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Authors: John le Carré

Tags: #Espionaje

La casa Rusia (46 page)

BOOK: La casa Rusia
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Se puso en pie. Clive y yo le imitamos. Pero Ned continuó obstinadamente sentado donde estaba, con las manos entrelazadas ante sí sobre la mesa.

Sheriton le habló. Con afecto, pero también con energía.

—Ned, óyeme, Ned, ¿de acuerdo? ¿Ned?

—No estoy sordo.

—No, pero estás cansado. Ned, si sometemos a crítica una vez más esta operación, no podrá repetirse más. Estamos yendo con
tu
hombre, el que

nos trajiste para que nos persuadiera
a nosotros
. Hemos removido cielo y tierra para llegar hasta aquí. Tenemos la fuente. Tenemos la consignación. Tenemos el auditorio influyente. Estamos más cerca de cubrir lagunas en nuestro conocimiento de lo que jamás podrán llegar ninguna máquina inteligente, ningún artilugio electrónico, ni ningún jesuita del Pentágono. Si mantenemos el ánimo, y lo mantiene Barley, y lo mantiene también «Pájaro Azul», habremos obtenido un éxito como el que no hubiera soñado ni la imaginación más desbocada. Si continuamos donde estamos.

Pero Sheriton hablaba con demasiada convicción, y su rostro, pese a su rechoncha inescrutabilidad, delataba una necesidad casi desesperada.

—¿Ned?

—Te oigo, Russell. Alto y claro.

—Ned, esto no es ya una industria de andar por casa, por amor de Dios. Hemos jugado con audacia, y debemos ahora pensar con audacia. Las decisiones presidenciales no son una invitación a dudar de nuestro propio buen juicio. Vienen a ser órdenes. Ned, creo realmente que deberías irte a dormir.

—Yo no creo que esté cansado —dijo Ned.

—Yo creo que sí. Yo creo que todos dirán que lo estás. Yo creo que tal vez digan, incluso, que Ned estaba muy entusiasmado con «Pájaro Azul» hasta que el malvado lobo americano llegó y se lo arrebató. Entonces, de pronto, el «Pájaro Azul» fue una fuente muy insegura. Creo que la gente va a decir que estás mortalmente cansado.

Miré a Clive.

Clive estaba también mirando a Ned, pero con ojos tan fríos que me helaron la sangre. Ha llegado el momento de largarte, estaban diciendo. El momento de prepararte para la caída.

Tanto Henziger como Wicklow vigilaron atentamente a Barley aquel día e informaron sobre él con frecuencia. Henziger a Cy por cualesquiera medios que utilizasen. Wicklow a Paddy por medio de un irregular. Ambos dieron testimonio de su buen humor y su talante relajado y, con distintas palabras, de su soberanía. Ambos describieron cómo había fascinado durante el desayuno a una pareja de editores finlandeses que se mostraban interesados en el proyecto del ferrocarril transiberiano.

—Estaban comiendo en su mano —dijo Wicklow, proporcionando una imagen inconscientemente cómica del desayuno, pero en el «Mezh» cualquier cosa es posible.

Ambos registraron con regocijo la decisión de Barley de servirles de guía cuando llegaron a la zona de exhibición permanente, y cómo obligó a su taxi a dejarles en el extremo de la espléndida avenida, a fin de que, como peregrinos de primera hora del mundo del capitalismo, pudiesen hacer a pie su primera aproximación.

Así, pues, los dos espías profesionales pasearon satisfechos bajo el tibio sol otoñal, con la chaqueta al hombro y su hombre entre ellos, mientras Barley les obsequiaba con sus explicaciones, elogiando la arquitectura del «período Essoldo tardío» y los jardines «rococó revolucionario». Le gustaba en especial el inmenso estanque ornamental con sus peces dorados lanzando chorros de agua sobre las nalgas de quince doradas ninfas desnudas, una por cada una de las repúblicas socialistas. Insistió en que se detuvieran ante los blancos cupidos y templos de placer, cuyas portadas, señaló, estaban dedicadas, no a Venus o Baca, sino a las diosas caídas de la economía soviética…, el carbón, el acero e, incluso, la energía atómica.

—Se mostró ingenioso, pero no altivo —informó Henziger, que ya le había tomado afecto a Barley en Leningrado—. Era terriblemente divertido.

Y, desde los templos, Barley les condujo a lo largo de la triunfal avenida propiamente dicha, el paseo del Emperador, que quizás un kilómetro y dios sabe cuánto de anchura, que conmemoraba las Gestas del Pueblo al servicio de la Humanidad. Y, sin duda alguna, ninguna visión de poder popular quedó jamás representada en tan despóticas imágenes, proclamó. Sin duda, ninguna revolución había conservado tan perfectamente todo lo que se había propuesto arrasar. Pero para entonces Barley tenía ya que gritar sus irreverencias para hacerse oír por encima del estruendo de los altavoces, que durante todo el día lanzan torrentes de autocomplacientes mensajes sobre las cabezas de la aturdida multitud.

Finalmente llegaron, como tenían que llegar, a los dos pabellones que albergaban la feria.

—A mi derecha, los editores de Paz, Progreso y Buena Voluntad —anunció, a la manera del árbitro en un combate de boxeo—. A mi izquierda, los distribuidores de mentiras imperialistas fascistas, los pornógrafos, los corruptores de la verdad. Segundos fuera. Tiempo.

Enseñaron sus pases y entraron.

La caseta de exposición de la recién inaugurada y geográficamente confusa casa de «Potomac Blair» era una pequeña pero satisfactoria sensación de la feria. El símbolo de «P. B»., amorosamente creado por Langley, resplandecía entre los de «Astral Press» y «Purbeck Media». El diseño interior de la caseta, caracterizado por los arquitectos de Langley como severo pero de buen gusto, era un modelo de impacto instantáneo. Los objetos expuestos —muchos de ellos, como es costumbre, simulaciones de libros que aún no habían entrado en la línea de producción— estaban preparados con toda la atención al detalle que los servicios secretos dedican tradicionalmente a las falsificaciones. El único café bueno de la feria borboteaba en una ingeniosa máquina instalada en el acogedor recinto trasero. Lo servía la propia Mary Lou, de Langley. Para los privilegiados había incluso un trago de prohibido whisky escocés que les ayudase a pasar el día…, realmente prohibido por edicto especial de los organizadores, pues incluso la reconstrucción literaria debe ser obra de hombres sobrios.

Y Mary Lou, con su abierta sonrisa de colegiala y su ondulante falda de tweed, constituía un producto natural de la parte más elegante de Madison Avenue. Nadie debía sospechar que había también en ella una fibra de Langley.

Y Wicklow, con su conversación cortés y comedida, no era tampoco nada más que el avispado editor, joven y prometedor, que abunda en la actualidad.

En cuanto al honrado Jack Henziger, simbolizaba el arquetipo del instalado bucanero de la moderna industria americana del libro. No hacía ningún secreto de sus antecedentes. Oleoductos en el Oriente Medio, humanidad en Afganistán, habas rojas para tribus montañesas de Thailandia dedicadas al cultivo de opio… Henziger había vendido de todo, además de lo que hubiera vendido para Langley. Pero su corazón estaba con los libros, y aquí se hallaba él para demostrarlo.

Y Barley parecía recrearse en el artificio. Se lanzó sobre él como si fuera su realidad tanto tiempo perdida, estrechando manos, recibiendo las felicitaciones de sus competidores y colegas, hasta que, a eso de las once, se declaró impaciente y propuso a Wicklow que recorriesen las líneas para llevar consuelo a las tropas.

Así pues, emprendieron la marcha, llevando Barley un mazo de sobres blancos que ocasionalmente iba entregando a una mano elegida, mientras gritaba y se abría paso por entre las multitudes de visitantes y expositores.

—Bueno, que me aspen si no es Barley Blair —declaró una voz familiar desde el centro de una políglota exhibición de Biblias ilustradas—. Te acuerdas de mí, ¿verdad?

—Spikey. Te han dejado entrar otra vez —dijo Barley, complacido, y le entregó un sobre.

—Cuando no me dejan salir es cuando me preocupo. ¿O sea que éste es tu padre?

Barley presentó al distinguido editor Wicklow, y Spikey Morgan le otorgó una sacerdotal bendición con sus dedos manchados de nicotina.

Continuaron avanzando, sólo para tropezarse unos metros más adelante con Dan Zeppelin. Dan no hablaba. Dan conspiraba con sepulcral susurro, inclinándose sobre el mostrador con los brazos cruzados.

—Dime una cosa, Barley. ¿De acuerdo? ¿Somos pioneros o somos las jodidas hermanas Mitford? De modo que unos cuantos no libros son libros este año. De modo que unos cuantos no escritores han salido de la cárcel. Menudo negocio. Entro en mi caseta esta mañana y me encuentro con un mastuerzo que está sacando los libros de mis estantes. «¿Puedo hacerle una pregunta personal? —le digo—. ¿Qué puñetas está haciendo con, mis libros?». «Órdenes», dice. Y me confiscó seis libros. Mary G. Ambleside sobre
La conciencia negra en la canción y la palabra
. ¡Órdenes! Quiero decir que ¿quiénes somos, Barley? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué creen que están reestructurando, cuando nunca hubo una estructura? ¿Cómo se reestructura un cadáver?

En «Lupus Books» fueron dirigidos hacia la sala de café, donde nuestro propio presidente, el recién nombrado caballero Sir Peter Oliphant, había eclipsado incluso a los rusos reservando una mesa. Una nota escrita a mano en ambos idiomas confirmaba su triunfo. Las banderas de Gran Bretaña y la Unión Soviética ahuyentaban a los dubitativos. Flanqueado por intérpretes y altos funcionarios, Sir Peter se explayaba sobre las numerosas ventajas que reportaría a la Unión Soviética subvencionar las generosas compras que él les hacía.

—¡Es el conde! —exclamó Barley, entregándole un sobre—. ¿Dónde está la corona?

Con apenas un temblor de sus oscuros párpados, el gran hombre continuó su disertación.

En la caseta israelí reinaba una paz armada. La oscura cola era ordenada pero silenciosa. Muchachos con pantalones vaqueros y zapatillas deportivas se apoyaban contra las paredes. Lev Abramovitz tenía el pelo blanco y era extraordinariamente alto. Había servido en los Guardias Irlandeses.

—Lev, ¿cómo está Sion?

—Quizás estemos ganando, quizás esté comenzando el final feliz —dijo Lev, guardándose en el bolsillo el sobre de Barley.

Y desde Israel, precedidos a paso rápido por Barley, avanzaron por entre la muchedumbre hasta el Pabellón de Paz, Progreso y Buena Voluntad, donde no podía ya quedar ninguna duda del masivo cambio histórico que estaba teniendo lugar, ni de quién lo estaba realizando.

Cada bandera y cada trozo de pared proclamaban el nuevo Evangelio. En cada puesto de cada República, los pensamientos y los escritos del ya no nuevo profeta, con su mancha borrada y su mandíbula alzada, se alineaban junto a los del maestro, Lenin. En el puesto de VAAP, donde Barley y Wicklow estrecharon unas cuantas manos y Barley dejó una nueva serie de sobres, los discursos del Jefe, envueltos en brillantes portadas y traducidos al inglés, francés, español y alemán, ejercían un atractivo perfectamente resistible.

—¿Cuánto más de esta mierda tenemos que aguantar, Barley? —preguntó
sotto voce
un pálido editor moscovita mientras pasaban—. ¿Cuándo empezarán a reprimimos de nuevo para dejarnos a gusto? Si nuestro pasado es mentira, ¿quién dice que nuestro futuro no es mentira también?

Continuaron a lo largo de las casetas, Barley delante, Barley saludando, Wicklow siguiéndole.

—¡Joseph! ¡Cuánto me alegra verte! Un sobre para ti. No te lo comas enseguida.

—¡Barley! ¡Amigo mío! ¿No te dieron mi mensaje? Quizás es que no dejé ninguno.

—Yuri. ¡Cuánto me alegra verte! Un sobre para ti.

—Ven a tomar una copa esta noche, Barley. Vendrá Sasha, y también Rosa. Rudi tiene que dar un concierto mañana, así que quiere mantenerse sobrio. ¿Te has enterado de que andan soltando escritores? Escucha, es una cosa del pueblo de Potemkin. Los sueltan, les dan unas cuantas comidas, los exhiben y vuelven a mandarlos allá hasta el año próximo. Ven aquí, tengo que venderte un par de libros para fastidiar a Zapadny.

Al principio, Wicklow no se dio cuenta de que habían llegado a su destino. Vio un estandarte romano con desvaídas banderas y letras doradas cosidas sobre colgaduras rojas. Oyó a Barley gritar: «Katya, ¿dónde estás?». Pero nada indicaba a quién pertenecía el puesto, y probablemente eso era una parte de la exposición que no había llegado aún. Vio los habituales e ilegible s libros sobre desarrollo agrícola en Ucrania y las danzas tradicionales de Georgia expirando en sus estantes bajo la tensión de anteriores exposiciones. Vio la acostumbrada media docena de mujeres de anchas caderas que permanecían en pie como si esperasen un tren, y a un tipo bajito y sin afeitar que sostenía su cigarrillo ante sí como si fuese una varita mágica, y miraba frunciendo el ceño la tarjeta de identificación que Barley llevaba en la solapa.

Nasayan
, leyó a su vez Wicklow.
Grigory Tigranovich. Director Jefe. Ediciones Octubre.

—Creo que está usted buscando a la señorita Katya Orlova —dijo Nasayan a Barley en inglés, levantando más aún el cigarrillo como para ver mejor a su visitante.

—¡Ya lo creo que sí! —respondió Barley con entusiasmo, y dos de las mujeres sonrieron.

Una sonrisa de cortesía se había extendido por el rostro de Nasayan. Con un floreo de su cigarrillo, se hizo a un lado, y Wicklow reconoció la espalda de Katya, que hablaba con dos asiáticos muy bajitos a los que tomó por birmanos. Luego, un instinto le hizo a ella volverse, y vio primero a Barley, luego a Wicklow, luego de nuevo a Barley, mientras una resplandeciente sonrisa iluminaba su rostro.

—Katya. Fantástico —dijo tímidamente Barley—, ¿cómo están los chicos? ¿Sobrevivieron?

—¡Oh, gracias! ¡Están muy bien!

—Observado por Nasayan y sus damas, así como por Wicklow, Barley le entregó una invitación a la gran fiesta de
glasnost
que daba «Potomac Blair».

—¡Oh!, a propósito, puede que me pierda parte de la juerga esta noche —dijo Barley, mientras regresaban al pabellón occidental—. Tú y Jack y Mary Lou tendréis que arreglároslas por vuestra cuenta. Voy a cenar con una hermosa dama.

—¿Alguien que nosotros conozcamos? —preguntó Wicklow. Se echaron a reír los dos. Era un día soleado.

Ella se encuentra perfectamente, estaba pensando Barley con satisfacción. Si está sucediendo algo, a ella no le ha afectado todavía.

¿Cuánto sabíamos o adivinábamos, cualquiera de nosotros, de los sentimientos de Barley hacia Katya? En un caso tan escrupulosamente supervisado y controlado, la cuestión del amor era objeto de pudoroso trato.

Wicklow, diligentemente promiscuo en su propia vida, se mostraba puritano con respecto a la de Barley. Por su condición de joven, quizá no podía tomarse en serio la idea de una pasión a edad madura. Para Wicklow, Barley estaba simplemente encaprichado, como, por otra parte, era habitual que estuviese. La gente de la edad de Barley no se enamoraba.

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