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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (37 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Ida se conformaba con mirar a Midas mientras él, mudo y agradecido, la observaba a su vez. Ella sospechaba que los monjes que convivían en las oscuras abadías percibían que el aire estaba cargado de esa misma electricidad, producto de la afinidad.

Para emplear la analogía del propio padre de Midas —que Carl le había repetido a Ida en una ocasión, hacía no mucho, un día que la nieve los había obligado a permanecer encerrados en casa—, todavía había prendas de que despojarse. Sonrió al pensar que, como mínimo, ella había conseguido que Midas se quedara en calcetines y calzoncillos. Las personas tenían más capas de las que podía cifrar una analogía de camisetas y anoraks, y sospechaba que, mientras ibas quitándote las capas externas, otras nuevas se cosían por dentro.

La estela de espuma que iba dejando el bote parecía la cola de un vestido de novia. Ida se preguntó si habría llegado a casarse con Midas, idea que la sobresaltó tanto que temió caer al agua. Nunca había pensado en serio en el matrimonio; jamás se había sentido cómoda imaginándose con un vestido de novia de larga cola y junto a un novio engalanado que le tendía una alianza.

—¿Qué pasa? —preguntó Midas.

—Nada.

De todas maneras, esa escena nunca tendría lugar, porque ella no podría ponerse de pie frente a un altar ni notar cómo la sangre de sus pantorrillas circulaba hasta alcanzar los dedos de sus pies. Pero fingir que las cosas sólo estaban empezando le producía un agradable mareo.

—¿Qué pasa? —susurró Midas.

—Nada. —Ida se sujetó al costado del barco—. Sólo estoy un poco mareada. Nada más.

—Me dijiste que nunca te habías mareado en el mar.

—Bueno, siempre hay una primera vez, ¿no? —repuso ella, frotándose los ojos.

La verdad era que le dolían los muslos, donde notaba un entumecimiento diferente, latente. No sentía nada en las piernas, pero tenía el presentimiento de que algo estaba extendiéndose por ellas. Negó con la cabeza y trató de distraerse contemplando el mar. Y entonces los vio.

Unos cuerpos enormes y elegantes se movían por el agua: era un grupo de narvales. Le pareció asombroso que unas criaturas tan inmensas sólo necesitaran el agua para volverse invisibles. Recordó que una vez había buceado entre una ballena rorcual y su cría, en un océano ecuatorial de aguas azul verdosas.

Los cuerpos de los cetáceos iban adquiriendo definición a medida que se acercaban a la superficie.

—Gracias por venir conmigo —dijo Ida.

Midas la observaba con inquietud.

No lejos del bote, un colmillo retorcido en espiral emergió y ascendió como una lanza. Otro atravesó la superficie y saludó junto al primero. Los dos colmillos entrechocaron a ciegas.

—No tengas miedo —dijo Ida.

—No tengo miedo. Bueno, sí, un poco.

Tras los colmillos aparecieron dos cabezas romas con ojos infantiles y curiosos. Los narvales desgarraron el mar como si éste fuera papel de envolver. Salieron a la superficie, mostrando unos cuerpos cubiertos de lapas y surcados de listas blancas y negras que parecían vetas de obsidiana y cuarzo. Desafiaron el peso del agua durante unos instantes antes de volver a sumergirse como de mala gana; luego desaparecieron en los cráteres del océano, dejando sólo un resoplido suspendido en el aire.

De pronto, unas colas surcaron la superficie acuática, que se llenó de burbujas.

Midas estaba absorto. Se daba cuenta de que nunca se había preguntado cómo debía de ser el mar más allá de la costa; parecía otro planeta.

La cola del último narval, el más grande, chasqueó como si saludara y se abrió con forma de corazón contra el cielo antes de sumergirse. El grupo siguió hundiéndose hasta desaparecer donde la luz ya no podía seguirlo.

Midas se volvió hacia Ida sonriendo con temor.

Estaba inclinada sobre el costado opuesto del bote, y lo hacía mecerse. Él avanzó con cautela y cogió los remos, que ella había dejado colgando de las chumaceras.

—Estoy bien —dijo, pese a que todo indicaba lo contrario.

—Procura... respirar. Respira despacio. Se te pasará.

Apoyó la frente en la madera. Se pasó las manos por los muslos y se apretó las rodillas.

—Deberíamos volver a tierra —propuso Midas.

Intentó remar como lo había hecho Ida, pero el bote empezó a girar sobre sí mismo. Los remos golpeaban el agua inútilmente y salpicaban.

—Para —le suplicó ella.

Se levantó la falda. Una capa de cristal impecable, de un centímetro de grosor, le cubría los muslos. Debajo se veían los magullados músculos. Midas soltó los remos, que quedaron colgando.

Ella lo agarró tan fuerte que le clavó las uñas. Juntos, se quedaron mirando fijamente, mudos, las rodillas de Ida. Las articulaciones se habían trabado.

Ida se desabrochó el abrigo y se levantó el jersey. Los lunares y folículos se desdibujaban por momentos en la superficie de su barriga. La carne se retiraba, cediendo paso a una pantalla lisa. Debajo, los ligamentos color morado se esfumaban como tierra esparcida por un cepillo. La luz brillaba en su ombligo de cristal e insinuaba la silueta de sus intestinos, que se movían bajo capas de grasa cada vez más dura.

—Vayamos a la orilla —dijo Midas con voz ronca, volviendo a coger los remos.

Ella le acarició los brazos y lo abrazó con fuerza, hasta que él captó el mensaje. Sus labios le recorrieron el cuello y las mejillas, y terminaron encontrándose con los suyos. Se besaron mirándose fijamente. Midas notó cómo los codos y los antebrazos de Ida se endurecían, cómo poco a poco dejaba de apretarlo, al tiempo que notaba bajo sus manos extinguirse el calor de Ida.

La blanda piel de ella se tornó plomiza. Midas le pasó las manos por el cabello. Le acarició las mejillas.

Ida lo besó, pasándole la lengua por cada uno de los dientes. Sus pestañas dejaron un rastro de lágrimas en la cara de Midas.

De pronto ella ya no le asía los hombros. Sus labios eran dos bultos sin color. Su cabeza chocó contra la de él. Las lentes de sus ojos se gelificaron.

Los puntos negros de sus pupilas se convirtieron en agujeritos; se cerraron como con cerrojos; desaparecieron. Por un instante, su cabeza fue una rosa congelada, y luego vacía.

Midas empezó a temblar y gritó «¡Socorro!» con todas sus fuerzas. Seguía atrapado en el helado abrazo de Ida. Cuando por fin pudo apartar las manos de su cabello, incapaz de mirarla a la cara, oyó un chasquido. Las fibras de cristal en que se había convertido el pelo de Ida se aferraban a sus dedos, lacerándolos. Aún tenía los brazos de ella sobre los hombros, así que iba a tener que contorsionarse para separarse.

Oculto en un anillo de bruma cada vez más denso, Midas perdió la noción del tiempo, aunque cada momento parecía largo y doloroso y cada inspiración era como levantar un gran peso. La niebla se volvió más gris y espesa, pero él no se daba cuenta: sólo veía los movimientos de su cuerpo, y los comparaba con la absoluta inmovilidad del de Ida. Cuando le rugió el estómago, se odió a sí mismo. Permaneció con la vista fija en su regazo, y tardó horas en reunir el valor necesario para volver a mirarla.

Su rostro de cristal, inmovilizado en un beso, era una máscara que nada ocultaba. Se le acercó más, y entonces notó la sacudida del bote y el chapoteo del agua. Veía a través de los vacíos ojos de Ida, detrás de los cuales sólo había sólido cristal. «¿Adónde te has ido?», preguntó; estiró un brazo y, desesperado, incrédulo, volvió a acariciar la laminada superficie de su mejilla. Aquel bloque frío y duro había contenido la voluntad y los pensamientos de una persona. Una voluntad que él creía capaz de arrastrar la suya hasta librarla de la inercia y convertirlo en mucho más de lo que había sido hasta entonces. No entendía adonde había ido a parar todo aquello. Ya no estaba en el cuerpo de Ida... a menos que los cables entrecruzados de los pensamientos y los sentimientos que componían a una persona se alojaran en algún lugar más profundo, en el corazón, o las tripas, como tantas veces le había parecido notar. Cogió la parte inferior de la camiseta de Ida y la levantó para examinarle la cintura: la espalda y el abdomen transparentaban el azul de la camiseta. Su barriga estaba tan vacía como su cabeza.

Soltó la prenda y se enjugó las lágrimas, transparentes como el cuerpo de Ida.

Ella seguía con las manos levantadas, como si todavía lo estrecharan en un abrazo. Midas, que se sentía lento y pesado, se arrodilló, volvió a introducirse en el círculo que formaban los brazos de Ida y apoyó la cabeza en la de ella. Se quedó así, sollozando suavemente al compás del oleaje, hasta que distinguió un destello de luz amarillenta a lo lejos.

De mala gana se soltó y escudriñó la bruma. Un bote color naranja viraba hacia él: naranja, como los botes salvavidas.

Se volvió y contempló las facciones centelleantes de Ida, y de pronto previo un futuro lleno de interrogatorios. Los innumerables exámenes a que someterían el cuerpo de su amiga. Las noticias en los periódicos, las imágenes en televisión, las fotografías. La chica de cristal del archipiélago de Saint Hauda.

El abrigo colgaba sobre ella como una funda. A la luz proyectada por el bote salvavidas, descubrió en la cabeza de Ida imperfecciones, pequeñas manchas en el cristal. Midas se inclinó hacia delante para besarla por última vez, pero enseguida se apartó al notar el tacto duro y frío de sus labios. Por un instante, su boca había parecido húmeda, aunque sólo había sido un efecto de la luz. Su cabello no tenía profundidad, era solamente la arañada superficie de un bloque de cristal. Comprendió que aquella figura ya no era ella, lo cual hizo que su decisión, ahora que el bote salvavidas se acercaba, resultara mucho más soportable, lo bastante para ponerle las débiles manos sobre los hombros y empujarla con sus escasas fuerzas. Ella se balanceó y cayó por la borda, salpicando al impactar contra la superficie del agua. Con la sacudida, el bote se tambaleó de forma peligrosa, y de pronto Midas resbaló en el suelo mojado de la embarcación y se precipitó al mar detrás de Ida.

Un mar que lo engulló, mientras el agua, gélida, sustituía al aire. Vio a Ida, que se hundía en aquella eternidad líquida. Una burbuja atrapada en la cavidad de su boca (la boca cálida y suave que él había besado) escapó a modo de un último suspiro. Midas emitió un rugido instintivo que le llenó la boca de agua salada. La corriente lo volteó y lo puso boca arriba, y vio el rastro de su propio último aliento ascender detrás del de Ida, hacia la luz acuática de la superficie. Intentó darse la vuelta y nadar tras ella, que seguía hundiéndose; su cuerpo transparente y su inflada ropa eran cada vez más tenues. Pero no podía nadar, ni hacia arriba ni hacia abajo. Sólo consiguió darse la vuelta y hundirse a la velocidad de la gravedad, mientras una extraña paz se apoderaba de él. Empezó a ver doble, y luego cuádruple. El mar estaba formado por un centenar de círculos relucientes.

La echaba muchísimo de menos.

Y de pronto empezó a desplazarse marcha atrás, aunque ignoraba si hacia arriba o hacia abajo. Lo único que sabía era que lo estaban arrancando de ella, por lo cual gritó (pero no había aire) y lloró (pero bajo el agua no podían formarse lágrimas).

Se produjo entonces una explosión de luz y una algarabía. La espalda de Midas fue a dar contra una superficie dura. Todo su cuerpo experimentó una sacudida, y creyó que se estaba electrocutando. Notó unos labios pinchudos sobre los suyos; eran calientes y con sabor a sudor, y le introducían aire en los alvéolos. Intentó apartarlos, pero no tenía fuerzas. Cuando hubieron terminado con él, le dieron la vuelta y lo tumbaron sobre un costado, y se quedó allí, llorando, viendo cómo sus lágrimas caían en la cubierta y se mezclaban con el agua del suelo del bote.

Permaneció un rato en esa postura, cubierto con mantas y con el cabello empapado y frío sobre la cara, sintiendo el abismo que se había abierto entre Ida Maclaird y Midas Crook. Cada ola que golpeaba el casco del bote salvavidas sonaba como un apocalipsis. Al final distinguió voces superpuestas al abrumador rumor del mar y los gritos de las gaviotas. Notó que le apretaban un hombro y reconoció una voz.

Miró hacia arriba.

—Aguanta, amigo —le dijo Gustav, con el rostro encendido por la preocupación—. Te pondrás bien.

Detrás de él, varios guardacostas observaban con escrúpulo profesional. La mano de Gustav sujetaba con fuerza el hombro de Midas. Al cabo de un rato, ese tacto entumecido hizo que Midas estirara los brazos para rodear el cuello de Gustav y abrazarlo casi sin fuerzas. Gustav lo abrigó entre sus fuertes brazos. Midas escondió la cara en la piel enrojecida y caliente del cuello de su amigo y gritó. Aquel grito se perdió en la inmensidad del océano.

Capítulo 40

Poco después, una mañana borrascosa, cuando Henry Fuwa abrió la puerta de su casa se encontró ante Midas.

La casita de Henry olía a cerrado. La atmósfera, fría y húmeda, hizo que el joven se cruzara de brazos (todavía notaba el abrazo petrificado de Ida: tenía cinco cardenales con forma de yemas de dedo en cada hombro).

Fuwa apareció con una tetera de té verde y dos tazas de porcelana sin asas. Bebieron despacio, sin mirarse.

—¿La amabas? —preguntó Henry en voz baja.

—Nunca creí que llegaría a amar a nadie —respondió Midas, y le pareció que su voz provenía de sus entrañas, quizá de una alianza de órganos carentes de nombre—. Pero sí, la amaba.

Henry asintió. Eran sinceros el uno con el otro, pese a que la desconfianza había marcado alguno de sus anteriores encuentros; una sinceridad surgida del convencimiento de que jamás podrían comentar con nadie lo ocurrido salvo entre ellos, y que después de ese día no soportarían verse para volver a hablar de ello.

El viento gemía contra las paredes de la casita.

—Quería decirte que siempre esperé que las cosas te fueran bien —confesó Midas, con los ojos cerrados—. Me refiero respecto a mi madre. Ah, y también anunciarte que me marcho.

—¿Ya te vas?

—Que me marcho de Saint Hauda.

—Ah. ¿Adonde?

—Todavía no estoy seguro. Pero ya tengo preparadas las maletas.

Contemplaron sus respectivas tazas. A Midas todavía le dolían los cortes de las manos hechos con el cabello de Ida. Unos cortes que estaban dejando finas cicatrices similares al dibujo de la corteza de un árbol.

Las patas de la silla arañaron el suelo cuando se levantó. Le tendió la mano a Henry y se dieron un apretón enérgico. Luego Midas se marchó. Fuera, una fina capa de nieve cubría la ciénaga.

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