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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (33 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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El pastor miró al techo y giró la cabeza con un crujido de sus vértebras cervicales.

—De todos modos, iremos y echaremos un vistazo. Sólo sabremos lo que pasa si vamos allí.

Asentí en silencio; tenía la cabeza embotada por el olor a gasolina.

El coche cruzó el puente de cemento y, siguiendo la misma ruta del día anterior, se internó en la montaña. Al pasar ante la granja municipal, los tres miramos hacia los dos postes de la entrada y el letrero que sustentaban. La granja se hallaba envuelta en quietud. Los carneros estarían mirando con sus ojos azules el silencioso espacio que se abría ante ellos.

—¿La desinfección la hará a partir de mediodía?

—Seguramente. Aunque no es que sea cosa de vida o muerte. Basta con tenerla hecha cuando empiece a nevar.

—¿Cuándo suele empezar a nevar?

—No tendría nada de raro que nevara ya la semana que viene —dijo el pastor. Y sin dejar de sujetar el volante con ambas manos, inclinó hacia adelante la cabeza y estornudó—. Pero la nieve no empieza a acumularse hasta bien entrado noviembre. ¿Conoce usted el invierno de esta región?

—No —le respondí.

—Una vez que la nieve empieza a acumularse, no para; es como si se hubiera roto un dique. Cuando esto ocurre, ya no hay riada que hacer. Sólo cabe encerrarse en casa, y esperar. Esta tierra es muy poco hospitalaria, ésa es la verdad.

—Con todo, usted vive siempre aquí.

—Porque me gustan los carneros, ¿sabe? Los carneros son animales de buen natural, e incluso su cara recuerda la de las personas. ¡Bueno! Cuando cuidas de ellos, los años pasan en un santiamén. Y el caso es que se trata de un ciclo que se repite una y otra vez. En otoño, el apareamiento; en invierno, esperar que pase; en primavera, la cría; y en verano, el pastoreo. Las crías van creciendo, y en otoño ya se aparean. Todo se repite. Cada año se renuevan los carneros, pero yo soy cada vez más viejo. Y a medida que se cumplen años, va dando más pereza cambiar de costumbres.

—¿Qué hacen los carneros en invierno? —preguntó mi amiga.

El pastor, sin soltar el volante, se volvió hacia nosotros y la miró a la cara, como si en aquel momento se percatara de su presencia. Por más que estuviéramos en un tramo recto de carretera, y sin que viniera ningún coche en sentido contrario, me resbaló un sudor frío por la espalda.

—Durante el invierno, los carneros se están quietos, recogidos en el corral —dijo el pastor mientras volvía por fin la vista al frente.

—¿Y no se aburren allí? —insistió mi amiga.

—¿Considera usted que su propia vida es aburrida?

—No sé qué decirle —respondió mi amiga.

—Algo así les pasa a los carneros —prosiguió el hombre—. No piensan en esas cosas, y aunque las pensaran, no las sabrían expresar. Comen su heno, hacen sus necesidades, tienen sus grescas, piensan en los carneritos que les van a nacer, y así pasan el invierno.

La pendiente de la montaña se fue haciendo más escarpada, al tiempo que el trazado de la carretera empezaba a describir grandes eses. Las huertas y plantaciones iban desapareciendo gradualmente de la vista, sustituidas por densos bosques, que se enseñoreaban de ambos lados de la carretera. De vez en cuando, por entre los claros del bosque se dejaban ver tierras llanas.

—En cuanto la nieve se acumule, no habrá quien circule por esta zona —dijo el pastor—. Aunque, la verdad, tampoco hay necesidad de hacerlo.

—¿No hay pistas de esquí, cursillos de montañismo, etcétera? — pregunté, a ver qué me decía.

—Nada. Absolutamente nada, ¿sabe? Por eso no vienen turistas. Y por eso también la ciudad va decayendo. Hasta alrededor de 1960, tenía una actividad apreciable, y se la consideraba ciudad modelo por su productividad agrícola en zona fría; pero desde que empezó a haber sobreproducción de arroz, a nadie le da por seguir cultivándolo en el interior de un frigorífico. Bueno, es lógico.

—¿Y qué ha pasado con las serrerías?

—Como faltaba mano de obra, se trasladaron a sitios más céntricos. Aún quedan varias serrerías en la ciudad, pero de pequeñas dimensiones. Los troncos talados en la montaña cruzan la ciudad para ir a parar a Nayori o a Asahikawa. Por eso, mientras la carretera se mantiene en excelentes condiciones, la ciudad se va anquilosando. Un gran camión que lleve enormes neumáticos claveteados no suele tener problemas en una carretera cubierta de nieve.

Inconscientemente, me llevé un cigarrillo a la boca; aunque, preocupado por el olor a gasolina, lo devolví a su cajetilla. Como remedio, me puse a chupar un caramelo de limón que encontré en uno de mis bolsillos. Dentro de mi boca se mezclaron el aroma del limón y el olor de la gasolina.

—¿Se pelean los carneros? —preguntó mi amiga.

—Suelen pelearse bastante —le respondió el pastor—. Les pasa a todos los animales gregarios. También en una sociedad de carneros hay un delicado orden jerárquico. En un rebaño compuesto de cincuenta carneros, hay desde un número uno hasta un número cincuenta. Y ninguno deja de tener presente su lugar en la jerarquía.

—Impresionante, ¿verdad? —comentó mi amiga.

—Gracias a eso también resulta mucho más fácil conducirlos. Cuando se consigue que eche a andar el carnero más importante, el resto lo sigue dócilmente, sin hacerse preguntas.

—Pero, si la jerarquía está definida tan estrictamente, ¿por qué se pelean?

—Porque si un carnero resulta herido y le flaquean las fuerzas, la jerarquía se vuelve inestable. Entonces, un carnero inferior presenta su reto, con ánimo de trepar en la escala social. Por causas así pueden tener combates que duran hasta tres días.

—¡Pobrecillos!

—Bueno, cada uno suele tener lo que se merece. Porque el carnero que ha recibido la patada, cuando era más joven seguramente se la dio a su vez a otro, ¿sabe? Y, por otra parte, a la hora de pasar por el matadero ya no hay número uno ni número cincuenta que valga. En las barbacoas todos los carneros son iguales.

—¡Vaya! —exclamó mi amiga.

—Con todo, el más digno de lástima, si bien se mira, es el macho semental. ¿Saben lo que les ocurre a los machos que señorean un harén?

—No —le respondimos al unísono.

—Cuando se crían carneros, es muy importante supervisar el apareamiento. Por eso se separan los machos de las hembras y se echa un solo carnero al cercado de estas últimas. Suele ser el más fuerte, el número uno. Es natural, porque se supone que es el que tendrá mejor descendencia. Cuando ha cumplido su misión, al cabo de un mes, más o menos, el semental es devuelto al cercado de los machos. Pero en ese intervalo, ya se ha impuesto allí otro orden jerárquico. Como el semental, de tanto aparearse, ha perdido a veces hasta la mitad de su peso, por muy valiente que sea, lleva las de perder. A pesar de ello, tiene que luchar, uno por uno, contra todos sus compañeros. Da pena.

—¿Y cómo luchan los carneros? —preguntó mi amiga.

—Dándose cabezazos mutuamente. Tienen la frente dura como el hierro, con una cavidad hueca en su interior.

Mi amiga se calló, absorta en sus pensamientos. Tal vez se estaba imaginando la estampa de dos carneros dándose cabezazos.

Pasada media hora de viaje, la capa de asfalto desapareció bruscamente de la carretera, cuya anchura se redujo a la mitad. Los oscuros bosques que se alzaban a ambos lados parecieron precipitarse de repente sobre el coche, acosándolo. La temperatura ambiente dio un bajón de unos cuantos grados.

El camino era horrible, y el coche daba tales botes en los baches que parecía la aguja de un sismógrafo. Un bidón de plástico colocado junto a mis pies, que contenía gasolina, empezó a hacer un ruido siniestro; era como si la materia gris de un cerebro reventara y se esparciera por todo el cráneo. Aquel ruido me causaba dolor de cabeza.

No sé si el trayecto que hicimos en estas condiciones duró veinte minutos o media hora. Ni siquiera podía ver con precisión la hora en mi reloj de pulsera. Mientras duró, nadie habló ni palabra. Me agarré firmemente al cinturón de seguridad adherido al respaldo del asiento, mientras que mi amiga se aferraba a mi brazo derecho, y el pastor concentraba toda su atención en el volante.

—¡A la izquierda! —chilló lacónicamente el hombre rompiendo el silencio.

Sorprendido, dirigí la vista al flanco izquierdo del camino. La pared verdinegra formada por aquel bosque desaparecía de repente, como si la hubieran arrancado, en tanto que el terreno se hundía formando un abismo. Ante nosotros se abría un inmenso valle. El panorama era despejado y espléndido, pero tremendamente triste. En las paredes rocosas, cortada a picos, no había la menor señal de vida, y por si fuera poco, sobre el paisaje circundante flotaba una especie de halo fatídico.

Camino adelante, en el extremo del valle, se alzaba un monte cónico, extrañamente calvo de toda vegetación. Su cima parecía haber sido distorsionada con violencia por una fuerza colosal.

El pastor, agarrando con fuerza entre sus manos el volante, señaló con su barbilla hacia aquel monte, en un gesto de posesión.

—Tenemos que rodearlo, hasta verle la espalda —dijo.

Un recio vendaval, que subía del fondo del valle, acariciaba desde su raíz, pendiente arriba, el herbazal que brotaba en la ladera derecha. En los cristales del jeep repiqueteaba la arenilla levantada por el viento.

Tras salvar una serie de arriesgadas curvas, el jeep se fue acercando a la cima; a medida que el camino ascendía, la ladera de la derecha fue disminuyendo de altura hasta convertirse en un precipicio cortado a pico. Pronto rodamos por una estrecha cornisa, excavada en una colosal e inexpresiva pared de roca.

El tiempo cambió de repente. El cielo hasta entonces de un sutil color ceniciento, ligeramente teñido de azul, como hastiado de tan volubles matizaciones, acentuó su tinte grisáceo y se ensombreció cada vez más con sucesivas oleadas de negrura. Las montañas circundantes se fueron cubriendo de sombras en un movimiento paralelo.

Alrededor de la montaña el viento se encrespaba en remolinos y alzaba su siniestro ulular, como un resoplido que alguien lanzara acanalando la lengua. Me sequé la frente con el dorso de la mano. A pesar del jersey, mi cuerpo estaba empapado de sudor frío.

El pastor iba tomando una curva que parecía interminable mientras apretaba con fuerza los labios; a la derecha, siempre a la derecha. De pronto, como si hubiera oído un ruido, se echó hacia delante y en esa postura fue aminorando la velocidad del jeep hasta que, en una zona donde la carretera se ensanchaba ligeramente, pisó el freno. Al pararse el motor, nos envolvió un helado silencio. Solamente se oía el viento ululando sobre la tierra.

El pastor, con las manos aún en el volante, se sumió en un largo silencio. Luego bajó del jeep, y pateó repetidas veces el terreno con la suela de sus botas. También yo me apeé del jeep y avancé hasta llegar a su lado. Miré el piso de la carretera.

—Malo, malo, ¡ya lo decía yo! —murmuró el pastor—. Ha llovido mucho más de lo que me imaginaba.

—No me pareció que la carretera estuviera mojada, —la verdad—. Más bien hubiera dicho que estaba dura y relativamente seca.

—Por dentro está húmeda —me explicó—. Son muchos los que se llaman a engaño, juzgando por las apariencias. Esta zona, aunque no lo parezca, es realmente peligrosa.

—¿Peligrosa?

Sin responderme, sacó un cigarrillo del bolsillo de su chaquetón. Acto seguido, encendió una cerilla.

—Bueno, vamos a ver cómo están las cosas por aquí.

Fuimos andando hasta la siguiente curva, unos doscientos metros más allá. El frío se nos enroscaba al cuerpo. Me subí hasta la nuez la cremallera del anorak, y le volví el cuello hacia arriba. Aun así, tiritaba.

En el punto donde se iniciaba la curva, el pastor se detuvo y, con el cigarrillo pendiente de la comisura de los labios, se quedó mirando fijamente el paredón que se empinaba a nuestra derecha. En su zona central borbollaba un chorro de agua, el cual al caer se convertía en un regato, que cruzaba la carretera. El agua arrastraba barro. Al tocar la parte húmeda de la roca, comprobé que ésta era mucho más frágil de lo que aparentaba, pues se desmenuzó entre mis dedos.

—¡Maldita curva! —exclamó el pastor—. La tierra está reblandecida por todas partes. ¡Y si sólo fuera eso! Hay algo ominoso en esta curva. Hasta los carneros, cuando llegan aquí, se asustan.

El pastor, tras unas cuantas toses, tiró el cigarrillo al suelo.

—Tendrán que disculparme, pero pasar con el jeep sería una locura.

Asentí en silencio.

—¿Podrán hacer el resto a pie?

—El problema no es andar. Lo que me preocupa es si el terreno aguantará nuestro peso.

El pastor dio otro decidido golpe de bota contra el piso de la carretera. Con un levísimo desfase temporal, se dejó oír cierto ruidito sordo, como un quejido del suelo.

—No creo que se los trague.

Dimos media vuelta hacia el jeep.

—Desde aquí hay unos cuatro kilómetros —dijo el pastor mientras caminaba a mi lado—. Aun yendo acompañado por una mujer, en hora y media estará allí. El camino es todo seguido, sin bifurcaciones ni grandes cuestas que subir. Dispénsenme por no llevarlos hasta el final.

—No se preocupe. Gracias por todo.

—¿Van a quedarse mucho tiempo allá arriba?

—¡Quién sabe! Lo mismo podemos volver mañana que quedarnos una semana. Depende de cómo vayan las cosas.

El hombre se puso otro cigarrillo entre los labios, aunque esta vez tosió antes de encenderlo.

—Más vale que se anden con cuidado. Por el ambiente, diría que este año la nieve llegará pronto. En cuanto empieza a acumularse, no hay modo de escapar de allí.

—No nos arriesgaremos —le dije.

—La llave de la casa está oculta en un saliente de la parte baja del buzón que se levanta junto a la entrada. Si no hubiera nadie, pueden usarla.

Bajo un cielo nublado y sombrío, sacamos nuestros equipajes del jeep. Me quité el anorak y me enfundé en una gruesa parka. Aun así, no pude desterrar aquel frío que se agarraba a mi piel.

El pastor, tras dar varios golpes con el jeep en el paredón, consiguió hacerlo girar sobre la estrecha carretera. Cada vez que chocaba, la pared se desmoronaba un poco y caía en forma de tierra. Terminada la maniobra de giro, tocó el claxon y agitó la mano. También nosotros lo despedimos agitando la mano. El jeep cogió la curva y desapareció. Nos quedamos solos. Tuve, ni más ni menos, la sensación de que nos habían dejado abandonados en el fin del mundo.

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