Elena, divertida al ver la veneración con la que Luini desplegaba aquel trozo de papel guardado en un bolsillo cosido a su camisola, se lo arrancó de las manos, y lo leyó sin entenderlo muy bien:
San Bartolomé Mirabilis. El prodigioso
Santiago el Venustus. El lleno de gracia
Menor Andrés Tempemtor. El que previene
Judas Iscariote Nefandus. El abominable
Pedro Exosus. El que odia
Juan Mysticus. El que conoce el misterio
Tomás Litator. El que aplaca a los dioses
Santiago el Oboediens. El que obedece
Mayor Felipe Sapiens. El amante de las cosas elevadas
Mateo Navus. El diligente
Judas Tadeo Occultator. El que oculta
Simón Confector. El que lleva a término
—¿Y habéis guardado esto tantos años? —dijo mientras jugueteaba con aquel papel cochambroso.
—Sí. Lo recuerdo como una de las lecciones más importantes del maestro Leonardo.
—Pues ya no lo veréis más —rió.
Luini no quiso darse por aludido. La provocadora Elena levantaba su lista por encima de la cabeza, esperando que el pintor se abalanzara sobre ella. No cayó en la trampa. Había visto tantas veces aquella lista, la había estudiado con tan intensa devoción tratando de exprimir de sus cualidades los perfiles de los Doce, que ya no la necesitaba. Se la sabía de memoria.
—¿Y la Magdalena? —preguntó al fin la condesita algo decepcionada—. Ella no está entre estos nombres. ¿Cuándo me hablaréis de ella?
Luini, con la mirada perdida en el crepitar de la chimenea, prosiguió su relato:
—Como os dije, estudiar la obra de fray Jacobo de la Vorágine me marcó. Ahora, con el tiempo, reconozco que de todos sus relatos el que más me llamó la atención fue el de María Magdalena. Por alguna razón, meser Leonardo quiso que lo estudiara con especial detenimiento. Y así lo hice.
»En aquella época, las revelaciones con las que el maestro completó la lección del obispo de Génova no me horrorizaron en absoluto. A los trece años todavía no distinguía entre ortodoxia y heterodoxia, entre lo aceptado por la Iglesia y lo inaceptable. Quizá por eso, lo primero que se me grabó fue el significado de su nombre: María Magdalena quería decir "mar amargo", "iluminadora y también "iluminada". Sobre el primer término, el obispo escribió que tenía que ver con el torrente de lágrimas que esta mujer derramó en vida.
Amó con todo su corazón al Hijo de Dios, pero Éste había venido al mundo con una misión más importante que la de formar familia con ella, así que la Magdalena tuvo que aprender a quererlo de un modo distinto.
Leonardo me mostró que el mejor símbolo para recordar las virtudes de esta mujer era el nudo. Ya en tiempos de los egipcios, el nudo se asoció a la magia de la diosa Isis. En sus mitos, me explicó, Isis ayudó a resucitar a Osiris y se valió de su destreza en deshacer nudos para conseguir su objetivo. La Magdalena fue la única que asistió a Cristo cuando regresó a la vida, y es justo pensar que también ella debió ser ducha en la ciencia de los nudos. Una ciencia, dijo el maestro, no exenta de amargura, pues ¿a quién no le angustia vérselas con un lazo bien amarrado a la hora de abrirlo?
»"Cuando veas un nudo pintado bien visible en un lienzo, recuerda que esa obra ha sido dedicada a la Magdalena", me enseñó.
»En cuanto a las otras dos acepciones de su nombre, más profundas y misteriosas si cabe, tenían que ver con un concepto caro al maestro Leonardo y del que nos hablaba de continuo: la luz. Según él, la luz es el único lugar en el que descansa Dios. El Padre es luz. El cielo es luz. Todo, en el fondo, lo es. Por eso repetía tantas veces que si los hombres aprendiéramos a dominarla, seríamos capaces de convocar al Padre y hablar con él cada vez que lo necesitáramos.
»Lo que entonces no sabía era que esa idea de la luz como transmisora de nuestros diálogos con Dios había llegado a Europa gracias, precisamente, a la Magdalena.
»También os lo contaré:
»Tras la muerte de Jesús en el Gólgota, María Magdalena, José de Arimatea, Juan el discípulo amado y un pequeño número de fieles seguidores del Mesías huyeron a Alejandría para protegerse de la represión que se había abatido sobre ellos. Algunos se quedaron en Egipto y fundaron las primeras y más sabias comunidades cristianas que se recuerdan, pero la Magdalena, depositaria de los grandes secretos de su amado, no se sentía a salvo en una tierra tan cercana a Jerusalén. Por eso terminó ocultándose en Francia, en cuyas costas recaló buscando un refugio más seguro.
—¿Y qué secretos eran ésos?
La pregunta de la condesita sacó de su ensimismamiento al maestro.
—Grandes secretos, Elena. Tan grandes que desde entonces sólo unos pocos y muy selectos mortales han accedido a ellos.
La joven abrió los ojos.
—¿Son los secretos que Jesús le reveló después de resucitar de entre los muertos?
Luini asintió.
—Ésos son. Pero a mí todavía no me han sido revelados.
Después, el maestro retomó su relato.
—María Magdalena, también llamada de Betania, pisó tierra en el sur de Francia, en un pueblecito que en adelante se llamaría Les Saintes-Maries de la Mer, porque fueron varias las Marías que arribaron con ella.
Allá predicó la buena nueva de Jesús e inició a sus gentes en el «secreto de la luz» que aceptarían de inmediato herejes como los cátaros o albigenses, y que incluso terminaría convirtiéndose en la nueva patrona de Francia, Notre-Dame de la Lumiére.
Pero la época de revelaciones pacíficas se acabó pronto. La Iglesia se dio cuenta de que esas ideas suponían un peligro para la hegemonía de Roma y quiso poner fin a su expansión. Desde su punto de vista era lógico: ¿cómo podría ningún Papa aceptar la existencia de comunidades cristianas que no necesitaran de una curia regular para dirigirse a Dios? ¿Acaso podía el representante de Cristo en la Tierra situarse en inferioridad, o siquiera en igualdad de condiciones respecto a la Magdalena? ¿Y qué decir de sus seguidores? ¿No era idolatría venerar algo como la luz? La Iglesia, pues, anatemizó, insultó y degradó de inmediato a aquella mujer que amó a Jesús y que supo como ningún otro mortal de su condición humana.
Dejadme, querida Elena, explicaros algo más:
»Un día de inicios de 1479, cuando Florencia todavía se recuperaba del furibundo atentado contra nuestro venerado Lorenzo de Médicis
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, el maestro Leonardo recibió una extraña visita en su bottega. Un hombre que rondaría la cincuentena llegó a nuestro taller con el sol de media mañana en lo alto. Presumía de cabellera rubia y ensortijada, y se pavoneaba de su parecido con los querubines que entonces esbozábamos con torpeza sobre nuestros lienzos. Aquel extraño era de trato afable e iba impecablemente vestido de negro.
Llegó sin anunciarse y se paseó por los dominios del maestro como si fueran los suyos. Incluso se tomó la libertad de repasar uno por uno los trabajos que estábamos haciendo. El mío, casualmente, era un retrato de una Magdalena que sostenía un recipiente de alabastro entre sus manos, lo que al visitante pareció alegrarle sobremanera:
»"¡Veo que meser Leonardo os enseña bien!", aplaudió. "Vuestro boceto tiene grandes posibilidades… Seguid así."
»Me sentí halagado.
»"Por cierto", dijo después, "¿sabéis cuál es el significado del frasco que sostiene vuestra Magdalena?".
»Negué con la cabeza.
»"Está en el capítulo trece del Evangelio de san Marcos, pequeño. Esa mujer ungió a Jesús rompiéndole el frasco con ungüentos sobre su cabellera, como una sacerdotisa se lo haría a un verdadero rey… Un rey mortal, de carne y hueso."
»El maestro llegó en ese momento. Para sorpresa de todos, no sólo no se ofendió al ver a un intruso en su bottega, sino que su rostro se iluminó. Nada más reconocerlo, se fundieron en un abrazo, se besaron en las mejillas y comenzaron a hablar allí mismo sobre lo divino y lo humano. Fue entonces cuando escuché por primera vez algo que jamás hubiera imaginado sobre la verdadera María Magdalena:
»"Los trabajos prosiguen a buen ritmo, querido Leonardo", dijo ufano el querubín. "Aunque desde la muerte de Cosme el Viejo, tengo la impresión de que nuestros esfuerzos pueden caer en saco roto en cualquier momento. La república de Florencia, estoy seguro, se enfrentará a pruebas terribles no tardando mucho."
»El maestro tomó las manos delicadas del visitante y las apretó contra las suyas, grandes como las de un herrero.
»"¿En saco roto, dices?", su vozarrón lo sacudió todo. "¡Si tu Academia es un templo del saber tan sólido como las pirámides de Egipto! ¿O no es cierto que en pocos años se ha convertido en lugar de peregrinación favorito para jóvenes que quieren saber mas sobre nuestros brillantes antepasados? Has traducido con éxito obras de Plotino, Dionisio, Proclo y hasta del mismísimo Hermes Trismegisto, y has vertido al latín los secretos de los antiguos faraones. ¿Cómo va a hacer aguas todo ese bagaje? ¡Eres el pensador más notable de Florencia, viejo amigo!"
»El hombre del sayal negro se sonrojó.
»"Tus palabras son muy amables, amigo Leonardo. Sin embargo, nuestra lucha por recuperar el saber que la Humanidad perdió en los míticos tiempos de la Edad de Oro está en su momento más débil. Por eso he venido a verte."
»"¿Hablas de fracaso? ¿Tú?"
»"Ya sabes cuál es mi obsesión desde que traduje las obras de Platón para el viejo Cosme, ¿verdad?"
»"Claro. ¡Tu vieja idea de la inmortalidad del alma! ¡Todo el mundo honrará tu nombre por ese hallazgo! Casi puedo verlo esculpido en letras de oro sobre grandes arcos de triunfo: 'Marsilio Ficino, héroe que nos devolvió la dignidad'. ¡Hasta el Papa te colmará de bendiciones!"
»El querubín rió:
»"Siempre tan exagerado, Leonardo."
»"¿Eso crees?"
»"En realidad el mérito es de Pitágoras, de Sócrates, de Platón y hasta de Aristóteles. No mío. Yo sólo los he traducido al latín para que todos puedan acceder a ese saber."
»"¿Y entonces, Marsilio, qué te preocupa?"
»"Me preocupa el Papa, maestro. Hay muchas razones para creer que fue él quien mandó asesinar a Lorenzo de Médicis en la catedral. Y estoy seguro de que no fueron sólo ambiciones políticas las que motivaron su intentona, sino religiosas."
»Leonardo enarcó sus gruesas cejas, sin atreverse a interrumpirlo.
»"Llevamos ya muchos meses con ese maldito interdicto en la ciudad. Desde el atentado contra los Médicis la situación se ha vuelto insostenible. Las iglesias tienen prohibida la celebración de sacramentos o actos de culto, y lo peor es que esta presión continuará hasta que yo me rinda…"
»"¿Tú? —el titán dio un respingo—. ¿Y qué tienes que ver tú en esto?"
»"El Papa quiere que la Academia renuncie a la posesión de una serie de textos y documentos antiguos en los que se afirman cosas contrarias a la doctrina de Roma. La conjura contra Lorenzo buscaba, entre otras cosas, apoderarse de ellos por la fuerza. En Roma están especialmente interesados en arrebatarnos los escritos apócrifos del apóstol Juan que obran, como sabes, en nuestras manos desde hace algún tiempo."
»"Entiendo…"
»Mi maestro se acarició las barbas como hacía siempre que meditaba alguna cosa.
»"¿Y qué informaciones temes perder, Marsilio?", preguntó.
»"En esos escritos, copias de copias de líneas inéditas del apóstol amado, se nos habla de lo que ocurrió con los Doce tras la muerte de Jesús. Según ellos, las riendas de la primera Iglesia, de la original, nunca estuvieron en manos de Pedro, sino de Santiago. ¿Te imaginas? ¡La legitimidad del papado saltaría por los aires!"
»"Y crees que en Roma saben de la existencia de esos papeles y pretenden hacerse con ellos a toda costa…"
»El querubín asintió con la cabeza, añadiendo algo más:
»"Los textos de Juan no se detienen ahí."
»"¿Ah no?"
»"Dicen que además de la Iglesia de Santiago, en el seno de los discípulos nació otra escisión encabezada por María Magdalena y secundada por el propio Juan."
»El maestro torció el gesto, mientras el hombre del sayal negro proseguía:
»"Según Juan, la Magdalena siempre estuvo muy cerca de Jesús. Tanto, que muchos creyeron que debía ser ella quien continuara con sus enseñanzas, y no el hatajo de discípulos cobardes que renegaron de Él en los momentos de peligro…"
»"¿Y por qué me cuentas todo esto ahora?"
»"Porque tú, Leonardo, has sido elegido como depositario de esta información."
»El querubín de mirada noble tomó aire antes de continuar:
»"Sé lo peligroso que es conservar estos textos. Podrían llevar a cualquiera a la hoguera. Sin embargo, antes de destruirlos te ruego que los estudies, que aprendas cuanto puedas sobre esa Iglesia de la Magdalena y de Juan de la que te hablo, y que en cuanto tengas una buena ocasión vayas dejando la esencia de estos nuevos Evangelios en tus obras. Así se cumplirá el viejo mandato bíblico: quien tenga ojos para ver…"
»"… que vea."
»Leonardo sonrió. No lo pensó mucho. Aquella misma tarde le prometió al querubín hacerse cargo de aquel legado. Sé incluso que volvieron a verse y que el hombre del sayal negro entregó al maestro libros y papeles que después estudió con mucha atención. Más tarde, ante el cariz de los acontecimientos, el ascenso del fraile Savonarola al poder y el derrumbe de la casa Médicis, nos trasladamos a Milán al servicio del dux y comenzamos a trabajar en las tareas más diversas. De estar consagrados a la pintura pasamos al diseño y la construcción de máquinas de asalto o de ingenios para volar. Pero aquel secreto, aquella extraña revelación que presencié en la bottega de Leonardo, jamás se me fue de la memoria.
—¿Queréis que os sorprenda con algo más, Elena?
—Aunque el maestro nunca volvió a hablar de ello con ninguno de sus aprendices, creo que meser Leonardo está justamente ahora cumpliendo con la promesa que le hizo a aquel Marsilio Ficino en Florencia. Os lo digo con el corazón en la mano: no hay día que visite sus trabajos en el refectorio de los dominicos que no recuerde las últimas palabras que el maestro le dijo al querubín esa lejana tarde de invierno…
»"Cuando veas en una misma pintura el rostro de Juan y el tuyo propio, amigo Marsilio, sabrás que es ahí, y no en cualquier otro lugar, donde he decidido esconder el secreto que me has confiado."
—¿Y sabéis? ¡Ya he encontrado el rostro del querubín en La Última Cena!