Nanni se exasperó.
—Pero ¿ha descubierto algo concreto o no?
—Desde luego, padre Annio. La verdadera identidad de tres de los apóstoles ha sido totalmente desvelada. Sabemos que el rostro de Judas Iscariote, por ejemplo, se corresponde con el de cierto fray Alessandro Trivulzio, un dominico que murió poco después del día de Reyes ahorcado en el centro de Milán…
—¡Vaya! Como el auténtico Judas —susurró el Pontífice.
—Así es, Santidad. Todavía no hemos podido determinar si se suicidó o fue asesinado, pero nuestro informante cree que pertenecía a una comunidad de cátaros infiltrada en nuestro convento.
—¿Cátaros?
El Santo Padre dilató sus pupilas de asombro.
—Cátaros, Santidad. Se creen la verdadera Iglesia de Dios. Sólo aceptan el Padre Nuestro como oración y rechazan el sacerdocio o la figura del vicario de Cristo como único representante de Dios en la Tierra…
—¡Conozco a los cátaros, maestro Torriani! —dijo el Papa, colérico—. Pero creíamos que los últimos ardieron en Carcasona y Tolosa en 1325. ¿No acabó con ellos el obispo de Pamiers?
Torriani conocía aquella historia. No todos perecieron. Después del triunfo de la cruzada contra los cátaros del sur de Francia y de la caída de Montségur en 1244, se produjo una desbandada de familias herejes hacia Aragón, Lombardía y Germania. Los que cruzaron los Alpes se asentaron en las inmediaciones de Milán, donde fuerzas políticas más tibias, como las de los Visconti, los dejaron vivir en paz. Sin embargo, sus ideas extremistas fueron cayendo en desuso y muchos terminaron por desaparecer sin perpetuar sus ritos e ideas heterodoxas.
—La situación puede ser grave, Santidad —prosiguió Torriani muy serio—. Fray Alessandro Trivulzio no era el único sospechoso de profesar el catarismo en nuestro monasterio milanés. Hace tres días otro fraile declaró abiertamente su herejía y después se quitó la vida.
—¿Endura? —Los ojos de la comadreja chispearon.
—Así es.
—¡Por todos los santos! —bramó—. La endura fue una de las prácticas más extremas de los cátaros.
Hace doscientos años que nadie recurre a ella.
El asistente del Papa miró al Pontífice, que parecía no haber entendido muy bien qué era eso de la endura. Annio lo explicó de inmediato:
—En su versión pasiva —dijo—, consistía en el voto solemne de no ingerir alimentos ni nada que contaminara el cuerpo del cátaro que aspiraba a la perfección. Si moría puro, aquel desgraciado creía aspirante su alma y se integraba en Dios. Aunque también existió una versión activa, la del suicidio por fuego, que sólo se consumó durante el sitio de Montségur. Los habitantes de aquel último bastión militar cátaro prefirieron arrojarse a una gran pira de troncos antes que entregarse a las tropas pontificias.
—Este fraile del que le hablo se inmoló por fuego, padre.
Nanni no salía de su asombro.
—Me cuesta creer que alguien haya resucitado esa vieja fórmula, maestro Torriani. Supongo que dispondréis de otras noticias sobre las que fundamentar vuestra alarma.
—Por desgracia, así es. De hecho, tenemos razones para pensar que las pruebas de la existencia de una comunidad cátara en activo en Milán se esconden en el mural de La Ultima Cena que en estos momentos ultima Leonardo da Vinci. El mismo se ha retratado en su obra conversando con un apóstol que en realidad enmascara a Platón. Ya sabéis, el referente antiguo de esos malditos herejes.
La comadreja dio un brinco en su silla plegable.
—¿Platón? ¿Estáis seguro de lo que decís?
—Por completo. Lo peor, padre Annio, es que ese vínculo no está exento de una lógica perversa. Como sabéis, Leonardo se formó en Florencia a las órdenes de Andrea del Verocchio, un artista poderoso, bien considerado entre los Médicis y muy cercano a la Academia que Cosme el Viejo puso bajo la dirección de cierto Marsilio Ficino. Y como sabéis también, esa Academia se creó para imitar la de Platón en Atenas.
—¿Y bien? —El asistente de Alejandro VI torció el gesto, recelando de tanta erudición.
—Nuestra conclusión no puede ser más obvia, padre: si los cátaros compartieron con Platón muchas de sus doctrinas más dudosas, e incluso la Academia de Ficino aún practica costumbres cátaras como no ingerir carne de animal, ¿qué nos impide pensar que Leonardo esté utilizando su obra para transmitir doctrinas contrarias a Roma?
—¿Y qué nos pedís? ¿Qué lo excomulguemos?
—Aún no. Necesitamos probar sin género de dudas que Leonardo ha introducido sus ideas en ese mural. Nuestro hombre en Milán trabaja para reunir esas evidencias. Después actuaremos.
—Pero, maestro Torriani —lo atajó el de Viterbo antes de que su discurso se encendiera—, muchos artistas como Botticelli o Pinturicchio se formaron en la Academia y sin embargo son excelentes cristianos.
—Sólo lo parecen, maestro Annio. Debéis desconfiar.
—¡Los dominicos siempre tan suspicaces! Mirad a vuestro alrededor. Pinturicchio ha pintado estos frescos maravillosos para Su Santidad —replicó, señalando al techo—. ¿Acaso veis en ellos sombra de herejía? ¡Vamos! ¿La veis?
El dominico conocía bien aquella decoración. Betania había abierto en secreto un expediente sobre ella que nunca llegó a prosperar.
—No os conviene exaltaros, maestro Annio. Sobre todo porque, sin querer, me estáis dando la razón.
Fijaos en la obra de ese Pinturicchio: dioses paganos, ninfas, animales exóticos y escenas que jamás encontraréis en la Biblia. Sólo a un seguidor de Platón, imbuido en viejas doctrinas paganas, se le ocurriría pintar algo así.
—¡Es la historia de Isis y Osiris! —protestó la comadreja, casi fuera de sí—. Osiris, por si no lo sabéis, resucitó de entre los muertos como Nuestro Señor. Y su recuerdo, aunque pagano en la forma, nos renueva la esperanza en la salvación de la carne. Osiris aparece aquí como un toro, como toro es nuestro Santo Padre. ¿O es que nunca habéis visto el blasón de los Borgia? ¿No es obvia la relación entre esa figura mitológica, símbolo de fuerza y valor, y el astado que luce en su escudo de armas? ¡Los símbolos no son herejías, maestro!
Cuando fray Gioacchino Torriani iba a responder, la voz aterciopelada y cansina del Pontífice atajó la discusión:
—Lo que no entiendo muy bien —dijo, arrastrando sus palabras, como si aquella discusión lo aburriera— es dónde veis el pecado del Moro en todo esto…
—¡Eso es porque no habéis examinado la obra de Leonardo, Santidad! —saltó Torriani—. El dux de Milán la está costeando en su totalidad y protege al artista de las recomendaciones de nuestros frailes. El prior de Santa María lleva meses intentando reconducir el esquema del mural hacia una estética más piadosa, pero es imposible. Es el Moro quien ha permitido a Leonardo que se retratara a sí mismo de espaldas a Cristo, entregado a una conversación con Platón.
—Ya, ya… —bostezó el Pontífice—. Habéis mencionado también a Ficino, ¿no?
Torriani asintió con la cabeza.
—¿Y no es ese el hombre del que tantas veces me habéis hablado, querido Nanni?
—Así es, Santidad —asintió éste con falsa sonrisa—. Se trata de un personaje extraordinario. Único. No creo que sea un hereje como el que pretende pintarnos el maestro Torriani. Es canónigo de la catedral de Florencia que ahora debe rondar los sesenta y cuatro o sesenta y cinco años. Su espíritu iluminado os admiraría.
—¿Espíritu iluminado? —El Pontífice tosió—. ¿No será otro como ese Savonarola, verdad? ¿O es que acaso ambos no son canónigos de la misma catedral?
El Papa guiñó un ojo a Torriani, que tembló al escuchar el nombre del exaltado dominico que predicaba la llegada del fin de la «Iglesia rica».
—Es verdad que comparten templo, Santidad —se excusó la comadreja, turbado—, pero son varones de personalidades opuestas. Ficino es un estudioso que merece todos nuestros respetos. Un sabio que ha traducido al latín innumerables textos antiguos, como los tratados egipcios que han servido a Pinturicchio para decorar estos techos.
—¿De veras?
—Antes de trabajar en vuestros frescos, Pinturicchio leyó las obras de Hermes que Ficino acababa de traducir del griego. En ellas se narran estas hermosas escenas de amor entre Isis y Osiris…
—¿Y Leonardo? —gruñó el Pontífice a Nanni—. ¿También él leyó a Ficino?
—Y trató con él, Santidad. Pinturicchio lo sabe. Ambos fueron discípulos suyos en el taller del Verocchio, y ambos siguieron sus explicaciones sobre Platón y su creencia en la inmortalidad del alma.
¿Puede haber algo más profundamente cristiano que esa idea?
Nanni pronunció aquella última frase desafiando las críticas del maestro Torriani. Sabía de sobra que la mayoría de los dominicos eran tomistas, defensores de la teología de Tomás de Aquino inspirada en Aristóteles, y enemigos de todo lo que significara rescatar a Platón del olvido. Mi maestro general entendió que tenía las de perder contra aquel interlocutor, porque enseguida bajó la mirada y anunció sumiso su despedida:
—Santidad. Venerable Annio —los saludó cortés—. Es inútil que sigamos especulando sobre las fuentes de inspiración de esa Última Cena de Milán, en tanto no concluyan nuestras averiguaciones. Si dais vuestra bendición, la investigación proseguirá tal como hasta ahora y determinará la clase de pecado que Leonardo está cometiendo contra nuestra doctrina.
—Si lo hubiere —matizó el de Viterbo.
El Papa devolvió el saludo a Torriani y, trazando la señal de la cruz en el aire, añadió:
—Os daré un consejo antes de que os retiréis, padre Torriani: en adelante, vigilad bien el terreno que pisáis.
Nunca vi rostros tan largos como los de los monjes de Santa María aquella mañana de domingo. Antes de tocar maitines, el prior en persona había recorrido el convento, celda por celda, despertándonos a todos.
A gritos ordenó que nos aseáramos cuanto antes y que preparáramos nuestras conciencias para un capítulo extraordinario de la comunidad.
Por supuesto, nadie rechistó. No había fraile que no supiera que la muerte de su sacristán les pasaría factura tarde o temprano. Quizá eso explicara por qué todos habían comenzado a recelar de todos casi de un día para otro. A ojos de un extranjero como yo, la situación se había hecho insostenible. Los frailes se juntaban en pequeños grupos según su origen. Los del sur de Milán no se hablaban con los del norte, quienes, a su vez, evitaban relacionarse con los de los lagos, como si éstos hubieran tenido algo que ver en el desgraciado fin de fray Giberto. Santa Maria estaba dividida… y yo ignoraba por qué.
Esa madrugada, después de lavarme y vestirme en penumbra, comprendí cuan profunda era la crisis.
Aunque era cierto que no había fraile que no murmurara contra otro, todos parecían estar de acuerdo en algo: debían mantenerme lo más alejado posible de sus cuitas. Y es que, si había algo que los aterrorizaba era que, en virtud de mis poderes como inquisidor, pudiera abrir un proceso contra su comunidad. El rumor de que fray Giberto había muerto predicando como un cátaro los aterraba. Ninguno, por supuesto, se atrevió a manifestarlo abiertamente. Me miraban como si yo hubiera obligado a fray Alessandro a ahorcarse y hubiera conseguido que su sacristán perdiera el juicio. Tal era el diabólico poder que me conferían.
Aunque lo que más llamó mi atención fue ver el modo en el que Vicenzo Bandello sacó provecho de aquellos miedos.
Tras despertarnos, el prior nos condujo a una gran mesa vacía que él mismo había dispuesto en un salón cerca de las caballerizas. Hacía frío y la estancia estaba aún peor iluminada que nuestras celdas. Pero fue así, casi a tientas, como Bandello nos hizo partícipes del intenso programa que nos había preparado. De maitines a completas, dijo, nos entregaríamos a ejercicios espirituales, revisión de los pecados, actos de contrición y confesión pública. Y para cuando acabara el día, un grupo de hermanos designado por él mismo se ocuparía de acudir al Claustro de los Muertos y exhumar los restos de fray Alessandro Trivulzio. No sólo se arrancarían sus pobres despojos del abrazo de la tierra, sino que se llevarían más allá de los muros de la ciudad para exorcizarlos, quemarlos y aventarlos. Y con ellos, también los huesos del hermano Giberto.
Bandello quería que su monasterio quedara limpio de herejía antes del anochecer. Él, que había creído en la inocencia del hermano bibliotecario y había defendido incluso la existencia de un complot contra su vida, sabía ya que fray Alessandro había vivido de espaldas a Cristo, poniendo en serio peligro la integridad moral de su priorato.
Vi a Mauro Sforza, el enterrador, persignarse nervioso en un extremo de la mesa.
Encontramos al padre Vicenzo más serio y taciturno que nunca. No había dormido bien. Las bolsas de sus ojos caían a plomo sobre sus mejillas, confiriéndole un aspecto desolador. Y en parte, la culpa de aquel deplorable estado la tenía yo. La tarde anterior, mientras el maestro Torriani y el papa Alejandro se entrevistaban en Roma a mis espaldas, Bandello y este humilde siervo de Dios conversamos sobre lo que implicaba haber tenido a dos cátaros infiltrados en la comunidad. Milán —le expliqué— estaba siendo atacada por las fuerzas del mal como nunca en los últimos cien años. Todas mis fuentes lo confirmaban. Al principio, el prior me miró incrédulo, como si dudara de que un recién llegado pudiera comprender los problemas de su diócesis, pero a medida que le fui exponiendo mis argumentos fue mudando de actitud.
Le argumenté por qué creía que la extraña cadena de muertes que habíamos sufrido no obedecía a simples casualidades. Incluso le expliqué el modo en el que estaban vinculadas a las de los peregrinos asesinados en la iglesia de San Francesco. La propia policía del Moro me daba la razón. Sus oficiales concluyeron que también esos desgraciados murieron sin oponer resistencia, igual que fray Alessandro. Es más: el lugar exacto de los crímenes de San Francesco había sido el altar mayor, justo debajo de una tabla del maestro Leonardo a la que llamaban la Maesta. Ese detalle, unido al de que entre sus pertenencias sólo encontraron una hogaza de pan y un mazo de cartones ilustrados, me hizo recelar. Todos los muertos llevaban encima el mismo equipaje. Como si aquello formara parte de algún oscuro ritual. Tal vez, admití, de un ceremonial cátaro hasta entonces desconocido.
Era extraño. Leonardo, tal y como sugerí al prior, era una singular fuente de problemas. Fray Alessandro había muerto después de posar para él como Judas Iscariote, y me constaba que el sacristán también estaba entre los frailes que más simpatizaban con el toscano. Y eso por no hablar de donna Beatrice: desposeída de la vida después de haberle extendido toda su protección. ¿Cómo era posible no ver el hilo sutil que unía aquellos acontecimientos? ¿No resultaba evidente que Leonardo da Vinci estaba rodeado de poderosos enemigos, quizá tan celosos de su heterodoxia como nosotros mismos, pero capaces de llegar a las armas para acabar con él y los suyos?