En efecto: Oculos ejus dinumera, la extraña firma del Agorero, ocupaba el centro de la tarjeta. Sus siete versos habían sido escritos con letra temblorosa y daban la impresión de haber pasado por un intenso escrutinio, como si las anotaciones que los rodeaban fueran parte de los esfuerzos de un erudito por encontrarles sentido.
—¡Es mi enigma! —admití.
—«Cuéntale los ojos / pero no le mires a la cara. / La cifra de mi nombre / hallarás en su costado…» Sí.
Lo sé. Me lo confiasteis antes de morir fray Alessandro. ¿Recordáis? Pero estas notas —dijo dibujando un círculo con el dedo alrededor del escrito— no son mías, padre Leyre.
La malicia brilló en sus ojos.
—Y eso no es todo. Mirad.
El padre Bandello volvió la tarjeta. La inconfundible estampa de una franciscana sosteniendo en la mano derecha una cruz y en la izquierda un libro me paralizó.
—¡Santo Cristo! —exclamé—. El naipe… ¡Vuestro naipe!
—No. El naipe de Leonardo —me corrigió—. Nadie sabe quién colocó este naipe en el cuerpo de fray Alessandro después de muerto, pero es obvio que significa algo. Os recuerdo que el toscano nos desafió con ese mismo dibujo. Y ahora éste aparece junto a vuestro enigma, en los pies del bibliotecario. ¿Qué pensáis de esto?
Respiré hondo.
—Hay algo que no os he contado aún, prior.
Bandello arrugó la frente.
—No sé cómo interpretarlo a la luz de vuestras revelaciones, pero el señor Jacaranda y yo hemos estado hablando precisamente de ese naipe. O, para ser más exacto, del libro que sostiene esa mujer.
—¿El libro?
—No es un libro cualquiera, prior. Jacaranda quiso hacerse con él para satisfacer un importante encargo, y confió ese trabajo a fray Alessandro. Según parece, quien posee tan importante volumen es el maestro Leonardo, así que pensó que a nuestro bibliotecario le sería más fácil que a ningún otro llegar hasta él y hacerle una oferta. Una simple operación comercial que se ha cobrado ya la vida de dos personas.
—¿Dos personas, decís?
—Aún no os lo he dicho, prior, pero la dienta que deseaba hacerse con ese libro era Beatrice d'Este, que en paz descanse.
—Dios del cielo.
El prior me invitó a proseguir:
—Jacaranda no sabe por qué razón la duquesa contrató sus servicios para hacerse con el libro y no se lo requirió directamente al maestro Leonardo. Pero está convencido de que, de un modo u otro, Leonardo está implicado en estas muertes.
—¿Y vos qué pensáis, padre Leyre?
—Me resisto a creerlo. Leonardo es un artista, no un soldado.
Fray Vicenzo bajó la vista, preocupado.
—También yo soy de esa misma opinión, pero por lo que veo las muertes se acumulan de forma insólita alrededor del maestro.
—¿Qué queréis decir?
—Ayer mismo ocurrió algo extraño no muy lejos de aquí. La iglesia de San Francesco fue profanada con el asesinato de un peregrino.
—¿Un crimen? —La noticia me sobrecogió—. ¿En suelo sagrado?
—Así es. Al desdichado le atravesaron el corazón justo delante del altar mayor, debajo del nuevo retablo de Leonardo. Debió de ocurrir unas horas antes de la muerte de fray Alessandro. ¿Y queréis saber algo más?
El prior tomó aire antes de proseguir:
—La policía encontró entre sus enseres la baraja a la que pertenece este naipe. El que mató a ese hombre, le robó esa carta, anotó vuestro enigma en su reverso y después la depositó junto al cuerpo de nuestro bibliotecario. Debéis ayudarme a encontrarlo. O mucho me equivoco, o nuestro asesino, sea quien sea, también va en busca de ese maldito libro de Leonardo.
—Necesito que me entreguéis a vuestro prisionero.
María Jacaranda me miró estupefacta. Ya no vestía las ropas de varón de la noche anterior, sino un vestido poco entallado, de mangas blanquiazules y corpiño a rayas. Llevaba recogida su melena rubia en una simpática redecilla, y su aspecto era radiante.
Era evidente que la joven Jacaranda no esperaba volver a verme tan pronto, y mucho menos que regresara a su palacio por un motivo tan… peculiar. Lo que ignoraba era que, en el fondo, a este inquisidor no le quedaba otra elección. Mario Forzetta, el espadachín al que su padre había derrotado en duelo era, que supiera, la última persona que había tratado de hacerse con el «libro azul» del naipe de Leonardo. Y la única que aún seguía con vida. ¿Cómo no iba a querer hablar con él?
—No creo que a mi padre le complazca mucho esa idea, la verdad —dijo nada más escuchar mis torpes explicaciones.
—En eso os equivocáis, María. Estabais presente cuando don Oliverio me pidió que le ayudara a hacerse con el libro de Leonardo. Y eso es precisamente a lo que he venido.
—¿Y qué pensáis hacer con Mario?
—Primero, ponerlo bajo mi custodia, que es la del Santo Oficio. Y después, llevármelo para interrogarlo.
La mención a la Santa Inquisición fue la que minó las escasas reticencias de la joven. La bella María, impresionada por mi seriedad, cambió sus recelos por parabienes y accedió a acompañarme hasta los sótanos de palacio con tal de evitar un conflicto con los dominicos en ausencia de su padre. Me explicó que éste había partido de viaje justo después de nuestra entrevista, y que era previsible que no regresara a Milán hasta al cabo de una semana. Mientras estuviera fuera, ella era la responsable de velar por el buen funcionamiento de la casa y custodiar todas sus posesiones; entre ellas, naturalmente, al joven Forzetta.
—¿Es violento? —pregunté.
—Oh, no. Nada de eso. Creo que sería incapaz de matar una mosca. Pero es astuto. Tened cuidado con él.
—¿Astuto?
—Es una cualidad que aprendió con Leonardo —añadió María—. Todos sus discípulos lo son.
El muchacho había sido encarcelado en una parte del palacio que antaño había servido de cárcel. Muros gruesos y profundas escaleras daban paso a un extraño mundo subterráneo imposible de imaginar si sólo se tenía acceso a los jardines de la superficie. La benevolencia de Jacaranda había arrojado a su osado sirviente a una de las prisiones murus strictus, esto es, a una celda de las dimensiones justas para que pudiera acostarse, ponerse en pie y dar un par de pasos de una pared a otra. Sin ventanas, ni otra visión que la más impenetrable oscuridad, Mario Forzetta podía sentirse afortunado. A pocos metros de allí María me mostró las celdas murus strictissimus, donde no hubiera podido ni levantarse ni tumbarse a lo largo, y de la que todos salían locos o muertos.
Cuando me dejó frente a la puerta de su celda, una sensación de sofoco se apoderó de mí. No quería que la hija de Jacaranda me viera vacilar. Detestaba visitar prisiones; los lugares cerrados me ponían enfermo.
De hecho, el único trabajo de inquisidor que jamás rechazaba era el administrativo. Prefería la abrumadora carga de los legajos a aquel olor a humedad y al golpeteo de las goteras sobre la piedra. Fue ese ambiente el que cortó mi respiración. Cuando me quedé a solas, sosteniendo entre mis manos el candil y un manojo de pesadas llaves de hierro, aún tardé un tiempo en poder articular palabra.
—¿Mario Forzetta?
Nadie respondió.
Al otro lado de aquel pestillo comido por el óxido sólo parecía esperar la muerte. Introduje una de las llaves en la cerradura, y me abrí paso hasta su interior. Forzetta, en efecto, estaba allá dentro, de pie, apoyado contra uno de los muros, y con la mirada perdida. De hecho, el pobre se tapó los ojos en cuanto notó la presencia de mi lámpara. Aún vestía la camisa llena de manchas de sangre. La herida de la mejilla había adquirido un tono cerúleo preocupante. Su melena estaba cubierta de polvo y su aspecto, pese al poco tiempo de reclusión transcurrido, era deplorable.
—Así que eres de Ferrara, como donna Beatrice… —dije mientras tomaba asiento en su camastro y le daba tiempo para acostumbrarse a la luz. Él asintió confundido. Nunca había oído mi voz, ni sabía exactamente quién era. ¿Qué edad tienes, hijo?
—Diecisiete años.
«¡Diecisiete años! —pensé—. Ni siquiera es un hombre.» Mario no dejaba de mirar mis hábitos blanquinegros, y de maravillarse por tan extraña visita. Si he de ser sincero, una corriente de simpatía se estableció enseguida entre ambos. Decidí sacarle partido:
—Está bien, Mario Forzetta. Te diré a qué he venido. Tengo permiso para sacarte de aquí y ponerte en libertad, siempre que alcancemos un acuerdo —mentí—. Sólo tendrás que responderme a unas cuantas preguntas. Si respondes con la verdad te dejaré marchar.
—Yo siempre digo la verdad, padre.
El joven se despegó de la pared en la que estaba y accedió a sentarse a mi lado. Visto de cerca no parecía, en efecto, un muchacho peligroso. Algo enclenque y cargado de hombros, era evidente que estaba poco dotado para los trabajos físicos. No me extrañó que Jacaranda lo abatiera tan fácilmente.
—Sé que fuiste discípulo del maestro Leonardo, ¿verdad? —le pregunté.
—Sí. Así es.
—¿Qué pasó? ¿Por qué dejaste su taller?
—No fui digno de él. El maestro es muy exigente con los suyos.
—¿Qué quieres decir?
—Que no superé las pruebas a las que me sometió. Sólo eso.
—¿Pruebas? ¿Qué clase de pruebas?
Mario respiró hondo, mientras contemplaba sus manos atadas con grilletes. A la luz de mi lámpara descubrió que tenía las muñecas amoratadas.
—Eran pruebas de inteligencia. Al maestro no le basta con que sus discípulos sepan mezclar los colores o esbozar un perfil sobre un cartón. Exige mentes despiertas…
—¿Y las pruebas? —insistí.
—Un día me llevó a ver algunas de sus obras y me pidió que se las interpretara. Estuvimos en el Cenacolo, cuando casi no había empezado a pintarlo, pero también en el castillo del dux, admirando algunos de sus retratos. Supongo que debí de hacerlo mal, porque al poco me pidió que abandonara su taller.
—Entiendo. Y por eso decidiste vengarte y robarle, ¿no es así.
—¡No! Nada de eso. —Se agitó—. Yo nunca robaría al maestro. Él fue como un padre para mí. Nos llevaba a todas partes para enseñarnos a trabajar e incluso nos daba de comer. Cuando el dinero no le alcanzaba, recuerdo que nos reunía en vuestro refectorio, el de los dominicos de Santa Maria; nos sentaba como a los apóstoles, alrededor de una gran mesa, y nos contemplaba desde cierta distancia mientras manducábamos…
—Entonces, has sido testigo de la evolución del Cenacolo.
—Claro. Es la gran obra del maestro. Lleva años estudiando para poder completarla.
—Estudiando libros como el que le robaste, ¿verdad?
Mario volvió a protestar:
—¡No le he robado nada, padre! Fue don Oliverio quien me pidió que fuera a su bottega y que consiguiera de su biblioteca un libro antiguo con las cubiertas azules.
—Eso es robar.
—No, no lo es. La última vez que estuve en su taller se lo pedí al maestro. Cuando le expliqué para qué lo quería, y le dije que era para contentar a mi nuevo señor, me entregó el tomo que más tarde deposité en manos de don Oliverio. Fue como un regalo. Algo que me entregó en recuerdo de los viejos tiempos. Me dijo que ya no lo necesitaría más.
—Y tú quisiste vendérselo al señor Jacaranda.
—Fue meser Leonardo quien me enseñó que a los que viven del oro, oro hay que pedirles. Por eso le puse un precio. Nada más. Pero don Oliverio no escuchó mis súplicas. Fuera de sí, me entregó una espada y me obligó a defender la honra en un duelo. Después me encerró aquí.
Aquel muchacho me pareció sincero. Desde luego, mucho más que Jacaranda, un ser mezquino, capaz de traficar con frailes y con adolescentes con tal de hacerse con una antigüedad a la que sacar un buen puñado de ducados. ¿Y si ponía a Mario a mi servicio? ¿Y si me aprovechaba de los conocimientos de aquel antiguo alumno de Leonardo, maestro de acertijos, y lo tanteaba con mis problemas?
Decidí probar suerte:
—¿Qué sabes de un juego de cartas en el que aparece una mujer vestida de franciscana, con un libro en el regazo?
Mario me miró sorprendido.
—¿Sabes de qué te hablo? —insistí.
—Don Oliverio me enseñó esa carta antes de enviarme a por el libro del maestro.
—Continúa.
—Cuando fui a pedírselo a meser Leonardo, se la mostré y él se rió. Me dijo que encerraba un gran enigma, y que a menos que yo fuera capaz de descifrarlo por mí mismo, jamás me hablaría de él. Siempre actúa así. Nunca te desvela nada, a menos que uno lo averigüe antes.
—¿Y te dijo cómo podrías hacerlo?
—El maestro forma a todos sus discípulos en el arte de la lectura oculta de las cosas. Fue él quien nos adoctrinó en el Ars Memoriae de los griegos, los códigos numéricos de los judíos, las letras que dibujan figuras de los árabes, la matemática oculta de Pitágoras… Aunque, como os he dicho, fui un alumno torpe que no sacó demasiadas enseñanzas en claro.
—¿Trabajarías en un enigma para mí, si yo te lo pidiera?
Mario titubeó un segundo, antes de asentir con la cabeza.
—Es un acertijo digno de vuestro antiguo maestro —le expliqué mientras buscaba un pedazo de papel con el que poder hacerme entender—. Encierra el nombre de una persona a la que busco. Mira con cuidado el texto, y estúdialo —dije tendiéndoselo—. Hazlo por mí. En gratitud por el don que hoy te concederé.
El muchacho se acercó a la lumbre de la lámpara para verlo mejor.
—«Oculos ejus dinumera»… Está en latín.
—Así es.
—Entonces, ¿me liberaréis?
—Después de preguntarte una última cosa, Mario. Tengo entendido que a don Oliverio le dijiste que Leonardo había utilizado el libro que os entregó para dar forma a uno de los discípulos del Cenacolo.
—Es cierto.
—¿Qué discípulo era ése, Mario?
—El apóstol Mateo.
—¿Y sabes por qué usó esa obra para darle forma?
—Creo que sí… Mateo fue el redactor del evangelio más popular del Nuevo Testamento, y él quería que el hombre que le había prestado el rostro para ese apóstol alcanzara al menos su misma dignidad.
—¿Y qué hombre es ése? ¿Platón?
—No. Platón, no. —Sonrió—. Es alguien vivo. Quizá hayáis oído hablar de él: tradujo la Divini Platones Opera Omnia y lo llaman Marsilio Ficino. Una vez oí decir al maestro que cuando lo pintara en una de sus obras, sería la señal.
—¿Señal? ¿Qué señal?
Forzetta dudó un instante antes de responder.
—Hace mucho que no hablo con el maestro, padre. Pero si cumplís vuestra promesa y me liberáis, lo averiguaré para vos. Os lo apalabro. Igual que ese acertijo que me habéis confiado. No os fallaré.