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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

La cicatriz (60 page)

BOOK: La cicatriz
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Armada bailaba bajo un cielo hirviente. A medida que el motor aeromórfico iba aumentando su potencia, los patrones de los rayos empezaron a cambiar. Bellis contemplaba las nubes, hipnotizada.

Al principio eran fortuitos, zarcillos luminosos que aparecían con un chasquido brusco y trepidaban como serpientes brillantes en la oscuridad. Pero entonces empezaron a sincronizarse. El tiempo entre ellos fue disminuyendo, de manera que la luz de uno ardía todavía en los ojos de Bellis cuando el siguiente estallaba, y sus movimientos se fueron dotando de propósito. Los rayos se arqueaban hacia el centro de la nube y se desvanecían al llegar a su eje.

Los truenos se hicieron más intensos. El olor de la leche de roca resultaba nauseabundo. Bellis estaba hipnotizada por lo que estaba presenciando en medio de aquel diluvio y sólo era capaz de pensar
¡Vamos, vamos!
, sin tener una idea muy clara de qué era lo que estaba esperando.

Y entonces, finalmente, con un único y pasmoso estallido de trueno, los relámpagos se pusieron en fase.

Brotaron de la nada y al mismo tiempo por todo el extremo de la tormenta, desgarraron el aire oscuro en dirección a su corazón y se encontraron allí, en el centro mismo de la tormenta, en un único y agónico punto de luz que crepitó y
no se disipó
.

Brotó energía, invisible, amplificada por las válvulas y los transformadores de motores ocultos, emergió de las chimeneas del
Grande Oriente
y voló hacia los cielos, hacia la tormenta.

La invocación estalló en el corazón de las nubes.

La crepitante estrella de rayos resplandecía fría e intensa, entre blanca y azul, temblando, cada vez más brillante, tensa como si estuviera preñada, como si estuviera llena y preparada para explotar y entonces…

¡explotó!

y un enjambre de presencias chirriantes se coaguló a partir de sus fragmentos y envolvió al barco, apariciones crepitantes perfiladas con energía, con electricidad, que dejaban rastros de aire quemado mientras volaban con sentido por el cielo, inteligentes, caprichosas y conscientes.

Fulminis. Elementales de electricidad.

Gritaban y reían mientras avanzaban en zigzag, con voces que no eran ni sonido ni corriente. Se desplazaban con pasmosa velocidad por el cielo, se metamorfoseaban en arcos voltaicos, dejando tras de sí un rastro de formas fantasmales creadas por sus descargas a imitación de los perfiles de los edificios de la ciudad, de peces y pájaros, de rostros.

Un puñado de ellos se lanzó sobre la cubierta del
Cromolito
, pasó chillando junto a Bellis y a ésta casi se le paró el corazón. Volaron en espiral alrededor de la chimenea.

Desde algún lugar de las profundidades del
Grande Oriente
llegó un impulso de potencia, y por toda la ciudad los elementales abandonaron sus juegos y se arremolinaron, agitados. Las máquinas escondidas volvieron a despedir un palpito de energía a través de los cables hasta las puntas del mástil. Los fulminis aullaron y empezaron a bailar alrededor de las cadenas y las barandillas de metal. Se reunieron. Bellis volvió la cabeza y vio cómo se marchaban pasando sobre de su barco, atravesando los canales de agua que separaban las naves, por encima de las cubiertas reformadas en dirección al mástil principal del enorme vapor.

Bellis ya no era consciente de la lluvia o los truenos. Lo único que podía ver eran los relámpagos vivientes que perfilaban Armada con sus fríos destellos, que reñían, aparecían y desaparecían entre espasmos junto a los tejados más altos de la ciudad. Su mirada atravesó la tormenta, voló por encima de los barcos que se interponían. Como un cebo, un flujo de energía se estremecía al extremo del gigantesco mástil del
Grande Oriente
.

Estamos pescando una tormenta para pescar elementales para pescar el avanc
, pensó Bellis. Se sentía como embriagada.

Los fulminis daban vueltas alrededor del mástil, una película de chispeantes presencias que giraban formando un vórtice. Le escupieron a la oscuridad de la tormenta mientras iluminaban la ciudad en negativo, como si el sol se hubiese vuelto negro hasta que de pronto, un último y gran borbotón de energía brotó de los cables y los fulminis chillaron y farfullaron y fueron succionados por el metal.

Utilizando sus hechizos y sus máquinas, los elementalistas se apoderaron de ellos.

Los elementales aullaron mientras los capturaban, mientras sus formas eran conducidas por el grueso cableado y sus luces se iban extinguiendo en rápida sucesión. En apenas segundo y medio el cielo volvió a estar a oscuras.

Los elementales de electricidad atravesaron en forma de partículas supercargadas la red de cobre, fundiéndose unos con otros hasta convertirse en un chorro de potencia viviente que se derramó sobre las entrañas del
Grande Oriente
, sobre el motor de leche de roca y desde allí hasta los extremos superiores de las cadenas que se extendían en dirección a la sima marina.

Bajo millones de toneladas de agua de mar, la sustancia condensada de una tribu de elementales de electricidad emergió por los eslabones de las cadenas, por unos dientes del tamaño de mástiles, en un rayo de una potencia masiva que despedía una luz blanca y que se hundió con un espasmo instantáneo en la fosa, quemando y destruyendo cuanta vida se interponía en su camino hasta perforar la membrana que separaba las dimensiones, muchos kilómetros más abajo.

En el fondo del
Grande Oriente
, el motor de leche de roca zumbó y envió poderosos impulsos a lo largo de la cadena.

Sólo que ahora había un desgarrón bajo el agua y ahora las tentadoras señales que enviaba, inaudibles para cualquier criatura nativa de los mares de Bas-Lag, podían ser oídas.

Tanner Sack se sumerge en la oscuridad crepuscular de las aguas. La tormenta se ha disipado, casi instantáneamente y por encima de él el mar brilla. Se está poniendo a prueba, internándose lo más posible en la zona a la que no llega la luz.

Hay otros con él: jaibas, hombres pez y Juan el Bastardo, supone, curiosos por sumergirse tanto como sea posible, pero no puede verlos. El agua es fría, silenciosa y densa.

Sintió la descarga de energía mientras pasaba a su lado por los enormes eslabones de la cadena. Sabe que justo debajo de él están teniendo lugar acontecimientos asombrosos y como un niño decide darse un gusto y se zambulle en dirección a la oscuridad. Nunca se había sumergido tanto hasta hoy pero sigue la enorme cadena tanto como le es posible, aguantando, aclimatándose, mientras la presión lo va acogotando. Sus tentáculos se extienden hacia delante y parecen aferrarse a algo, como si pudieran arrastrarlo más aún asiendo la sustancia del agua.

Le duele la cabeza, su sangre está constreñida. Se queda inmóvil en el agua cuando no puede avanzar más. No sabe cuánto ha bajado. Ya no puede ver la gran cadena a su lado. No ve nada. Está suspendido en el frío y el gris y está solo.

Pasa mucho tiempo mientras las señales del motor de leche de roca siguen reverberando tentadoras en las aguas profundas. Todo está en calma.

Hasta que los ojos de Tanner se abren de repente (ni siquiera sabía que los había cerrado).

Ha habido un sonido, una brusca sensación crujiente, como si una cerradura se hubiera abierto con un crujido, como si las cosas estuvieran alojándose en sus ranuras y nichos. Una larga y trepidante nota que viaja por el agua como el canto de las ballenas, que siente en el estómago más que escucha.

Tanner esta inmóvil. Escucha.

Sabe lo que ha oído.

Eran los cierres del arnés de casi medio kilómetro —los dientes y las clavijas y pernos y remaches, los cerrojos del tamaño de barcas— que se deslizan por las aberturas correspondientes. Algo ha llegado atravesando las capas de agua y realidad, piensa, para investigar los deliciosos latidos de leche de roca y ha metido el cuello u otra parte de sí mismo en el collar hasta que el arnés ha estado a su alrededor y las espinas y corchetes como troncos se han cerrado, le han atravesado la carne y las cinchas se han puesto tensas y la cosa ha quedado atrapada.

Vuelve a haber silencio y quietud. Tanner sabe que, sobre él, los taumaturgos e ingenieros están enviando señales cuidadosamente medidas a donde suponen que debe de encontrarse el córtex de la criatura para tratar de calmarla, someterla, engañarla.

Siente cambios minúsculos de las mareas y las temperaturas: oleadas de taumaturgia que pasan a través de él.

Tanner siente vibraciones contra su piel y luego, con más fuerza, en su interior.

La cosa se está moviendo, mucho más allá de los márgenes moribundos de la luz del sol, en la medianoche que reina a kilómetros de profundidad, más allá de los peces linterna y los cangrejos araña, eclipsando su débil fosforescencia. Siente que repta hacia él, desplazando enormes masas de agua fría y expulsándolas del abismo en extrañas mareas.

Está hipnotizado.

Hay una trepidación sorda y perezosa que hace que el agua se estremezca. Tanner imagina un apéndice monstruoso que golpea casualmente la plataforma continental, un Apocalipsis inconsciente que barre a docenas a los toscos habitantes de las profundidades.

A su alrededor, el agua se arremolina. Ascienden disonantes ondas de taumaturgia desde la fosa. Hay un repentino espasmo de presión de agua y luego un martilleo casi inaudible llega hasta los oídos de Tanner. Inseguro, se esfuerza por oír.

Es un ritmo tenue y regular que siente en las entrañas. Un golpeteo sordo, poderoso y aplastante. Se le hace un nudo en el estómago.

Lo oye sólo un instante, por algún capricho del espacio y la taumaturgia, pero sabe lo que es y ese conocimiento lo deja boquiabierto.

Es un corazón del tamaño de una catedral, latiendo muy por debajo de él, en la oscuridad.

En los escalones empapados de lluvia, bajo un sol furioso y un cielo completamente despejado, Bellis esperaba.

Armada parecía una ciudad fantasma. Todos sus habitantes, salvo los más curiosos, se escondían, todavía aterrados.

Algo había ocurrido. Bellis había sentido la sacudida del
Cromolito
y el choque de las cadenas. Habían pasado varios minutos de silencio.

Volvió a escuchar el roce del metal contra el metal y se estremeció. Una percusión lenta y amenazante, mientras por debajo de la ciudad, las cadenas se movían, se alzaban y se tensaban, emergían de la sima que atravesaba el fondo del mundo, regresaban a su dimensión natal y se zambullían por completo en las aguas del Océano Hinchado.

Se fueron separando poco a poco de la vertical, se extendieron hasta estar muy tirantes delante de la ciudad. A kilómetros de profundidad, el arnés se encontraba justo sobre el lecho del océano.

Se alzó un súbito sonido vibrante y Armada se movió con violencia contra sí misma mientras sus barcos variaban ligeramente de posición, eran obligados desde abajo a adoptar nuevas posiciones y sus perfiles se alteraban.

La ciudad empezó a moverse.

El espasmo estuvo a punto de tirar a Bellis al suelo.

Estaba horrorizada.

La ciudad se estaba
moviendo
.

En dirección sur, a una velocidad que eclipsaba con mucho la máxima que hubiesen conseguido jamás las docenas de remolcadores.

Bellis podía ver cómo rompían las olas contra los flancos de los navíos exteriores. Podía ver el remolino que la ciudad formaba tras de sí. Estaban viajando lo bastante deprisa como para dejar una
estela
.

Desde el extremo de Armada hasta el horizonte, la flota de embarcaciones que no estaban amarradas a la ciudad se estaban moviendo a un ritmo frenético. Estaban virando hacia Armada mientras encendían sus motores.

Oh, dioses misericordiosos
, pensaba Bellis, aturdida.
No deben de poder creer lo que están viendo
. Oyó cómo se levantaban coros de júbilo en los más próximos. Los marineros estaban en cubierta, lanzando vítores.

El sonido se apoderó de Armada, lentamente, conforme sus habitantes empezaban a aparecer, abrían puertas y ventanas, emergían de sus agujeros y se asomaban sobre las bordas tras las que se habían ocultado. Allí donde Bellis se volviese a mirar, los ciudadanos estaban gritando. Vitoreaban a los Amantes. Estaban borrachos de deleite.

Bellis se volvió hacia el mar, observó el paso de las olas a su lado mientras la ciudad se movía. Como si la estuvieran arrastrando.

Al otro extremo de unas riendas de seis kilómetros, apaciguado por el motor de leche de roca, apresado por garfios del tamaño de campanarios curvados, el avanc avanzaba sin descanso y lleno de curiosidad por lo que era, para él, una mar alienígena.

Séptimo interludio
El Canal Basilisco

Durante cuatro semanas, el
Corazón Polvoriento de Tetneghi
ha estado en alta mar.

El galeón ha arrostrado terribles tormentas de verano. Entre Gnurr Knett y Perrick las cosas han estado en calma. En los peligrosos canales de las Islas Mandrágora ha navegado demasiado cerca de algunos escollos sin nombre y ha sido atacado por violentas bestias voladoras que desgarraron las velas y arrojaron a la muerte a varios de los monos de los aparejos. En las frías aguas de la costa oriental Rohagi, el barco ha sido atacado —por una maldita casualidad— por un navío de la marina de Nueva Crobuzón. Gracias a unos vientos afortunados pudo dejar atrás al acorazado tras sufrir daños que lo frenaron pero no lo echaron a pique.

La tripulación de cactos le silba las instrucciones a los exhaustos simios que se ocupan del velamen y el chillón navío se aproxima a la paz portuaria, serpentea por el canal en dirección a la Bahía de Hierro.

El día después de su encuentro con Tanner Sack, cuando el capitán Sengka anunció sus nuevas órdenes a la tripulación, ésta reaccionó con el asombro y la hostilidad que él había esperado. La relajada disciplina que reina en los navíos de Dreer Samher les permitía expresarse más o menos libremente y le dijeron a Sengka que no estaban de acuerdo, que estaban enfurecidos, que no lo entendían, que estaban desertando, que los anophelii necesitaban más guardias que el escaso contingente que dejarían allí.

Él fue implacable.

Con cada contratiempo de la travesía, cada retraso, cada maldito minuto del mes, las murmuraciones de la tripulación se fueron haciendo más ruidosas. Pero Sengka, tras haber decidido arriesgar su carrera por las promesas escritas que Tanner Sack le había entregado, no estaba dispuesto a desviarse de sus planes. Y su relación con la tripulación es tan buena que ha logrado contener su furia y hacer que sigan en sus puestos con indirectas e insinuaciones.

BOOK: La cicatriz
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