por lo que las palabras se han convertido en un sustitutivo completo, un sustitutivo de la verdad que nadie quiere oír porque no pueden cambiarla o perderán sus empleos si la cambian, o quizá, simplemente, no saben
cómo
cambiarla. Dice que la desdicha de los rusos es que anhelan ser europeos, pero que su destino es hacerse americanos, y que los americanos han envenenado el mundo con lógica materialista. Si mi vecino tiene un coche, yo debo tener dos coches. Si mi vecino tiene un cañón, yo debo tener dos cañones. Si mi vecino tiene una bomba, yo debo tener una bomba más grande y en mayor número, sin que importe que no puedan llegar hasta sus objetivos. Así que lodo lo que tengo que hacer es imaginar el cañón de mi vecino y duplicarlo y tengo la justificación para cualquier cosa que quiera fabricar. ¿Estoy de acuerdo?

Fue un milagro que nadie interrumpiera aquí, ni siquiera Walter. Pero no lo hizo, se mantuvo callado, como todos. No se oyó ni el crujido de una silla antes de que Barley continuara.

—Así que estoy de acuerdo. Sí, Goethe, estoy completamente de acuerdo. Cualquier cosa es mejor que el que me pregunten si soy un espía británico. Y empieza a hablar del gran poeta y místico del siglo XIX, Piturin.

—Pecherin —dice una voz seca y cortante. Walter no ha podido contenerse finalmente.

—Eso, Pecherin —asiente Barley—. Vladimir Pecherin. Pecherin quería sacrificarse por la Humanidad, morir en la cruz con su madre a sus pies. ¿He oído hablar de él? No. Pecherin fue a Irlanda, se hizo monje, dice. Pero Goethe no puede hacer lo mismo porque no puede conseguir un visado y, además, no le gusta Dios. A Pecherin le gustaba Dios y no le gustaba la ciencia a menos que tuviese en cuenta el alma humana. Le pregunto cuántos años tiene. Goethe, no Pecherin. Aparenta ya unos setenta, yendo para los cien. Dice que está más cerca de la muerte que de la vida. Dice que tiene cincuenta, pero que acaba de nacer.

Walter interviene, pero con voz suave, como quien habla en una iglesia, sin su habitual vozarrón.

—¿Por qué le preguntó su
edad
de todas las preguntas que podría haberle hecho? ¿Qué diablos importa en ese momento cuántos dientes tenga?

—Es desconcertante. Ni una arruga hasta que frunce el ceño.

—¿Y dijo ciencia? ¿No física, ciencia?

—Ciencia. Y luego se pone a recitar a Pecherin. Traduciendo al mismo tiempo. Primero en ruso, luego en inglés.
Cuán dulce es odiar la propia tierra natal y esperar ávidamente su ruina… y en su ruina columbrar la aurora del renacimiento universal.
Puede que no sea exactamente así, pero ésa es la sustancia. Pecherin comprendía que era posible amar al propio país al mismo tiempo que se odiaba su sistema, dice. Pecherin era un admirador de Inglaterra, igual que Goethe. Inglaterra es la patria de la justicia, la verdad y la libertad. Pecherin demostró que no había nada desleal en la traición, siempre que uno traicionase lo que odiaba y luchase por lo que amaba. Supongamos que Pecherin hubiera poseído grandes secretos sobre el alma rusa. ¿Qué habría hecho? Evidente. Se los habría entregado a los ingleses.

»Estoy ya deseando que me suelte el pelo. Empiezo a sentir pánico. Él vuelve a acercarse. Su rostro contra el mío, jadeando y rechinando como una máquina de vapor. El corazón saliéndosele del pecho. Esos ojos oscuros y grandes como platos. «¿Qué ha estado bebiendo? —pregunto—. ¿Cortisona?».

»«¿Sabe qué otra cosa dijo en el almuerzo?», pregunta.

»«Nada —respondo—. Yo no estaba allí. Eran otros dos tipos, y ellos me pegaron primero». Tampoco ahora me oye.

»Dijo: «Hoy en día debe uno pensar como un héroe para comportarse como un ser humano simplemente decente».

»«Eso no es original —digo—. Nada de lo que dije lo es. Son cosas ajenas, no mías. Ahora, olvide todo lo que dije y vuélvase con los suyos». No escucha, me agarra el brazo. Manos como las de una muchacha, pero que apresan como el hierro. «Prométame que si alguna vez encuentra el valor necesario para pensar como un héroe se comportará como un ser humano simplemente decente».

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