—¿Una carta?
—La sacerdotisa. ¿Lo entendéis ya?
Annio enmudeció.
—Así es, Nanni. El mismo naipe que tanto donna Beatrice como vos me entregasteis para llegar hasta vuestro tesoro.
Oliverio apuró un nuevo trago de su cerveza, que descendió veloz por su garganta, humedeciéndola.
Luego prosiguió:
—¿Sabéis lo que pienso? Que el asesino sabe de nuestro interés por el libro de la sacerdotisa. Creo que la elección de esa carta no es casual. Nos conoce, y nos eliminará también a nosotros si estorbamos en su camino.
—Está bien, está bien —la comadreja parecía turbada—. Decidme, Oliverio, ¿esos peregrinos asesinados en San Francesco también buscaban mi tesoro?
—He hecho algunas averiguaciones entre la policía del Moro y puedo aseguraros que no eran unos peregrinos cualesquiera.
—¿Ah no?
—El último fue identificado como el hermano Giulio, un antiguo perfecto cátaro. Lo supe poco antes de partir a veros. La policía de Milán está desconcertada. Al parecer, ese Giulio fue rehabilitado por el Santo Oficio hace algunos años, después de que hubiera regentado una importante comunidad de perfectos en Concorezzo.
—¿Concorezzo? ¿Estáis seguro?
Jacaranda asintió.
El anticuario no percibió el escalofrío que recorrió la espina dorsal del viejo maestro. El mercader ignoraba que aquella aldea situada a las afueras de Milán, al nordeste de la capital, había sido uno de los principales reductos cátaros de la Lombardía y el lugar en el que, según todas las fuentes, se había custodiado durante más de doscientos años el libro que Annio ambicionaba conseguir. Todo encajaba: las sospechas de Torriani sobre la filiación catara de Leonardo, los perfectos asesinados en Milán, la frase egipcia en el Cenacolo. Si no se engañaba, el origen de todo había que buscarlo en aquel tesoro: un texto de enorme valor teológico y mágico, preñado de referencias ocultas a las enseñanzas que Cristo entregó a la Magdalena tras su resurrección. Un legajo que evidenciaba los impresionantes paralelismos entre Jesús y Osiris, que resucitó gracias a la magia de su consorte Isis, la única que estuvo cerca de él en el momento de su regreso a la vida.
El Santo Oficio había invertido décadas en hacerse con semejante tratado. Lo más que pudieron determinar fue que una copia, tal vez incluso la única existente, debió salir de Concorezzo y acabar en las manos de Cosme el Viejo, durante el Concilio de Florencia de 1439. Y que jamás regresó. De hecho, sólo una oportuna indiscreción de Isabella d'Este, la hermana de donna Beatrice, durante los fastos de coronación del papa Alejandro en 1492 le hizo saber que el libro había estado en Florencia en poder de Marsilio Ficino, el traductor oficial de los Médicis, y que éste se lo regaló a Leonardo da Vinci poco antes de que partiera hacia Milán. No era, pues, improbable que los concorezzanos supieran también de esas noticias y quisieran recuperar su obra.
—Decidme entonces, padre Annio —preguntó Jacaranda sacando al prelado de sus reflexiones—, ¿por qué no me explicáis qué hace tan peligroso a ese libro?
Annio encontró la desesperación impresa en las arrugas de su viejo amigo y comprendió que no tenía elección.
—Es una obra extraordinaria —dijo al fin—. Recoge el diálogo que mantuvieron Juan y Cristo en los cielos acerca de los orígenes del mundo, la caída de los ángeles, la creación del hombre y las vías que tenemos los mortales para lograr la salvación de nuestra alma. Fue escrito justo después de la última visión que tuvo el discípulo amado antes de morir. Dicen que es una narración lúcida, intensa, que muestra detalles de la vida ultraterrena y el orden de lo creado a los que jamás accedió ningún otro mortal.
—¿Y por qué creéis que una obra así ha interesado a Leonardo? Ese hombre es muy poco amigo de la teología…
La comadreja levantó su índice para callar a Jacaranda:
—El verdadero título del «libro azul», querido Oliverio, os lo dirá todo. Sólo debéis escucharme. Hace doscientos años, Anselmo de Alejandría lo reveló en sus escritos: lo llamó Interrogatio Johannis o La Cena Secreta. Y por la información de que dispongo, Leonardo ha utilizado los misterios contenidos en sus primeras páginas para ilustrar la pared del refectorio de los dominicos. Ni más, ni menos.
—¿Y ése es el libro que aparece en el naipe de la sacerdotisa?
Nanni asintió.
—Y su secreto ha sido reducido por Leonardo a una sola frase que quiero que me traduzcáis.
—¿Una frase?
—En egipcio antiguo. Dice: Mut-nem-a-los-noc. ¿La conocéis?
Oliverio sacudió la cabeza.
—No. Pero os la traduciré. Descuidad.
De Sol a Sol
Así fueron los interrogatorios del vigesimosegundo día de enero.
Recuerdo que el prior Bandello, fray Benedetto y yo nos entrevistamos con los frailes de Santa María delle Grazie uno por uno, esforzándonos por encontrar en sus palabras pistas que resolvieran nuestros enigmas. Vivimos momentos sorprendentes. Todos tenían algo que confesar. Temblando, suplicaban la absolución de sus faltas y juraban que jamás volverían a dudar de la naturaleza divina de Cristo. Pobrecillos.
Casi todas sus revelaciones eran fruto de su paupérrima educación teológica; confundían hechos insustanciales con pecados gravísimos, y viceversa. Sin embargo, fue así, poco a poco, a fuerza de pacientes interrogatorios, como los frates Alessandro y Giberto fueron perfilándose como la punta de lanza de un peculiar intento por controlar desde dentro el lugar donde iba a descansar el Cenacolo. Los cuatro religiosos que resultaron más implicados nos confesaron por separado la poderosa razón que los movía: aquella gigantesca obra del toscano encerraba lo que definieron como una «imagen talismánica». Esto es, un trazado geométrico sutil, diseñado para seducir a las mentes desprevenidas y grabar en su memoria una información que, por desgracia, ninguno de ellos pudo precisarnos con palabras. «Es la tercera revelación de Dios», se atrevió a decir uno.
Aquello me llamó la atención.
Nuestros cuatro herejes procedían de pequeños pueblos del norte de Milán, de la región de los lagos y aún más arriba, que se habían unido a los dominicos al poco de fundarse el nuevo convento. Lo hicieron cuando supieron de las intenciones del Moro de convertirlo en su mausoleo familiar. Y es que, a diferencia del resto, éstos eran hombres de formación, admiradores de la célebre máxima de san Bernardo que dice «Dios es longitud, anchura, altura y profundidad». Conocían a Pitágoras, habían leído a Platón y lo tenían en más estima que a Aristóteles, el inspirador de nuestro sistema teológico. Pronto destacó entre ellos fray Guglielmo Arno, el cocinero. No sólo fue el único que se negó a confesar sus pecados ante nuestro tribunal, sino que nos trató con displicencia por militar en la «Iglesia falsa».
Lo poco que hasta entonces sabía de él era la gran amistad que le unía con Leonardo. Fray Alessandro fue el primero que me habló de ello. Y es que a ambos los tentaban los mismos placeres; despreciaban entre risotadas las comidas pantagruélicas del Moro, oponiendo a los asados de carne los brotes de col, las ciruelas, las rodajas de zanahoria cruda o los pasteles fermentados. Supe también que Guglielmo y él alcanzaron su momento de gloria en la Navidad de 1495, cuando inventaron un bizcocho con el aspecto de la cúpula bramantina de Santa María y lo presentaron en el banquete ducal del 25 de diciembre.
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Fue un acontecimiento tal, que hasta donna Beatrice les imploró que revelaran el secreto que habían aplicado a la masa para hacerla crecer de aquel modo. Fray Guglielmo le hizo caso omiso. La duquesa insistió. Y todavía muchos recuerdan el grosero desplante del fraile, que le valió cinco semanas de arresto entre sus propios pucheros y una severa amonestación de la casa Sforza.
Fray Guglielmo no había cambiado nada desde entonces. Sus aspavientos y su encono hacia nosotros demostraban que antes preferiría morir que retractarse de sus actos. Bandello ordenó que lo encerraran, mientras murmuraba entre dientes lo que pensaba de su cocinero:
—Es incapaz de controlar su genio —dijo—. No tiene remedio. Cuando posó como Santiago el Mayor para el Cenacolo, hasta Leonardo era incapaz de atemperarlo.
Sacudí la cabeza incrédulo.
—¡Oh! —exclamó—. ¿Tampoco os lo ha dicho nadie? Tal vez la larga cabellera del apóstol os haya distraído, padre Leyre, pero si os fijáis bien en los rasgos del cocinero, lo reconoceréis. Fui yo quien lo autoricé a ello. Leonardo me pidió que le proporcionara a un varón de carácter que gesticulara como lo hace Santiago en la mesa, y pensé en él.
—¿Y por qué querría el maestro incluir a alguien así entre los Doce?
—Le pregunté eso mismo al maestro, ¿y sabéis qué me respondió? «¡Geometría! —dijo—. ¡Todo es geometría!» Me explicó que en un desnudo medía la belleza igualando la distancia que existe entre los pezones con la que separa el pecho del ombligo, y a su vez entre éste y las piernas. En cuanto a la ira, me aseguró que era capaz de plasmarla tan sólo bosquejando una mirada. Cuando regreséis al Cenacolo, contemplad la mirada de Santiago. Evita el rostro de Cristo, bajándola con horror hacia la mesa, como si allí hubiera descubierto algo terrible.
—Que uno de sus compañeros va a traicionar al Mesías —dije.
—¡No! —El tuerto rompió su silencio, como si hubiera dicho algo inadecuado—. Eso es lo que nos ha querido hacer creer. ¿Acaso no os han dicho nuestros frailes que estamos ante un talismán? En una pieza así los símbolos, o la ausencia de ellos, son fundamentales para su funcionamiento. Y en este caso, lo que Santiago mira horrorizado es el gesto de Judas y Jesús compitiendo por conseguir un mismo trozo de pan…
O tal vez la ausencia del cáliz de Cristo. El Grial.
Su observación era aguda.
—Y pensad en algo más: Santiago, el iracundo, está en el lado del Cenacolo donde la luz es más brillante. Está a la vera de los justos.
Fray Benedetto nos explicó cómo había tenido la oportunidad de asistir a algunas clases que sobre la distribución del espacio y la luz impartió el maestro en el claustro del hospital. Sus discursos eran a la vez extraños y embriagadores. Enseñaba cómo la materia inerte, si era distribuida de un modo armónico, podía llegar a cobrar vida propia. A menudo comparaba ese prodigio con lo que les ocurría a las notas de una partitura: escritas sobre papel no eran más que una sucesión de borrones estáticos sin otro valor que el ideográfico. Sin embargo, tamizadas por la mente de un músico y trasladadas a sus dedos o pulmones, sus trazos vibraban, llenaban el aire de sensaciones nuevas e incluso podían llegar a alterar nuestro ánimo.
¿Podía existir algo más vivo que la música? Para Leonardo, no.
El magister pictoris veía sus obras de un modo parecido. En apariencia eran naturaleza muerta, poco más que estucos o tablas cubiertos de pigmentos y cola. Sin embargo, si eran interpretadas por un observador iniciado cobraban una fuerza desmedida.
—¿Y cómo creéis que Leonardo puede dar vida a algo que no la tiene? —pregunté.
—Mediante magia astral. Creo que ya sabéis que ese hereje de Leonardo estudió los textos de Ficino, ¿verdad?
La pregunta de fray Benedetto sonó a trampa. El tuerto debía conocer mis sospechas gracias al padre Bandello, así que, prudente, incliné la cabeza en señal de aprobación.
—Pues bien —continuó—, Ficino tradujo del griego antiguo el Asclepios, una obra atribuida a Hermes Trismegisto, en el que se enseñaba cómo los sacerdotes de los faraones daban vida a las estatuas de sus templos.
—¿De veras?
—Dominaban el spiritus, una ciencia oscura mediante la cual dibujaban sobre las imágenes signos cósmicos que las conectaban con las estrellas. Signos astrológicos, para entendernos. Y el maestro ha aplicado esas técnicas al Cenacolo.
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El prior y yo nos miramos desconcertados.
—¿Es que no lo veis, hermanos? Doce apóstoles, doce signos del zodiaco. Cada discípulo se corresponde con una constelación, y Jesús, en el centro, encarna el ideal de sol. ¡Es una obra talismánica!
—Calmaos, padre Benedetto. Eso no son más que suposiciones…
—¡Nada de eso! Fijaos bien en el Cenacolo, porque que sea un mural vivo no es lo peor que tiene. Visto desde nuestro conocimiento de las ideas cátaras, esa obra recoge a la perfección la más profunda de las tesis de los herejes. Es una especie de «Biblia negra». ¡Y en nuestro refectorio!
—¿A qué idea os referís, Benedetto? —lo interpelé.
—Al dualismo, padre. Si no os entendí mal esta mañana, todo el sistema de creencias de los bonhommes se basa en la existencia de un enfrentamiento permanente entre un Dios bueno y uno malo.
—Así es.
—Entonces, cuando regreséis al refectorio, fijaos si la lucha entre el bien y el mal está o no recogida en el Cenacolo. Cristo está en el centro, como el fiel de una balanza a medio camino entre el mundo del espíritu y el de la carne. A su derecha —que es nuestra izquierda—, está la zona de sombras, del mal. Id y mirad la pared de vuestra izquierda: está ensombrecida, sin luz. No es casualidad que en ese lado se encuentre Judas Iscariote, pero también Pedro con la daga. Con el arma que, según vos, le confiere un carácter satánico.
El anciano cascarrabias tomó aire antes de rematar su discurso:
—Por el contrario —añadió—, en el lado opuesto están aquellos a los que Leonardo considera la luz. Es la zona iluminada de la mesa, y en ella no sólo se ha retratado a sí mismo sino también a Platón, al antiguo inspirador de muchas de las doctrinas heréticas de los cátaros.
De repente recordé algo:
—Y también los hermanos Guillermo y Giberto, los dos cátaros confesos —añadí—. ¿O no fuisteis vos quien me dijisteis que Giberto posó para el perfil del apóstol Felipe?
El tuerto asintió.
—Por cierto —argumenté recordando la disposición geométrica de los apóstoles—, también vos estáis ahí. Dando vida a santo Tomás. ¿Verdad?
Benedetto rezongó algo, incómodo, y protestó con energía después.
—Dejémonos de historias. Está bien que nos esforcemos por interpretar el mural de Leonardo, pero lo que verdaderamente debería importarnos es decidir qué vamos a hacer con esa obra. Os lo diré una sola vez, hermanos: o atajamos de raíz este asunto y emparedamos esa pintura, o el contenido de ese mural va a ser un faro para los herejes que sólo nos traerá problemas.