La caza del carnero salvaje (21 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Aquellas uñas sonaron de nuevo reiteradamente sobre la mesa, y luego se acallaron.

—Bueno. Mañana, a las diez de la mañana, enviaré al chófer a recoger al gato.

—Le entregaré comida para gatos y arena para su orinal. Como el gato sólo quiere comida de esa marca, si se le acaba, le agradeceré que se la compre.

—Los detalles concretos, por favor, ¿por qué no se los transmites directamente al chófer? Creo que ya te lo dije antes, pero la verdad es que estoy muy ocupado.

—Es que quiero mantener un solo canal de comunicación. Para que quede claro dónde radica la responsabilidad.

—¿Responsabilidad?

—En suma, que si el gato desaparece o muere mientras estoy ausente, aunque encuentre al carnero, no espere noticias mías.

—¡Hum! —murmuró el hombre—. Bueno, vale. Andas un tanto despistado, pero, para ser un principiante, no lo haces nada mal. Voy a tomar nota, así que haz el favor de hablar despacio.

—No le dé carne muy grasienta, porque la vomita. Y como tiene los dientes débiles, nada de cosas duras. Por la mañana, dele una botella de leche y una lata de comida para gatos. Ya avanzada la tarde, un poco de sardinas secas, carne o palitos de queso. En cuanto al orinal, procure que lo limpien cada día. No le gusta verlo sucio. Como tiene frecuentes diarreas, si a los dos días no se pone bien, vaya al veterinario por una medicina, y hágasela beber. Una vez que le dije todo esto, afiné el oído para captar el ruido del bolígrafo garabateando, al otro lado del hilo.

—¿Y qué más? —dijo el hombre.

—Está empezando a padecer de garrapatas en las orejas; por eso, límpieselas una vez al día con un bastoncillo de algodón untado con aceite de oliva. Lo suele llevar a mal y se alborota, pero cuidado, no le vaya a romper el tímpano. Aparte de eso, si le preocupa que pueda arañar la tapicería de las butacas, córtele las uñas una vez por semana. Puede hacerlo con un cortaúñas corriente. Pulgas, no creo que tenga, pero, por si acaso, no estará de más darle un lavado con champú antipulgas de vez en cuando. Ese champú lo puede encontrar en las tiendas de animales domésticos. Después de lavar al gato, séquelo bien con una toalla, y pásele luego el cepillo; y para terminar, aplíquele el secador. De no hacerlo así, coge resfriados morrocotudos.

—¿Qué más?

—Eso es todo.

El hombre me leyó todos los puntos anotados. Los apuntes habían sido tomados con exactitud.

—Eso es todo, ¿no?

—Sí.

—Bien, hasta la próxima —dijo el hombre, y colgó el auricular.

Había oscurecido. Me atiborré los bolsillos del pantalón de monedas, tabaco y un encendedor, me puse las zapatillas de tenis y salí a la calle. Entré en la tasca del barrio, donde pedí un muslo de pollo y un panecillo. Mientras se hacía el pollo, oí el último disco de los Johnson Brothers y me bebí otra cerveza. Después de los Johnson Brothers la música cambió a un disco de Bill Withers, y mientras lo oía di cuenta del muslo de pollo. A continuación, y acompañado por los sones del Star Wars de Maynard Ferguson, me bebí un café. Me sentía como si no hubiera cenado.

Cuando retiraron la taza de café, introduje tres monedas de diez yenes en un teléfono público de color rosa. Marqué el número de mi socio. Se puso su hijo mayor, alumno de primaria.

—Buenos días —dije.

—Buenas tardes —me corrigió.

Miré mi reloj de pulsera. Era él quien estaba en lo cierto. Al poco, se puso mi socio al teléfono.

—¿Cómo te ha ido? —me preguntó.

—¿Podemos hablar? ¿No te habré interrumpido en mitad de la cena, o algo así?

—Estaba cenando, pero eso es lo de menos. La cena no era nada del otro mundo, y lo que tú me cuentes será mucho más interesante.

Le referí sumariamente la conversación mantenida con el hombre del traje negro. Le hablé del gran turismo, de la enorme mansión, de aquel viejo agonizante… En cuanto al carnero, ni lo mencioné. No me creería, y, como tema de conversación, resultaría excesivamente largo. Total, que a pesar de procurar hablar con toda naturalidad organicé un lío espantoso.

—No entiendo ni jota —me dijo mi socio.

—Son cosas de las que no te puedo hablar. Si lo hiciera, te metería en un buen fregado. Quiero decir que tú tienes familia y…

Mientras hablaba, mi mente rememoró su lujosa casa de cuatro dormitorios —aún no acabada de pagar—, su mujer, hipoteca, y sus dos traviesos hijos.

—Bueno, eso es todo por ahora.

—Ya veo.

—De todos modos, mañana tengo que salir de viaje. Creo que será un viaje largo: un mes, dos, tres… No tengo una idea muy clara. Puede que ni siquiera vuelva a Tokio.

—¡Diantre!

—Así pues, dejo en tus manos los asuntos de la compañía. Me retiro. Entre otras cosas, porque no quiero causarte molestias. Por un lado, no creo que pudiera mejorar mi trabajo, y por otro, aunque teóricamente llevemos la administración a medias, la parte más importante la controlas tú, mientras que yo no paso de ser una especie de figura decorativa.

—Pero si faltas tú no podré hacer frente a todos los problemas.

—Reduce el campo de acción. Quiero decir que vuelvas a lo que hacíamos antes. Cancela, para empezar, los trabajos de publicidad y edición y dedícate a las traducciones. Tú mismo lo dijiste el otro día. Conserva a una de las chicas, y despide al resto. Ya no te hacen falta. Si les das como despido el salario de dos meses, no creo que nadie se queje. En cuanto a la oficina, convendría trasladarla a un local más pequeño. Las entradas disminuirán, pero también lo harán los gastos. Y como ya no tendrás que repartir conmigo las ganancias, para ti la situación no va a cambiar gran cosa. En lo tocante a impuestos, por ejemplo, a la «explotación», como tú la llamas, no vas a tener que preocuparte tanto. Todo te irá a pedir de boca.

Mi socio se quedó un momento silencioso, sumido en sus pensamientos.

—Nada de eso —me respondió—. No puede salir bien. Seguro.

Me puse un cigarrillo en la boca y busqué el encendedor. Mientras lo buscaba, una camarera encendió una cerilla y me dio fuego.

—No habrá ningún problema. Te lo digo yo, que he sido tu colaborador toda la vida, y no voy a equivocarme ahora.

—Precisamente por haber colaborado los dos, pudimos salir adelante —me dijo—. Hasta ahora, nada de lo que he intentado por mi cuenta ha salido bien.

—Oye, a ver si me entiendes. No te estoy diciendo que amplíes el negocio. Te aconsejo que lo reduzcas. Te estoy hablando de la labor casi manual de traducciones que llevábamos a cabo hace tiempo, como antes de la revolución industrial. Tú y una chica; cinco o seis colaboradores que trabajen en casa, y, sobre todo, un par de buenos correctores, ya sabes que son indispensables. No veo por qué no has de salir adelante.

—Parece como si no me conocieras.

Se oyó el «clic» de la moneda de diez yenes al caer. Puse en la ranura del teléfono tres monedas más.

—No soy como tú —me dijo—. Puedes arreglártelas solo. Pero mi caso es diferente. No soy capaz de dar un paso si no tengo alguien a quien contarle mis penas o con quien comentar los problemas.

Tapé con la mano el auricular y dejé escapar un suspiro. Venga a dar vueltas a lo mismo: autocompasión y dependencia. Si no dejaba la bebida, era un hombre acabado.

—¿Me oyes? —insistí.

—Te oigo —me respondió.

Del otro lado del hilo me llegaban las voces de dos niños que discutían sobre qué canal de televisión poner.

—Piensa en tus hijos —le dije. No era jugar limpio por mi parte, lo reconozco, pero no me quedaba otra baza de que echar mano—. No vais a arrastraros lloriqueando por ahí. Si te rindes y tiras la toalla, ¿qué será de ellos? Te necesitan, tú les has traído al mundo. ¡A trabajar como es debido, oye, y déjate de empinar el codo!

Permaneció callado un buen rato. La camarera me trajo un cenicero. Le pedí, por gestos, una cerveza.

—Desde luego, tienes toda la razón —dijo al fin—. Ya me espabilaré. No las tengo todas conmigo, pero…

—Saldrá todo la mar de bien. Hace seis años, por ejemplo, con los bolsillos vacíos y sin una condenada puerta a la que llamar, se salió adelante, ¿no?

Con anterioridad a esta parrafada, había vertido la cerveza en mi vaso y había bebido un trago más que regular.

—Es que no te das cuenta de lo que me alivia compartir las cargas contigo —dijo mi socio.

—Te llamaré pronto.

—Hazlo.

—Gracias por todo. Lo hemos pasado muy bien juntos —le dije.

—Si terminas lo que tienes que hacer y regresas a Tokio, volveremos a trabajar juntos.

—¡Claro, cómo no! —le contesté.

Y colgué el teléfono.

Sin embargo, tanto él como yo sabíamos que no me reincorporaría al trabajo. Después de seis años trabajando los dos codo con codo, hay cosas que se sobreentienden.

Llevé el botellín de cerveza y el vaso a la mesa, y me bebí lo que quedaba.

Al haberme librado del trabajo, me encontré muy a gusto. Poco a poco me había ido desembarazando de muchas cosas. Atrás quedaron la ciudad donde nací y el tener menos de veinte años, atrás quedaron también mis amigos, mi mujer… y dentro de tres meses dejaría también atrás la década de los veinte. Cuando cumpliera los sesenta, ¿cómo demonios sería? Por un lado traté de pensarlo, pero cuanto más lo pensaba, más inútil me parecía el intento.

¡No se sabe ni lo que ocurrirá el mes que viene!

Volví a casa, me lavé los dientes, me puse el pijama y me metí en la cama para seguir leyendo
Las aventuras de Sherlock Holmes.
A las once apagué la luz, y me dormí como un tronco. No me desperté ni una sola vez hasta la mañana siguiente.

8. Y le llamaron boquerón

A las diez de la mañana, aquel monstruoso coche con aspecto de submarino se detuvo ante la entrada de mi bloque. Desde la ventana de mi apartamento, en el tercer piso, el vehículo, más que un submarino parecía una tarta de metal que hubiese ido a estrellarse contra el suelo. Una gigantesca tarta que trescientos niños hambrientos tardarían unas dos semanas en comerse.

Mi amiga y yo nos apoyamos en el alféizar de la ventana y contemplamos el coche, allá abajo.

El cielo estaba tan claro, que hasta resultaba chocante: era un cielo de película expresionista de antes de la guerra. Un helicóptero que sobrevolaba la ciudad se veía pequeñísimo, hasta parecer irreal. El espacio celeste, limpio de nubes, semejaba un ojo ciclópeo al que se le hubiera extirpado el párpado.

Cerré y aseguré todas las ventanas de mi apartamento. Dejé apagado el frigorífico y comprobé que la llave de paso del gas quedaba cerrada. La ropa tendida había sido recogida, las camas estaban hechas, los ceniceros relucían y la inacabable serie de productos de belleza estaba en perfecto orden. El alquiler del apartamento estaba pagado durante dos meses, y se había dado aviso para que no me trajeran el periódico. Mirando el interior deshabitado del apartamento desde la puerta, me impresionó por su raro silencio. Mientras lo contemplaba, pensé en mis cuatro años de vida matrimonial pasados allí, y en los niños que podía haber tenido. Se abrió la puerta del ascensor, y mi amiga me llamó. Cerré la puerta metálica.

Para hacer tiempo, el chófer estaba absorto en la limpieza del parabrisas, valiéndose de un paño seco. El coche relucía, como siempre, sin una mancha, y destellaba cegadoramente bajo el sol hasta el punto de provocar extrañeza.

Daba la impresión de ir a causar quién sabe qué efecto en la mano que se atreviera a tocarlo.

—Buenos días —saludó el conductor. Era aquel mismo chófer tan religioso del otro día.

—Buenos días —le respondí.

—Buenos días —le respondió a su vez mi amiga.

Ella llevaba en brazos al gato, en tanto que yo acarreaba en una bolsa de papel la comida del gato y la arena para su orinal.

—Hace un día espléndido —dijo el chófer, mirando al cielo—. Es, ¿cómo diríamos…?, de una transparencia cristalina.

Nos mostramos de acuerdo.

—Estando el día tan claro, los mensajes de Dios llegarán mejor, ¿no? —le dije, a ver con qué me salía.

—Nada de eso —respondió con una sonrisa—. Los mensajes están ya de antemano en todas las cosas: en las flores, en las piedras, en las nubes…

—¿Y en los coches? —pregunté.

—También en los coches.

—Pero los coches se hacen en las fábricas —le dije, para comprobar su reacción.

—Con todo, los haga quien los haga, la voluntad de Dios está en el fondo de todas las cosas.

—¿Cómo el cerumen en las orejas? —le preguntó mi amiga, con aire retozón.

—O como el aire a nuestro alrededor —contestó el chófer, muy serio.

—Bueno, pero en los coches fabricados en Arabia Saudita estará Alá, ¿no?

—En Arabia Saudita no se fabrican coches.

—¿De verdad? —le dije, para seguir la broma.

—De verdad.

—Bien, pues en los coches americanos exportados a Arabia Saudita, ¿qué dios habrá? —preguntó mi amiga.

Difícil pregunta. Decidí tenderle un cable.

—Vamos al grano: tenemos que darle las instrucciones sobre el gato.

—¡Qué bonito gato! —exclamó el chófer, visiblemente aliviado.

El gato no tenía ni pizca de bonito, la verdad. Estaba, por mejor decirlo, gravitando en el platillo opuesto a la balanza. Su pelaje era ralo, como de alfombra desgastada; la punta del rabo le caía en un ángulo de sesenta grados; tenía los dientes amarillos, y su ojo derecho tenía una infección crónica desde que se lo lesionó, tres años atrás, de modo que veía cada vez menos. ¡Quién sabía si aún podía distinguir unos zapatos deportivos de una patata! Las plantas de sus patas parecían de corcho a causa de los callos. Tenía las orejas infestadas de garrapatas; y, de puro viejo, no podía aguantarse los pedos: soltaba docenas de cuescos al día, realmente apestosos. Era un joven macho cuando mi mujer lo recogió de debajo de un banco del parque y se lo trajo a casa; pero últimamente su ruina se precipitaba, del mismo modo que una bola en una bolera, y el pobre animal rodaba cuesta abajo como cualquier anciano octogenario. Y, para colmo, no tenía ni nombre. No tengo idea de si esa falta de nombre contribuía a disminuir la tragedia del gato, o más bien la reforzaba.

—Minino, minino —le musitó el chófer al gato, si bien no adelantó sus brazos en gesto acogedor—. ¿Cómo se llama?

—No tiene nombre.

—Bien, y ¿cómo hacen para llamarlo?

—Nadie le llama —le contesté—. Va y viene, sin más.

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