La caza del carnero salvaje (29 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Al llegar a este punto, cerré el libro, me bebí otra cerveza, saqué de la bolsa una lata de huevas de salmón, y me la comí.

Mi amiga estaba dormida en el asiento de enfrente, con los brazos cruzados. El sol de aquella mañana otoñal, que entraba por la ventanilla, derramaba sobre sus rodillas un tenue velo de luz. Una polilla solitaria revoloteaba zigzagueando, como un trozo de papel a merced del viento. Repentinamente, se posó sobre el pecho de mi amiga, donde descansó un momento antes de alejarse volando. Cuando se marchó, en mi amiga pareció operarse un cambio casi imperceptible, como si hubiera envejecido un poco.

Tras fumarme un cigarrillo, abrí el libro y reanudé la lectura de la
Historia de la ciudad de Junitaki.

Al sexto año, la colonia empezó por fin a prosperar. Los campos daban sus frutos, las viviendas mejoraron y la gente se había aclimatado a vivir en aquella región fría. Las cabañas de troncos fueron sustituidas paulatinamente por casas bien construidas de madera; se levantaron hornos; se compraron lámparas de petróleo. Los colonos cargaban sus barcas con lo que sobraba de las cosechas, así como con pescado seco y cornamentas de alce, y lo transportaban —en un viaje de dos días— hasta la ciudad, donde se aprovisionaban de sal, ropa y aceite. Algunos aprendieron a hacer carbón a partir de los árboles talados para desbrozar el terreno. Río abajo se fueron fundando aldeas semejantes, con lo que surgió un incipiente comercio.

A medida que avanzaba la colonización, se hacía sentir cada vez más, como un problema grave, la escasez de brazos. De modo que los lugareños convocaron una asamblea, en la cual, durante dos días, se debatieron diversos puntos de vista; se llegó a la conclusión de que se imponía pedir refuerzos, en forma de nuevos labradores, al pueblo de donde procedían. El problema radicaba en las deudas insatisfechas; sin embargo, unas discretas consultas, realizadas por carta, les hicieron saber que los acreedores habían desistido finalmente de cobrar. Entonces, el de mayor edad entre los colonos escribió cartas a algunos de sus antiguos paisanos en el sentido de «animarlos a venir, a fin de trabajar juntos desbrozando nuevas tierras para el cultivo». Esto ocurrió en 1889, el año en que se llevó a cabo el censo de población que tuvo como consecuencia que un funcionario decidiera dar al poblado el nombre de Junitaki.

Al año siguiente, seis nuevas familias llegaron al poblado, sumándose así diecinueve personas a los primeros colonos. Se les recibió en la cabaña comunal, adornada para el caso. Hubo lágrimas de alegría por ambas partes, para celebrar el reencuentro. A los nuevos vecinos se les asignaron tierras; y con la generosa colaboración de los pobladores veteranos, labraron sus campos y construyeron sus casas.

En 1893 llegaron cuatro familias más, con dieciséis personas en total. En 1897 llegaron otras siete familias, con veinticuatro personas.

De este modo, la población fue aumentando. La cabaña comunal fue ampliada y se convirtió en un espléndido centro de reuniones, y junto a ella se construyó un pequeño templo sintoísta. El poblado de Junitaki pasó a llamarse pueblo de Junitaki. La base de la alimentación de sus habitantes seguía siendo el mijo, pero ocasionalmente ya se le añadía arroz. Y aunque el servicio de correos era aún irregular, un cartero pasaba por allí de vez en cuando.

Como es natural, no faltaron los tragos amargos. Los funcionarios del Estado se presentaban en Junitaki con cierta frecuencia, para cobrar impuestos y recoger a los mozos que habían de prestar el servicio militar. Esto contrariaba particularmente al joven Ainu (que por aquel entonces ya mediaba la treintena), que no podía entender la necesidad de los impuestos y del servicio militar.

—Antes todo iba mejor —solía decir.

El pueblo, con todo, seguía progresando.

Dado que una gran meseta próxima al pueblo era apropiada para el pastoreo, en 1903, bajo los auspicios de la administración regional, se decidió plantar allí un forraje destinado al ganado ovino. Las autoridades enviaron funcionarios que se encargaron de dirigir las obras: levantar vallas, conducciones de agua, construcción de corrales… Luego vino el arreglo del camino que corría a lo largo del río, realizado por condenados a trabajos forza— dos, y poco más tarde recorrieron ese camino los primeros rebaños de carneros, que los campesinos habían recibido del Estado a precio de costo. Los colonos no acababan de comprender por qué el Estado se mostraba tan generoso. Muchos pensaron que como hasta entonces habían pasado tantas penalidades, no vendría mal gozar de cierta prosperidad.

Como es obvio, el Estado no había cedido los carneros al campesinado porque sí. Resulta que el estamento militar, con vistas a disponer de un suministro suficiente de lana para tejidos de abrigo —necesarios para futuras campañas militares en el continente asiático—, había presionado para que se diera orden al Ministerio de Agricultura y Bosques de promover la cría y desarrollo del ganado ovino; en consecuencia, dicho ministerio había traspasado el encargo a las autoridades locales de Hokkaidô. La guerra ruso-japonesa estaba cada vez más próxima.

En Junitaki la persona que más se interesó por la cría de los carneros fue aquel joven ainu. Aprendió de los funcionarios gubernamentales todo lo relativo al pastoreo, y poco a poco se fue convirtiendo en responsable de los rebaños. No se sabe concretamente por qué llegó a interesarse de tal modo por la ganadería ovina. Quizá fuera porque no acababa de acostumbrarse a la vida en aquel pueblo, que se hacía cada vez más compleja a medida que su población aumentaba.

Los carneros llegados a los pastos eran treinta y seis de raza Southdown y veintiuno de raza Shropshire; con ellos llegaron dos perros pastores escoceses de raza Border. El joven ainu pronto se convirtió en un pastor experto, y bajo su cuidado tanto los carneros como los perros fueron aumentando en número. El pastor ainu llegó a querer entrañablemente a los carneros y a los perros. Las autoridades estaban satisfechas. Los descendientes de los dos primeros perros pastores llegados a Junitaki se hicieron famosos por su habilidad para el pastoreo, y eran solicitados desde todos los rincones de la isla.

Nada más empezar la guerra ruso-japonesa, fueron llamados a filas cinco muchachos del pueblo, y se les envió al frente chino. Los cinco fueron adscritos al mismo batallón, y, de resultas de la explosión de una granada enemiga, dos de ellos murieron y otro perdió el brazo izquierdo. Cuando terminó la batalla, tres días después, los dos soldados supervivientes recogieron los restos dispersos de sus compañeros caídos. Uno de ellos era hijo del pastor ainu, y el otro era de una de las primeras familias que llegaron a Junitaki. Al morir llevaban puestos sus gruesos capotes de lana.

—¿Por qué ese afán de hacer la guerra en países extranjeros? —le preguntaba a todo el mundo el pastor ainu. Por aquel entonces, ya contaba cuarenta y cinco años.

Nadie supo responderle. El pastor ainu dejó la ciudad para recluirse en los pastos, donde se pasaba la vida junto a los carneros. Su esposa había muerto cinco años antes, de una pulmonía que se le complicó, y sus dos hijas ya estaban casadas. Como recompensa por su dedicación al ganado, el municipio lo gratificó con la asignación de un modesto jornal y comida.

A raíz de la pérdida de su hijo, se volvió muy huraño. Murió a los sesenta y dos años. El zagal que lo ayudaba descubrió una mañana de invierno su cadáver sobre el suelo de la choza. Había muerto de frío. Dos perros pastores, nietos de aquellos primeros Border escoceses, se habían situado a ambos lados del cadáver con aire de desesperación y lanzaban lastimeros gañidos. Los carneros mascaban su forraje en los corrales, ajenos a lo ocurrido. El ruido que hacían, masca que te masca, resonaba en el interior de la silenciosa cabaña como un concierto de castañuelas.

La historia de la ciudad de Junitaki continuaba, por más que la del joven ainu se hubiera acabado. Me dirigí a los aseos del tren, donde oriné las dos latas de cerveza. De vuelta a mi asiento, vi que mi amiga se había despertado y contemplaba distraída el paisaje a través de la ventanilla. Tras aquella ventanilla se extendían arrozales, interrumpidos de vez en cuando por la estructura vertical de un silo. El río tan pronto se nos acercaba como se alejaba de nosotros. Fumándome un cigarrillo, contemplé a ratos el perfil de mi amiga ensimismada en la contemplación del paisaje. Ella no pronunció una palabra Cuando terminé mi cigarrillo, volví al libro. Las sombras de un puente metálico pasaron temblorosas sobre sus páginas abiertas.

Concluido el triste relato de la vida de aquel joven ainu que murió siendo un viejo pastor de carneros, la historia de Junitaki se convirtió en un rollo de tomo y lomo. Aparte de que una epidemia de meteorismo acabó con diez carneros en un año, y de que la cosecha de arroz recibió ocasionalmente el castigo de las heladas, el pueblo se fue desarrollando a buen ritmo, y en el período Taisho (1912-1925) recibió la calificación de ciudad. Una ciudad que prosperó y poco a poco fue contando con servicios públicos: se construyó una escuela primaria, un ayuntamiento, una oficina de correos. La época de la colonización de Hokkaidô estaba tocando a su fin.

La expansión de la agricultura alcanzó sus límites naturales, y entre los descendientes de aquellos pobres labriegos, hubo algunos que optaron por marcharse de la ciudad para buscar mejores oportunidades en tierras de Manchuria o Sajalín.

Al llegar al año 1937, en el libro había un párrafo relativo al profesor Ovino. El señor X, un investigador de treinta y dos años, conocido por los estudios realizados en Corea y Manchuria como técnico del Ministerio de Agricultura y Bosques, tras cesar en su cargo se había establecido al norte de Junitaki para dedicarse a la cría de ganado ovino. Ésta era la única referencia al profesor Ovino en aquel libro. El renombrado historiador que había escrito aquel rollazo, por lo demás, al llegar a la década de los treinta parecía haber perdido todo interés por la historia de Junitaki, de suerte que su narración se volvió fragmentaria y estereotipada. Incluso el estilo, comparado con el que empleaba al contar la vida del joven ainu, había perdido su deliciosa frescura.

Decidí dar un salto de casi treinta años, de 1938 a 1965, y pasar al capítulo titulado «La ciudad actual». El adjetivo «actual» del libro se refería a 1970, así que de actualidad tenía ya poco. Lo verdaderamente actual era octubre de 1978. No obstante, al escribir la historia de lo que sea, parece que es indispensable rematarla con un capítulo dedicado a la «actualidad». Y aunque lo actual pierda muy pronto su actualidad, nadie podrá negar el hecho de que la actualidad siempre será actual. Si la actualidad dejara de ser actual, la historia dejaría de ser historia.

Según la
Historia de la ciudad de Junitaki,
en abril de 1969 su población era de quince mil habitantes, lo cual suponía un descenso de seis mil respecto de la de diez años antes; casi toda esa disminución se debía al éxodo rural. Además de los cambios propiciados por un período de alta industrialización, no había que olvidar la poca aptitud climática de Hokkaidô para la agricultura a la hora de explicar un éxodo rural de tales proporciones. Siempre, claro, según el autor.

Y bien, ¿qué suerte habían corrido las tierras de labor, una vez abandonadas? Pues habían vuelto a ser bosques. Sobre aquel terreno regado con sudor de sangre por sus antepasados, donde éstos habían conseguido tierras para el cultivo a base de talar los bosques, los actuales habitantes de Junitaki plantaban ahora árboles. Sorprendente, ¿no?

Así pues, la principal industria de Junitaki era en la actualidad la forestal y maderera. En la ciudad había varios talleres de carpintería, donde se fabricaban cajas para televisores, marcos de espejos y recuerdos turísticos —como ositos y figuras tradicionales de la artesanía ainu—. La antigua cabaña comunal fue convertida en museo de la colonización, donde se mostraban al público, entre otras cosas, aperos de labranza, utensilios de cocina y mobiliario de aquellos tiempos. También había recuerdos personales de los jóvenes del pueblo caídos en la guerra ruso-japonesa. Incluso una fiambrera abollada por la dentellada de un oso. También se conservaban allí, como reliquias, las cartas dirigidas al pueblo natal de los primeros colonos, en las que se pedían noticias sobre las deudas pendientes.

Sin embargo, en honor a la verdad había que decir que Junitaki, en la actualidad, era una ciudad tremendamente aburrida. La gente, en general, al volver a casa del trabajo veía la televisión —un promedio de cuatro horas por persona— y luego se iba a la cama. El porcentaje de votantes era alto en todas las elecciones, pero los vencedores solían estar decididos de antemano. lema de la ciudad: «Vivir con plenitud en plena naturaleza», campeaba en un gran rótulo luminoso en la plaza de la estación.

Cerré el libro con un bostezo, y me quedé dormido.

2. Donde se sigue explicando la
historia del declive de la Ciudad de
Junitaki, y se habla de sus carneros

En las inmediaciones de Asahikawa transbordamos a otro tren, el cual nos condujo hacia el norte atravesando el paso de Shiogari. Era casi la misma ruta recorrida noventa y ocho años atrás por el joven ainu y los dieciocho campesinos sin tierras.

Un sol otoñal brillaba diáfano sobre las últimas reliquias de selva virgen e incendiaba la flamígera fronda roja de los serbales. El aire era todo silencio y claridad. Los ojos llegaban a dolernos, de tanto mirar.

Al principio el tren iba vacío, pero en su marcha se fue llenando de estudiantes de bachillerato camino del instituto, hasta que el vagón quedó atestado. Nos envolvió una barahúnda bulliciosa de voces alegres, de olor a sudor, de charla ininteligible, de apetitos sexuales insatisfechos… Tal situación se prolongó por una media hora, hasta que en una estación del trayecto los estudiantes desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. El tren volvió a quedarse desierto, hasta el punto de no oírse ni una voz.

Mi amiga y yo compartimos una tableta de chocolate; mientras lo masticábamos, contemplábamos el paisaje exterior. Una lluvia de luz se derramaba plácidamente sobre el terreno. Como si miráramos al revés por unos anteojos, distinguíamos nítidamente los objetos más remotos. Mi amiga se puso a silbar por lo bajo retazos desentonados del estribillo de «Johnny B. Goode». Los dos permanecimos silenciosos; hasta entonces, nunca habíamos permanecido tanto rato en silencio mientras estábamos juntos.

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