Read La chica con pies de cristal Online

Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (30 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
2.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Gustav rió entrecortadamente y se pasó la lengua por el partido labio superior.

—Vale, vale —dijo resollando—. Midas gana con todas las de la ley.

Éste, gimiendo, se apartó, y Gustav siguió tendido boca arriba, jadeando y riendo. Midas examinó las huellas que la pelea había dejado en su cuerpo: la piel, enrojecida; la ropa, arrugada y torcida.

—Dios mío. Las cosas que hago por ti —dijo Gustav, gimoteando e incorporándose.

—Gracias. Ha sido... Quiero decir, me ha ayudado mucho.

—Si consignes tocar a Ida, será mejor que lo hagas con más delicadeza. Recuerda que estás en deuda conmigo. Y podrías empezar dejándome ducharme e invitándome a una cerveza o a una taza de té, si no tienes alcohol.

Gustav abrió la puerta de la cocina y encontró a Denver agachada, mirando por el ojo de la cerradura y mordiéndose los dedos para no reírse. Midas se ruborizó; notaba el cráneo como una bolsa de plástico llena de sangre.

La niña levantó la silla de la cocina que habían derribado y se sentó, mientras Gustav subía la escalera e iba a ducharse.

Luego abrió su cuaderno de bocetos con intención de dibujar otro narval.

—¿Sabías que tu padre está loco? —le preguntó Midas limpiándose la sangre de la nariz.

—Está preocupado —replicó ella, empezando a dibujar—. No habla de otra cosa.

—¿Desde cuándo?

—Desde que conociste a Ida. Dijo... —Mordisqueó el lápiz mientras trataba de recordar, y añadió, imitando a su padre—: «Por una vez que tiene suerte en la vida, va y la deja pasar.»

—¿Eso dijo?

Midas se quedó mirándola; ella siguió dibujando y añadió bridas al narval y unas riendas a un carruaje descubierto con forma de caracola. En el carruaje empezó a dibujar a la reina del mar.

—¿Cómo has visto a tu padre, Den? Desde que fue a visitar a tu abuela.

Denver paró de dibujar un momento y volvió a mordisquear el lápiz.

—Regresó con un montón de cosas de mamá. Estuvimos examinándolas juntos. —Se quitó una astillita de la boca.

—Ya lo imagino. Mi padre también dejó montañas de cajas.

Denver abandonó a la reina sin terminar y, distraídamente, se puso a dibujar burbujas y granos de arena en el fondo del mar.

—A mí no me entristeció. En parte estaba contenta. En las cajas había cosas de mamá cuando era pequeña. Unas muñecas muy bonitas. Ahora están en mi cama, con las mías. Me voy a dormir con la que mamá me regaló y con la que ella tenía cuando era pequeña. Qué raro, ¿verdad? Su muñeca no es más vieja que la mía. —Ya había destrozado un centímetro de lápiz (no le dejaban usar lápices con goma de borrar en el extremo)—. Midas...

—¿Sí?

—Mi mamá está mirándome. ¿A ti también te mira tu papá?

Él se estremeció al pensarlo.

—Antes pensaba que sí, que siempre estaba mirándome.

Midas se preparó la bolsa en cuanto Gustav y Denver se hubieron marchado. Una media hora más tarde, la niña volvió a entrar un momento con un jarrón lleno de rosas rojas que Gustav había escogido para que Midas llevara a Ida.

Cuando se quedó de nuevo solo, se sentó y se deleitó con el perfume de los pétalos mientras se servía el resto del vino del día anterior. Sería un buen acompañamiento para el plato de lechuga y jamón que le había preparado Gustav, y aunque todavía estaba magullado y resacoso por la borrachera de la noche anterior, necesitaba algo que le infundiera valor.

El vino le avivaba el corazón. La valentía no era lo suyo, y nunca lo sería (eso se lo garantizaba su código genético). Trató de decidir qué era lo más valiente que había hecho su padre. ¿Suicidarse? (Las olas chapoteando débilmente alrededor de la barca en llamas.) ¿O concebir a su hijo? Menuda escena: su madre, desesperada por un poco de amor, y su padre, que se estremecía al menor contacto físico (Midas recordó haberlo ayudado a subir a la barca), copulando en la cama, y toda la pegajosidad que eso implicaba.

Miró acusadoramente la copa de tinto, la apuró de un trago y se encaminó al teléfono. Había estado reconsiderando las horas que había pasado en Enghem, y lo que más le llamaba la atención era Emiliana: cómo se había comportado cuando había ido a regalarle la réflex, como si hubiera querido confesarle algo sobre el remedio, pero en aquel momento él estaba demasiado atontado para darse cuenta.

Marcó el número de la chica, que contestó enseguida.

—¡Ida! Soy yo.

Hubo un breve silencio, y después se oyó una voz de hombre:

—Lo siento, no soy Ida.

—Ah. ¿Carl?

—Sí. Y creo que Ida no quiere hablar contigo.

—Mira, Carl... No sé si ese remedio es una buena idea.

—Me parece que eso ya lo has dejado claro.

—¿Me pasas a Ida?

—Lo siento, pero no.

—Por favor.

—No insistas.

Carl colgó. Midas volvió a llamar, pero nadie contestó y luego saltó el buzón de voz.

Volvió a la cocina, enfurruñado. Se sentía rechazado. Tendría que aceptar que Ida no quería hablar con él.

Encima de la mesa estaba el dibujo de Denver del carruaje caracola, casi terminado: sólo la pasajera había quedado incompleta. Pensó en el cuerpo congelado de Catherine cuando lo sacaron de las aguas que la habían matado.

No podía rendirse.

Era una pena que no quedara vino.

Tenía que volver a ver a Ida y hablarle claro.

Cogió el teléfono y llamó a Emiliana Stallows, rogando que no contestara Carl.

—¿Quién es? —respondió la mujer tras varios tonos.

Midas no quiso decir su nombre para que ella no le colgara sin más.

—Ahora lo entiendo —dijo—. Lo que intentaba decirme cuando me regaló la cámara.

—Ah.

—No funcionará, ¿verdad? No nos contó el final de la historia de Saffron Jeuck.

A Midas le pareció oír los crujidos de Enghem Stead en el silencio que se produjo hasta que Emiliana admitió:

—No, no funcionará. Sólo retrasará el final.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé.

—¿Cuánto tiempo lo retrasó con Saffron?

—Midas, tienes que comprender que, cuando Saffron se marchó de aquí, todos creíamos que el tratamiento estaba funcionando.

—¿Cuánto tiempo? —insistió, enroscando el cable del teléfono alrededor de los dedos, tan fuerte que no le circulaba la sangre.

—No mucho.

—Voy a ir a buscarla.

Colgó, cogió su bolsa y las llaves del coche y salió de casa. Hasta que no hubo recorrido la mitad del camino a Enghem no se dio cuenta de que se había olvidado el jarrón con las rosas en la mesa de la cocina.

Capítulo 31

Carl estaba fumando un cigarrillo en la terraza de madera de Enghem Stead cuando Emiliana se le acercó sigilosamente. Hacia el interior, la niebla pintaba los montes de blanco. Durante el día había formado una masa de nubes bajas, pero había descendido inexorablemente sobre las cumbres. Más tarde resbalaría hacia Enghem-on-the-Water y se extendería hacia el norte por el sereno océano.

Emiliana se acercó más a Carl y apoyó los codos en la barandilla. Se quedó contemplando el humo que soltaba al fumar, suspendido en el aire como un hilo; parecía que el cigarrillo fuera a flotar si lo soltaba.

—Carl...

Sacudió la ceniza sobre los guijarros que había bajo la terraza.

—¿Qué pasa, Mil?

—No lo sé —respondió ella respirando hondo—. Ha habido mucho jaleo desde que llegasteis, y tengo la impresión de que apenas hemos tenido ocasión de ponernos al día.

—Anoche estuvimos hablando hasta muy tarde.

—Sí, pero...

Carl expulsó el aire con un largo resoplido y apagó la colilla en la barandilla. Miró a Emiliana de soslayo, como si girar la cabeza fuera una tarea demasiado ardua. Aun así, ella sintió que él le adivinaba el pensamiento, una habilidad que siempre había tenido. Fue eso lo que la había atraído al principio. Cuando se conocieron —ella era joven y ya estaba arrepentida de haberse casado—, él la había traspasado con una de esas miradas, salvando todas las barreras. En esa época, él estaba enamorado de Freya, cosa que le había confesado nada más empezar su aventura. Pero Emiliana había creído que podría competir con ella.

—Te he ocultado un par de cosas.

Carl arqueó las cejas, y ella, que no soportaba aquella mirada de soslayo, en lugar fijar la vista en su rostro, le miró los dedos, que se cerraron sobre la barandilla de madera, y carraspeó.

—Sobre Saffron Jeuck —añadió.

El no dijo nada. Emiliana vio cómo una parte de la masa brumosa se desprendía lentamente de las laderas más cercanas de los montes y borraba las tierras bajas que se divisaban a lo lejos. Parpadeó para no llorar. Suponía que él jamás volvería a visitarla, lo que le parecía injusto. Carl, obsesionado con una mujer fallecida tiempo atrás, intentaba ayudar a una muchacha condenada a morir; y, en cambio, a ella no le hacía caso. Hacía doce años —el tiempo que llevaba casada— que estaba preparada para fugarse con él.

—Saffron murió —anunció, arriesgándose a mirar a Carl, a quien le sobresalía la mandíbula inferior, como si se resintiera de un puñetazo.

La bruma empezaba a aparecer en los surcos de los escarpados campos de cultivo que separaban Enghem-on-the-Water de los montes, como si el grueso de la niebla estuviera trasladándose mediante canalizaciones subterráneas.

—¿Qué? —preguntó por fin, tras lo que pareció una eternidad.

—Se suicidó.

—Entonces, ¿no fue por el cristal?

—Sí. Se suicidó porque el cristal no había dejado de avanzar.

Carl cerró los ojos y permaneció inmóvil, asimilando la información. Durante el largo rato que tardó en volver a hablar, la niebla fue acercándose más, saliendo a tientas de los surcos del terreno como un viejo animal ciego que va en busca de comida, mordisqueando las rocas, avanzando a tientas por la hierba, inclinándose en la orilla de un arroyo insulso.

—Vaya, qué sorpresa.

—Yo no quería que pasara lo que ha pasado. Pensaba que, al fin y al cabo, Ida podía curarse aunque Saffron no se hubiera curado. El tratamiento no resultó del todo ineficaz; durante meses impidió que el cristal se extendiera.

Carl clavaba las uñas en la madera de la barandilla. Tenía los nudillos blancos, pero, por lo demás, estaba muy quieto.

—El tratamiento la destrozó. Ya hemos visto los verdugones y las quemaduras en tu vídeo. Lo que se proponía el remedio era conseguir que los tejidos fingieran estar muertos, no que perdieran toda su fuerza.

Emiliana asintió enérgicamente. Los montes empezaban a desvanecerse por completo bajo la niebla cada vez más densa.

—¿Hay algo más? —inquirió él.

—Quiero que todo sea diferente. No deseo a nadie lo que le está pasando a Ida. Y deberías saber, Carl, que a veces...

—¿Hay algo más que deba saber sobre Saffron Jeuck?

Emiliana tragó saliva.

—Me aseguraron que había tenido una muerte rápida —dijo al fin—. No sé mucho más. Cuando se marchó de aquí, parecía que el tratamiento estaba funcionando, Carl. No me enteré hasta tiempo después de que las cosas habían empezado a ir mal.

De pronto pareció que la niebla se inflaba y expandía, como si la tierra hubiera espirado con fuerza un día muy frío.

—Vete —pidió Carl.

Emiliana bajó de la terraza a la playa de guijarros, alejándose con pasos rápidos y asustados, hasta que se le mojaron los zapatos y empezaron a hundírsele en terreno esponjoso. Siguió andando, sin mirar atrás, hasta que vio que subía una pendiente y que la niebla la rodeaba por completo. Entonces se detuvo. ¿Cómo se atrevía Carl a echarla de su propia casa? Aunque en realidad... era la casa de Héctor, y aquel paisaje no le pertenecía a ella más que a Carl. Se volvió hacia Enghem Stead, pero con la bruma no estaba segura de si miraba en la dirección correcta. Dio otro paso, y su pie quebró la superficie helada de un charco. Volvió a pararse. No quería volver. Se apartó el negro cabello de la cara y respiró despacio para serenarse. Iría a algún otro sitio.

Capítulo 32

La niebla había alcanzado Enghem Stead; estaba tan cerca de la terraza que Carl apenas divisaba más allá de la barandilla.

De todas formas, su mente se hallaba en otro sitio.

No supo lo que era el amor hasta que Freya se marchó de viaje. En la universidad, pasaba las deprimentes noches en que ella volvía a su residencia o su casa desterrándola de su pensamiento mediante la metafísica, las novelas de suspense que compraba en los aeropuertos, la herejía gnostica o la pornografía blanda. Cualquier cosa que lo distrajera. Luego vino el golpe demoledor de la licenciatura: entonces Freya se marchó de viaje por el Lejano Oriente, y Carl no tuvo más remedio que concentrarse en su carrera académica. A veces pasaba semanas enteras sin dormir, no porque no pudiera, sino porque no era capaz de soportarlo. El agotamiento se apoderaba de él en los momentos más inoportunos. Soñaba despierto que Freya se limpiaba unos cortes en las rodillas. Recordaba un paseo por High Street en que a todos los peatones les sangraban las rodillas. Una agente de policía lo despertó en un banco, delante de un supermercado.

Empezó a hablar de Freya consigo mismo por las noches, mientras bebía whisky y se miraba en el espejo. La gente vivía y moría por las ideas. Las guerras se hacían por ideas.

Pero Carl no podía mirarse a los ojos mientras decía eso, porque en el fondo sabía que era una degeneración amar simplemente la idea de una persona, una figura fantasmal donde antes hubo un ser vivo.

Sentado, se inclinó hacia delante y contempló la impresionante monotonía de la niebla. No sabía cómo iba a darle la noticia de Saffron a Ida, y justo en ese momento la joven salió a reunirse con él en la terraza.

La otra noche, cuando Ida les había enseñado los pies, Emiliana y Midas se habían desmaterializado a la misma velocidad que Enghem bajo aquellas condiciones atmosféricas. Y también los muebles, las paredes, el invierno... y el tiempo. La forma de las piernas de Ida había resucitado en Carl antiguos pensamientos. Le había hecho recordar las de Freya.

La noche anterior la había convencido para que volviera a mostrarle el cristal. Los tobillos de Ida ya eran casi completamente transparentes, y la piel de sus espinillas ofrecía un aspecto inconsistente, estaba pasando de blanca a transparente, y debajo había hilillos de sangre que corría por venas cristalizadas, como gusanos fosilizados. Al verlos, Carl se retrotrajo hasta aquel verano de su juventud: olió la hierba reseca y oyó el ruido que hizo la bicicleta de Freya al estrellarse contra las losas de la calzada. Era como si con un ojo hubiera visto la sangre de las rodillas de ella, y con el otro, la sangre atrapada bajo la superficie de las espinillas de Ida. Con crueldad, su cerebro había superpuesto ambas imágenes.

BOOK: La chica con pies de cristal
2.87Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Friends and Lovers by Tara Mills
Quake by Carman,Patrick
Summerblood by Tom Deitz
The Exiled Queen by Chima, Cinda Williams
The Lost Empress by Steve Robinson
Beast of Burden by Marie Harte