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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (13 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Yei no me quitaba los ojos de encima.

—¿Qué te pasa? ¿Encuentras cambiado el bar, y te sientes extraño?

—Nada de eso —le respondí—. Lo que ocurre es que el caos ha cambiado de forma. La jirafa y el oso se han intercambiado los sombreros, y el oso, para acabarlo de arreglar, quiere cambiar su bufanda por la de cebra.

—¡Lo de siempre! —exclamó Yei, entre risotadas.

—Los tiempos han cambiado —le dije—. Y el cambio de los tiempos ha traído el de muchas otras cosas. Aunque eso, al fin y al cabo, me parece bien. Todo se renueva. Nada que objetar.

Yei permanecía callado.

Me bebí otra cerveza, mientras él se fumaba otro cigarrillo.

—¿Cómo te van las cosas? —me preguntó al fin.

—No me puedo quejar —le respondí, sin entrar en detalles.

—Y ¿qué tal va tu matrimonio?

—Así así. Cuando se han de poner de acuerdo dos personas, ya sabes… Unas veces parece que las cosas van a ir bien, y otras parece que no. Claro que el matrimonio… tal vez consista justamente en eso.

—¿Quién sabe? —dijo Yei, rascándose la nariz con el dedo meñique—. Se me ha olvidado cómo es la vida matrimonial. ¡Es algo tan lejano…!

—Y tu gato, ¿está bien?

—Se murió hace cuatro años. Creo que fue poco después de tu boda. Tuvo un dolor de tripas, y… Pero, al fin y al cabo, gozó de una larga vida: tenía doce años cumplidos, ni más ni menos. Más tiempo del que pasé con mi mujer. Doce años de vida no está mal para un gato, ¿verdad?

—Desde luego que no.

—Lo enterré en un cementerio para animales que hay en la ladera de una de las colinas. Desde allí se dominan incluso los edificios más altos. Por este barrio, vayas a donde vayas, sólo encuentras casas y más casas. Por supuesto, a un gato eso no creo que le importe, pero aun así…

—¿Te sientes triste?

—Un poco, sí. No tanto como si se me hubiera muerto un pariente, claro. Supongo que esto que digo te parecerá raro, ¿no?

Negué con la cabeza.

Yei se puso a preparar un cóctel y una ensalada de queso para otro cliente, y yo maté el rato tratando de resolver un rompecabezas escandinavo que había sobre el mostrador. Se trataba de montar un paisaje —un campo de tréboles sobre el cual revoloteaban tres mariposas— dentro de una caja de cristal. Tras unos diez minutos de tentativas, me harté y lo dejé.

—¿No pensáis tener hijos? —preguntó Yei, que se había acercado de nuevo a mí—. Ya tenéis edad.

—No queremos tener hijos.

—¿Por qué?

—Imagínate, por ejemplo, que tuviese un hijo igual que yo; la verdad es que no sabría qué hacer.

Yei emitió una extraña risita y llenó de cerveza mi vaso.

—Lo que te pasa es que te preocupas demasiado por lo que pueda ocurrir luego, y luego, y luego…

—¡Qué va! No se trata de eso. Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que no sé si vale la pena engendrar una nueva vida. Los niños crecen, las generaciones se suceden. Y ¿adónde conduce todo eso? Se allanarán más montañas, y se ganará más terreno al mar. Se inventarán vehículos cada vez más veloces, y más gatos morirán atropellados. ¿No tengo razón?

—Eso no es más que el lado negro de la vida. También hay cosas buenas, y gente decente.

—Dame tres ejemplos, y te creeré —le dije.

Yei se quedó pensativo, pero enseguida se echó a reír y me dijo:

—Con todo, el tomar esas decisiones corresponderá a la generación de tus hijos, no a la tuya. En cuanto a tu generación…

—Ya está acabada, ¿no?

—Hasta cierto punto, sí —concedió Yei.

—Se acabó la canción. Sin embargo, la melodía todavía suena.

—Tú siempre haciendo frases bonitas.

—Para presumir de agudo, nada más.

Cuando el bar empezó a llenarse de gente, le di las buenas noches a Yei y me fui. Eran las nueve. Todavía sentía picor en la cara, tras aquel afeitado con agua fría. Entre otras cosas, porque, en lugar de loción para después del afeitado, me había dado una fricción con un cóctel de lima y vodka. Según Yei, venía a ser lo mismo, pero el caso es que la cara me olía a vodka.

La noche era extrañamente cálida, y el cielo, como ocurría a menudo, estaba cubierto de nubes. Soplaba una húmeda brisa del sur, algo que también era habitual. El olor del mar traía consigo un presagio de lluvia. El ambiente rezumaba una lánguida tristeza. Resonaban los cantos de los insectos entre los matorrales, a orillas del río. Empezó a llover; era una lluvia tan fina que a veces dudaba de que estuviera lloviendo, pero lo cierto es que mi ropa estaba cada vez más empapada.

Bajo las vagas luces blancas de vapor de mercurio se distinguía la corriente del río, una corriente tan somera que no cubriría más allá del tobillo. El agua seguía tan clara como antaño, pues al fluir directamente desde la montaña, no está polucionada. El lecho del río está constituido por guijarros y arena arrastrados por las aguas, y en algunos lugares lo interrumpen formaciones rocosas que originan pequeñas cascadas, donde se frena el flujo de la arena. A los pies de esas cascadas hay pozas relativamente profundas, en las que nadan innumerables pececillos.

En la época del estiaje la corriente es absorbida por el lecho poroso, y sólo queda un reguero de blanca arena, ligeramente húmedo. A veces, cuando tenía ganas de dar un paseo, remontaba el río en busca del lugar donde desaparecía, absorbido por su lecho. En ese punto los últimos hilillos de agua, como detenidos por una fuerza misteriosa, desaparecían engullidos por las oscuras entrañas de la tierra.

Seguir el camino que orilla un río ha sido siempre mi paseo preferido. Ir caminando a la par que su curso. Y sentir su aliento al caminar. Sus aguas están vivas. Son las que han dado vida a las ciudades. Durante cientos de miles de años los ríos han erosionado las montañas, acarreado tierra, rellenado el mar y dado vida a los árboles. Desde que existen las ciudades, éstas les pertenecen, y sin duda les seguirán perteneciendo en el futuro.

Como estábamos en la estación de las lluvias, la corriente fluía ininterrumpidamente hasta perderse en el mar. Los árboles plantados en sus márgenes impregnaban el aire con el aroma de sus hojas. Sobre el césped reposaban innumerables parejas, entre las cuales deambulaban numerosas personas mayores que habían sacado de paseo a sus perros. Algunos estudiantes de bachillerato, dando reposo a sus bicicletas, se fumaban un cigarrillo. Era una de esas tibias noches de comienzos de verano.

En un puesto de bebidas que me venía de paso compré dos latas de cerveza, que me despacharon en una bolsa de papel. Fui caminando hasta el mar, con la bolsa colgada del brazo. El mar se convertía allí en una pequeña ensenada, o más bien en una especie de canal semienterrado, por donde desembocaba el río. A lo largo de unos cincuenta metros, la costa conservaba su aspecto primitivo, en medio de las grandes obras de ingeniería. Había una playita, que era aún la de antaño. Se alzaban pequeñas olas, sobre las cuales se movían leños sueltos pulidos por el agua. Olía a mar. Sobre el muro de contención de cemento se distinguían aún viejas pintadas. Sólo quedaban cincuenta metros de la entrañable playa antigua, cincuenta metros de playa firmemente encajonados entre elevados muros de cemento de hasta diez metros de altura. Muros que ceñían por ambos lados aquella lengua de mar y se prolongaban sin solución de continuidad durante kilómetros, hasta perderse de vista. Más allá del muro se erguían, compactos y dominantes, los altos edificios. El mar, salvo en aquella extensión de cincuenta metros, había sido literalmente borrado del mapa.

Dejé atrás el río y caminé hacia el este por la antigua carretera costera. Cosa sorprendente, allí estaba todavía el viejo malecón. Un malecón que se ha quedado sin mar se convierte en algo indeciblemente extraño. Me detuve más o menos donde en otro tiempo solía parar mi coche para contemplar el mar; y allí, sentado en el malecón, me bebí las cervezas. En lugar del océano, se extendía ante mi vista un panorama de terrenos ganados al mar y de altos bloques de apartamentos. Aquel enjambre insulso de edificaciones cambiaba de significado para mí a medida que lo contemplaba; a veces me parecía el esqueleto de una ciudad aérea abandonada a medio construir, pero en otras ocasiones me recordaba a una caterva de niños pequeños que esperaran llorosos el regreso de su padre, que se retrasaba. Entre las viviendas serpenteaba, como pespunteado, un dédalo de carreteras asfaltadas, que conducía bien a un colosal aparcamiento, bien a una terminal de autobuses; aquí a un supermercado, allí a una gasolinera; más allá a un extenso parque, o a un espléndido auditorio. Todo era nuevo allí, pero también artificial a más no poder. La tierra acarreada desde la montaña tenía una tonalidad fría, típica de los terrenos ganados al mar; no obstante, los sectores que permanecían sin edificar estaban cubiertos de densa maleza, nacida de las semillas traídas por el viento. Los hierbajos habían arraigado en el nuevo suelo con un vigor impresionante. Proliferaban a sus anchas por todas partes, como queriendo ridiculizar a los árboles, los setos y el césped plantados artificialmente en los márgenes de las carreteras.

Un panorama desolador.

Sin embargo, ¿qué podía hacer para evitarlo? Se nos había impuesto un orden nuevo, con nuevas reglas. Nadie podía poner freno a tal engendro.

Tras acabarme las dos latas de cerveza, las tiré con todas mis fuerzas, una tras otra, hacia aquel terreno ganado al mar. Las latas vacías fueron a perderse en el océano de malezas agitado por el viento. A continuación, me fumé un cigarrillo.

Cuando mi cigarrillo tocaba a su fin, apareció por allí un hombre con una linterna, que se me acercó despacio. Rondaba los cuarenta años. Su camisa, sus pantalones y su gorra eran de color gris. Un guarda, sin duda, encargado de vigilar la zona.

—Hace un momento ha tirado algo, ¿no? —dijo el hombre al llegar a mi altura.

—Así es —le dije.

—¿Qué ha tirado?

—Objetos cilíndricos, metálicos, cerrados por los extremos —le respondí.

El guarda parecía mosqueado.

—¿Y por qué los ha tirado?

—No hay una razón especial. Desde hace unos doce años lo vengo haciendo. He llegado a tirar media docena de esos objetos a la vez, y nadie se ha quejado.

—Lo pasado, pasado está —dijo el guarda—. Pero estos terrenos son de propiedad municipal y está prohibido arrojar basura en ellos.

Me quedé un rato en silencio. Dentro de mí sentí un temblor repentino, que al poco se aquietó.

—El problema —dije al fin— es que lo que me acaba de decir resulta bastante lógico.

—Es lo que mandan las leyes —contestó el hombre.

Lancé un hondo suspiro y me saqué del bolsillo una cajetilla de tabaco.

—¿Qué debo hacer pues?

—No puedo exigirle que vaya a recoger lo que ha tirado. Está oscuro, y no tardará en llover de verdad. Por eso sólo le pido que no vuelva a tirar cosas, por favor.

—No volveré a tirar nada —le aseguré—. Buenas noches.

—Buenas noches —me contestó el guarda. Y se marchó.

Me tendí sobre el malecón para mirar al cielo. Como había dicho el guarda, al poco comenzó a caer la lluvia. Mientras me fumaba otro cigarrillo, recordé el enfrentamiento verbal que acababa de tener con aquel hombre. Diez años atrás, pensé, mi actitud hubiera sido bastante más violenta. Bueno, tal vez fuera sólo una apreciación mía. ¿Qué más daba, al fin y al cabo?

Volví a la carretera paralela al río, y cuando conseguí coger un taxi, se había desencadenado una lluvia que no dejaba ver nada.

—Al Hotel X —indiqué al taxista.

—¿Qué, haciendo turismo? —me preguntó el taxista, hombre de mediana edad.

—Ajá.

—¿Es la primera vez que visita esta ciudad?

—No, ya había estado antes —le respondí.

4. Ella habla del murmullo de las
olas mientras se bebe un
salty dog

—He venido a traerte una carta —le dije.

—¿Una carta para mí? —preguntó ella.

Su voz se oía endiabladamente lejana, y como además había interferencias, teníamos que hablar más alto de la cuenta, con lo que los matices se perdían. Nuestra situación era comparable a la de dos personas que estuvieran hablando en lo alto de un cerro azotado por el viento, y con los cuellos de los abrigos subidos.

—En realidad, la carta va dirigida a mí, pero parece destinada más bien a ti.

—Conque eso parece, ¿eh?

—Efectivamente —asentí.

Tras decir esto, tuve la impresión de que no me expresaba con claridad.

Ella guardó silencio por un momento. Entretanto, las interferencias cesaron.

—No tengo ni idea de lo que pueda haber entre el Ratón y tú. Te he llamado porque él me pide que haga lo posible por verte. Y además, volviendo al tema de la carta, creo que lo mejor es que la leas.

—¿Y para eso has venido expresamente desde Tokio?

—Sí.

Ella tosió, y a continuación se disculpó.

—¿A causa de tu amistad con él?

—Supongo que sí.

—¿Y por qué no me escribió directamente? Sin duda, en eso tenía razón.

—¡Yo qué sé! —no pude menos que exclamar.

—Pues yo, menos. Lo nuestro está más que acabado, ¿sabes? ¿O es que él no lo cree así?

—Ni idea —le dije.

Yo tampoco lo entendía.

Estaba tumbado sobre la cama del hotel, con el auricular en la mano, mirando al techo. Experimentaba la sensación de haberme acostado en el lecho del mar para contar los peces que pasaran. No tenía idea de cuántos pasarían hasta llegar al final de mi cuenta.

—Cinco años hace ya que se fue sin dejar rastro. Yo entonces tenía veintisiete —dijo ella con voz tranquila que, sin embargo, resonaba distante, como surgida del fondo de un pozo—. Cinco años hacen que cambien muchas cosas.

—Cierto —confirmé.

—Y la verdad es que, aun suponiendo que él considerara que nada ha cambiado, me sería imposible admitirlo. ¡Ni pensarlo! Si fuera capaz de aceptar una cosa así, se me caería la cara de vergüenza. Por eso he decidido que las cosas han cambiado por completo.

—Me parece que te entiendo —le dije.

Tras esto, nos quedamos un momento callados. Ella rompió el silencio:

—¿Cuándo lo viste por última vez?

—Hace cinco años, en primavera, poco antes de que pusiera tierra por medio.

—¿Y te dijo algo? Por ejemplo, ¿las razones que tenía para abonadonar la ciudad…?

—Nada —respondí.

—Así que se fue sin decir esta boca es mía, ¿no?

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