La casa Rusia (13 page)

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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

BOOK: La casa Rusia
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—Goethe —dijo al fin—. Como el poeta. Le llamaban Goethe. Le presento a nuestro eminente escritor, Goethe. Podría tener cincuenta años, podría tener dieciocho. Delgado como un chiquillo. Esos toques de color en los pómulos. Barba.

Y éste, como más tarde hizo notar Ned, cuando estaba reproduciendo ante el equipo el contenido de la cinta, fue, operativamente hablando, el momento en el que el «Pájaro Azul» desplegó sus alas. No está señalado por ningún impresionante silencio ni por un aliento contenido en torno a la mesa. Por el contrario, Barley eligió este momento para ser presa de un acceso de estornudas, el primero de muchos otros en nuestra experiencia con él. Comenzó con una serie de descargas aisladas y, luego, aceleró en una gran andanada. Después, fue menguando lentamente de nuevo, mientras se golpeaba la cara con el pañuelo y maldecía entre convulsiones.

—Maldita tos de perro —explicó en son de excusa.

—Me mostré brillante —continuó Barley—. No podía meter la pata.

Había vuelto a llenar su vaso, esta vez de agua. Estaba bebiéndola a sorbitos, con movimientos lentos y rítmicos, como uno de aquellos pájaros bebedores que solían balancearse entre las miniaturas de todos los bares ingleses antes de que fueran sustituidos por los aparatos de televisión.

—Míster Maravilloso, ése era yo. La estrella de la escena y de la pantalla. Occidental, cortés y apuesto. Por eso voy allá, ¿no? Los soviéticos son los únicos tipos lo bastante chalados como para escuchar las chorradas —su mechón de pelo volvió a caer hacia el vaso—. Eso es lo que pasa allí. Sale uno a dar una vuelta por el campo y acaba discutiendo con una pandilla de poetas borrachos acerca de la libertad frente a la responsabilidad. Vas a echar una meada en algún mugriento retrete público, y alguien se asoma desde el cubículo contiguo y te pregunta si hay vida después de la muerte. Porque uno es occidental. Y por eso sabe. Así que uno se lo dice. Y ellos recuerdan. Nada se esfuma.

Parecía hallarse en peligro de dejar de hablar por completo.

—¿Por qué no se limita a decirnos lo que ocurrió y nos deja los reproches a nosotros? —sugirió Clive, dando a entender que los reproches estaban por encima de las posibilidades de Barley.

—Resplandecí. Eso es lo que ocurrió. Una mente brillante tuvo un día triunfal. Olvídenlo.

Pero olvidarlo era lo último que nadie pretendía hacer, como puso de manifiesto la alegre sonrisa de Bob.

—Barley, creo que está usted siendo demasiado duro consigo mismo. Nadie debe censurarse por ser divertido, por amor de Dios. Todo lo que usted hizo, a lo que parece, fue cantar durante la cena.

—¿De qué habló? —preguntó Clive, sin dejarse desviar por la campechanía de Bob.

Barley se encogió de hombros.

—De cómo reconstruir el Imperio ruso entre el almuerzo y la hora del té. Paz, progreso y
glasnost
por botellas. Desarme instantáneo sin opción.

—¿Son temas de los que habla usted con frecuencia?

—Cuando estoy en Rusia, sí —replicó Barley, irritado de nuevo por el tono de Clive, aunque no por mucho tiempo.

—¿Podemos saber qué dijo?

Pero Barley no le estaba contando su historia a Clive. Se la estaba contando a sí mismo y a la habitación y a quienquiera que estuviese en ella, a sus compañeros de viaje, punto por punto, un completo inventario de su locura.

—El desarme no era una cuestión militar ni tampoco una cuestión política, dije. Era una cuestión de voluntad humana. Teníamos que decidir si queríamos la paz o la guerra y preparamos para ello. Porque aquello para lo que nos preparemos será lo que tendremos. —Se interrumpió—. Todo eran cosas improvisadas —explicó, eligiendo de nuevo a Ned—. Argumentos apasionados que había leído por allá.

Como si percibiera que era necesaria una mayor explicación, empezó de nuevo.

—Ocurría que esa semana yo era un experto. Había pensado que la firma podría encargar un libro rápido. Un agente literario que trabajaba en la feria quería que yo adquiriese los derechos para el Reino Unido de un libro sobre la glasnost y la crisis de la paz. Ensayos escritos por halcones pasados y presentes, revisiones de estrategias. ¿Podía, después de todo, estallar una auténtica paz? Habían alistado a algunos de los viejos veteranos americanos de los años 60 y mostrado cómo muchos de ellos habían descrito un círculo completo desde que abandonaron su puesto.

Se estaba excusando, y me pregunté por qué. ¿Para qué nos estaba preparando? ¿Por qué consideraba que debía amortiguar previamente el choque? Bob, que no era ningún tonto pese a todo su candor, debía de haber estado haciéndose la misma pregunta.

—A mí me parece una idea bastante buena, Barley. Opino que hay dinero en eso. Incluso podría corresponderme una parte —añadió, con una risita picaresca.

—Así que tuvo usted su charla —dijo Clive, con su voz baja y cortante—. Y luego la regurgitó. ¿Es eso lo que nos está diciendo? Estoy seguro de que no es fácil reconstruir los vuelos alcohólicos de la propia fantasía, pero le agradeceríamos que lo intentase.

¿Qué habría estudiado Clive, me pregunté, si es que había estudiado alguna vez? ¿Dónde? ¿Quién le engendró? ¿Dónde encontraba el Servicio estas muertas almas suburbanas con todos sus valores, o la falta de ellos, perfectamente instalados?

Pero Barley conservó su docilidad ante este renovado ataque.

—Dije que creía en Gorbachov —respondió plácidamente, al tiempo que tomaba un sorbo de agua—. Tal vez ellos no, pero yo sí. Dije que la tarea del Occidente era encontrar su otra mitad, y la del Este era reconocer la importancia de la mitad que tenían. Dije que si los americanos se hubieran preocupado por el desarme tanto como se habían preocupado por poner un tipo en la Luna o franjas rosadas en la pasta de dientes, habríamos tenido desarme hacía tiempo. Dije que el gran pecado de Occidente era creer que podíamos hundir en la bancarrota el sistema soviético aumentando la apuesta en la carrera de armamentos, porque de esa manera estábamos jugando con el destino de la Humanidad. Dije que, con el agitar de nuestros sables, Occidente había dado a los dirigentes soviéticos la excusa para mantener sus puertas cerradas y regir un Estado carcelario.

Walter soltó una risa que sonó como un relincha y se tapó la boca, de irregulares dientes, con su lampiña mano.

—¡Oh, Dios mío! O sea que
nosotros
tenemos la culpa de los males de Rusia. ¡Es formidable! ¿No le parece que se lo hicieron ellos mismos? ¿Encerrarse ellos mismos dentro de su propia paranoia? No, ya veo que no.

Impertérrito, Barley reanudó su confesión.

—Alguien me preguntó si no creía yo que las armas nucleares habían conservado la paz durante cuarenta años. Yo dije que eso era una chorrada jesuítica. Lo mismo podría decirse que la pólvora había conservado la paz entre Waterloo y Sarajevo. Además, dije, ¿qué es la paz? La bomba atómica no impidió Carea y no impidió Vietnam. No impidió a nadie oprimir a Checoslovaquia, o bloquear Berlín, o construir el Muro de Berlín, o entrar en Afganistán. Si eso es paz, intentémosla sin la bomba. Dije que lo que se necesitaba no eran experimentos en el espacio, sino experimentos en la naturaleza humana. Las superpotencias deberían custodiar juntas el mundo. Yo estaba volando.

—¿Y
creía
usted esas tonterías? —preguntó Clive.

Barley no parecía saberlo. Semejó de pronto considerarse listo por definición y se tornó vergonzoso.

—Luego hablamos de jazz —dijo—. Bix Beiderbecke, Louis Armstrong, Lester Young. Yo toqué un poco.

—¿Quiere decir que alguien tenía un
saxofón?
—exclamó Bob con espontáneo regocijo—. ¿Qué más tenían? ¿Bombos? ¡Barley, no me lo creo!

Creí al principio que Barley se marchaba. Se enderezó lentamente y se puso en pie. Miró a su alrededor en busca de la puerta y, luego, echó a andar con pasos vacilantes en dirección a ella, por lo que Ned se levantó alarmado, temeroso de que Brock llegara antes hasta él. Pero Barley se había detenido a mitad de camino, hacia el centro de la habitación, donde había una mesita de madera tallada. Inclinándose sobre ella, empezó a tabalear con los dedos en el borde, mientras cantaba nasalmente «pa-pa-paa, pa-pa-pa-pa», con el simulado acompañamiento de címbalos y tambores.

Bob estaba ya aplaudiendo. Walter también. Y también yo, y Ned se estaba riendo. Sólo Clive no encontraba nada gracioso en aquello. Barley bebió un trago de su vaso y volvió a sentarse.

—Luego me preguntaron qué se podía hacer —dijo, como si no se hubiera levantado de la silla.

—¿Quién lo preguntó? —intervino Clive, con ese irritante tono suyo de incredulidad.

—Uno de los que estaban sentados a la mesa. ¿Qué importa?

—Supongamos que todo importa —respondió Clive, Barley estaba haciendo de nuevo su voz rusa, ronca y apremiante.

—«Muy bien, Barley. Aceptemos que es como usted dice. ¿Quién realizará esos experimentos con la naturaleza humana?». Ustedes, respondí. Se quedaron muy sorprendidos. ¿Por qué nosotros? Dije que porque, cuando se trataba de cambios radicales, los soviéticos lo tenían más fácil que Occidente. Ellos tenían una clase política reducida y una élite intelectual que siempre había ejercido una gran influencia. En una democracia occidental era mucho más difícil hacerse oír sobre la multitud. Les gustó la paradoja. Y a mí también.

Ni siquiera este ataque frontal a los grandes valores democráticos pudo alterar la alegre suavidad de Bob.

—Bueno, Barley, ése es un juicio muy genérico, pero supongo que hay algo de verdad en él.

—¿Pero sugirió usted lo que se debía
hacer?
—insistió Clive.

—Dije que sólo quedaba la utopía. Dije que lo que hace veinte años parecía una fantasía disparatada era hoy nuestra única esperanza, ya estuviéramos hablando de desarme, de ecología o de simple supervivencia humana. Gorbachov lo comprendía así, y Occidente se resistía a ello. Dije que los intelectuales occidentales debían encontrar su voz. Dije que Occidente debía dar ejemplo, no seguirlo. Era deber de todos poner en movimiento el alud.

—O sea que desarme unilateral —dijo Clive, entrelazando las manos—. Llegamos así a Aldermaston. Bien, bien. Sí. —Pero pronunció este «sí» alargando la vocal, que era su forma de decir sí cuando quería decir no.

Pero Bob estaba impresionado.

—¿Y toda esa elocuencia sólo con haber leído unas cuantas cosillas acerca del tema? —dijo—. Yo creo que es extraordinario, Barley. Bueno, si yo pudiese asimilar así las cosas me sentiría orgulloso.

Quizá
demasiado
extraordinario, estaba sugiriendo también, pero evidentemente, las implicaciones le pasaron inadvertidas a Barley.

—Y, mientras usted nos salvaba de nuestros peores instintos, ¿qué hacía el hombre llamado Goethe? —preguntó Clive.

—Nada. Los otros participaban. Goethe, no.

—¿Pero escuchaba? Con los ojos bien abiertos, imagino.

—Para entonces estábamos trazando de nuevo el mapa del mundo. Yalta entera otra vez. Todo el mundo hablaba al mismo tiempo, excepto Goethe, él no comía, no hablaba. Yo seguía arrojándole ideas, simplemente porque no estaba participando. Lo único que hacía era palidecer y beber más. Desistí.

Y Goethe seguía sin hablar, continuó Barley, con el mismo tono de desconcertada autorrecriminación. Ni pío en toda la tarde, dijo Barley. Goethe escuchaba y miraba fijamente alguna invisible bola de cristal. Reía, aunque en manera alguna cuando había algo de que reírse. O se levantaba y se iba derechito a la mesa de las bebidas para buscarse otro vodka, cuando todos los demás estaban bebiendo vino, y volvía con un vaso lleno, que apuraba en un par de tragos siempre que alguien proponía un brindis adecuado. Pero Goethe no proponía ningún brindis, dijo Barley. Era una de esas personas que ejercen una influencia moral, con su silencio dijo, de tal modo que acababa uno preguntándose si se están muriendo de una enfermedad secreta o cabalgando a lomos de algún éxito extraordinario.

Cuando Nezhdanov condujo al grupo al interior para escuchar a Count Basie en el tocadiscos estereofónico, Goethe le siguió obedientemente Hasta bien avanzada la noche, cuando ya Barley había dejado de pensar por completo en él, no le oyó hablar por fin.

Una vez más, Ned se permitió una pregunta extraña.

—¿Cómo se comportaban los otros hacia él?

—Le respetaban, era su mascota. «Veamos qué opina Goethe». Levantaba su vaso y bebía por ellos, y todos reíamos, excepto él.

—¿Las mujeres también?

—Todo el mundo. Se mostraban deferentes con él. Le abrían paso, prácticamente. Aquí viene el gran Goethe.

—¿Y nadie le dijo a usted dónde vivía o trabajaba?

—Dijeron que estaba de vacaciones de alguna parte en que no estaba bien visto el beber. Así que eran unas vacaciones para beber. Y todos procuraban que no le faltase materia. Era hermano de alguien, de Tamara, no sé. Quizá primo. No me aclaré bien.

—¿Cree que le estaban protegiendo? —dijo Clive.

Las pausas de Barley no se parecen a las de nadie, pensé. Él ejerce su propia y tenue presa sobre las cosas presentes. Su mente abandona la estancia, y se queda uno con el alma en vilo esperando a ver si regresa.

—Sí —dijo de pronto Barley, con aire de sentirse sorprendido de su propia respuesta—. Sí, sí, estaban protegiéndole. Es cierto. Eran su club de admiradores, vaya si lo eran.

—Protegiendo, ¿de qué?

Otra pausa.

—Quizá de tener que explicarse. No lo pensé entonces, pero lo pienso ahora. Sí, eso pienso.

—¿Y por qué no había de explicarse? ¿Puede sugerir una razón sin inventarla? —preguntó Clive, aparentemente decidido a irritar a Barley.

Pero Barley no se alteró.

—Yo no invento —dijo, y creo que todos sabíamos que era verdad. Pareció ausentarse de nuevo—. Era persona de alta energía. Se le notaba —dijo regresando.

—¿Qué significa eso?

—El elocuente silencio. Todo lo que se oye a cien millas por hora es el latir del cerebro.

—¿Pero nadie le dijo «es un genio» o algo así?

—Nadie me lo dijo. Nadie necesitaba hacerlo.

Barley miró a Ned y le encontró moviendo afirmativamente la cabeza en un gesto de comprensión. Agente operativo hasta los tuétanos, Ned era especialista en adelantársele a uno cuando uno creía que aún estaba tratando de alcanzarle.

Bob tenía otra pregunta.

—¿Nadie le cogió del brazo, Barley, y le explicó
por qué
tenía Goethe un problema de bebida?

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