—¿Vuestra curiosidad?
Sentí un extraño cosquilleo en el estómago. De cerca, Leonardo era mucho más atractivo de lo que me había parecido en la tribuna de autoridades. Sus facciones rectas delataban a un hombre de principios. Tenía manos gruesas, fuertes, capaces de arrancar una muela de cuajo si fuera preciso… o de dar vida a una pared con sus diseños mágicos. Cuando me atravesó con su mirada, tuve la rara impresión de que no podría mentirle.
—Permitid que me presente —resoplé otra vez—. En realidad, no pertenezco a la comunidad de Santa Maria. Sólo soy su huésped. Me llamo Agustín Leyre. Padre Leyre.
—¿Y bien?
—Estoy de paso por Milán. Pero no quería perder la ocasión de manifestaros cuánto admiro vuestro trabajo en el refectorio. Hubiera deseado veros en circunstancias más propicias, sin embargo Dios dispone a su voluntad.
—El refectorio, sí. —El gigante desvió su mirada al suelo—. Es una lástima que no todos los frailes de Santa Maria piensen como vos.
—Fray Alessandro también os admiraba.
—Lo sé, hermano. Lo sé. El hermano bibliotecario me socorrió en algunas etapas difíciles de mi trabajo.
—¿Es a eso a lo que se refería el padre Benedetto cuando dijo que os sirvió de tonto útil?
Leonardo me observó con detenimiento, como si estudiara que palabras debía emplear con el hombre que tenía delante. Tal vez no me identificó como el inquisidor del que sin duda le habrían hablado ya sus discípulos. O si lo hizo, trató de que no me diera cuenta.
—Quizá no lo sepáis aún, padre, pero fray Alessandro me fue de gran ayuda para concluir uno de los personajes más importantes del Cenacolo. Y fue tan generoso, tan desprendido conmigo, como para posar sin pedirme nada a cambio y aceptar las dificultades que le sobrevendrían tras su gesto.
—¿Dificultades? —Lamenté no entender—. ¿Qué dificultades?
Leonardo levantó las cejas al ver mi gesto de asombro. Supongo que no concebía cómo podía habérseme pasado por alto un detalle de tanto alcance. Y con aquel tono sereno y magnífico, se dignó a ilustrarme:
—El trabajo de un pintor es más duro de lo que la gente cree —dijo muy serio—. Durante meses, vagamos de aquí para allá en busca de un gesto, un perfil, un rostro que se adecué a nuestras ideas y que nos sirva de modelo. A mí me faltaba un Judas. Un hombre que tuviera el mal grabado en el rostro; pero no un mal cualquiera: necesitaba una fealdad inteligente y despierta, que reflejara la lucha interna de Judas por cumplir la misión que el propio Dios le confió. Coincidiréis conmigo en que sin su traición, Cristo nunca hubiera consumado su destino.
—¿Y lo encontrasteis?
—¿Cómo? —El gigante se sobresaltó—. ¿Aún no lo entendéis? ¡Fray Alessandro fue mi modelo para Judas! Su rostro tenía todas las características que buscaba. Era un hombre inteligente pero atormentado, de rasgos duros, afilados, que casi ofendían cuando te miraba.
—¿Y se dejó retratar como Judas? —pregunté atónito.
—De buen grado, padre. Y no fue el único. Otros padres de esa comunidad han posado para esa obra.
Sólo elegí a aquellos de rasgos más puros.
—Pero Judas… —protesté.
—Comprendo vuestra estupefacción, padre. Sin embargo, debéis saber que fray Alessandro supo en todo momento a lo que se exponía. Era consciente de que nadie en su comunidad volvería a mirarlo del mismo modo después de prestarse a algo así.
—Es comprensible, ¿no creéis?
Leonardo meditó un momento si debía continuar hablándome, y mientras tomaba de nuevo la mano del niño, añadió algo que pareció provenir de lo más profundo de sus pensamientos:
—Lo que no podía prever, y mucho menos desear —susurró—, es que fray Alessandro fuera a terminar sus días como el mismísimo Iscariote: ahorcado y en soledad, lejos de sus compañeros y casi repudiado por todos. ¿O acaso no habíais reparado tampoco en esa extraña coincidencia, padre?
—La verdad, no hasta ahora.
—En esta ciudad, padre Leyre, pronto aprenderéis que nada ocurre por casualidad. Que todas las apariencias engañan. Y que la verdad está donde uno menos espera encontrarla.
Y diciendo aquello, sin atreverme a preguntarle de qué había hablado con fray Alessandro la noche antes de su muerte, ni plantearle si alguna vez había oído hablar de un feroz enemigo suyo al que algunos conocíamos como el Agorero, el maestro se esfumó cuesta arriba.
Luini deseó huir de allí con todas sus fuerzas, pero su escasa voluntad le falló una vez más. Aunque su conciencia le pedía a gritos que escapara de aquella joven, su cuerpo gozaba ya con los rítmicos embates de donna Elena. «¿Y qué más le daba a la conciencia?», pensó para arrepentirse un instante después.
El maestro no se había visto en otra igual. Una de las mujeres más deseables del ducado lo conducía por los senderos de la pasión sin que él hubiera abierto siquiera la boca. La hija de los Crivelli era hermosa; sin duda la Magdalena de rostro más angelical que había contemplado jamás. Y sin embargo, Luini no podía evitar sentirse como Adán arrastrado a la perdición de la mano de una Eva lujuriosa. Hasta podía sentir cómo mordía su manzana envenenada y sus jugos le hacían perder una inocencia guardada con tanto celo hasta entonces. Por extraño que parezca, el maestro Bernardino se contaba entre los pocos que aún creían que el verdadero árbol de la ciencia del bien y del mal fue ocultado por Dios entre las piernas de la mujer, y que comer de él, aunque fuera una sola vez, equivalía a la condenación eterna.
—Miserere domine… —desesperó.
Si donna Elena le hubiera dado entonces un segundo de descanso, el pintor hubiera roto a llorar. Pero no: rojo como el capelo de un cardenal, cedió a cada una de las peticiones de la condesita, horrorizándose cuando ésta, brincando sobre su virilidad, le preguntaba una y otra vez por las virtudes de María Magdalena.
—¡Contádmelo, contádmelo todo! —Jadeaba y reía con mirada de deseo—. ¡Explicadme por qué os interesa tanto la Magdalena! ¡Adelantadme el secreto de Leonardo!
Luini, sofocado, con las calzas por debajo de las rodillas y sentado sobre el mismo diván que momentos antes ocupara donna Lucrezia Crivelli, hacía verdaderos esfuerzos por no tartamudear.
—Pero Elena —respondía sin coraje—, así no puedo.
—¡Prometedme que me lo contaréis!
Luini no respondió.
—¡Prometédmelo!
Y aquel maestro pecador, extenuado, terminó haciéndolo dos veces por Cristo. Sólo Dios sabe por qué.
Cuando todo acabó y pudo recuperar el fuelle, el pintor se incorporó lentamente y se vistió. Estaba confundido. Azorado. El titán Leonardo ya le había advertido de lo peligrosas que eran las hijas de la serpiente y de cómo entregarse a ellas era faltar a la suprema obligación de todo pintor, violando el sagrado precepto de la creación solitaria. «Sólo si te mantienes lejos de esposa o amante, podrás dedicarte en cuerpo y alma al supremo arte de la creación —escribió—. Si, por el contrario, tienes mujer, dividirás tus dones por dos. Por tres si tienes un hijo, y lo perderás si traes dos o más criaturas al mundo.» Aquellos reproches comenzaron a emerger del interior de su mente, haciéndolo sentirse débil e indigno. Había pecado. En sólo unos minutos su reputación de hombre perfecto se había arruinado, dando paso a una mala parodia de sí mismo. Y el mal era irreversible.
Donna Elena, aún desabrigada sobre el diván, miraba a su pintor sin comprender por qué, de repente, se había quedado rígido.
—¿Estáis bien? —preguntó con dulzura.
El maestro calló.
—¿Acaso no os ha complacido?
Luini, con los ojos húmedos y una mueca contenida, trató de sofocar los remordimientos que lo angustiaban. ¿Qué podía decirle a aquella criatura? ¿Acaso entendería su sensación de fracaso, de debilidad frente a la tentación? Y lo peor: ¿no le acababa de prometer, poniendo a Jesús por testigo, que le revelaría el secreto que tanto deseaba conocer? ¿Y cómo lo haría? ¿No tenía él tantos deseos de conocerlo como la propia Elena? Dando la espalda a su amante, maldijo para sí su flaqueza. ¿Qué iba a hacer? ¿Pecaría dos veces en una misma tarde, faltando a su castidad primero y a su palabra después?
—Estáis triste, mi amor —susurró, acariciándole los hombros. El pintor cerró los ojos, todavía incapaz de articular palabra. —En cambio, vos me habéis llenado de felicidad. ¿Es que os sentís culpable de haberme dado lo que os pedía a gritos? ¿Os pesa haber complacido a una dama?
La condesita, leyendo en el silencio las funestas ideas de aquel varón deshecho, trató de aliviarle la conciencia:
—No debéis reprocharos nada, maestro Luini. Otros, como fray Filippo Lippi, aprovecharon sus trabajos en conventos para seducir a jóvenes novicias. ¡Y él era un clérigo!
—¿Qué decís?
—¡Oh! —rió al ver a su amante sobresaltado—. Deberíais conocer la historia, maestro. El padre Lippi murió no hace ni treinta años; seguro que vuestro Leonardo lo trató en Florencia. Fue muy famoso.
—¿Y decís que fray Filippo…?
—Desde luego —brincó sobre él—. En el convento de Santa Margarita, mientras terminaba unas tablas, sedujo a una tal Lucrezia Buti y hasta tuvo un hijo con ella. ¿No lo sabíais? ¡Oh, vamos! Muchos creen que la deshonrada familia Buti fue la que lo envió al otro mundo con una buena dosis de arsénico. ¿Lo veis?
¡Vos no sois culpable de nada! ¡No habéis atentado contra ningún voto sagrado! ¡Habéis dado amor a quien os lo pedía!
El maestro dudó. Aunque roto, era capaz de ver que la hermosa Elena trataba de ayudarlo. Conmovido, sus labios articularon al fin una frase inteligible:
—Elena… Si aún lo deseáis, si aún queréis acceder a ese misterio que tanto os intriga y que inspira el retrato que estoy pintando para vos, os contaré el secreto de María Magdalena.
La condesita lo observó con curiosidad. Luini parecía arrancar con dolor cada una de sus palabras.
—Sois hombre de honor. Cumpliréis vuestra promesa. Lo sé.
—Sí. Pero prometedme vos ahora que nunca más volveréis a tocarme. Ni hablaréis de lo que os diré con nadie.
—Y ese secreto, maestro, ¿me dará a conocer la razón de vuestra tristeza?
El pintor buscó la mirada transparente de la condesita, aunque apenas pudo sostenerla. Aquella insistente preocupación de Elena Crivelli por su bienestar lo desarmó. Recordó entonces lo que había oído decir de la extirpe de las Magdalenas: que su mirada era capaz de ablandar el corazón de cualquier hombre gracias a su poderoso hechizo de amor. Los trovadores no mentían. ¿Cómo no iba a merecer aquella criatura conocer la verdad sobre sus orígenes? ¿Iba a ser él tan desalmado como para no indicarle dónde estaba el camino que debía recorrer para averiguarlo?.
Y así, Bernardino Luini, forzando su mejor sonrisa, accedió al fin a sus deseos.
El secreto de María Magdalena según el maestro Luini.
—Atended, pues —dijo.
»Acababa de cumplir trece años cuando el maestro Leonardo me aceptó en su bottega de Florencia. Mi padre, un soldado de fortuna que había reunido cierta cantidad de dinero gracias a los Visconti de Milán, estimó conveniente que me instruyera en el arte de la pintura antes de consagrarme a la vida monástica o, al menos, a una existencia seglar regida por las leyes de Dios. Él, entonces, lo tenía más claro que yo: deseaba apartarme del fragor de la guerra y protegerme bajo el espeso manto de la Iglesia. Y como en Milán no existía un buen taller de bellas artes, me asignó una dote anual y me envío a la suntuosa Florencia, aún gobernada por Lorenzo el Magnífico.
»Allí empezó todo.
»Meser Leonardo da Vinci me instaló en una casona enorme y descuidada. Por fuera era negra. Asustaba. Por dentro, en cambio, era luminosa y casi desprovista de paredes. Sus habitaciones habían sido derribadas para dar paso a una sucesión de grandes espacios invadidos por los artefactos más extraños que uno pudiera imaginar. En la planta baja, junto al zaguán, se daban cita colecciones enteras de semilleros, tiestos y jaulas con alondras, faisanes y hasta halcones cetreros. Junto a ellas se apilaban moldes para fundir cabezas, patas de caballo y cuerpos de tritón en bronce. Espejos los había Por todas partes. Y velas también.
Para llegar a la cocina había que atravesar un corredor vigilado por esqueletos de madera y hélices que amedrentaban a cualquiera; y sólo pensar en lo que el maestre podía esconder en el desván me llenaba de pavor.
En la casa también vivían otros discípulos del maestro. Todos eran mayores que yo, así que, tras las bromas de los primeros días me gané una situación más o menos confortable y pude empezar; aclimatarme a la nueva vida. Creo que Leonardo se encaprichó conmigo. Me enseñó a leer y a escribir latín y griego clásicos, y me explicó que sin esa preparación sería inútil mostrarme otra forma de escritura a la que llamaba la "ciencia de las imágenes".
¿Os lo imagináis, Elena? Mis asignaturas se multiplicaron! por tres, e incluyeron cosas tan peculiares como la botánica o la astrología. En aquellos años, la divisa del maestro era lege, lege, relege, ora, labora et invenies («Lee, lee, relee, reza, trabaja y encontrarás.») y sus lecturas favoritas (y por tanto, también las nuestras) eran las vidas de santos de Jacobo de la Vorágine.
Tommaso, Andrea y los demás aprendices odiaban aquellos escritos, pero para mí fueron todo un hallazgo. Aprendí cosas increíbles de ellos. Sus páginas me hicieron disfrutar con decenas de noticias curiosas, milagros y aventuras de santos, discípulos y apóstoles que jamás hubiera imaginado que existieran.
Por ejemplo, allí leí que a Santiago el Menor lo llamaban el "hermano del Señor" porque se parecía a Él como un copo de nieve a otro. Cuando Judas concertó con el sanedrín la contraseña de besar a Nuestro Señor en el monte de los Olivos temía que los sicarios confundieran al verdadero Jesús con su casi gemelo Santiago.
Naturalmente, de esto los Evangelios jamás dijeron una palabra.
También me deleité con las aventuras del apóstol Bartolomé. Aquel discípulo con aspecto de gladiador tuvo aterrorizados a los Doce gracias a su increíble capacidad para adelantarse al futuro. Sin embargo, tanta ciencia le sirvió de poco: no supo prever que lo desollarían vivo en la India.
Aquellas revelaciones se fueron sedimentando dentro de mí, dotándome de una capacidad única para imaginar los rostros y el carácter de gentes tan importantes para nuestra fe. Era lo que Leonardo quería: estimular nuestra visión de las historias sagradas y dotarnos de ese don especial para trasladarlas a nuestros lienzos. Me entregó entonces una lista de virtudes apostólicas entresacadas de Jacobo de la Vorágine que aún conservo. Mirad: a Bartolomé lo llamó Mirabilis, el prodigioso, por su capacidad de anticiparse al futuro. Al hermano gemelo de Jesús, Venustus, el lleno de Gracia…