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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (6 page)

BOOK: La catedral del mar
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—¿Cómo nos van a encontrar entre cuarenta mil personas? —murmuró mirando a Arnau—. Tú serás libre, hijo.

Allí podrían esconderse. Buscaría a su hermana. Pero Bernat sabía que antes tenía que cruzar las puertas. ¿Y si el señor de Bellera había dado su descripción? Aquel lunar… Lo había pensado a lo largo de las tres noches de camino desde el monte. Se sentó en el suelo y agarró una liebre que había cazado con la ballesta. La degolló y dejó que la sangre cayera en la palma de su mano, donde tenía un pequeño montoncito de arena. Revolvió la sangre y la arena, y cuando la mezcla empezó a secarse se la extendió sobre el ojo derecho. Después guardó la liebre en el saco.

Cuando notó que la pasta estaba seca y que no podía abrir el ojo, inició el descenso en dirección al portal de Santa Anna, en la parte más septentrional de la muralla occidental. La gente hacía cola en el camino para acceder a la ciudad. Bernat se sumó a ella, arrastrando los pies, con discreción, sin dejar de acariciar al niño, que ya estaba despierto. Un campesino descalzo y encogido bajo un enorme saco de nabos volvió la cabeza hacia él. Bernat le sonrió.

—¡Lepra! —gritó el campesino, dejando caer el saco y apartándose de un salto del camino.

Bernat vio cómo toda la cola, hasta la puerta, desaparecía hacia los márgenes del camino, unos a un lado, otros a otro; se alejaron de él y dejaron el acceso a la ciudad sembrado de objetos y comida, varios carretones y algunas muías. Y en medio de todo ello, los ciegos que solían pedir junto al portal de Santa Anna se movían entre gritos.

Arnau empezó a llorar, y Bernat vio que los soldados desenvainaban las espadas y cerraban las puertas.

—¡Ve a la leprosería! —le gritó alguien desde lejos.

—¡No es lepra! —protestó Bernat—. Me clavé una rama en el ojo. ¡Mirad! —Bernat alzó las manos y las movió. Después, dejó a Arnau en el suelo y empezó a desnudarse—. ¡Mirad! —repitió mostrando todo su cuerpo, fuerte, entero y sin mácula, sin una sola llaga o señal—. ¡Mirad! Sólo soy un campesino, pero necesito un médico para que me cure el ojo; si no, no podré seguir trabajando.

Uno de los soldados se le acercó. El oficial tuvo que empujarlo por la espalda. Se detuvo a unos pasos de Bernat y lo observó.

—Vuélvete —le indicó, haciendo un movimiento rotatorio con el dedo.

Bernat obedeció. El soldado se volvió hacia el oficial y negó con la cabeza. Desde la puerta, con una espada, le señalaron el bulto que estaba a los pies de Bernat.

—¿Y el niño?

Bernat se agachó para recoger a Arnau. Lo desnudó con la parte derecha de la cara pegada a su pecho y lo mostró horizontalmente, como si lo ofreciese, agarrándolo por la cabeza; con los dedos le tapó el lunar.

El soldado volvió a negar mirando hacia la puerta.

—Tápate esa herida, campesino —dijo—; de lo contrario, no lograrás dar un paso en la ciudad.

La gente volvió al camino. Las puertas de Santa Anna se abrieron de nuevo y el campesino de los nabos recogió su saco sin mirar a Bernat.

Este cruzó el portal con el ojo derecho tapado con una camisa de Arnau. Los soldados lo siguieron con la mirada, pero ahora ¿cómo no iba a llamar la atención con una camisa cubriéndole medio rostro? Dejó la colegiata de Santa Anna a la izquierda y siguió andando tras la gente que se adentraba en la ciudad. Girando a la derecha, llegó hasta la plaza de Santa Anna. Caminaba cabizbajo… Los campesinos empezaron a desperdigarse por la ciudad; los pies descalzos, las abarcas y las esparteñas fueron desapareciendo y Bernat se encontró mirando unas piernas cubiertas con medias de seda de color rojo como el fuego que terminaban en unos zapatos verdes de tela fina, sin suela, ajustados a los pies y acabados en punta, en una punta tan larga que de ella salía una cadenita de oro que se abrazaba al tobillo.

Sin pensarlo, levantó la mirada y se topó con un hombre tocado con sombrero. Lucía una vestidura negra historiada con hilos de oro y plata, un cinturón también bordado en oro y correajes de perlas y piedras preciosas. Bernat se lo quedó mirando con la boca abierta. El hombre se volvió hacia el joven pero dirigió la vista más allá de él, como si no existiera.

Bernat titubeó, volvió a bajar los ojos y suspiró aliviado al ver que no le había prestado la menor atención. Recorrió la calle hasta la catedral, que estaba en construcción, y poco a poco empezó a levantar la cabeza. Nadie lo miraba. Durante un buen rato estuvo observando cómo trabajaban los peones de la seo: picaban piedra, se desplazaban por los altos andamios que la rodeaban, levantaban enormes bloques de piedra con poleas… Arnau reclamó su atención con un ataque de llanto.

—Buen hombre —le dijo a un operario que pasaba cerca de él—, ¿cómo puedo encontrar el barrio de los alfareros? —Su hermana Guiamona se había casado con uno de ellos.

—Sigue por esta misma calle —le contestó el hombre atropelladamente—, hasta que llegues a la próxima plaza, la de Sant Jaume. Allí verás una fuente; dobla a la derecha y continúa hasta que llegues a la muralla nueva, al portal de la Boquería. No salgas al Raval. Camina junto a la muralla en dirección al mar hasta el siguiente portal, el de Trentaclaus. Allí está el barrio de los alfareros.

Bernat trató en vano de asimilar todos aquellos nombres, pero cuando iba a volver a preguntar, el hombre ya había desaparecido.

—Sigue por esta misma calle hasta la plaza de Sant Jaume —le repitió a Arnau—. De eso me acuerdo. Y una vez en la plaza volvemos a doblar a la derecha, de eso también nos acordamos, ¿verdad, hijo mío?

Arnau siempre dejaba de llorar cuando oía la voz de su padre.

—Y ¿ahora? —dijo en voz alta. Se encontraba en una nueva plaza, la de Sant Miquel—. Aquel hombre sólo hablaba de una plaza, pero no podemos habernos equivocado. —Bernat intentó preguntar a un par de personas pero ninguna se detuvo—. Todos tienen prisa —le comentaba a Arnau justo cuando vio a un hombre parado frente a la entrada de… ¿un castillo?

—Aquél no parece tener prisa; quizá… Buen hombre… —lo llamó por la espalda tocándole la chilaba negra.

Hasta Arnau, fuertemente agarrado a su pecho, dio un respingo cuando el hombre se volvió, tal fue el sobresalto de Bernat.

El anciano judío negó cansinamente con la cabeza. Aquello era lo que conseguían las encendidas prédicas de los sacerdotes cristianos.

—Dime —le dijo.

Bernat no pudo apartar la vista de la rodela roja y amarilla que cubría el pecho del anciano. Luego miró hacia el interior de lo que le había parecido un castillo amurallado. ¡Todos cuantos entraban y salían eran judíos! Todos llevaban aquella señal. ¿Estaba permitido hablar con ellos?

—¿Querías algo? —insistió el anciano.

—¿Có… cómo se llega al barrio de los alfareros?

—Sigue recto toda esta calle —le indicó el anciano con la mano— y llegarás al portal de la Boquería. Continúa por la muralla hacia el mar, y en la siguiente puerta está el barrio que buscas.

Al fin y al cabo, los curas sólo habían advertido de que no se podían tener relaciones carnales con ellos; por eso la Iglesia los obligaba a llevar la rodela, para que nadie pudiera alegar ignorancia sobre la condición de cualquier judío. Los curas siempre hablaban de ellos con exaltación, y sin embargo aquel anciano…

—Gracias, buen hombre —contestó Bernat esbozando una sonrisa.

—Gracias a ti —le contestó él—, pero en lo sucesivo procura que no te vean hablar con uno de nosotros…, y menos sonreírles. —El viejo frunció los labios en una mueca de tristeza.

En el portal de la Boquería, Bernat se topó con un nutrido grupo de mujeres que compraban carne: menudillos y macho cabrío. Durante unos instantes observó cómo éstas comprobaban la mercancía y discutían con los tenderos. «Ésta es la carne que tantos problemas ocasiona a nuestro señor», le dijo al niño. Después se rió al pensar en Llorenç de Bellera. ¡Cuántas veces lo había visto intentar amedrentar a los pastores y ganaderos que abastecían de carne a la ciudad condal! Pero sólo se atrevía a eso, a amedrentarlos con sus caballos y sus soldados; quienes llevaban ganado a Barcelona, donde sólo podían entrar animales vivos, tenían derecho de pasto en todo el principado.

Bernat rodeó el mercado y bajó hacia Trentaclaus. Las calles eran más anchas y, a medida que se acercaba al portal, observó que, delante de las casas, se secaban al sol docenas de objetos de cerámica: platos, escudillas, ollas, jarras o ladrillos.

—Busco la casa de Grau Puig —le dijo a uno de los soldados que vigilaban el portal.

Los Puig habían sido vecinos de los Estanyol. Bernat recordaba a Grau, el cuarto de ocho famélicos hermanos que no encontraban en sus escasas tierras comida suficiente para todos. Su madre los apreciaba mucho, ya que la madre de los Puig la había ayudado a parir al propio Bernat y a su hermana. Grau era el más listo y trabajador de los ocho; por eso, cuando Josep Puig consiguió que un pariente admitiera a alguno de sus hijos como aprendiz de alfarero en Barcelona, él, con diez años, fue el elegido.

Pero si Josep Puig no podía alimentar a su familia, difícilmente iba a poder pagar las dos cuarteras de trigo blanco y los diez sueldos que pedía su pariente por hacerse cargo de Grau durante los cinco años de aprendizaje. A ello había que sumar los dos sueldos que había pedido Llorenç de Bellera por liberar a uno de sus siervos y la ropa que debía llevar Grau durante los dos primeros años; en el contrato de aprendizaje, el maestro sólo se comprometía a vestirlo durante los tres últimos.

Por eso, Puig padre acudió a la masía de los Estanyol acompañado de su hijo Grau, algo mayor que Bernat y su hermana. El loco Estanyol escuchó la propuesta de Josep Puig con atención: si dotaba a su hija con aquellas cantidades y se las adelantaba a Grau, su hijo se casaría con Guiamona a los dieciocho años, cuando ya fuera oficial alfarero. El loco Estanyol miró a Grau; en algunas ocasiones, cuando la familia del chico no disponía ya de otro recurso, había ido a ayudarlos en los campos. Nunca había pedido nada pero siempre había vuelto a casa con alguna verdura o algo de grano. Tenía confianza en él. El loco Estanyol aceptó.

Tras cinco años de duro trabajo como aprendiz, Grau consiguió la categoría de oficial. Siguió a las órdenes de su maestro, que, satisfecho de sus cualidades, empezó a pagarle un sueldo. A los dieciocho cumplió su promesa y contrajo matrimonio con Guiamona.

—Hijo —le dijo a Bernat su padre—, he decidido dotar de nuevo a Guiamona. Nosotros sólo somos dos y tenemos las mejores tierras de la región, las más extensas y las más fértiles. Ellos pueden necesitar ese dinero.

—Padre —lo interrumpió Bernat—, ¿por qué me dais explicaciones?

—Porque tu hermana ya tuvo su dote y tú eres mi heredero. Ese dinero te pertenece.

—Haced lo que consideréis oportuno.

Cuatro años después, a los veintidós, Grau se presentó al examen público que se realizaba en presencia de los cuatro cónsules de la cofradía. Realizó sus primeras obras: una jarra, dos platos y una escudilla, bajo la atenta mirada de aquellos hombres, que le otorgaron la categoría de maestro, lo que le permitía abrir su propio taller en Barcelona y, por supuesto, usar el sello distintivo de los maestros, que debía estamparse, previendo posibles reclamaciones, en todas las piezas de cerámica que salieran de su taller. Grau, en honor a su apellido, eligió el dibujo de una montaña.

Grau y Guiamona, que estaba embarazada, se instalaron en una pequeña casa de un solo piso en el barrio de los alfareros, que por disposición real estaba emplazado en el extremo occidental de Barcelona, en las tierras situadas entre la muralla construida por el rey Jaime I y el antiguo linde fortificado de la ciudad. Para adquirir la casa recurrieron a la dote de Guiamona, que habían conservado, ilusionados, en espera de un día como aquél.

Allí, donde el taller y la vivienda compartían el espacio con el horno de cocción y los dormitorios en una misma pieza, Grau inició su labor como maestro en un momento en que la expansión comercial catalana estaba revolucionando la actividad de los alfareros y les exigía una especialización que muchos de ellos, anclados en la tradición, rechazaban.

—Nos dedicaremos a las jarras y a las tinajas —sentenció Grau—; sólo jarras y tinajas. —Guiamona dirigió la mirada hacia las cuatro obras maestras que había hecho su marido—. He visto a muchos comerciantes —prosiguió él— que mendigaban tinajas para comerciar con el aceite, la miel o el vino, y he visto a maestros ceramistas que los despedían sin contemplaciones porque tenían sus hornos ocupados en fabricar las complicadas baldosas de una nueva casa, los platos policromados de la vajilla de un noble o los botes de un apotecario.

Guiamona pasó los dedos por las obras maestras. ¡Qué suaves al tacto! Cuando Grau, exultante, se las regaló tras pasar el examen, ella imaginó que su hogar estaría siempre rodeado de piezas como aquéllas. Hasta los cónsules de la cofradía lo felicitaron. En aquellas cuatro obras Grau demostró a todos los maestros su conocimiento del oficio: la jarra, los dos platos y la escudilla, decorados con líneas en zigzag, hojas de palma, rosetas y flores de lis, combinaban, sobre una capa blanca de estaño aplicada previamente, todos los colores: el verde cobre propio de Barcelona, inexcusable en la obra de cualquier maestro de la ciudad condal, el púrpura o morado del manganeso, el negro del hierro, el azul del cobalto o el amarillo del antimonio. Cada línea y cada dibujo eran de un color distinto. Guiamona apenas pudo esperar mientras las piezas se cocían, por temor a que se rajaran. Para terminar, Grau les aplicó una capa transparente de barniz de plomo vitrificado que las impermeabilizaba completamente. Guiamona volvió a sentir la suavidad de las piezas en las yemas de sus dedos. Y ahora… sólo iba a dedicarse a las tinajas. Grau se acercó a su esposa.

—No te preocupes —la tranquilizó—; para ti seguiré fabricando piezas como éstas.

Grau acertó. Llenó el secadero de su humilde taller con jarras y tinajas, y pronto los comerciantes supieron que en el taller de Grau Puig podrían encontrar, al momento, todo cuanto desearan. Nadie tendría ya que mendigar a maestros soberbios.

De ahí que la vivienda ante la que se pararon Bernat y el pequeño Arnau, que estaba despierto y reclamaba su comida, distara mucho de aquella primera casa taller. Lo que Bernat pudo ver con su ojo izquierdo era un gran edificio de tres pisos. En la planta baja, abierta a la calle, se encontraba el taller, y en los dos pisos superiores vivían el maestro y su familia. A un lado de la casa había un huerto y un jardín, y al otro construcciones auxiliares que daban a los hornos de cocción y una gran explanada en la que se almacenaban al sol infinidad de jarras y tinajas de distintos tipos, tamaños y colores. Detrás de la casa, como exigían las ordenanzas municipales, se abría un espacio destinado a la descarga y almacenamiento de la arcilla y otros materiales de trabajo. También se guardaban allí las cenizas y demás residuos de las cocciones que los alfareros tenían prohibido arrojar a las calles de la ciudad.

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