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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (3 page)

BOOK: La catedral del mar
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Llorenç de Bellera abofeteó con fuerza a Bernat, derribándolo.

—¡Mi látigo! —gritó encolerizado.

¡El látigo! Bernat era sólo un niño cuando, como tantos otros, fue obligado a presenciar junto a sus padres el castigo público infligido por el señor de Bellera a un pobre desgraciado cuya falta nunca nadie llegó a saber con certeza. El recuerdo del restallar del cuero sobre la espalda de aquel hombre sonó en sus oídos igual que lo hizo aquel día, y noche tras noche durante buena parte de su infancia. Ninguno de los presentes osó moverse entonces, y tampoco lo hicieron ahora. Bernat empezó a arrastrarse y levantó la vista hacia su señor; estaba de pie, como una ingente mole de roca, con la mano extendida esperando a que algún sirviente pusiera en ella el látigo. Recordó la espalda en carne viva de aquel desgraciado: una gran masa sanguinolenta a la que ni todo el odio del señor lograba arrancar un pedazo más. Bernat se arrastró a cuatro patas hacia la escalera, con los ojos en blanco y temblando igual que lo hacía de niño cuando lo asaltaban las pesadillas. Nadie se movió. Nadie habló. Y el sol seguía brillando.

—Lo siento, Francesca —balbuceó una vez junto a ella, después de subir penosamente la escalera seguido por un soldado.

Se aflojó las calzas y se arrodilló al lado de su esposa. La muchacha no se había movido. Bernat observó su pene flácido y se preguntó cómo podría cumplir con las órdenes de su señor. Con un solo dedo, acarició suavemente el desnudo costado de Francesca.

Francesca no respondió.

—Tengo…, tenemos que hacerlo —la instó Bernat, cogiéndola por la muñeca para volverla hacia él.

—¡No me toques! —le gritó Francesca abandonando su ensimismamiento.

—¡Me desollará! —Bernat volvió con violencia a su mujer, descubriendo su cuerpo desnudo.

—¡Déjame!

Forcejearon, hasta que Bernat logró agarrarla por ambas muñecas e incorporarla. Pese a ello, Francesca se resistía.

—¡Vendrá otro! —le susurró—. ¡Será otro el que te… forzará! —Los ojos de la muchacha volvieron al mundo y se abrieron, acusadores—. Me desollará, me desollará… —se excusó.

Francesca no dejó de luchar, pero Bernat se echó sobre ella con violencia. Las lágrimas de la muchacha no fueron suficientes para enfriar el deseo que había nacido en Bernat al contacto con el cuerpo de la joven y la penetró mientras Francesca gritaba al universo entero.

Aquellos aullidos satisficieron al soldado que había seguido a Bernat y que, sin pudor alguno, contemplaba la escena con medio cuerpo sobre el entarimado del piso.

Aún no había terminado Bernat de forzarla cuando Francesca cesó en su oposición. Poco a poco los alaridos de Francesca se convirtieron en sollozos. Fue el llanto de su mujer lo que acompañó a Bernat cuando alcanzó el cénit.

Llorenç de Bellera había oído los desesperados alaridos que procedían de la ventana del segundo piso y, cuando su espía le confirmó que el matrimonio había sido consumado, pidió los caballos y abandonó el lugar con su siniestra comitiva. La mayor parte de los invitados, abatidos, le imitaron.

La quietud invadió la estancia. Bernat, encima de su mujer, no sabía qué hacer. Sólo entonces se dio cuenta de que la tenía fuertemente agarrada por los hombros; la soltó para apoyar las manos en el jergón, junto a su cabeza, pero entonces su cuerpo cayó sobre el de ella, inerte. Instintivamente se incorporó, estirando los brazos para apoyarse en ellos, y se encontró con los ojos de Francesca, que lo miraban sin verlo. En esa postura, cualquier movimiento haría que rozara de nuevo el cuerpo de su mujer. Bernat deseaba escapar de tales sensaciones, pero no sabía cómo hacerlo sin seguir hiriendo a la muchacha. Deseó poder levitar para separarse de Francesca sin volver a tocarla.

Al fin, tras unos eternos instantes de indecisión, se apartó de la muchacha y se arrodilló junto a ella; tampoco ahora sabía qué hacer: levantarse, tumbarse a su lado, abandonar la estancia o intentar justificarse… Desvió la mirada del cuerpo de Francesca, tumbado boca arriba, soezmente expuesto. Buscó su rostro, a menos de dos palmos del suyo, pero no fue capaz de encontrarlo. Bajó la mirada, y la visión de su miembro desnudo, de repente, lo avergonzó.

—Lo sien…

Un inesperado movimiento de Francesca lo sorprendió. La muchacha había vuelto el rostro hacia él. Bernat intentó buscar comprensión en su mirada pero la encontró totalmente vacía.

—Lo siento —insistió. Francesca continuó mirándole sin mostrar el menor indicio de reacción—. Lo siento, lo siento. Me… me hubiera desollado —balbuceó.

Bernat recordó al señor de Navarcles, de pie, con la mano extendida esperando el látigo. Buscó una vez más la mirada de Francesca: vacía. Bernat intentó encontrar la respuesta en los ojos de la muchacha y sintió miedo: gritaban en silencio, gritaban igual que lo había hecho ella.

Inconscientemente, como si quisiera darle a entender que la comprendía, como si se tratara de una niña, Bernat acercó una mano a la mejilla de Francesca.

—Yo… —intentó decirle.

No llegó a tocarla. Cuando su mano se acercó a ella, todos los músculos de Francesca se tensaron. Bernat desvió la mano hacia su propio rostro y lloró.

Francesca continuó inmóvil, con la mirada perdida.

Finalmente, Bernat dejó de llorar, se levantó, se puso las calzas y desapareció por el hueco que llevaba al piso inferior. Cuando dejó de oír sus pasos, Francesca se levantó y se acercó al baúl, que constituía todo el mobiliario del dormitorio, para coger su propia ropa. Una vez vestida, recogió delicadamente sus destrozadas pertenencias, entre ellas su preciada camisa blanca de lino; la dobló con cuidado, procurando que los jirones cuadraran, y la guardó en el baúl.

2

Francesca vagaba por la masía como un alma en pena. Cumplía con sus obligaciones domésticas, pero lo hacía en el más absoluto silencio, destilando una tristeza que no tardó en adueñarse del más recóndito rincón del hogar de los Estanyol.

En numerosas ocasiones, Bernat había intentado disculparse por lo sucedido. Lejano ya el horror del día de su boda, Bernat había sido capaz de articular explicaciones más extensas: el miedo a la crueldad del señor, las consecuencias que habría comportado su negativa a obedecer, tanto para él mismo como para ella. Y «lo siento», miles de lo siento que Bernat exclamó frente a Francesca que lo miraba y atendía muda a sus palabras, como si esperase el momento en que el argumento de Bernat, indefectiblemente, llegara al mismo punto crucial: «Habría venido otro. Si no lo hubiera hecho yo…». Porque cuando Bernat llegaba a aquel punto, callaba; flaqueaba cualquier excusa y la violación volvía a interponerse entre ellos como una barrera infranqueable. Los lo siento, las excusas, y los silencios como respuesta fueron cerrando la herida que Bernat pretendía curar a su esposa, y el remordimiento fue diluyéndose en los quehaceres diarios hasta que Bernat se resignó ante la indiferencia de Francesca.

Todas las mañanas, al alba, cuando se levantaba para acometer las duras tareas del payés, Bernat se asomaba a la ventana del dormitorio. Así lo había hecho siempre con su padre, incluso en sus últimos tiempos, ambos se apoyaban en el grueso alféizar de piedra. Observaban el cielo para vaticinar el día que los esperaba. Miraban sus tierras, fértiles, nítidamente delimitadas por los cultivos que en cada una de ellas se practicaban y que se extendían por el inmenso valle que se abría al pie de la masía. Observaban a los pájaros y escuchaban atentamente los sonidos de los animales del corral de la planta baja. Eran unos instantes de comunión entre padre e hijo y de ambos con sus tierras, los escasos minutos en que su padre parecía recuperar la cordura. Bernat había soñado con compartir esos momentos con su esposa en lugar de vivirlos a solas, mientras la oía trajinar en el piso de abajo, y poder contarle todo lo que él mismo había escuchado de boca de su padre, y éste del suyo, y así sucesivamente durante generaciones. Había soñado con poder contarle que aquellas buenas tierras habían sido un día alodiales, pertenecientes a los Estanyol, y que sus antepasados las habían trabajado con alegría y cariño haciendo suyos sus frutos, sin necesidad de pagar censos o impuestos y de rendir homenaje a señores soberbios e injustos. Había soñado con poder compartir con ella, su esposa, la futura madre de los herederos de aquellos campos, la misma tristeza que su padre había compartido con él cuando le contara las razones por las que ahora, trescientos años después, los hijos que ella pariera se convertirían en siervos de otra persona. Le hubiera gustado contarle con orgullo, como su padre se lo había contado a él, que trescientos años atrás, los Estanyol, y muchos otros como ellos, guardaban sus armas en sus hogares, como hombres libres que eran, para acudir, a las órdenes del conde Ramón Borrell y su hermano Ermengol d'Urgell, en defensa de la Cataluña vieja ante las razias de los sarracenos; le hubiera gustado contarle cómo, a las órdenes del conde Ramón, varios Estanyol habían formado parte del victorioso ejército que había derrotado a los sarracenos del califato de Córdoba en Albesa, más allá de Balaguer, en la plana de Urgel. Su padre se lo contaba emocionado cuando tenían tiempo para ello, pero la emoción se trocaba en melancolía cuando narraba la muerte del conde Ramón Borrell en el año 1017. Según él, aquella muerte los convirtió en siervos: el hijo del conde Ramón Borrell, de quince años de edad, sucedió a su padre; su madre, Ermessenda de Carcassonne, se convirtió en regente, y los barones de Cataluña —los mismos que habían luchado codo con codo con los payeses—, seguras ya las fronteras del principado, aprovecharon el vacío de poder para extorsionar a los campesinos, matar a los que no cedían y obtener la propiedad de las tierras a cambio de permitir que sus antiguos dueños las cultivasen pagando al señor parte de sus frutos. Los Estanyol habían cedido, como tantos otros, pero muchas familias del campo habían sido salvaje y cruelmente asesinadas.

—Como hombres libres que éramos —le decía su padre— los payeses luchamos al lado de los caballeros, a pie por supuesto, contra los moros, pero nunca pudimos luchar contra los caballeros, y cuando los sucesivos condes de Barcelona quisieron volver a tomar las riendas del principado catalán tropezaron con una nobleza rica y poderosa, con la que tuvieron que pactar, siempre a costa de nosotros. Primero fueron nuestras tierras, las de la Cataluña vieja, y después nuestra libertad, nuestra propia vida, nuestro honor. Fueron tus abuelos —le contaba con voz trémula, sin dejar de mirar sus tierras— quienes perdieron su libertad. Se les prohibió abandonar sus campos, se los convirtió en siervos, hombres atados a sus fundos, a los que también permanecerían atados sus hijos, como yo, y sus nietos, como tú. Nuestra vida, tu vida, está en manos del señor, que imparte justicia y tiene derecho a maltratarnos y a ofender nuestro honor. ¡Ni siquiera podemos defendernos! Si alguien te maltrata, deberás acudir a tu señor para que reclame enmienda y, si la consigue, se quedará con la mitad de la reparación.

Luego, indefectiblemente, le recitaba los múltiples derechos del señor, derechos que habían llegado a grabarse en la memoria de Bernat, pues nunca se atrevió a interrumpir el airado monólogo de su padre. El señor podía exigirle juramento a un siervo en cualquier momento. Tenía derecho a cobrar una parte de los bienes del siervo si éste moría intestado o cuando heredaba su hijo; si era estéril; si su mujer cometía adulterio; si se incendiaba la masía; si la hipotecaba; si desposaba el vasallo de otro señor y, por supuesto, si quería abandonarlo. El señor podía yacer con la novia en su primera noche; podía reclamar a las mujeres para que amamantaran a sus hijos, o a las hijas de éstas para que sirvieran como criadas en el castillo. Los siervos estaban obligados a trabajar gratuitamente las tierras del señor; a contribuir a la defensa del castillo; a pagar parte de los frutos de sus fincas; a alojar al señor o a sus enviados en sus casas y a alimentarlos durante la estancia; a pagar por utilizar los bosques o las tierras de pasto; a utilizar, previo pago, la forja, el horno o el molino del señor, y a enviarle regalos por Navidad y demás festividades.

¿Y qué decir de la Iglesia? Cuando su padre se hacía esa pregunta su voz se enfurecía aún más.

—Monjes, frailes, sacerdotes, diáconos, archidiáconos, canónigos, abades, obispos —recitaba—: ¡cualquiera de ellos es igual que cualquiera de los señores feudales que nos oprimen! ¡Hasta han prohibido que los payeses tomemos los hábitos para que no escapemos de las tierras y así perpetuar nuestra servidumbre!

—Bernat —le advertía seriamente en las ocasiones en que la Iglesia se convertía en blanco de su ira—, nunca te fíes de quienes dicen servir a Dios. Te hablarán con serenidad y buenas palabras, tan cultas que no alcanzarás a entenderlas. Tratarán de convencerte con argumentos que sólo ellos saben hilvanar hasta adueñarse de tu razón y tu conciencia. Se presentarán a ti como hombres bondadosos que dirán querer salvarnos del mal y de la tentación, pero en realidad su opinión sobre nosotros está escrita y todos ellos, como soldados de Cristo que se llaman, siguen con fidelidad aquello que está en los libros. Sus palabras son excusas y sus razones, idénticas a las que tú podrías darle a un mocoso.

—Padre —recordó Bernat que le había preguntado en una de tales ocasiones—, ¿qué dicen sus libros de nosotros, los payeses?

El padre miró los campos, hasta donde se confundían con el cielo, justo allí porque no quería mirar hacia el lugar en cuyo nombre hablaban hábitos y sotanas.

—Dicen que somos bestias, brutos, y que no somos capaces de entender qué es la cortesía. Dicen que somos horribles, villanos y abominables, desvergonzados e ignorantes. Dicen que somos crueles y tozudos, que no merecemos ningún honor porque no sabemos apreciarlo y que sólo somos capaces de entender las cosas por la fuerza. Dicen que…

—Padre, ¿todo eso somos?

—Hijo, en todo eso es en lo que quieren convertirnos.

—Pero vos rezáis todos los días, y cuando madre murió…

—A la Virgen, hijo, a la Virgen. Nada tiene que ver Nuestra Señora con frailes y sacerdotes. En ella podemos seguir creyendo.

A Bernat Estanyol le habría gustado volver a apoyarse por las mañanas en el alféizar de la ventana y hablar con su joven esposa; contarle lo que le había contado su padre y mirar junto a ella los campos.

En lo que restaba de septiembre y durante todo octubre, Bernat aparejó los bueyes y aró los campos, rompiendo y levantando la dura costra que los cubría para que el sol, el aire y el abono renovasen la tierra. Después, con ayuda de Francesca, sembró el cereal; ella con un capazo, lanzaba las semillas, y él con la yunta de bueyes, primero araba y después aplanaba la tierra, ya sembrada, con una pesada plancha de hierro. Trabajaban en silencio, un silencio sólo roto por los gritos que Bernat lanzaba a los bueyes y que resonaban por todo el valle. Bernat creía que trabajar juntos los acercaría un poco. Pero no. Francesca continuaba indiferente: cogía su capazo y lanzaba las semillas sin mirarle siquiera.

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