La cicatriz (78 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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Después de todo lo que había trabajado, ahora que el avanc había sido atrapado, capturado y enjaezado, ahora que los hombres de Tintinnabulum se habían marchado, ahora que Krüach Aum estaba trabajando con los taumaturgos de los Amantes y Uther Doul para descubrir los secretos de la minería de posibilidades, el trabajo de Johannes había terminado. Por fin había comprendido, suponía Bellis, que lo esperaban muchos años de cautiverio en la ciudad.

Aún seguía trabajando con un grupo que supervisaba al avanc: calculando su velocidad, estimando la biomasa del área y los flujos taumatúrgicos. Pero la mayor parte del tiempo se trataba de trabajo de rutina. Cuando se emborrachaba solía quejarse del modo en que lo habían tratado después de utilizarlo. Bellis y Carrianne sonreían tras su espalda encorvada por la embriaguez.

Johannes mencionaba con cautela ciertas incertidumbres referentes a su trayectoria y su presencia en el Océano Oculto. Al encontrar en él una señal de disonancia, de oposición a los planes de los Amantes, Bellis se vio agradablemente sorprendida. Aquella fue otra de las razones para que lo dejara quedarse.

Era demasiado cobarde para admitirlo pero deseaba que diesen la vuelta, al igual que ella, y, conforme pasaban los días y Armada se iba adentrando más y más en aguas ignotas, Bellis descubrió (con una punzada de esperanza inesperada) que Johannes y ella no estaban solos.

La deserción de Hedrigall era un trauma que no se curaba.

Armada estaba navegando por mares que no obedecían a leyes que ningún oceanógrafo pudiera comprender. Puede que aquello le hubiese parecido una gran aventura o un destino escrito por los dioses a una ciudadanía embriagada todavía por el triunfo en la guerra y la retórica de los mayores líderes de la historia de Anguilagua. Pero entonces el leal y fiable Hedrigall había huido y aquello le había conferido una coloración terrible a la travesía de la ciudad.

El
Arrogancia
no había tardado en ser reemplazado. Ahora había una nueva aeronave sobre el
Grande Oriente
, contemplando el horizonte. Pero no era tan grande ni tan alta. No tenía el alcance de visión del
Arrogancia
y las metáforas que este hecho sugería preocupaban a hombres y mujeres por lo demás leales.

—¿Qué fue lo que vio? —murmuraban—. Hedrigall, ¿qué fue lo que vio?

El movimiento de la ciudad era su propia dinámica. No había voces fuertes que pidieran que se diera la vuelta. Incluso aquellos gobernantes que desaprobaban el plan de los Amantes habían cejado en su oposición o sólo expresaban sus críticas en secreto. Pero el fantasma de la deserción de Hedrigall acechaba por los paseos y la sensación de triunfo, la excitación con los que el viaje había dado comienzo, habían desaparecido.

Tanner y Shekel les daban nuevos nombres a las criaturas que veían bajo el agua, correcorres, moscas volantes y cabezámbares.

Observaban mientras los naturalistas de Armada se reunían sobre los curiosos animales nuevos, capturaban algunos con redes, guardando las distancias con los grandes cabezámbares de morro chato, y los heliotipaban con voluminosas cámaras a prueba de agua y bengalas de fósforo.

Los bancos de animales se escurrían por entre las tuberías y cascos que sobresalían bajo la superficie como raíces. Se mezclaban con peces más reconocibles —había pescadillas y sardinas incluso en el Océano Oculto— y los devoraban o eran devorados por ellos.

Tanner Sack se sumergió y acarició con los tentáculos un par de especímenes del tamaño de su puño. Desde la superficie, Shekel bajó la mirada y contempló sus cicatrices.

Más y más hacia el interior de aquel mar.

De noche había sonidos extraños, las llamadas de invisibles animales en celo con voces parecidas a las de los toros. Había días en los que nadie se atrevía a nadar, ni siquiera los buceadores más curiosos y hasta los propios tritones se escondían en sus pequeñas cavernas del vientre de la ciudad. Aquellas eran aguas peligrosas. Armada atravesaba las fronteras impredecibles de las mareas hirvientes, junto a los territorios de caza de las piasa, remolinos vivientes que rodeaban la ciudad, hambrientos, pero guardaban las distancias.

En las noches sin luna podían verse luces latiendo bajo la superficie del agua, como la bioluminiscencia de cosas abisales magnificada varios cientos de veces. Había ocasiones en las que las nubes se movían en el cielo mucho más deprisa que los vientos. Un día, cuando el aire estaba tan seco como la electricidad, aparecieron unas formas a lo lejos, a estribor de la ciudad, como islas diminutas. Eran bancos de algas de una especie desconocida, grandes coágulos mutantes que se apartaron rápidamente de la ciudad impulsadas por alguna potencia propia.

Por toda Armada, en todos los paseos, en las chabolas más inmundas y las mansiones más elegantes, reinaba una tensión, una expectación. La gente no dormía bien. Bellis empalideció cuando aquello dio comienzo, recordando la miseria de las pesadillas que se había abatido sobre Nueva Crobuzón y que, en último caso, la había llevado hasta allí.
De una serie de noches arruinadas a otra
, pensó después de varias horas miserables de insomnio.

En algunas de estas ocasiones siniestras, se llegaba hasta el
Grande Oriente
, para contemplar desde allí la travesía de la ciudad por aquellos mares misteriosos y de movimiento tenue. Observaba los implacables kilómetros de agua hasta que, acobardada por su escala e impelida por una compulsión que no comprendía, se escondía en los pasillos del gran barco.

Se perdía entonces por el laberinto de sus pasillos vacíos, hasta llegar al lugar secreto del vapor, hasta el pequeño agujero que Doul le había mostrado. Y allí se quedaba, incómoda, turbada, espiando a los Amantes mientras follaban y susurraban.

Era un hábito que la repugnaba pero no podía sacudirse de encima la perversa sensación de poder que le proporcionaba.
Mi pequeña rebelión, mi pequeño escape… alguien os está escuchando y vosotros no lo sabéis
, solía pensar y escuchaba los murmullos húmedos de los Amantes y cómo copulaban con un abandono que aún la aterraba.

Nunca escuchaba ninguna revelación. Nunca hablaban de cosas importantes. Sólo yacían juntos y murmuraban sus consignas fetichistas. Cada noche que pasaba sus voces sonaban más febriles, la voz de ella se hacía más dura y el Amante se degradaba un poco más, ansioso por disolverse en ella.

No quiero estar aquí
, pensaba Bellis, ferviente y repetidamente. Por fin se lo dijo a Carrianne, una noche, consciente de que a su amiga no le gustaría.

—No quiero estar aquí —apuró su copa de vino—. Ahora son las pesadillas y luego vendrán las fugas. Ya lo he visto antes. No podemos estar acercándonos a nada bueno… ¿y qué podría ocurrir entonces? O morimos… o los Amantes se hacen con el control del más terrible, terrible poder que uno pueda imaginar. ¿De veras confiarías en ellos si eso ocurre, Carrianne? —demandó, medio embriagada—. ¿En ese cabrón acuchillado y la psicópata de su mujer? Yo no quiero estar aquí.

—Lo sé —dijo Carrianne, tratando de encontrar palabras—. Pero yo quiero ver lo que hay allí. Creo que es algo asombroso, ¿no lo entiendes? Se hagan los Amantes con ello o no… sea lo que sea. Y no, la verdad es que no confío en ellos. Soy de Otoño Seco, ¿recuerdas? Pero te diré una cosa… desde que Hedrigall salió por piernas, creo que hay un montón de gente que empieza a pensar como tú.

Y Bellis asintió, sorprendida de repente y alzó la copa en un brindis. Carrianne respondió, sardónica.

Tiene razón
, pensó Bellis de repente.
Por los dioses, tiene razón, joder. Algo está cambiando
.

El avanc empezó a frenar su marcha.

Puede que unos diez días después de que Armada hubiera penetrado en el Océano Oculto, la gente empezó a percatarse de ello.

Los primeros en hacerlo fueron Juan el Bastardo, los tritones y las jaibas, Tanner Sack y los demás habitantes de la superficie que aún se atrevían a nadar. Cada vez les resultaba más fácil seguir a la ciudad. Al cabo de unas cuantas horas de inmersión bajo el vientre erizado de mejillones de la ciudad, los músculos les molestaban menos de lo que hubieran esperado. Ya no avanzaban tan deprisa.

No pasó mucho tiempo antes de que los ciudadanos que respiraban aire se dieran cuenta. Sin tierras, en aguas desconocidas, no era tan fácil estimar las distancias que la ciudad estaba recorriendo. Pero había métodos.

Algo le estaba ocurriendo a la criatura de kilómetros de longitud que se escondía en las profundidades. Algo había cambiado. El avanc estaba frenando.

Al principio supusieron que sería un cambio temporal, que el paso del avanc volvería a incrementarse. Pero los días pasaban y la bestia avanzaba cada vez más despacio.

Con deleite y triunfo, Johannes se encontró de nuevo encaramado al carro del favor. Los Amantes estaban volviendo a reunir a su antiguo equipo para que tratara de descubrir lo que estaba ocurriendo.

Bellis se vio sorprendida al descubrir que seguía hablando con Carrianne y ella de su trabajo aun después de haber sido readmitido en el círculo interno.

—No puede haber nadie en la ciudad que no se haya percatado —les dijo una noche, exhausto y desconcertado—. Los Amantes esperan que lo resolvamos —sacudió la cabeza—. Ni siquiera Aum lo entiende. El motor de leche de roca sigue controlándolo, el avanc sigue avanzando… sólo que se está frenando.

—¿Algo en el Océano Oculto? —sugirió Bellis.

Johannes se mordió el labio.

—No tiene sentido —dijo—. ¿Qué hay en Bas-Lag que pueda oponerse a un
avanc
?

—Debe de estar enfermando —dijo Carrianne y Johannes asintió.

—Lo creo posible —asintió lentamente—. Kruach confía en que podamos solucionar el problema. Pero yo no estoy seguro de que sepamos lo suficiente como para poder curarlo.

El aire del Océano Oculto se secó y se calentó de repente. Las cosechas de la ciudad se volvieron frágiles.

Todos los paseos se encerraron en sí mismos y la ridícula semblanza de normalidad que se había posado recientemente sobre Armada empezó a desplomarse. Apenas se trabajaba. Los piratas ciudadanos esperaban, inmóviles en sus casas bajo un cielo punitivo. La ciudad estaba blanqueada y parecía indecisa. Como a la deriva. Mecida por las olas como un bote salvavidas, casi inmóvil.

Su estela iba haciéndose más tenue día a día a medida que el avanc frenaba su marcha.

Un pánico de combustión lenta empezó a extenderse por todas partes. Se celebraron asambleas. Por primera vez, no estaban organizadas por los gobernantes sino por comités populares que operaban en los paseos. Y si al principio estaban compuestas casi por completo por hombres y mujeres de Raleas y Otoño Seco, las minorías de Jhour y Libreros y Anguilagua crecían cada día que pasaba. Discutían lo que estaba ocurriendo, con urgencia, en busca de unas respuestas que nadie parecía capaz de darles.

Una imagen de pesadilla estaba aposentándose en todas las mentes, Armada, a la deriva, desprovista de potencia motora, en las aguas desoladas del Océano Oculto. O amarrada al avanc inmóvil, un ancla de peso inimaginable.

La velocidad de la ciudad seguía decreciendo.

(Mucho más tarde, cuando la matanza hubo terminado, Bellis se dio cuenta de que el día en que la condición del avanc se hizo terriblemente evidente, el día en que murió tanta gente, fue según el calendario crobuzoniano el 1 de Melero: un día del Pescado. El hecho hizo que rompiera a reír con la desolada pantomima de una carcajada).

A media mañana empezaron a aparecer las impurezas en el mar.

Al principio, quienes las avistaban creían que eran más colonias de las algas semi-conscientes que ya habían visto, pero rápidamente se hizo evidente que no era así. Eran más livianas y se extendían hasta mayor profundidad: desparramados manchones de color, evanescentes en sus bordes.

Las manchas aparecieron a kilómetros de distancia, delante de la ciudad. A medida que se iban acercando corrió la voz y se reunió una multitud en el Jardín de las Esculturas, de Sombras, a proa, para ver qué era aquello.

Era una masa de líquido viscoso, densa como el barro espeso. Allí donde las olas alcanzaban sus extremos exteriores, quedaban reducidas a feas ondas que se arrastraban débilmente a lo largo de la superficie y eran engullidas por ella.

Aquella cosa tenía el color amarillo pálido de un gusano de las cavernas.

Bellis tragó saliva, asqueada por la ansiedad y entonces, repentinamente, se dio cuenta al cambiar el viento que no era la ansiedad, en absoluto. Era el hedor.

Una enorme masa de aire apestoso rezumó sobre ellos. Los ciudadanos palidecieron y vomitaron. Bellis y Carrianne se encogieron y se miraron, pálidas y lograron no vomitar en medio de un coro de arcadas. La lechosa masa blanca apestaba a la peor podredumbre séptica imaginable, un aire estancado y cargado del aroma de la carne descompuesta.

—¡Que Jabber nos ayude! —dijo Bellis con la voz entrecortada. Sobre su cabeza daban vueltas las aves carroñeras de Armada, se arremolinaban con excitación como una nube viviente, se precipitaban hacia la materia pútrida y entonces, repentinamente, se remontaban trazando un arco, como si su grado de corrupción fuese demasiado hasta para ellas.

La ciudad alcanzó los extremos exteriores de la hedionda sustancia: había grandes manchones más adelante, una masa plácida y purulenta.

La mayoría de quienes se habían reunido para mirar había tenido que regresar a su casa a quemar incienso. Bellis y Carrianne se quedaron observando a Johannes y sus colegas en el extremo del parque. Con las caras tapadas con trapos empapados en perfume, los investigadores de Anguilagua se inclinaron sobre la borda y bajaron un cubo con una cuerda para introducirlo en la sustancia. Lo subieron y la examinaron.

Al instante se apartaron de ella, violentamente.

Al ver a Carrianne y Bellis, Johannes corrió hacia ellas y se arrancó el trapo de la cara. Estaba blanco y temblaba y tenía la piel perlada de sudor.

—Es pus —dijo, y señaló el mar con un dedo tembloroso—. Es una capa de pus.

43

El avanc está enfermo.

Aunque, impulsado por el motor de leche de roca, trata de proseguir su inconsciente avance, frena y frena cada vez más. Está… ¿qué? ¿Sangrando, herido? ¿Tiene fiebre? ¿Está siendo atacado por la extraña realidad que lo rodea? Demasiado mudo o estúpido u obediente como para sentir o demostrar su dolor, sus lesiones no se curan. Están rezumando materia muerta en coágulos supurantes que flotan hacia la superficie como manchas de aceite y se expanden a medida que la presión disminuye, envolviendo y asfixiando peces y algas hasta que lo que emerge con sonido húmedo y mucoso son coágulos de infección y vida marina ahogada.

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