La cicatriz (77 page)

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Authors: China Miéville

Tags: #Ciencia Ficción, #Fantasía

BOOK: La cicatriz
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¿Cuánto tiempo llevabas planeando esto, Hedrigall?
, pensaba Tanner Sack.

¿No podía haberlo discutido? ¿Tan seguro estaba? ¿De verdad sentía que ya no valía la pena pelea por su hogar? ¿Dudaba acaso que lo siguiera siendo?

¿Dónde estarás ahora, hombre?

Tanner se imaginó el enorme y torpe aeróstato, dirigiéndose al sur, con Hedrigall al timón, solo.

Apuesto a que está llorando
.

Era casi un suicidio. Era imposible que Hedrigall hubiera almacenado el combustible necesario como para llegar a tierra firme o a ninguna parte. Si alcanzaba la flota de Armada, querrían saber lo que había ocurrido y por qué había abandonado la ciudad, de modo que tenía que evitarlos.

Los vientos lo llevarían a mar abierto. Los globos de gas eran muy fuertes. Podrían mantenerse en el aire durante años.
¿Cuánta comida has acumulado, hombre?
, se preguntaba Tanner.

Una imagen acudió a su mente: la del
Arrogancia
vagando a la deriva durante años, a ciento cincuenta o doscientos metros sobre el agua, con el cuerpo de Hedrigall en el camarote del capitán, pudriéndose poco a poco. Un sepulcro a merced de los vientos.

O puede que lograse permanecer con vida. Puede que lograse tender una caña de pescar de una longitud absurda desde las compuertas de carga del
Arrogancia
. Tanner se la imaginó, cayendo por el aire, desenrollándose como un enorme muelle, hasta que el extremo del anzuelo llegaba al agua. Los cactos eran vegetarianos por elección pero si era necesario podían sobrevivir alimentándose de pescado o carne.

Allí se sentaría Hedrigall, al borde de la escotilla, con las piernas colgando como las de un niño, tratando de coger algún pez. Cuerpos elásticos que aletearían en su camino hacia arriba, ahogados y muertos mucho antes de llegar. Podría vivir muchos años, recorriendo el mundo a rastras de los vientos. Deslizándose por el remolino que circundaba el Océano Hinchado, haciéndose viejo, harto de su dieta constante, la piel arrugada y las espinas grises. Solo, loco. Hablándole a los retratos heliotipos de las paredes del
Arrogancia
.

Hasta que un día el azar se lo arrancase al gran cinturón de vientos y su nave vagase a la deriva y fuera arrastrada al sur o al norte o los dioses saben dónde y un día, quizá, llegase a ver tierra firme de nuevo.

Sobrevolando montañas, echando el ancla, pescando un árbol antes de descender. Tocando de nuevo el suelo.

¿Tan mal plan era, Hedrigall, ir en busca de la Cicatriz?

Hedrigall era un traidor, supuso Tanner. Le había robado a Anguilagua la cofa del vigía, le había mentido a sus gobernantes y amigos. Había sido demasiado cobarde como para tener esa discusión. Era un renegado y Tanner sabía que, como hombre leal a Anguilagua, debía condenarlo, pero no era capaz.

Buena suerte, tío
, pensó tras unos momentos de vacilación. Alzó la mano y asintió,
no puedo no desearte buena suerte
.

Los campeones de Anguilagua se tomaron la marcha de Hedrigall como una reprimenda.

Todos sabían que era leal y su desaparición dejó más discusiones, más incertidumbre y más condenas a los proyectos de los Amantes de las que habían existido hasta entonces.

A kilómetros de profundidad, el avanc continuaba su travesía. Sólo había frenado ligeramente al penetrar en las nuevas aguas.

Tanner Sack nadaba y se bañaba la espalda herida en el mar. Últimamente había pocos buceadores bajo la superficie y pocos nadadores sobre ella. Temían a lo que pudiera llegar hasta allí arrastrado por una inefable corriente, nativo de las aguas muertas del Océano Oculto.

Tanner no sentía nada raro. Los tritones, Juan el Bastardo y él nadaban de un lado a otro, alrededor y entre las enormes cadenas que se perdían en las profundidades. Nadaban con rapidez y cuidado para que la ciudad no los dejara atrás pero no parecía haber nuevos peligros en el agua. El caos parecía manifestarse a mayor escala: frente a los grandes intrusos inorgánicos como los barcos y los submarinos. Ni siquiera las sierpes de mar habían sido capaces de seguir tirando de sus barcos-carroza y habían tenido que regresar con la flota, más allá del Océano Oculto.

Ahora todo era más apacible, con menos gente y menos cosas que distrajeran a Tanner. Gran parte de la actividad de Armada había cesado.

Por supuesto, los cultivadores seguían ocupándose de las cosechas y rebaños, dentro y fuera del agua, y seguían recogiéndolas cuando podían. Seguía habiendo un millar de trabajos de reparación y mantenimiento. Las tareas internas de la ciudad no habían cesado, como no podía ser de otra manera: panaderos, prestamistas, cocineros, farmacéuticos, todos ellos seguían haciendo su trabajo, cobrando por ello. Pero Armada había sido siempre una ciudad vuelta hacia fuera por medio de la piratería y el comercio. Las industrias relacionadas con los puestos, la carga y descarga, los recuentos y reparaciones y ampliaciones habían quedado paralizadas.

De modo que Tanner no se sumergía a diario para reparar grietas o fracturas o averías o cosas así. Nadaba por sí mismo y por su espalda y sentía que la sal le iba devolviendo la vida a su piel.

—Métete, Shekel —dijo.

Era consciente de la tensión que se estaba apoderando de Armada, la incertidumbre, como si Hedrigall hubiese vertido un veneno sobre la ciudad al marcharse. Tanner quería ofrecerle a Shekel un lugar en el que éste pudiera disiparse.

Había buenas razones para el temor creciente de los ciudadanos. Tanner había oído extraños rumores. Tres veces le habían contado ya la historia de un hombre o mujer, un alguacil o ingeniero de Anguilagua que había desaparecido, dejando intactas su casa y sus pertenencias (y la comida a medias, en una de las versiones). Algunos decían que también ellos habían huido y otros que la causa eran las depredaciones de los espíritus que moraban en el Océano Oculto.

Cuando se zambullía en el agua, Tanner sentía que las cosas extraviadas, peligrosas o inciertas se disipaban con las corrientes. Quería ofrecerle a Shekel el mismo respiro. Persuadió al muchacho para que nadara con él. Los canales que discurrían entre los barcos de Armada estaban ahora casi vacíos. Shekel se sentía excitado por ser uno de los pocos valientes que se atrevía a hacerlo. Los barcos se movían sobre ellos y a su alrededor con aire de modorra. Shekel nadaba con un estilo agresivo, feo y Tanner trató de enseñarle brazadas más limpias y se dio cuenta de que no conocía ninguna apropiada para un ser que respiraba aire.

El muchacho se puso unas gafas y se zambulló todo lo lejos que le permitió aquel sello imperfecto. Tanner y él contemplaban los bancos de peces, especies que nunca habían visto hasta entonces. Con colores y aletas intrincadas, tan intensos y extraños como peces tropicales, allí, en aquellas aguas templadas. Como escorpiones y peces rata, sus formas interrumpidas por apéndices tortuosos y ojos que brillaban con colores improbables.

Cuando volvían a emerger, Angevine los esperaba, puede que con una botella de cerveza o licor. Y aunque Tanner y ella seguían hablándose con cierta cautela y eran conscientes de que siempre sería así, lo que compartían en Shekel y el modo en que habían aprendido a compartirlo formaba una conexión que ambos respetaban.

Es una especie de familia
, pensaba Tanner.

A Bellis no le costó volver a dar con Uther Doul. Sólo tuvo que esperar en la cubierta del
Grande Oriente
, sabiendo que acabaría por aparecer. Estaba rígida de resentimiento y encolerizada por su propio dolor. No podía creer el modo en que la había dejado caer.

Mientras se acercaba, él la observaba, pero no con la repugnancia que había temido. No con hostilidad, ni con interés o cualquier otra señal de conexión o reconocimiento. Simplemente la observaba.

Se irguió cuanto pudo. Había vuelto a arreglarse el pelo y sabía que la mirada de dolor estupefacto estaba borrándose de forma gradual de su cara. Aún se movía con rigidez pero las casi dos semanas transcurridas desde que fuera azotada le habían permitido recobrar gran parte de sí misma.

No saludó a Doul.

—Quiero ver a Fennec —fue todo lo que dijo.

Doul reflexionó un segundo y a continuación inclinó la cabeza.

—Muy bien —dijo.

Y aunque era lo que Bellis quería, lo odió por ello, porque sabía que si se lo permitía era porque no había nada que ella pudiera hacer o decir a Fennec que pudiera interferir en los planes de Armada. No ahora que había dejado de ser una amenaza, no ahora que había jugado todas sus cartas.

Bellis ya no valía nada, de modo que podían permitirse el lujo de ser indulgentes con ella.

Le habían quitado la aleta del mago pero saltaba a la vista que Anguilagua seguía teniéndole bastante miedo a Silas Fennec. El pasillo que daba a su celda estaba lleno de centinelas. Todas las puertas podían sellarse: se encontraba por debajo del nivel del agua.

Había un hombre y una mujer sentados en el exterior de su puerta, operando una máquina arcana. Bellis sintió la carga seca de la taumaturgia en la piel.

En el interior había una gran sala con las paredes estaban interrumpidas por unas pocas portillas que permitían ver remolinos oscuros. La habitación estaba dividida por barrotes de hierro y, al otro lado de ellos, en una pequeña alcoba, acurrucado lejos de las ventanas y la entrada, se sentaba Silas Fennec, observándola.

Bellis lo miró. Se vio atrapada por un rápido calidoscopio de imágenes de él (el tiempo que habían pasado juntos, amigables, frías, sexuales, subrepticias). Su gesto se torció al verlo y sintió algo muy amargo en la boca.

Estaba flaco y tenía la ropa muy sucia. La miró a los ojos. Se percató, con brusca sorpresa, de que llevaba un vendaje alrededor de la muñeca derecha y de que había perdido la mano. Él vio que su mirada se posaba sobre su mutilación y antes de que pudiera controlarse, se le torció el rostro.

Fennec suspiró y la miró a los ojos.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó. Hablaba con franca hostilidad.

Bellis no respondió. Examinó su celda. Vio un montón de ropa sucia, papel, carboncillo, su grueso cuaderno de notas. Estudió los barrotes que los separaban. Estaban envueltos en cables que se alejaban en dirección a la puerta y desaparecían por debajo de ella. Fennec vio cómo los seguía con la mirada.

—Se unen a las máquinas de ahí afuera —le dijo. Parecía cansado—. Es un humidificador. Huele el aire. Puedes hasta oírlo. Mata a los taumaturgones. Ahora mismo nadie podría hacer ni el menor encantamiento en este lugar —olisqueó y sonrió sin alegría—. Es por si tengo algún plan secreto. Les he contado que no conozco más que tres pequeños encantamientos y ninguno de ellos podría sacarme de aquí, pero… Me parece que no me creen, ¿sabes?

Bellis entrevió algo extraño debajo de su camisa. Parecía carne necrosada, moteada con manchas anfibias. Parecía estar latiendo y Fennec se cerró la camisa.

Con los ojos muy abiertos, Bellis le dio la espalda y empezó a pasear por la habitación.

—No lo hagas —le dijo Fennec de repente. Parecía casi amable.

—¿A qué coño te refieres? —dijo ella y advirtió complacida que su voz era fría.

Él le dedicó una mirada de complicidad que la enfureció.

—No hagas esto —dijo—. No vengas aquí, no me hagas preguntas, no hagas esto. ¿Para qué has venido, Bellis? No estás aquí para mortificarme… ése no es tu estilo. No estás aquí para burlarte. Me han cogido, sí, ¿y qué? A ti también te cogieron. ¿Cómo tienes la espalda?

Esto la dejó tan aturdida que por un momento no pudo ni siquiera respirar. Pestañeó varias veces, rápidamente, antes de volver a enfocarlo de nuevo con la mirada. La estaba observando sin especial malicia o crueldad en el rostro y su voz no había cambiado.

—No vas a sacarme nada, Bellis —dijo—. No vas a sacar nada de esto. No será ninguna catarsis ni te sentirás mejor cuando te marches.

, ¿lo entiendes? Sí, te mentí, te utilicé. Y a mucha gente más. Lo hice sin pensarlo dos veces. Lo haría de nuevo. Quería volver a casa. Si hubieras estado allí y hubiera sido fácil, te habría llevado conmigo pero si no lo hubiera sido, te habría dejado allí, Bellis… —se inclinó hacia delante y se frotó el muñón—. Bellis, no tienes nada que echarme a la cara —sacudió la cabeza con lentitud. No estaba ni remotamente intimidado por ella.

Bellis estaba temblando de odio. Él había hecho bien en no decirle la verdad sobre lo que estaba haciendo. De haberlo hecho nunca lo habría ayudado, a pesar de lo desesperada que estaba por regresar a casa.

—No hay nada especial en ti, Bellis: fuiste una de muchas. No te traté de forma diferente a los demás. No pensé en ti más ni menos. La única diferencia entre los demás y tú es que tú estás
aquí
ahora. Y que piensas que tiene algún
sentido
que estés aquí. Que tenías que… no sé. ¿
Sacártelo
de dentro? —Silas Fennec, Procurador de Nueva Crobuzón, sacudió la cabeza, lleno de lástima—. No hay nada que sacarse, Bellis —dijo—. Lárgate —se tendió y miró el techo—. Lárgate. Quería regresar a casa y tú me fuiste útil. Sabes lo que hice y sabes por qué lo hice. No hay ningún misterio, ninguna resolución. Lárgate.

Bellis se quedó unos segundos más pero logró marcharse antes de volver a hablar. Sólo había dicho cinco palabras. Sintió que se le encogía el estómago con una sensación a la que no pudo poner nombre.

No lo matarán
, pensó desolada,
ni siquiera lo castigarán. Ni siquiera lo azotarán. Es demasiado valioso, les da demasiado miedo. Creen que puede enseñarles cosas, que pueden sacarle información. Quizá sea cierto
.

Mientras salía, se dio cuenta de que Fennec estaba en lo cierto al menos en una cosa.

No se sentía mejor.

Descubrió con sorpresa que Johannes permanecía en su vida. Durante algún tiempo había parecido disgustado con ella, como si no quisiera ni volver a verla.

Aún lo consideraba débil. Aunque su propia lealtad hacia Nueva Crobuzón era una cosa extraña, nada sistemática, no podía impedir pensar en Johannes como en una especie de chaquetero. La velocidad a la que había encontrado acomodo en el regazo de Armada la asqueaba.

Pero ahora había algo en él que daba lástima. Aquella ansiedad por renovar su amistad resultaba un poco patética. Y, aunque Bellis pasaba el tiempo que podía con Carrianne, cuya irreverencia y cuyo afecto suponían placeres genuinos, y a pesar de que a Carrianne no le gustaba demasiado Johannes, había veces en que Bellis dejaba que se quedara un poco. Sentía lástima por él.

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