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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (29 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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La puerta se abrió lentamente con un chirrido.

—¡Menos mal que has vuelto, Midas! —exclamó, estirando un brazo automáticamente—. ¡Oh!

—¡Ida! ¿Qué ha pasado?

Carl corrió hacia ella, que esbozó una mueca de dolor cuando el hombre le pasó los gruesos brazos bajo las axilas y la sentó con cuidado. Tomó asiento a su lado y le hizo apoyar la cabeza en su pecho. A través de la camisa, ella oía los latidos de su corazón.

—Estoy bien —dijo con frialdad, tratando de apartarlo de sí.

Carl ni la soltó ni habló, sino que la agarró un poco más fuerte. El calor de la palma de sus manos traspasaba la blusa de ella.

Entonces lo empujó con mayor contundencia, hasta que acabó por soltarla, se levantó y se apartó de ella. Respiró hondo.

—Estoy bien —repitió Ida con firmeza, y volvió a la butaca.

Él asintió con la cabeza, sin mirarla.

—Me gustaría estar sola. Lo siento, Carl.

Él volvió a asentir y se dirigió hacia la puerta.

—¿Adónde va Midas? —preguntó en el umbral, antes de abandonar la habitación.

—¿Qué?

—Acabo de verlo recogiendo sus cosas. Se ha marchado.

Ida se sujetó la cabeza con ambas manos.

—Ya te lo he dicho, quiero estar sola —repitió al fin, haciendo un gran esfuerzo para que se la oyera.

Carl asintió, salió y cerró la puerta.

Capítulo 30

Miles de copos descendían lentamente, como sedimento del océano. La nieve cubría las carreteras de Saint Hauda y se amontonaba en los arbustos. Un pájaro de amplias alas planeaba aprovechando las corrientes de aire como una raya venenosa. Midas no tenía ninguna prisa por llegar a su casa (presentía que la casa le recordaría a Ida), así que emprendió el regreso por una ruta panorámica y más larga.

Se detuvo en el aparcamiento de un mirador, desde donde se contemplaban unos amplios valles, cuadrados, delimitados por laderas que parecían muros de mampostería. Un poco más allá del mirador discurría un arroyo, y al cabo de un rato, Midas se quitó los zapatos y los calcetines y sumergió los pies en la helada corriente. Al notar una punzada, salió de un salto del arroyo: una sanguijuela pequeña se le había enganchado en el dedo gordo del pie y estaba chupándole la sangre. Midas cogió un encendedor que guardaba en el coche; se sentó en el capó y quemó la sanguijuela a fin de arrancársela. El bicho se encogió y desprendió un olor irrespirable. Midas puso el cuerpo chamuscado del animal sobre la palma, disponiéndose a fotografiarlo, pero, nada más tocar la cámara, experimentó náuseas. De pronto, sintió repugnancia; se descolgó la cartera del hombro y guardó la cámara. Luego se acercó a un matorral y apoyó las manos en las rodillas, con ganas de vomitar. Pero no devolvió nada. Condujo hasta su casa escuchando los partes de tráfico y canciones de amor sensibleras de los años setenta. La calefacción del coche zumbaba mientras caía una débil pero constante nevada. Al posarse en el parabrisas, los copos se encogían como estrellas de mar muertas.

Llegó al anochecer; se sentó a la mesa con un café en una mano y una copa de vino tinto en la otra. Había pasado media hora perplejo en la tienda de vinos y licores, tratando de entender qué diferencia había entre todas las botellas disponibles. El sabor era tan malo como recordaba, pero aun así se lo bebió. En la radio, un actor distinguido leía una adaptación de
El mago de Oz.
El León se bebía el valor, el Hombre de Hojalata tenía corazón y el Espantapájaros creía poseer cerebro.

Dio un manotazo a la radio, que cayó al suelo; mal sintonizada, la voz del actor se redujo a una serie de gargarismos indescifrables.

Él ya sabía que no podía mezclarse con gente. Se lo había recordado el día que conoció a Ida; lo había repetido como un mantra cuando, por la noche, se quedaba despierto en la cama, pensando en ella. Sencillamente, era incapaz de relacionarse socialmente. ¿Y qué tenía a cambio? Su mirada se posó en su cámara; debía de haberla sacado del macuto sin darse cuenta, porque estaba encima de la mesa, inmutable, con la tapa del objetivo colgando. Se imaginó que moría, que lo abrían en canal y que se le veían los huesos y los músculos y las arterias y los capilares, que conducían hasta una cavidad de su tórax donde en lugar de un corazón tenía una cámara.

La agarró por la correa y la lanzó hacia al suelo, igual que había hecho con la radio. El aparato fue a chocar contra la nevera y cayó ruidosamente sobre las baldosas de la cocina. Midas apuró la copa de vino, volvió a rellenarla y apoyó la cabeza en la mesa. Era un vino fuerte: vistos de cerca, los cercosde café de la mesa orbitaban fuera de control. Consiguió volver a enfocar la vista, pero cuando levantó la cabeza las paredes giraban como si se hallara en un tiovivo. Allí estaban las fotografías que colgaban de la pared, las huellas dactilares del pasado, recuerdos en blanco y negro. Gruñó y cerró los ojos, pero los recuerdos permanecieron. Su padre aplastaba libélulas con las manos, su madre lloraba con un ramo de rosas destrozadas en el regazo, un enjambre de medusas flotaba en el mar a su alrededor, Ida entraba en la floristería con el cabello empapado.

Alguien estaba golpeando la puerta y llamando al timbre con insistencia. Midas parpadeó varias veces y se levantó, hasta llegar al umbral entre la cocina y el recibidor. Los golpes y los timbrazos continuaban. Echó un vistazo a la botella de vino que había sobre la mesa. Toc, toc, toe. Se sujetó la cabeza con las manos y fue tambaleándose a abrir. Midas tardó un momento en adaptarse a la luz intensa y cegadora que invadió el recibidor.

—Hostia, Midas. ¿Una noche intensa?

—Hola.

—¿Ha vuelto a quedarse tu novia a dormir?

Midas negó con la cabeza. Denver, que estaba al lado de su padre, miraba detenidamente a Midas. Llevaba una bufanda que la tapaba hasta la nariz. Se había estirado una manga por encima de los dedos para sujetar una espinosa rama de acebo. Una pequeña amapola de Islandia le adornaba el cabello.

—Ah, ya veo —dijo Gustav escudriñando el interior—. ¿Qué ha pasado? ¿Y qué te ha pasado a ti? —Entró en la casa—. Hueles a podrido. ¿Seguro que estás bien?

—Metí la pata. Tuve un accidente. Pasad, hoy hace un frío tremendo.

Minutos más tarde, Midas estaba sentado con una bolsa de hielo en la cabeza mientras Gustav hurgaba en sus armarios y Denver, enfrente de Midas, lo observaba muy divertida.

Gustav cerró la puerta de la nevera y puso los brazos en jarras.

—No hay nada verde en toda la casa. Ni fruta. ¿De qué te alimentas?

Midas señaló la taza de café vacía.

—Vale. Voy a prepararte la comida. A ver si te animas un poco. Tardaré diez minutos.

—¿Adónde vas? —preguntó Denver girando la cabeza.

—A comprar verdura. Vuelvo enseguida. —Se marchó murmurando por lo bajo.

Denver suspiró; entonces estiró un brazo por encima de la mesa y agarró un dedo a Midas. Todavía estaba fría, del frío exterior. El intentó apartar el dedo, pero ella se lo apretó. A veces no le importaba que Denver lo tocara. La pequeña había pasado tanto tiempo con él que en ocasiones él olvidaba que se trataba de un ser independiente. Abatido, se preguntó si podría haber alcanzado algún día un estado parecido con Ida.

Denver apretó más fuerte.

—¡Ay! ¡Ay, Denver!

—¿Estabas enamorado de ella?

Midas negó con la cabeza.

—No te creo.

Midas volvió a intentar soltar el dedo. Denver se lo apretó más fuerte y se lo retorció.

—¡Ay!

—¿Se ha portado mal contigo? Si se ha portado mal contigo, la odio.

—En realidad creo que soy yo quien se ha portado mal con ella —confesó él, tragando saliva.

—¿Le has dicho algo desagradable sobre sus pies?

—No. —Midas volvió a tragar saliva—. Denver, ¿por qué...?

—Recuerda que lo sé. Vi la misma fotografía que vio ese tipo antipático.

—Eso sólo era... una fotografía retocada.

—No se lo he contado a nadie.

—Gracias.

La niña le aflojó el dedo, pero él no intentó soltarse.

—Tu cámara está en el suelo.

—La tiré yo.

—¿Por qué?

—Porque estaba enfadado con ella.

Denver lo soltó, y por un segundo Midas quiso volver a notar su fría manita alrededor del dedo. La niña levantó la cámara del suelo con ambas manos y la puso sobre la mesa.

—Hace mucho que no me enseñas fotos. Enséñame alguna.

Midas negó con la cabeza. Denver empezó a jugar con los botones digitales. Ambos permanecieron en silencio mientras ella husmeaba en el banco de imágenes de la cámara.

—No hay ninguna de Ida —observó la niña.

—Eran todas horribles. No había ni una sola que valiera la pena —aseguró él, frotándose la frente.

—¿Y las borraste porque no eran lo bastante bonitas?

—Exacto.

—Creo que sí estabas enamorado.

—El amor... no es algo que entiendas mejor por ser adulto, Den. Es como si fuera... un recuerdo de algo que debería haber sido. De los cuentos... y... No sé si de verdad puedes estar enamorado.

—Tú sí podrías. Tú y algunas personas más. Eres como yo. Lo tienes.

—¿Qué tengo?

—Control —respondió la niña encogiéndose de hombros—. Sobre eso que hay en el fondo de tu cabeza. Y aquí... —Se puso la mano sobre el estómago—. Aquí dentro.

Midas se abrazó el torso. El no creía que tuviera nada controlado.

Llegó Gustav con unas bolsas, que dejó en la encimera.

—Lechuga, tomates, patatas y jamón cocido. Voy a prepararte una ensalada y unas patatas asadas, porque... mírate, Midas.

No se lo contó todo a Gustav: habría sido demasiado. Sólo lo suficiente para que entendiera la situación respecto a su relación con Ida: el beso que no le había dado y las explicaciones frustradas. Su huida y el largo regreso a casa. Denver estuvo dibujando mientras él narraba su relato, como si pensara en otras cosas. Luego Midas esperó el veredicto crítico de su amigo.

Gustav se recostó en la silla; parecía impresionado.

—No puedo creer que hayas estado en casa de Hector Stallows. ¿Tiene tantos coches como dicen?

—Gustav, para mí esto es una pesadilla —repuso Midas, aunque era lógico que Gustav no entendiera la urgencia de la situación, ya que Midas no le había mencionado el asunto de los pies de Ida.

—Lo siento. Perdóname, amigo, pero ¿ves como tengo tazón? Mira, eres... miedoso. Sabes que lo eres, y yo también. Odias los enfrentamientos, y prefieres rajarte a pelear. Ahora mismo, por ejemplo: ni siquiera me miras.

Midas lo miró brevemente, y luego desvió la vista.

—Tienes un corazón de oro, y creo que Ida se ha dado cuenta. Debes volver allí corriendo y pedirle disculpas sinceramente por cuanto hayas hecho mal, que sospecho que debe de ser mucho menos de lo que crees. Creo que ella comprenderá que hablas en serio. Dudo que te ejecute, aunque quizá deberías prepararte para oír algunas verdades.

—La llamaré mañana por la mañana.

—No. Llámala ahora. Si crees que vale la pena arreglar las cosas, hazlo antes de que sea demasiado tarde. El tiempo no te esperará. Sabes exactamente lo que quiero decir.

Y lo que Gustav quería decir era: acuérdate de Catherine. Acuérdate del lago helado y de la ambulancia. Acuérdate de que no había hielo donde siempre hubo un terreno helado. Acuérdate de cómo tratabas de aparentar que hablabas en serio cuando le decías a una niña pequeña que a partir de entonces los narvales y los ángeles del agua cuidarían de su madre.

Acuérdate de las espinillas que se volvían duras como el esmalte y que sólo una semana atrás estaban suaves y rosadas.

—Tienes razón —admitió dando un suspiro—, pero me falta valor para hacerlo.

—Pues tendrás que buscarlo donde sea.

—Mira, Gustav, soy una maraña de inhibiciones. Uno: apenas sé expresarme. Dos: veo a mi padre en todo lo que hago y me odio por ello. Tres: cada vez que toco a alguien, parece que mi cuerpo se vuelva de hierro.

—Está bien. En el mismo orden en que tú lo has referido. Uno: acabas de expresar esa pequeña lista de defectos con toda claridad. Dos: tu padre está muerto. Ya sólo quedas tú. No digas que no; de eso ya hablaremos más tarde. Tres: vale, levántate.

—¿Qué?

Gustav retiró su silla y se levantó, haciendo señas a su amigo para que lo imitara.

—Quiero que te vayas al recibidor, Den, o a otra habitación, y que cierres la puerta. Lo siento.

La niña obedeció, enfurruñada, mientras Gustav se arremangaba la camisa.

—Vamos, Midas. Debería haber hecho esto hace años.

—Te voy a curar de una vez por todas. Levántate.

Midas retiró su silla y se puso en pie.

—Deja la cámara sobre la mesa.

—¿Por qué?

—Obedece.

Midas resopló y dejó la cámara.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó.

Gustav le hizo un placaje y lo tiró al suelo de la cocina. Midas gritó: todos los huesos del cuerpo se le sacudieron y su cabeza golpeteó contra las baldosas. Todavía chillaba cuando Gustav se le sentó encima y le arreó un puñetazo en el estómago, dejándolo sin respiración. Pero Gustav no se detuvo: sentado a horcajadas encima de él, lo agarró por los hombros, le levantó el torso del suelo y volvió a empujarlo con fuerza.

—¡Defiéndete, gilipollas! —chilló abofeteándolo.

Midas forcejeaba y trataba de escabullirse, pero Gustav pesaba demasiado. Recibió otra bofetada en la mejilla que le alcanzó la nariz. Olió su propia sangre. Cuando Gustav se disponía a pegarle de nuevo, Midas le agarró la muñeca y, como era demasiado enclenque para apartarlo de un empujón, le clavó las uñas. Gustav aulló de dolor y se levantó.

—¡Marica! —le gritó, y le propinó una patada en las costillas.

Midas rodó sobre sí mismo para eludir otra patada, le agarró un pie con ambas manos y se lo retorció. Gustav cayó al suelo y se golpeó la cabeza contra las baldosas. Unas gotas de sangre le mancharon la frente.

—¿Estás bien? —preguntó Midas, sentándose a su lado. —Arrggg....

—Lo siento, de verdad.

Gustav se volvió bruscamente hacia él y le golpeó el pecho. Midas se defendió agitando los brazos y trató de apartarse gateando para esquivar las patadas. Volvieron a revolcarse por el suelo y derribaron una silla. Midas tenía una mano entrelazada con la de Gustav, y la otra extendida sobre su cara. Percibió un orificio nasal, unos labios que resoplaban y una barba rala que le pinchaba la palma. Con un último esfuerzo, se liberó y se lanzó sobre su contrincante sin avisar, desplomándose sobre él con todo su peso. El impacto puso a prueba todas sus articulaciones, pero Gustav cayó atrás y Midas quedó encima, inmovilizándole la corpulenta barriga con sus flacas rodillas, apretando con fuerza para mantener los brazos de su amigo pegados al suelo.

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