Al hermano bibliotecario lo enterramos en el Claustro de los Muertos poco antes de las vísperas del martes 17 de enero. No querían que su cuerpo comenzara a descomponerse en la capilla en la que fue velado y se decidió que fuera inhumado con rapidez. Dos novicios lo envolvieron en un lienzo blanco que sujetaron con correas, y lo descendieron al fondo de un nicho que no tardó en cubrirse de tierra y nieve. La suya fue una ceremonia veloz, sin protocolo, una despedida con prisas, apenas justificable por nuestra obligación de cenar antes de que oscureciera. Y mientras los frailes murmuraban sobre el arroz con legumbres que los esperaba o los pastelillos de miel que aún sobraban de la Navidad, una extraña desazón se fue apoderando de mí. ¿Por qué motivo el prior y su séquito —tesorero, cocinero, Benedetto el tuerto y el responsable del scriptorium— habían presidido el segundo sepelio en Santa Maria en menos de una semana como si tal cosa? ¿Por qué parecía importarles tan poco el hermano Alessandro? ¿Es que nadie iba a derramar una lágrima por él?
Sólo el padre Bandello tuvo, a la postre, un amago de humanidad para el desdichado que yacía bajo nuestros pies. En su breve sermón había insinuado que tenía pruebas para demostrar que había sido víctima del complot de algún demente que se había instalado en Milán por aquellos días. «Por eso, nadie como él merece cristiana sepultura en este lugar.» Bandello, sin embargo, nos aleccionó seriamente: «No creáis las mentiras que ya circulan por la ciudad —dijo sin levantar la vista del fardo funerario, mientras lo veía descender poco a poco—. El hermano Trivulzio, al que Dios tenga ya en su gloria, murió mártir a manos de un criminal abominable que tarde o temprano recibirá su castigo. Yo mismo haré que así sea».
Crimen o suicidio, por más que tratara de acallar mis sospechas, no resultaba fácil aceptar que dos entierros en tan corto espacio de tiempo fueran cosa normal en Santa Maria. Las últimas palabras que el maestro Leonardo me dirigió antes de perderse hacia su taller golpearon mi mente como el trueno que presagia tormenta: «En esta ciudad —dijo antes de despedirse en el callejón de Cuchilleros— nada ocurre por casualidad. Jamás lo olvidéis».
Aquella tarde no cené. No pude.
El resto de los frailes, menos escrupulosos que este pobre siervo de Cristo, corrieron a llenarse el estómago a un salón cercano habilitado como cenador, dando cuenta de las sobras del ágape ofrecido por el dux el día del entierro de su esposa. Con el refectorio inutilizado por andamios y barnices, las costumbres de los frailes llevaban años trastocadas y ya casi veían normal que el rancho se subiera a la primera planta.
Entre tanta provisionalidad, no tardé en descubrir algo bueno: mientras duraran las obras, sabía que la habitación de La Ultima Cena sería el escondite perfecto para retirarme a meditar a la hora de la pitanza.
Ningún fraile turbaría allí mis pensamientos; y nadie ajeno al convento curiosearía en un lugar en obras, frío y polvoriento como aquél.
Y hacia allí, con la mente puesta en los días compartidos con fray Alessandro y en el enigma interrumpido que nos ocupó, dirigí mis pasos para orar por el descanso de su alma.
La sala estaba vacía. Las últimas luces de la tarde apenas iluminaban la parte inferior de la obra del toscano, realzando los pies de Nuestro Señor, que aparecían cruzados el uno sobre el otro. ¿Era aquello una profecía de lo que Cristo estaba a punto de vivir en el Calvario? ¿O el maestro había dispuesto así sus pies por alguna otra oscura razón? Me persigné. La fina claridad filtrada por el columnado irregular del patio vecino confería una impresión fantasmal a la escena.
Sólo entonces, al mirar a los comensales de la Santa Cena, caí en la cuenta.
Era cierto. Judas tenía la cara del hermano Alessandro.
¿Cómo no lo había advertido antes?
El mal apóstol estaba allí sentado, a la diestra del Galileo, admirando mudo su serena belleza. De hecho, salvo la mueca de asombro de Santiago el Mayor y la animada discusión que parecían mantener Mateo, Judas Tadeo y Simón en el otro extremo de la mesa, el resto de los apóstoles sellaba sus labios con el silencio. Tenía algo de irónico pensar que en aquel preciso instante el alma de fray Alessandro podría estar contemplando de verdad el rostro del Padre Eterno.
Si, como Judas, el bibliotecario había decidido quitarse la vida y Bandello se engañaba presumiendo su inocencia, su destino a esas horas no sería la Gloria sino los tormentos perpetuos del Seol.
Al pasear mi mirada por el mural, un nuevo detalle captó mi atención. Judas y Nuestro Señor parecían competir por un trozo de pan, quizá una fruta, que ninguno de los dos terminaba de alcanzar. El traidor, que sostenía en su derecha la bolsa de monedas de la infamia, alargaba la mano izquierda hacia el exterior de la mesa tratando de coger algo. El Señor, ajeno a aquel gesto, extendía su diestra en la misma dirección. ¿Qué podría haber allí que interesara lo mismo a Uno que a otro? ¿Qué podría robarle Judas al Nazareno en ese instante, cuando el Hijo de Dios ya sabía que lo había traicionado y que su suerte estaba echada?
En esas cavilaciones estaba, cuando una visita inesperada interrumpió mis pensamientos:
—Apuesto diez contra uno a que no entendéis nada, ¿verdad?
Di un respingo. Una figura que no fui capaz de identificar atravesó la penumbra cubierta por una capa granate y se detuvo a pocos pasos de mí:
—¿Sois el padre Leyre, por ventura? —interrogó.
Mis pupilas se dilataron al distinguir el rostro de una mujer, dulce y redondeado, bajo un emplumado birrete violeta. Aquella doncella estaba disfrazada de varón, algo no sólo ilegal sino peligroso, y me miraba con una nada disimulada curiosidad. Tendría más o menos mi altura, y sus hechuras de hembra estaban bien disimuladas bajo sus amplios ropajes. Mientras aguardaba mi respuesta, uno de sus guantes de piel acariciaba la empuñadura reluciente de un estoque.
Creo que tartamudeé al responderle.
—No os preocupéis, padre. —Sonrió—. La espada es para protegeros. No os hará daño. He venido a por vos porque todas vuestras dudas merecen respuesta. Y para recibirla mi señor cree que debéis permanecer vivo.
Enmudecí.
—Necesito que me acompañéis a un lugar más discreto —añadió—. Un asunto urgente reclama vuestra presencia en otra parte de la ciudad.
Su invitación no sonó a amenaza, sino a petición cortés. La mujer de finos modales resplandecía bajo su capa, destilando una fuerza poco habitual. Tenía una mirada despierta, felina, y una actitud firme que no aceptaría un no por respuesta. Y aunque las tinieblas ya se enseñoreaban del lugar, la intrusa deshizo su camino, arrastrándome por el corredor que unía el refectorio con la iglesia y que habitualmente sólo transitábamos los frailes. ¿Cómo podía conocer tan bien esas estancias? Cuando desembocamos en la calle sin haber visto ni la sombra de un dominico, la travestida me conminó a apretar el paso.
Tardamos diez minutos en alcanzar la iglesia de Santo Stefano, que está cuatro o cinco manzanas más abajo; por entonces ya era casi de noche. Rodeamos el templo por su derecha y nos adentramos por una callejuela en la que era difícil reparar sin un buen guía. La fachada de ladrillo de un imponente palacio de dos plantas, flanqueada por dos antorchas recién encendidas, titilaba al fondo del estrecho corredor. Mi interlocutora, que no había vuelto a decir palabra desde que abandonamos Santa Maria, señaló el camino.
—¿Ya hemos llegado? —pregunté.
Un mayordomo con jubón de lana ceñido al talle y cubierto por un capucho, salió a nuestro encuentro.
—Si vuestra paternidad lo tiene a bien —dijo ceremonioso—, os conduciré hasta mi señor. Está impaciente por recibiros.
—¿Vuestro señor?
—Así es. —Se deshizo en una exagerada reverencia.
La espadachina sonrió.
La mansión estaba decorada con piezas de extraordinario valor. Viejas columnas romanas de mármol, estatuas arrancadas a la tierra no hacía mucho tiempo, lienzos y tapices se amontonaban en descansillos y paredes de toda la casa. Aquel inmueble soberbio se ordenaba alrededor de un patio central, amplio, con un laberinto de setos en el centro, hacia el que nos dirigimos. Me extrañó aquel silencio. Y mucho más que al salir a cielo abierto las calles del laberinto estuvieran salpicadas de rostros graves que parecían esperar alguna fatalidad.
En efecto: al atravesar el patio distinguí un corrillo de sirvientes que no perdían ojo a dos individuos que se miraban con fiereza. Estaban en mangas de camisa, sostenían dos hierros desenvainados de hoja estrecha y, pese al frío, sudaban copiosamente. Mi anfitriona se destocó y contempló la escena extasiada.
—Ya ha empezado —dijo decepcionada—. Mi señor quería que vierais esto.
—¿Esto? —me alarmé—. ¿Un duelo?
Antes de que pudiera replicar, el mayor de aquellos hombres, un varón corpulento, alto, de poco pelo y ancho de espaldas, se lanzó sobre el más joven, descargando contra él toda la fuerza de su arma.
—Domine Jesu Christe! —gritó el agredido mientras detenía la embestida cruzando su arma sobre el pecho y abría los ojos de puro terror.
—Rex Gloriae!— replicó su agresor.
Aquello no era un entrenamiento. La furia del calvo crecía por momentos, mientras sus metales chocaban con dureza. Sus golpes eran rápidos, duros. Clan, clan, clan. Cada impacto sonaba cual nota de una melodía frenética y mortal.
—Mario Forzetta —volvió a susurrarme la espadachina, señalando al joven, que reculaba ahora para tomar aire— es un aprendiz de pintor, de Ferrara. Ha querido engañar a mi señor en un trato. El duelo es a primera sangre, como en España.
—¿Como en España?
—El que hiere primero al adversario, gana.
La lucha se recrudeció. Uno, dos, tres, cuatro nuevos golpes retumbaron en el patio como cañonazos.
Los destellos metálicos de los filos se proyectaban contra los balcones.
—¡No es vuestra juventud la que os salvará la vida —gritó el calvo—, sino mi clemencia!
—¡Guardáosla donde mejor os quepa, Jacaranda!
El orgullo de aquel Forzetta duró poco. Tres violentos mandobles minaron su resistencia al punto, hincándolo de rodillas y obligándolo a apoyar las manos contra el suelo. Su adversario sonrió triunfal, mientras una ovación recorría el patio. El enemigo del señor de la casa había perdido el lance. Ya sólo restaba cumplir con el ritual: y así, con precisión de cirujano, la espada del vencedor rasgó el aire hasta rozar con su punta la mejilla del joven, que al instante liberó un líquido bermellón intenso.
Primera sangre.
—¿Lo veis? —rugió satisfecho—. Dios ha hecho justicia con vuestras mentiras. Nunca más osaréis engañarme con falsas antigüedades. Nunca.
Entonces, dirigiéndose hacia donde me encontraba, complacido de ver mis hábitos blancos y mi caperuza negra entre los suyos, hizo una reverencia y añadió algo más para que todos lo oyeran:
—Este rufián ya tiene su justicia… —sentenció—. Aunque creo que aún no la hay para alguien tan notable como vos, ¿verdad, padre Leyre?
Me quedé mudo. El diabólico brillo de sus ojos me hizo recelar. ¿Quién era aquel individuo que sabía mi nombre? ¿A qué injusticia se refería?
—Los predicadores son siempre bienvenidos a esta casa dijo—. Aunque a vos os he mandado llamar porque deseo que juntos rehabilitemos el nombre de un amigo común.
—¿Lo tenemos? —balbucí.
—Lo tuvimos —precisó—. ¿O acaso no os contáis vos entre quienes creen que algo raro se esconde tras la muerte de nuestro fray Alessandro Trivulzio?
El vencedor, que pronto supe se llamaba Oliverio Jacaranda, dejó el escenario del duelo y se me acercó, golpeando suavemente mi hombro en señal de amistad. Después se perdió palacio adentro. Mi acompañante me pidió que lo esperásemos. Pude ver así al pequeño ejército de servidores de Jacaranda entrar en acción: en poco más de diez minutos habían desmantelado el podio sobre el que se había realizado el duelo, y se habían llevado a aquel Forzetta, herido y maniatado, hasta algún lugar de los bajos del palacio. Al pasar junto a mí, pude ver que el desgraciado era casi un niño. Un joven de rostro redondo y ojos de esmeralda que, durante un instante fugaz, se clavaron en los míos implorando socorro.
—Los españoles son hombres de honor. —La mujer, que se había soltado su cabellera rubia y había colgado el cinturón con su estoque, me habló con amabilidad—: Oliverio es de Valencia, como el Papa. Y además, es su proveedor favorito.
—¿Su proveedor?
—Es anticuario, padre. Una profesión nueva, muy rentable, que rescata del pasado los tesoros que dejaron enterrados quienes nos precedieron. ¡No os podéis ni imaginar lo que puede encontrarse en Roma con sólo arañar el suelo de las siete colinas!
—¿Y vos, doncella, quién sois?
—Su hija. María Jacaranda, para serviros.
—¿Y por qué quería vuestro padre que lo viera pelear con ese Forzetta? ¿Qué tiene que ver todo esto con la memoria del padre Trivulzio?
—Os lo explicara enseguida —respondió—. La culpa la tiene el negocio de los libros antiguos. No sé si sabéis que circulan por estas nenas volúmenes que valen más que el oro, y no faltan rateros como ese Forzetta que trafican con ellos o, aún peor, que pretenden hacer pasar libros modernos por antiguos, cobrando sumas desproporcionadas por ellos.
—¿Y creéis de veras que ese tema es de mi incumbencia?
—Lo será —prometió enigmática.
El señor, en efecto, no tardó en regresar al patio. Sus sirvientes ya habían hecho desaparecer casi todas las huellas del duelo y la mansión recobraba poco a poco su confortable y desaliñado aspecto.
El padre de María no podía ocultar su satisfacción. Se había aseado y perfumado, y regresaba cubierto con una toga de lana nueva que le llegaba hasta los pies. Saludó a su hija con un cumplido y enseguida me invitó a pasar a su estudio. Quería hablarme en privado.
—Sé que mi trabajo no gusta a los hombres de fe como vos, padre Leyre.
Su primera frase me desconcertó. Aquel sujeto hablaba una mezcla de español y dialecto milanés, que le conferían un halo ciertamente peculiar. En verdad era tan extraño como su estudio; un lugar único, atestado de instrumentos musicales, lienzos y restos de capiteles antiguos.
—¿Os admira lo que veis? —Su pregunta interrumpió mi examen del lugar—. Dejadme que os lo explique, padre: mi trabajo consiste en rescatar del olvido cosas que nuestros antepasados dejaron bajo tierra. A veces son monedas, otras simples huesos y a menudo efigies de dioses paganos que, según personas como vos, jamás deberían haber vuelto a la luz. Adoro esas esculturas de la Roma imperial. Son hermosas, proporcionadas… perfectas. Y caras. Muy caras. Mi negocio, a qué negarlo, va mejor que nunca.