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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

La catedral del mar (10 page)

BOOK: La catedral del mar
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Grau escuchó el recado de su cuñado de boca de Jaume. Era lo último que necesitaba: los dos Estanyol, con sus lunares en el ojo, recorriendo Barcelona, buscando trabajo, hablando de él con quien quisiera escucharlos…, y habría muchas personas dispuestas a hacerlo ahora que él estaba alcanzando la cima. Se le encogió el estómago y se le secó la boca: Grau Puig, prohombre de Barcelona, cónsul de la cofradía de ceramistas, miembro del Consejo de Ciento, dedicándose a proteger a payeses fugitivos. Los nobles estaban en su contra. Cuanto más ayudaba Barcelona al rey Alfonso, menos dependía éste de los señores feudales y menores eran los beneficios que los nobles podían obtener del monarca. ¿Y quién había sido el principal valedor de la ayuda al rey? Él. ¿Y a quiénes perjudicaba la huida de los siervos del campo? A los nobles con tierras. Grau negó con la cabeza y suspiró. ¡Maldita fuera la hora en que permitió que aquel payés se alojara en su casa!

—Haz que venga —le ordenó a Jaume.

—Me ha dicho Jaume —dijo Grau a su cuñado en cuanto lo tuvo delante— que pretendes dejarnos.

Bernat asintió con la cabeza.

—Y ¿qué piensas hacer?

—Buscaré trabajo para mantener a mi hijo.

—No tienes ningún oficio. Barcelona está llena de gente como tú: campesinos que no han podido vivir de sus tierras, que no encuentran trabajo y que al final mueren de hambre. Además —añadió—, ni siquiera tienes en tu poder la carta de vecindad, por más que lleves el tiempo suficiente en la ciudad.

—¿Qué es eso de la carta de vecindad? —preguntó Bernat.

—Es el documento que acredita que llevas un año y un día residiendo en Barcelona y que por lo tanto eres ciudadano libre, no sometido a señorío.

—¿Dónde se consigue ese documento?

—Lo conceden los prohombres de la ciudad.

—Lo pediré.

Grau miró a Bernat. Iba sucio, vestido con una simple camisa raída y esparteñas. Se lo imaginó frente a los prohombres de la ciudad, después de haber contado su historia a decenas de escribientes: el cuñado y el sobrino de Grau Puig, prohombre de la ciudad, ocultos en su taller durante años. La noticia correría de boca en boca. Él mismo había utilizado situaciones como aquélla para atacar a sus enemigos.

—Siéntate —lo invitó—. Cuando Jaume me ha contado tus intenciones, he hablado con tu hermana Guiamona —mintió para excusar su cambio de actitud— y me ha rogado que me apiade de ti.

—No necesito piedad —lo interrumpió Bernat, pensando en Arnau sentado sobre el jergón, con la mirada perdida—. Llevo años trabajando duramente a cambio de…

—Ése fue el trato —lo cortó Grau—, y tú lo aceptaste. En aquel momento te interesaba.

—Es posible —reconoció Bernat—, pero no me vendí como esclavo y ahora ya no me interesa.

—Olvidémonos de la piedad. No creo que encuentres trabajo en toda la ciudad y menos si no puedes acreditar que eres ciudadano libre. Sin ese documento sólo lograrás que se aprovechen de ti. ¿Sabes cuántos siervos de la tierra andan vagando por ahí, sin hijos a sus espaldas, aceptando trabajar de balde, única y exclusivamente para poder residir un año y un día en Barcelona? No puedes competir con ellos. Antes de que te den la carta de vecindad ya te habrás muerto de hambre, tú… o tu hijo, y pese a lo que ha sucedido no podemos permitir que el pequeño Arnau corra la misma suerte que nuestro Guiamon. Con uno basta. Tu hermana no lo resistiría. —Bernat guardó silencio a la espera de que su cuñado continuase—. Si te interesa —dijo Grau, enfatizando la palabra—, puedes seguir trabajando aquí, en las mismas condiciones… y con la paga que le correspondería a un obrero no cualificado, de la que se te descontarían la cama y la comida, tuya y de tu hijo.

—¿Y Arnau?

—¿Qué pasa con el niño?

—Prometiste tomarlo como aprendiz.

—Y así lo haré… cuando cumpla la edad.

—Lo quiero por escrito.

—Lo tendrás —se comprometió Grau.

—¿Y la carta de vecindad?

Grau asintió con la cabeza. A él no le sería difícil conseguirla… con discreción.

7

«Declaramos ciudadanos libres de Barcelona a Bernat Estanyol y a su hijo, Arnau…». ¡Por fin! Bernat notó un escalofrío al escuchar las titubeantes palabras del hombre que leía los documentos. Había dado con él en las atarazanas, después de preguntar dónde podía encontrar a alguien que supiera leer, y le había ofrecido una pequeña escudilla a cambio del favor. Con el rumor de las atarazanas de fondo, el olor a brea y la brisa marina acariciándole el rostro, Bernat escuchó la lectura del segundo documento: Grau tomaría a Arnau como aprendiz cuando éste cumpliera diez años y se comprometía a enseñarle el oficio de alfarero. Su hijo era libre y algún día podría ganarse la vida y defenderse en esa ciudad.

Bernat se desprendió sonriente de la prometida escudilla y se encaminó de vuelta al taller. Que les hubieran concedido la carta de vecindad significaba que Llorenç de Bellera no los había denunciado a las autoridades, que no se había abierto ninguna causa criminal contra él. ¿Habría sobrevivido el muchacho de la forja?, se preguntó. Aun así… «Quédate con nuestras tierras, señor de Bellera; nosotros nos quedamos con nuestra libertad», murmuró Bernat, desafiante. Los esclavos de Grau y el propio Jaume interrumpieron sus labores al ver llegar a Bernat, radiante de felicidad. Todavía quedaban restos de la sangre de Habiba en el suelo. Grau había ordenado que no se limpiaran. Bernat intentó no pisarlos y mudó el semblante.

—Arnau —le susurró a su hijo aquella noche, tumbados los dos sobre el jergón que compartían.

—Decidme, padre.

—Ya somos ciudadanos libres de Barcelona.

Arnau no contestó. Bernat buscó la cabeza del niño y se la acarició; sabía lo poco que significaba aquello para un niño al que habían arrebatado la alegría. Bernat escuchó la respiración de los esclavos y continuó acariciando la cabeza de su hijo, pero una duda le asaltaba: ¿accedería el chico a trabajar para Grau algún día? Aquella noche Bernat tardó en conciliar el sueño.

Todas las mañanas, cuando amanecía y los hombres iniciaban sus labores, Arnau abandonaba el taller de Grau. Todas las mañanas, Bernat intentaba hablar con él y animarlo. Tienes que buscar amigos, quiso decirle en una ocasión, pero antes de que pudiera hacerlo Arnau le dio la espalda y se dirigió cansinamente hasta la calle. Disfruta de tu libertad, hijo, quiso decirle en otra, cuando el muchacho se quedó mirándolo tras hacer él ademán de hablarle. Sin embargo, justo cuando iba a hacerlo, una lágrima corrió por la mejilla de su niño. Bernat se arrodilló y sólo pudo abrazarlo. Después, vio cómo cruzaba el patio, arrastrando los pies. Cuando, una vez más, Arnau sorteó las manchas de sangre de Habiba, el látigo de Grau volvió a restallar en la cabeza de Bernat. Se prometió que nunca más volvería a ceder ante el látigo: una vez había sido suficiente.

Bernat corrió tras su hijo, que se volvió al oír sus pasos. Cuando se encontró a la altura de Arnau, empezó a rascar con el pie la tierra endurecida en la que permanecían expuestas las manchas de sangre de la mora. El rostro de Arnau se iluminó y Bernat rascó con más fuerza.

—¿Qué haces? —gritó Jaume desde el otro extremo del patio.

Bernat se quedó helado. El látigo volvió a restallar en su recuerdo.

—Padre.

Con la punta de su esparteña, Arnau arrastró lentamente la tierra ennegrecida que Bernat acababa de rascar.

—¿Qué haces, Bernat? —repitió.

Bernat no contestó. Transcurrieron unos segundos, Jaume se volvió y vio a todos los esclavos quietos… con la mirada clavada en él.

—Tráeme agua, hijo —lo instó Bernat aprovechando la duda de Jaume.

Arnau salió disparado y, por primera vez en varios meses, Bernat lo vio correr. Jaume asintió.

Padre e hijo, arrodillados, en silencio, rascaron la tierra hasta limpiar las huellas de la injusticia.

—Ve a jugar, hijo —le dijo Bernat aquella mañana cuando dieron por terminado el trabajo.

Arnau bajó la mirada. Le habría gustado preguntarle con quién debía hacerlo. Bernat le revolvió el cabello antes de empujarlo hacia la puerta. Cuando Arnau se encontró en la calle se limitó, como todos los días, a rodear la casa de Grau y encaramarse a un tupido árbol que se alzaba por encima de la tapia que daba al jardín. Allí, escondido, esperaba a que salieran sus primos, acompañados de Guiamona.

—¿Por qué ya no me quieres? —murmuraba—. Yo no tuve la culpa.

Sus primos parecían contentos. La muerte de Guiamon se iba diluyendo en el tiempo y sólo el rostro de su madre reflejaba la pena del recuerdo. Josep y Genis fingían pelearse, mientras Margarida los observaba sentada junto a su madre, que apenas se despegaba de ella. Arnau, escondido en su árbol, sentía el aguijón de la nostalgia al recordar aquellos abrazos.

Una mañana tras otra, Arnau se encaramaba a aquel árbol.

—¿A ti ya no te quieren? —oyó que le preguntaban un día.

El sobresalto le hizo perder momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caer desde lo alto.

Arnau miró a su alrededor buscando quién le hablaba, pero no logró ver a nadie.

—Aquí —oyó.

Miró hacia el interior del árbol, de donde había partido la voz, pero tampoco consiguió vislumbrar nada. Al final vio moverse unas ramas, entre las que pudo distinguir la figura de un niño que lo saludaba con la mano, muy serio y sentado a horcajadas en uno de los nudos del árbol.

—¿Qué haces tú aquí… sentado en mi árbol? —le preguntó secamente Arnau.

El niño, sucio y mugriento, no se inmutó.

—Lo mismo que tú —le contestó—. Mirar.

—Tú no puedes mirar —afirmó Arnau.

—¿Por qué? Llevo mucho tiempo haciéndolo. Antes también te veía a ti. —El niño sucio guardó silencio durante unos instantes—. ¿Ya no te quieren? ¿Por qué lloras tanto?

Arnau notó que le empezaba a resbalar una lágrima por la mejilla y sintió rabia: lo había estado espiando.

—Baja de ahí —le ordenó una vez en el suelo. El niño se descolgó ágilmente y se plantó frente a él. Arnau le sacaba una cabeza pero el niño no parecía asustado.

—¡Me has estado espiando! —lo acusó Arnau.

—Tú también espiabas —se defendió el pequeño.

—Sí, pero son mis primos y yo puedo hacerlo. —Entonces, ¿por qué no juegas con ellos como hacías antes? Arnau no pudo resistir más y dejó escapar un sollozo. Su voz tembló cuando intentó responder a la pregunta.

—No te preocupes —le dijo el pequeño tratando de tranquilizarlo—, yo también lloro muchas veces.

—¿Y tú por qué lloras? —preguntó Arnau balbuceando.

—No sé… A veces lloro cuando pienso en mi madre.

—¿Tienes madre?

—Sí, pero…

—¿Y qué haces aquí si tienes madre? ¿Por qué no estás jugando con ella?

—No puedo estar con ella.

—¿Por qué? ¿No está en tu casa?

—No… —contestó el niño titubeando—. Sí que está en casa.

—Entonces, ¿por qué no estás con ella?

El muchachito sucio y mugriento no respondió.

—¿Está enferma? —insistió Arnau.

Negó con la cabeza.

—Está bien —afirmó.

—¿Entonces? —volvió a insistir Arnau.

El niño lo miró con expresión desconsolada. Se mordió varias veces el labio inferior y al final se decidió:

—Ven —le dijo tirando de la manga de la camisa de Arnau—. Sígueme.

El pequeño desconocido salió corriendo a una velocidad sorprendente para su corta estatura. Arnau lo siguió tratando de no perderlo de vista, cosa que le fue fácil mientras recorrieron el abierto y amplio barrio de los ceramistas pero que se fue complicando a medida que se adentraban en el interior de Barcelona; las angostas callejuelas de la ciudad, llenas de gente y de puestos de artesanos, se convertían en verdaderos embudos por los que resultaba casi imposible transitar.

Arnau no sabía dónde estaba, pero le traía sin cuidado; su único objetivo era no perder de vista la ágil y rápida figura de su compañero, que corría entre la gente y las mesas de los artesanos causando la indignación de unos y otros. Arnau, más torpe cuando debía esquivar a los transeúntes, pagaba las consecuencias de la estela de enojo que iba dejando el muchacho y recibía gritos e improperios. Uno alcanzó a propinarle un coscorrón y otro trató de detenerlo agarrándolo de la camisa, pero Arnau se zafó de ambos aunque, con tantos tropiezos, perdió el rastro de su guía y de repente se encontró solo, en la entrada de una gran plaza repleta de gente.

Conocía aquella plaza. Estuvo allí una vez con su padre. «Ésta es la plaza del Blat —dijo—, el centro de Barcelona. ¿Ves aquella piedra en el centro de la plaza?». Arnau miró hacia donde señalaba su padre. «Pues esa piedra significa que a partir de ahí la ciudad se divide en cuartos: el de la Mar, el de Framenors, el del Pi y el de la Salada o de Sant Pere». Llegó a la plaza por la calle de los sederos y, parado bajo el portal del castillo del Veguer, Arnau intentó distinguir la silueta del niño sucio, pero la multitud que se aglomeraba en ella se lo impidió. Junto a él, a un lado del portal, estaba el matadero principal de la ciudad y, al otro, unas mesas en las que se vendía pan cocido. Arnau se esforzó por encontrar al pequeño entre los bancos de piedra de ambos lados de la plaza, ante los que se movían los ciudadanos. «Este es el mercado del trigo —le había explicado Bernat—. A un lado, en aquellos bancos, venden el trigo los revendedores y los tenderos de la ciudad, y en el otro lado, en esos otros bancos, lo hacen los campesinos que acuden a la ciudad a vender su cosecha». Arnau no daba con el niño sucio que lo había llevado hasta allí ni a un lado ni al otro, ni entre la gente que regateaba los precios o compraba trigo.

Mientras trataba de encontrarlo, de pie bajo el portal mayor, Arnau fue empujado por la gente que trataba de acceder a la plaza. Intentó esquivarla acercándose a las mesas de los panaderos, pero en cuanto su espalda tocó una mesa, Arnau recibió un doloroso pescozón.

—¡Fuera de aquí, mocoso! —le gritó el panadero.

Arnau volvió a verse envuelto por la gente, el bullicio y el griterío del mercado, sin saber adonde dirigirse y empujado de un lado al otro por personas que le superaban en altura y que, cargados de sacos de cereal, no reparaban en él.

Arnau empezaba a marearse cuando, de la nada, apareció frente a él aquella cara picara y sucia que había estado persiguiendo por media Barcelona.

—¿Qué haces ahí parado? —le preguntó el niño levantando la voz para hacerse oír.

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