—Estupendo —dijo Ned.
O’Mara tenía el pelo rubio grisáceo, y una voz brusca y directa, enronquecida por el alcohol. Su cuello era grueso y sus dedos de atleta eran caoba manchada de nicotina. «O’Mara mantiene a raya a los científicos de pelo largo —me había dicho Ned en uno de los escasos momentos en que hablamos durante el viaje—. Es medio de personal, medio de seguridad».
La sala tenía aspecto de estar atendida por prisioneros de guerra napoleónicos. Hasta los ladrillos de la chimenea habían sido abrillantados y pintadas de vivo color blanco las líneas de argamasa que había entre ellos. Nos sentamos en unos sillones tapizados en rosa, bebiendo ginebra con tónica y montones de hielo. En las relucientes vigas negras brillaban adornos de metal dorado.
—Acabo de volver de los Estados Unidos —recordó O’Mara, como si justificara nuestra reciente separación. Levantó su vaso y bajó la cabeza, encontrándolo a mitad de camino—. ¿Van ustedes mucho por allá?
—Ocasionalmente —dijo Ned.
—De vez en cuando —dije yo—. Cuando el deber lo exige.
—La verdad es que solemos enviar allá a algunos de nuestros muchachos. Oklahoma, Nevada, Utah. A la mayoría de ellos les gusta. A unos pocos les da la depresión y se vuelven a casa zumbando. —Bebió y se tomó unos momentos para tragar—. Visité su laboratorio de armas de Livermore, en California. Un sitio muy majo. Buen alojamiento. Dinero a porrillo. Se nos pidió que asistiéramos a un seminario sobre la muerte. Condenadamente macabro, si se piensa en ello, pero los tipos parecían creer que le vendría bien a todo el mundo, y los vinos eran extraordinarios. Supongo que cuando uno planea arrojar a las llamas a grandes sectores de la Humanidad debe saber cómo funciona la cosa.
Volvió a beber, tomándose todo el tiempo del mundo. La cima de la colina era a aquella hora un lugar muy tranquilo.
—Lo que era sorprendente es que muchas personas no habían pensado gran cosa en el asunto. Especialmente los jóvenes. Los mayores eran poco más escrupulosos, podían recordar la edad de la inocencia, si es que alguna vez existió. Si te mueres en el acto, eres una baja rápida, y si lo haces lentamente eres una baja demorada. Nunca me había percatado. Supongo que da un nuevo significado al valor de estar en el centro de las cosas. Pero estamos ya en la cuarta generación yeso lo suaviza todo. ¿Juegan ustedes al golf?
—No —respondió Ned.
—Me temo que no —dije yo—. Antes tomaba lecciones, pero el caso es que nunca me sirvieron de gran cosa.
—Unos campos maravillosos, pero nos hacían alquilar los malditos carros «Noddy». Ni loco me encontrarán a mí en uno de esos cacharros. —Volvió a beber, con el mismo lento ritual—. Wintle es un tipo raro —explicó cuando hubo tragado—. Todos lo son, pero yo creo que Wintle más que la mayoría. Ha hecho socialismo, ha hecho cristianismo. Ahora está metido en rollos de contemplación y Tai Chi. Casado, gracias a Dios. Escuela secundaria, pero habla muy bien. Le quedan tres años.
—¿Cuánto le ha dicho? —preguntó Ned.
—Siempre piensan que están bajo sospecha. Le he dicho que él no, y que mantenga cerrada su estúpida boca cuando la cosa haya terminado.
—¿Y cree que lo hará? —pregunté.
O’Mara meneó la cabeza.
—Nunca se sabe lo que hará la mayoría de ellos, cualquiera que sea la forma en que los tratemos.
Sonaron unos golpecitos en la puerta, y entró Wintle, un eterno estudiante de cincuenta y siete años. Era alto pero encorvado, con cabeza de pelo gris y rizado inclinada a un lado y un aire de vivacidad casi extinguida. Llevaba un jersey «Fair Isle» sin mangas, pantalones «Oxford» y mocasines. Se sentó con las rodillas juntas, manteniendo apartado su vaso de jerez como si fuese una retorta química que no le inspirase mucha confianza.
Ned había adoptado su aire profesional. Dejó a un lado sus arranques de mal humor.
—Estamos siguiendo el rastro a los científicos soviéticos —dijo, con tono inexpresivo—. Observando los elementos y características de su organización defensiva. Nada muy excitante, me temo.
—O sea que son ustedes de Inteligencia —dijo Wintle—. Me lo imaginaba, aunque no he dicho nada.
Se me ocurrió que era un hombre muy solitario.
—Ocúpese de sus jodidos asuntos, cualesquiera que sean —le aconsejó afablemente O’Mara—. Son ingleses y tienen un trabajo que hacer, igual que usted.
Ned sacó de una carpeta un par de hojas mecanografiadas y se las entregó a Wintle, que dejó el vaso sobre la mesa para cogerlas. Sus manos tenían abultados nudillos y sus dedos se encorvaban tensos, como los de un hombre suplicando ser liberado.
—Estamos tratando de maximizar parte de nuestro viejo material ya olvidado —dijo Ned, recurriendo a una jerga que en otra situación habría evitado—. Esto es una transcripción del informe verbal que usted presentó a su regreso de una visita a Akademgorodok en agosto de 1963. ¿Se acuerda de un tal comandante Vauxhall? No es precisamente una obra maestra literaria, pero menciona usted los nombres de dos o tres científicos soviéticos con los que nos agradaría tomar contacto si todavía existen y usted los recuerda.
Como si fuera a protegerse de un ataque con gases, Wintle se puso un par de gafas de montura metálica extraordinariamente feas.
—Según
recuerdo
de aquel informe, el
comandante
Vauxhall me dio su palabra de honor de que todo lo que yo decía era
enteramente
personal y confidencial —declaró con tono espasmódicamente didáctico—. Por eso, me sorprende
mucho
ver mi nombre y mis palabras expuestos en unos archivos ministeriales abiertos veinticinco
años
después del hecho.
—Bueno, es lo más cerca que estará jamás de la inmortalidad, amigo, así que yo en su lugar cerraría el pico y lo saborearía —aconsejó O’Mara.
Me interpuse como quien separa a unos beligerantes en una riña familiar. Quizá pudiera Wintle ampliar un poco la versión, un tanto concisa, del entrevistador, sugerí. Tal vez concretar detalles sobre uno o dos de los científicos soviéticos cuyos nombres aparecían relacionados en la última página y acaso proporcionar datos sobre el equipo de Cambridge mientras estuvo en él. Quizá no le importase contestar a una o dos preguntas que podrían inclinar la balanza.
—«Equipo»
no
es la palabra que yo utilizaría en este contexto, gracias —replicó Wintle, lanzándose sobre la palabra como una huesuda ave de presa—. Por lo menos, no en lo que se refiere a la parte inglesa.
Equipo
sugiere un propósito común. Nosotros éramos un grupo de Cambridge, sí. Pero no un
equipo
. Unos iban por el viaje, otros iban por su propia promoción. Me refiero en particular al profesor Callow, cuya opinión
altamente
exagerada de su trabajo sobre aceleradores, quedó refutada a partir de entonces. —Su acento de Birmingham había escapado de su confinamiento—. Sólo una minoría muy pequeña tenía
realmente
motivos ideológicos. Ellos creían en la ciencia sin fronteras. Un libre intercambio de conocimientos para beneficio común de la Humanidad.
—Ilusos —nos explicó servicialmente O’Mara.
—Teníamos allí franceses, americanos a manta, suecos, holandeses o dos alemanes —continuó Wintle, sin hacer caso de la humorada de O’Mara—. En mi opinión, todos ellos tenían esperanza, y los rusos la tenían a espuertas. Éramos nosotros, los ingleses, los que estábamos remoloneando. Y todavía lo estamos haciendo.
O’Mara lanzó un gemido y se tomó un reanimador trago de ginebra. Pero la agradable sonrisa de Ned, aunque un poco deteriorada, incitó a Wintle a continuar.
—Era el apogeo de la era Kruschov, como sin duda recordarán ustedes. Kennedy en este lado, Kruschov en aquel otro. Se aproximaba una edad de oro, decían algunos. En aquellos días se hablaba de Kruschov tanto como ahora se habla de Gorbachov, estoy seguro. Aunque no debo decido, en mi opinión nuestro entusiasmo de
entonces
era más auténtico y espontáneo que el llamado entusiasmo de
ahora
.
O’Mara bostezó y fijó desconcertadamente en mí la mirada de sus abolsados ojos.
—
Nosotros
les contábamos todo lo que sabíamos.
Ellos
hacían lo mismo —estaba diciendo Wintle con voz cada vez más firme—.
Nosotros
leíamos
nuestros
periódicos.
Ellos
leían los
suyos
. Debo decir que Callow no consiguió nada. Ellos le calaron enseguida. Pero teníamos a Panson en cibernética y él ondeó bien alta la bandera, y me teníamos a mí.
Mi
modesta conferencia fue todo un éxito, aunque sea yo quien lo diga. La verdad es que no he vuelto a oír aplausos como aquellos. No me sorprendería que aún siguiesen hablando de ella, allá. Las barricadas se derrumbaron con tanta rapidez que,
literalmente
, podía uno oídas desmoronarse en la sala de conferencias. «Opulencia, no limitación». Ése era nuestro lema. Y tampoco «opulencia» era la palabra adecuada, no si se veía el vodka que se bebía en las fiestas de avanzadas horas de la noche. O las chicas que había allí. O se oían las conversaciones. La KGB estaba escuchando, naturalmente. Todos lo sabíamos. Se nos habían dado las instrucciones correspondientes antes de salir, aunque varios habían formulado objeciones. Yo, no; yo soy un patriota. Pero no había nada que ninguno de ellos pudiera hacer, ni
su
KGB ni la
nuestra
.
Evidentemente, había tocado un tema favorito suyo, pues se dispuso a pronunciar un discurso preparado.
—Quisiera añadir aquí que, en mi opinión,
su
KGB está siendo en gran parte juzgada erróneamente. Sé de
buena
fuente que la KGB soviética ha albergado muy
frecuentemente
a algunos de los elementos más tolerantes de la intelectualidad soviética.
—Cristo, bueno, no me diga que la nuestra no —exclamó O’Mara.
—Además, no tengo ninguna duda de que las autoridades soviéticas estaban convencidas,
con razón
, de que en cualquier intercambio de conocimientos científicos con Occidente la Unión Soviética tenía más que
ganar
que
perder
.
La ladeada cabeza de Wintle iba pasando de uno a otro de nosotros como una señal ferroviaria, y su mano descansaba sobre su muslo con la palma vuelta hacia arriba en angustiado gesto.
—Tenían también la cultura. Para
ellos
, nada de divisiones entre artes y ciencias, no. Ellos tenían el sueño renacentista del hombre completo, y lo siguen teniendo. No es que yo entienda mucho de cultura, no tengo tiempo. Pero allí había de todo para los que tenían
interés
. Ya precios razonables además, según tengo entendido. Algunos de los actos y espectáculos eran gratuitos.
Wintle necesitaba sonarse la nariz. Y para sonarse la nariz Wintle necesitaba primero extender el pañuelo sobre la rodilla y hacerla operativo luego con las yemas de los dedos. Ned aprovechó la pausa.
—Bien, me pregunto si podríamos echar un vistazo a uno o dos de esos científicos soviéticos cuyos nombres tuvo usted la amabilidad de darle al comandante Vauxhall —sugirió, cogiendo el mazo de papeles que yo le tendía.
Habíamos llegado al momento para el que habíamos ido allí. De los cuatro que estábamos en la habitación, Wintle era el único, sospechaba yo, que no se daba cuenta de ello, pues los pálidos ojos de O’Mara se habían alzado hacia el rostro de Ned y le contemplaban con dispéptica astucia.
Ned empezó por los nombres que ya tenía descartados, como habría hecho yo. Los había señalado en verde en la lista. Dos de ellos se sabía que habían muerto y un tercero había caído en desgracia. Estaba poniendo a prueba la memoria de Wintle, haciéndole entrenarse para cuando llegase el momento realmente importante.
¿Sergey?, exclamó Wintle. ¡Dios mío, sí, Sergey! ¿Pero cuál era apellido? ¿Popov? ¿Popovich? ¡Eso, Protopopov! ¡Sergey Protopopov, ingeniero especialista en combustibles!
Ned continuó estimulándole pacientemente, tres nombres, luego un cuarto, guiando su memoria, ejercitándola.
—Bueno, y ahora piense en él unos momentos antes de volver a decir que no. ¿Realmente no? Muy bien. Probemos con Savelyev.
—¿Cómo?
Observé que la memoria de Wintle tropezaba con las dificultades de todos los ingleses para retener apellidos rusos. Prefería nombres propios a los que podía dar una versión inglesa.
—Savelyev —repitió Ned. Reparé de nuevo en los ojos de O’Mara fijos en él. Ned miró el informe que tenía en la mano, con aire de indiferencia quizás algo excesivo—. Eso es, Savelyev —lo deletreó—. «Joven, idealista, locuaz, se consideraba a sí mismo un humanitario. Trabajaba en partículas, formado en Leningrado». Ésas fueron sus palabras según el comandante Vauxhall, hace todo ese tiempo. ¿Algo más que yo pueda añadir? ¿No se habrá mantenido en contacto con él, por ejemplo? ¿Con Savelyev?
Wintle estaba sonriendo, maravillado.
—¿O sea que ése era el nombre? ¿Savelyev? Vaya, que me ahorquen. Lo había olvidado, ya ve. Para mí, sigue siendo Yakov.
—Estupendo. Yakov Savelyev. ¿Recuerda su patronímico?
Wintle negó con la cabeza, sin dejar de sonreír.
—¿Algo que añadir a su primitiva descripción?
Tuvimos que esperar. Wintle tenía un sentido del tiempo diferente del nuestro. Y, a juzgar por su sonrisa, un diferente sentido del humor.
—Era un tipo muy sensible, Yakov. No se atrevía a hacer sus preguntas en el pleno. Tenía que quedarse al terminar y le estiraba a uno de la manga. «Discúlpeme, señor, pero ¿qué opina usted de tal y tal cosa?». Y buenas preguntas, oiga. Un hombre muy culto, a su manera, según dicen. Tengo entendido que hizo muy buen papel en alguna de las lecturas poéticas. Y el arte se nota.
Wintle titubeó unos instantes, y temí que se dispusiera a inventar, que es lo que muchos suelen hacer cuando se han quedado sin información pero que quieren conservar su ascendiente. Mas, para mi alivio, estaba, simplemente, recuperando recuerdos de su almacén… o, mejor dicho, extrayéndolos del éter con sus erguidos dedos.
—Yakov siempre estaba yendo de un grupo a otro —dijo, con la misma irritante sonrisa de superioridad—. Manteniéndose al borde de una discusión, muy atento. Encaramado en el borde de una silla. Había algún misterio acerca de su padre, nunca supe de qué se trataba. Dicen que era también un científico, pero que había sido ejecutado. Bueno, muchos científicos lo fueron, ¿no? Los mataban como moscas. He leído cosas al respecto. Si no los mataban, los mantenían en la cárcel. Tupolev, Petliakov, Korolev…, algunas de sus más destacadas figuras de la tecnología aeronáutica diseñaron en la cárcel sus mejores modelos. Ramzin inventó en la cárcel una nueva caldera para máquinas térmicas. Su primera unidad de investigación en el campo de los cohetes se constituyó en la cárcel. La dirigía Korolev.