—Nadie nos contrató para que practicáramos el amor fraterno, Ned. Lo sabíamos cuando nos alistamos —sonrió—. Supongo que si se tratara de una cuestión de pura decencia, estaría usted dirigiendo la función en lugar de, aquí, el agente Clive.
Clive no se sintió complacido por la sugerencia, pero ello no le impidió escoltar a Brady hasta su jeep.
Por un momento pensé que estaba solo con Ned y Sheriton, hasta que vi a nuestro anfitrión, Randy, en el umbral de la puerta, con una expresión de absoluta incredulidad en el rostro.
—¿Ése era
el
Brady? —preguntó, sin aliento—. ¿El Brady al que le gustaba
todo?
—Era Greta Garbo —respondió Sheriton—. Vete, Randy, por favor.
Debería seguir narrando cómo los jóvenes de Sheriton se llevan de nuevo a Barley y pasean con él parla playa y bromean con él y le muestran el plano de Leningrado y, trabajosamente, localizan la tienda en que fue comprado el sombrero de piel de lince de la señorita Coad, y cómo lo pagó y dónde podía tener el recibo si es que existía y si Barley había declarado el sombrero en la aduana de Gatwick y la oficina de Correos desde la que debía de haber hecho su llamada telefónica.
Debería describir las horas muertas que Ned y yo nos pasamos por las tardes en la casita de Barley, tratando de encontrar, sin conseguirlo, algún medio para sacarle de sus introspecciones.
Pues el alejamiento de Barley de nosotros —lo notaba aun entonces— no había cesado desde el momento en que por primera vez accedió a ser interrogado. Se había convertido en un peregrino solitario, pero ¿a dónde? ¿Desde dónde? ¿Por quién?
Y viene luego la mañana siguiente —de auténtico esplendor, como dicen allá; creo que debió de ser el jueves— cuando el avioncito del aeropuerto Logan nos trajo a Merv y Stanley a tiempo para que pudieran tomar su desayuno favorito de tortitas con tocino y miel.
La cocina de Randy conocía bien sus gustos.
Eran amables y corpulentos hombres de la tierra, con rostros de piedra pómez y grandes manos, y llegaron con el aspecto de un dúo de vodevil, con sombreros flexibles de color oscuro y cargados con una maleta de comisionista que mantuvieron cerca de ellos mientras comían, y depositaron después cuidadosamente sobre el suelo pintado de rojo de la sala de billar.
Su profesión había dado un aire inexpresivo a sus rostros, pero eran el tipo que más agrada a nuestro Servicio…, soldados de a pie honrados, leales, sin complicaciones, con un trabajo que hacer y unos chicos que alimentar, que amaban a su país sin alharacas ni exhibicionismos.
Merv llevaba el pelo rapado de tal modo que semejaba una simple pelusa. Stanley tenía las piernas arqueadas y lucía en la solapa alguna especie de emblema patriótico.
—Puede ser usted Jesucristo, señor Brown. Puede ser un mecanógrafo de mil quinientos al mes —había dicho Sheriton mientras permanecíamos suplicantes en la casa de Barley—. Es vudú, es alquimia, es espiritismo, es lectura de las hojas de té. Y, si no lo supera, está perdido.
Luego habló Clive. Clive podía encontrar razones para cualquier cosa.
—Si no tiene nada que ocultar, ¿por qué habría de preocuparse? —dijo—. Es su versión de la Ley de Secretos Oficiales.
—¿Qué dice Ned? —preguntó Barley.
Nada de Nedsky ya. Ned.
Había en la respuesta de Ned un aire de derrota que nunca olvidaré, y también en sus ojos. El interrogatorio de Barley por parte de Brady había hecho tambalearse su fe en sí mismo e, incluso, en su hombre.
—La elección es suya —dijo tristemente. Y, como para sí mismo—: Y bastante desagradable si quiere que le diga la verdad.
Barley se volvió hacia mí, exactamente igual que había hecho antes, cuando le pregunté si se sometería al interrogatorio americano.
—¿Harry? ¿Qué hago?
¿Por qué insistía en mi opinión? No era justo.
Supongo que mi aspecto era tan desasosegado como el de Ned. Ciertamente, así era como me sentía, aunque logré encogerme alegremente de hombros.
—O les complace y sigue adelante con el asunto, o les dice que se vayan al diablo. Usted decide —respondí, de forma muy semejante a como había hecho la ocasión anterior.
El eterno abogado.
De nuevo el silencio de Barley. Su indecisión dando paso lentamente a la resignación. Su alejamiento de nosotros mientras mira a través de la ventana hacia el mar.
—Bueno, esperemos que no me cojan diciendo la verdad —dice.
Se pone en pie y sacude los brazos, al tiempo que afloja los hombros, mientras los demás, como otros tantos mayordomos, nos confirmamos mutuamente con furtivas miradas y movimientos de cabeza que nuestro amo había dicho sí.
En su trabajo, Merv y Stanley tenían la respetuosa presteza de los verdugos. O habían traído consigo la silla o había permanentemente en la isla una para ellos, un trono de madera de respaldo recto, con un brazo tallado en el lado izquierdo. Merv la instaló cerca del enchufe eléctrico mientras Stanley hablaba a Barley como a un abuelo.
—Señor Brown, ésta no es una situación en la que usted deba esperar hostilidad. Nuestro deseo es que no se vea usted turbado por una relación con sus interrogadores. El interrogador no es un adversario, es un funcionario imparcial. El trabajo lo hace la máquina. Tenga la bondad de quitarse la chaqueta, no hace falta que se suba las mangas, señor, ni que se desabroche la camisa, gracias. Muy tranquilo ahora, por favor, natural y relajado.
Mientras tanto, con suma delicadeza, Merv deslizó sobre el bíceps izquierdo de Barley la membrana de un aparato para medir la presión arterial hasta que quedó sobre la arteria de la cara interior del codo. Luego la infló hasta que el limbo graduado indicó cincuenta miligramos, mientras Stanley, con el celo de un preparador de boxeo, ajustaba un tubo de goma de dos centímetros y medio de diámetro en torno al pecho de Barley, cuidando de evitar los pezones para no producirle escoriaciones. Luego, Stanley pasó un segundo tubo sobre el abdomen de Barley, mientras Merv deslizaba un dedil doble sobre los dos dedos centrales de la mano izquierda de Barley, con un electrodo en su interior para captar la respuesta de las glándulas sudoríparas y de la piel galvanizada y los cambios de temperatura de la piel que escapan al control del sujeto…, así al menos lo proclaman los conversos, pues hice que Stanley me explicara previamente todo, de forma parecida a como un preocupado pariente se informa de antemano sobre los detalles de la intervención quirúrgica de un ser querido. A algunos especialistas en polígrafos, Harry, les gustaba colocar una banda adicional en torno a la cabeza, como un encefalógrafo. A Stanley, no. A algunos les gustaba gritar y hostigar al sujeto. A Stanley, no. Stanley consideraba que muchas personas se sentían turbadas por una pregunta acusatoria, fuesen o no culpables.
—Señor Brown, le rogamos que no haga ningún movimiento, ni rápido ni lento —estaba diciendo Merv—. Si realiza usted un movimiento, estamos expuestos a encontrarnos con una violenta alteración de la pauta seguida, que originará una nueva comprobación, una repetición de las preguntas. Gracias. Primero, quisiéramos establecer una norma. Entendemos por norma un nivel de voz, un nivel de respuesta física, imagine un sismógrafo, usted es la Tierra, usted hace moverse la aguja. Gracias, señor. La respuesta ha de ser solamente «sí» o «no», por favor, y responda siempre verazmente. Hacemos una interrupción cada ocho preguntas, para aflojar entonces la presión sobre su brazo y evitar que esté usted incómodo. Mientras se afloja la presión del tensímetro sostendremos una conversación normal, pero nada de humor, por favor, ni ninguna excitación excesiva de ningún tipo. ¿Se llama usted Brown?
—No.
—¿Tiene usted un nombre diferente del que está utilizando?
—Sí.
—¿Es usted británico de nacimiento, señor Brown?
—Sí.
—¿Ha venido usted aquí en avión, señor Brown?
—Sí.
—¿Ha venido usted aquí en barco, señor Brown?
—No.
—¿Ha contestado verazmente a mis preguntas hasta el momento, señor Brown?
—Sí.
—¿Se propone contestar verazmente a mis preguntas durante todo el resto de esta prueba, señor Brown?
—Sí.
—Gracias —dijo Merv, con una suave sonrisa, mientras Stanley soltaba el aire del tensímetro—. Ésas son las que llamamos preguntas irrelevantes. ¿Casado?
—En este momento, no.
—¿Hijos?
—Dos.
—¿Chicos o chicas?
—Uno de cada.
—Hombre sabio. ¿Ya está? —Empezó a inyectar aire de nuevo—. Vamos ahora con las preguntas relevantes. Tranquilo. Relájese.
En la maleta abierta, las cuatro espectrales garras metálicas describían sus cuatro dentados perfiles violáceos sobre el papel cuadriculado, mientras las cuatro agujas negras oscilaban dentro de sus esferas. Merv había cogido una hoja con una serie de preguntas y se había sentado a una mesita al lado de Barley. Ni siquiera a Russell Sheriton se le había permitido conocer las preguntas que los anónimos inquisidores de Langley habían seleccionado. No debía permitirse que ninguna intromisión casual de los convecinos terrestres de Barley desvirtuara los poderes mágicos de la caja.
Merv hablaba con una tonalidad inexpresiva. Merv, estaba seguro, se enorgullecía de la imparcialidad de su voz. Él era la Marcha del Tiempo. Él era el Control de Houston.
—Estoy conscientemente involucrado en una conspiración para suministrar información falsa a los Servicios de Inteligencia de Gran Bretaña y los Estados Unidos de América. Sí, estoy involucrado en ella. No, no estoy involucrado en ella.
—No.
—El móvil que me impulsa es promover la paz entre las naciones. ¿Sí o no?
—No.
—Estoy trabajando en colusión con el Servicio Secreto soviético.
—No.
—Estoy orgulloso de mi misión en favor del comunismo mundial.
—No.
—Estoy trabajando en colusión con Niki Landau.
—No.
—Niki Landau es mi amante.
—No.
—Fue mi amante.
—No.
—Yo soy homosexual.
—No.
Una interrupción, mientras Stanley aflojaba de nuevo la presión.
—¿Cómo se encuentra, señor Brown? ¿No tendrá demasiado dolor?
—Nunca es suficiente, muchacho. Me crezco en él.
Pero me di cuenta de que en estas interrupciones no le mirábamos a él. Mirábamos al suelo, o nos mirábamos las manos, o mirábamos a los árboles, que, zarandeados por el viento, parecían hacernos señas desde el otro lado de la ventana. Le tocaba ahora el turno a Stanley. Un tono más cálido, pero la misma inexpresividad mecánica.
—Estoy trabajando en colusión con la mujer Katya Orlova y su amante.
—No.
—Al hombre que llamo Goethe lo conozco como agente de los Servicios Secretos soviéticos.
—No.
—El material que me ha entregado ha sido preparado por los Servicios Secretos soviéticos.
—No.
—Soy víctima de una trampa sexual.
—No.
—Se me está haciendo objeto de chantaje.
—No.
—Se me está haciendo objeto de coacciones.
—Sí.
—¿Por parte de los soviéticos?
—No.
—Se me está amenazando con la ruina financiera si no colaboro con los soviéticos.
—No.
Otra interrupción. Tercera ronda. Turno de Merv.
—Mentí cuando dije que había telefoneado a Katya Orlova desde Leningrado.
—No.
—Desde Leningrado llamé a mi control soviético y le conté mi conversación con Goethe.
—No.
—Soy el amante de Katya Orlova.
—No.
—He sido amante de Katya Orlova en algún momento.
—No.
—Se me está haciendo objeto de chantaje con respecto a mi relación con Katya Orlova.
—No.
—He dicho hasta ahora la verdad durante toda esta entrevista.
—Sí.
—Soy un enemigo de los Estados Unidos de América.
—No.
—Mi propósito es socavar la preparación militar de los Estados Unidos de América.
—¿Le importa repetirme eso, muchacho?
—Párala —dijo Merv, y Stanley paró el funcionamiento de la máquina, mientras Merv hacía con lápiz una anotación en el papel cuadriculado—. No rompa el ritmo, por favor, señor Brown. Tenemos personas que hacen eso adrede cuando quieren zafarse de una pregunta delicada.
Cuarta ronda, y de nuevo el turno de Stanley. Continuaba el monótono zumbido de las preguntas, y estaba claro que éstas no cesarían hasta que hubieran alcanzado el nadir de su vulgaridad. Los «no» de Barley habían adquirido un ritmo mortecino y una pasividad burlona. Permanecía sentado tal y como le habían colocado. Yo nunca le había visto tanto tiempo quieto.
Volvieron a interrumpirse, pero Barley ya no se relajaba entre dos rondas. Su inmovilidad se estaba tornando insoportable. Tenía la barbilla levantada, sus ojos estaban cerrados y parecía sonreír. Sólo Dios sabía de qué. A veces, su «no» sonaba antes del final de una frase. A veces, esperaba tanto que los dos hombres se detenían y levantaban la vista, el uno de sus esferas, el otro de sus papeles, y me pareció que les asaltaba la inquietud del torturador por la posibilidad de haber presionado demasiado a su hombre. Hasta que, finalmente, volvía a sonar el «no», ni más alto ni más bajo, una carta retrasada en el correo.
¿De dónde obtiene su estoicismo? No, no, a todo. ¿Por qué permanece ahí sentado como un hombre preparándose para las indignidades de la edad, pronunciando mansamente «no»? ¿Qué significa esta mansedumbre,
no, sí, no, no
, hasta la hora de comer, en que le separan de la máquina?
Pero, en otra parte de mi cabeza, yo creo que conocía la respuesta, aunque aún no podía expresarla con palabras: su realidad se había desplazado a otro lugar.
Espiar es esperar.
Esperamos tres días, y todavía se pueden contar las horas en mis cabellos grises. Nos habíamos dividido conforme a un criterio de antigüedad: Sheriton fue con Bob y Clive a Langley; Ned se quedó en la isla con su pupilo y Palfrey permaneció con ellos como apoyo, aunque constituía un misterio para mí qué era lo que yo estaba apoyando. Para entonces detestaba ya la isla, y sospechaba que Ned y Barley también, aunque no podía aproximarme a Ned más de lo que podía hacerla a Barley. Se había tornado remoto y, por el momento, taciturno. Algo le había ocurrido a su orgullo.
Así pues, esperábamos. Y jugábamos aturdidamente al ajedrez, terminando raras veces una partida. Y escuchábamos a Randy hablar de su yate. Y permanecíamos atentos al teléfono. Y escuchábamos los chillidos de las aves y el latido del mar.