La caza del carnero salvaje (24 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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«Hotelito cómodo»: a fe que no estaba mal la frase, ni mucho menos. Es una de esas frases publicitarias fáciles de encontrar en la sección de viajes de cualquier revista de modas: «Para una larga estancia, nada como un hotelito cómodo, que le haga sentirse en casa.»

Sin embargo, lo primero que tuve que hacer al entrar en mi habitación de aquel «hotelito cómodo» fue aplastar con una zapatilla a una oronda cucaracha que se paseaba por el marco de la ventana. Luego recogí un manojito de pelos púbicos esparcidos bajo la cama, y los eché a la papelera. ¡Era la primera cucaracha que veía en Hokkaidô! Mi amiga, entretanto, regulaba la temperatura del agua caliente para prepararse un baño. Aquel grifo hacía un ruido realmente notable.

—No hubiéramos perdido nada —le grité abriendo la puerta del cuarto de baño— alojándonos en un hotel de más categoría. Por dinero, no será.

—No es cuestión de dinero —me contestó—. Nuestra búsqueda del carnero empieza aquí. Todo lo que puedo decirte es que tenemos que partir de este hotel.

Me eché en la cama y encendí un cigarrillo. Encendí el televisor, recorrí los diversos canales, y lo apagué. La recepción de las imágenes era lo único interesante. Cesó el ruido del agua caliente. Por la puerta del cuarto de baño fue saliendo despedida la ropa de mi amiga. Se oyó el ruido de la ducha.

Tras descorrer las cortinas de la ventana, pude ver que al otro lado de la calle se alineaba una serie de edificios de oficinas tan anodinos en cada detalle como el propio Hotel del Delfín. Todos y cada uno de ellos estaban sucios, como cubiertos de ceniza, y sólo con mirarlos se olía a orines. A pesar de que eran ya casi las nueve, no pocas ventanas estaban iluminadas, y era evidente que tras ellas aún había gente que trabajaba de un modo febril. Quién sabe a qué tareas se dedicarían, pero el caso es que no se les veía muy felices. Aunque, por supuesto, si ellos me miraran sería yo, probablemente, quien no parecería feliz.

Eché las cortinas, volví a la cama y me tendí sobre aquellas sábanas, tan endurecidas por el almidón como una carretera asfaltada. Allí me puse a pensar en la que había sido mi esposa y en el hombre que vivía con ella. En cuanto a este último lo conocía bastante bien. Teniendo en cuenta que éramos viejos amigos, lo raro sería que no lo conociera, claro. Era un guitarrista de jazz no muy famoso, de veintisiete años; para ser un guitarrista de jazz no muy famoso, era un tipo bastante normal. No era mala persona. Pero le faltaba originalidad. Un año, por ejemplo, su estilo era una mezcla de Kenny Burrell y B. B. King, y a lo mejor al año siguiente sus fuentes de inspiración eran Larry Coryell y Jim Hall. ¿Por qué elegiría a ese hombre para sustituirme? Era algo que no lograba explicarme. Desde luego, de lo más íntimo de cada persona surgen eso que se llama «inclinaciones». Y no hay duda que él me superaba en todo lo que atañía a tocar la guitarra, pues por algo era músico; en cambio yo le pasaba la mano por la cara a la hora de lavar los platos. Los guitarristas no suelen lavar platos. Si se hicieran daño en las manos, no podrían tocar.

Acto seguido, me puse a repasar mis relaciones sexuales con mi ex esposa. Por matar el rato, traté de calcular el número de veces que habíamos hecho el amor en nuestros cuatro años de vida matrimonial. Pero, a fin de cuentas, no era más que un cálculo aproximado, y ¿qué valor podía tener un cálculo aproximado? Carecía de sentido. Seguramente, debería haber llevado un registro escrito. O al menos podía haber hecho marcas en mi agenda. De haberlo hecho así, ahora sabría el número exacto de veces que había hecho el amor durante aquellos cuatro años. Y es que necesito esas realidades tangibles que se pueden mostrar exactamente con cifras.

Mi ex mujer, sin embargo, poseía archivos exactos sobre el ejercicio del sexo. Y no es que llevara un diario. Desde que empezó a tener la regla, iba anotando con toda exactitud en cuadernos escolares el estado de sus menstruaciones, y a su debido tiempo, como material de referencia, fue incluyendo también sus experiencias sexuales. Esos cuadernos escolares llegaron a ser ocho, y los tenía guardados bajo llave en un cajón, junto con sus cartas y fotografías más queridas. Eran objetos que nunca enseñaba a nadie. No sé qué cosas escribía sobre el sexo. Y ahora que estamos divorciados, nunca podré saberlo.

—Si me muero —solía decirme—, quema esos cuadernos. Rocíalos bien de petróleo, quémalos y entierra las cenizas. Si miras una sola letra de lo escrito, no te lo perdonaré jamás.

—Soy tu marido, y conozco todos los rincones de tu cuerpo. ¿A qué vienen esos pudores?

—Las células se renuevan cada mes. Ahora mismo está ocurriendo —me respondía, poniendo ante mis ojos el delicado dorso de su mano—. Casi todo lo que crees saber de mí no pasa de ser pura rememoración de algo pasado.

Así era mi ex mujer, una persona que razonaba de una manera metódica, si se exceptúa el período, aproximadamente de un mes, que precedió a nuestro divorcio. Tenía un sentido exacto de lo que suele llamarse la realidad de la vida. Con ello quiero decir que, en principio, una vez había cerrado una puerta, ya no trataría de abrirla; y tampoco era partidaria de dejar puertas abiertas.

Cuanto sé de ella, no pasa de ser simples recuerdos de su pasado. Recuerdos que, a modo de células que han sido reemplazadas, se van alejando poco a poco. Así que ni siquiera sé el número exacto de veces que hice el amor con ella.

2. Donde entra en escena
el profesor Ovino

Al día siguiente nos despertamos a las ocho de la mañana, nos enfundamos en nuestra ropa, bajamos en el ascensor y nos metimos en una cafetería cercana para tomar el desayuno. En el Hotel del Delfín no había restaurante ni cafetería.

—Como te decía ayer, vamos a dividirnos para actuar mejor —le dije a mi amiga mientras le entregaba una fotocopia de la foto del carnero—. Yo tomaré como base las montañas que forman el paisaje de fondo en esta foto, para tratar de encontrar el lugar. En cuanto a ti, te agradeceré que organices la búsqueda centrándote en las fincas donde se críen carneros. ¿Está claro el método? Cualquier atisbo, por pequeño que sea, puede servirnos. Siempre será más ventajoso que lanzarnos a recorrer Hokkaidô dando palos de ciego.

—Quédate tranquilo por lo que a mí me toca. Déjalo de mi cuenta.

—Vale. Esta tarde nos reuniremos en el hotel.

—No te preocupes —me dijo, mientras se ponía las gafas de sol—. Seguro que será fácil encontrar esa pista.

—¡Ojalá! —exclamé.

No obstante, y como era de prever, la búsqueda no resultó tan sencilla. Me dirigí al Departamento de Turismo del gobierno regional de Hokkaidô, pregunté en varios centros de información turística y agencias de viajes, hice pesquisas en la Asociación de Montañeros y puede decirse que no dejé por recorrer ningún lugar que tuviera el más mínimo asomo de relación con el turismo y la montaña. Sin embargo, no di con una sola persona que recordase el paisaje representado en la fotografía.

—Es un paisaje de lo más vulgar, ¿sabe? —solían decirme—. Y encima, lo que aparece en la foto es sólo un fragmento.

Ésa fue la conclusión que saqué tras un día entero de indagaciones: resultaba muy difícil identificar una montaña que no tenía ningún rasgo distintivo, y más aún si toda la orientación de que se disponía era una fotografía parcial.

Hice un alto en mis caminatas y entré en una librería para comprar un atlas de Hokkaidô y un libro titulado
Las montañas de Hokkaidô.
Luego me metí en una cafetería y, mientras me bebía un par de cervezas, hojeé los libros. En Hokkaidô había, por lo visto, una increíble cantidad de montañas, y todas compartían una coloración y una forma semejantes. Traté de comparar una a una las montañas fotografiadas en el libro con la que aparecía en la foto del Ratón, pero al cabo de diez minutos empezó a dolerme la cabeza. Y para colmo, había que partir de la base de que el número de montañas recogidas en el libro no era más que una parte muy pequeña de las que había en Hokkaidô. Aparte de que, aunque diera con aquella montaña, bastaría —obviamente— con cambiar el ángulo de visión para que el panorama que ofrecía fuese del todo diferente. «La montaña es un ser vivo», decía el escritor en el prólogo de su libro; «la montaña cambia considerablemente de forma según el ángulo de visión adoptado, la estación del año, la hora del día e, incluso, según los sentimientos de quien la contempla. Hay que convenir, por tanto, que nunca podremos captar más que un fragmento, una ínfima parte, de la montaña.»

—¡Estupendo! —exclamé a media voz.

Una vez más, me veía obligado a realizar una tarea que podía considerarse casi imposible. Cuando oí dar las cinco, me senté en un banco del parque y, a una con las palomas, me dediqué a masticar maíz.

En cuanto a las indagaciones efectuadas por mi amiga, habían discurrido por mejores cauces que las mías, pero, por lo que hacía a resultados prácticos fueron igual de inútiles. En un pequeño restaurante, situado a espaldas del Hotel del Delfín, tomamos una cena ligera mientras intercambiábamos comentarios sobre nuestras respectivas experiencias del día.

—En el Departamento de Ganadería del gobierno regional de Hokkaidô no me aclararon gran cosa —me explicó mi amiga—. Me dijeron que los carneros ya no están controlados. No compensa criarlos al menos a gran escala, y en campo abierto.

—Se diría que eso puede facilitar un poquito la labor de búsqueda —comenté.

—Nada de eso, ¿sabes? Cuando la cría de carneros era próspera, se formaron asociaciones de ganaderos muy activas, de modo que la Administración podría haber llevado un registro riguroso, que hubiera permitido seguir nuestra pista. Pero en la situación actual de cría a pequeña y mediana escala, no hay manera de conocer el estado real de los rebaños. Según parece, los ganaderos tienen un número reducido de cabezas, como si criaran perros o gatos. Me he traído una treintena de direcciones de criadores de carneros, las de todos los que, en principio, se tiene constancia. Con todo, son datos de cuatro años atrás, y en cuatro años la situación puede haberse modificado mucho. La política agropecuaria del Japón cambia cada tres años, más o menos.

—¡Vaya! —dije para mí, suspirando, entre sorbo y sorbo de cerveza—. Un callejón sin salida: en Hokkaidô hay cientos de montañas que se parecen, y resulta que no hay quien conozca la situación actual de los criadores de carneros.

—Es el primer día de búsqueda, recuérdalo. No hemos hecho más que empezar.

—¿No han captado ningún mensaje tus oídos?

—No hay mensajes por ahora —dijo mi amiga al tiempo que cortaba un bocado de pescado hervido; luego se llevó a la boca su tazón de puré de alubias—. Y algo me dice que no los habrá en un futuro cercano. Resulta que sólo suelo recibir mensajes si estoy desconcertada por algo, o bien cuando mi espíritu se siente vacío. Y como ahora me ocurre todo lo contrario…

—¿De verdad que sólo te lanzan la cuerda salvadora cuando estás con el agua al cuello?

—Sí. Ahora reboso de satisfacción por estar aquí, contigo, y por eso no me llegan mensajes. Así que sólo debemos contar con nosotros mismos para emprender la búsqueda del carnero.

—¡No hay derecho! —exclamé—. Realmente, nos aprietan los tornillos sin piedad. Si no aparece el carnero, nos habremos caído con todo el equipo. No se me alcanza la magnitud de la tragedia, pero si esa gente nos hace la zancadilla, saldremos perjudicados de verdad. Son profesionales, no hay que olvidarlo. Aun en el caso de que el jefe muera, la organización seguirá en pie, y, al igual que una red de cloacas, se extiende por todo Japón, de modo que no estaremos seguros en ninguna parte. Parece inconcebible, pero así es.

—Eso me recuerda aquella serie de televisión que se llamaba
Los invasores,
¿te acuerdas?

—En lo que tiene de absurdo, sí. Bien, lo único cierto es que los dos estamos atrapados en el ojo del huracán. Al principio era sólo yo, pero tú decidiste subirte al tren. Dadas las circunstancias, ¿no dirías que estamos con el agua al cuello?

—¡Qué va, si a mí lo que me gusta es esto! Es mucho mejor que tener que acostarme con desconocidos, mostrar mis orejas para que salgan en anuncios anónimos o corregir las pruebas de imprenta de un diccionario biográfico. ¡Esto es vida!

—O sea, que ni te sientes con el agua al cuello ni tienes la más remota esperanza de que te echen un cable.

—Justamente. Buscaremos al carnero con nuestros propios medios. Seguro que saldremos adelante.

¡Ojalá estuviera en lo cierto!

Volvimos al hotel, y nos dedicamos a copular. Me encanta el vocablo copular. Encarna una serie determinada y concreta de posibilidades, que conducen directamente al fin deseado.

Sea como fuere, nuestro tercer día de estancia en Sapporo, así como el cuarto, pasaron sin pena ni gloria. Nos levantábamos a las ocho, desayunábamos, andábamos todo el día de un sitio a otro, cada uno por su lado, y a la tarde, mientras cenábamos, nos informábamos mutuamente; luego volvíamos al hotel, copulábamos, y a dormir.

Tiré mis viejas zapatillas de tenis, y me compré calzado más sólido para hacer mis rondas, en las que enseñé la foto a centenares de personas. Mi amiga, por su parte, basándose en datos sacados de oficinas estatales y de la biblioteca pública, confeccionó una larga lista de criadores de carneros, lista que tomó como base para ir llamándolos uno por uno. No obstante, no consiguió nada. Nadie recordaba haber visto tal montaña, y ninguno de los criadores tenía la menor idea acerca de aquel carnero que llevaba una estrella en su lomo. Un anciano dijo que recordaba haber visto aquella montaña en Sajalín meridional, antes de la guerra, pero no me parecía posible que el Ratón hubiera llegado hasta Sajalín en sus vagabundeos. Y no hay medio humano de enviar una carta urgente desde Sajalín hasta Tokio.

Así nos pasamos el quinto día, y el sexto. Octubre se asentó pesadamente sobre la ciudad. Los días eran aún algo calurosos, pero por la tarde el viento refrescaba sensiblemente, y a la hora del crepúsculo tenía que enfundarme en un grueso jersey. La ciudad de Sapporo resultó ser grande y fastidiosamente rectilínea. Nunca me había dado cuenta, hasta entonces, de lo agotador que resulta andar por una ciudad construida a base de rectas.

Cada vez estaba más cansado, ciertamente. Y para colmo, al cuarto día, el sentido de la orientación me abandonó. Como empezaba a sentir que el punto cardinal opuesto al este era el sur, me compré una brújula en una papelería. Al recorrer a pie, brújula en mano, la ciudad, ésta se me volvía cada vez más irreal. Los edificios empezaron a recordarme el escenario de un estudio fotográfico, y por las calles la gente me parecía cada vez más plana, como siluetas móviles de cartón. El sol se alzaba en un extremo de aquel anodino territorio, para ir a hundirse en el extremo opuesto, describiendo en su trayectoria un arco comparable al de una bala de cañón.

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