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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (13 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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John Cramer, un profesor de la Universidad de Washington, había hablado de la posibilidad de la retrocausalidad —partículas retrocediendo en el tiempo para reconciliar el presente con el pasado— que Daniel podía sentir produciéndose en el interior de la caja gris… aunque no tenía ni idea de lo que significaba.

Al envejecer y adquirir algo de experiencia (no podías saltar hacia atrás y permanecer joven, y ciertamente no podías saltar hacia delante, sólo de «lado», «arriba» o «abajo»), se concibió a sí mismo como una especie de atleta. ¿Cuán a
menudo
podía saltar? ¿A qué distancia? ¿Con cuánta sensación de dirección o precisión?

¿Cómo podía mejorar más la situación?

¿Dónde aterrizaría al fin, medido en el espectro Dinero-Amor?

Lo que le metió en un enredo frustrante. Intentando acabar con más dinero, pronto descubrió que la mejora de circunstancias exigía más esfuerzo personal, no menos… y a su personalidad base no se le daba bien
conservar
mucho dinero.

Y por tanto intentó mejorar su vida a costa de la de otros: saltos depredadores. (¿Y no había sido siempre ése su talento? Lo había presenciado muy a menudo: a Daniel le iba mejor, a Don Nadie no tan bien, aunque a Don Nadie le iba razonablemente bien antes del salto, jamás podría
demostrarlo
, de forma rigurosa… quizá no quisiese estar seguro).

Daniel nunca era deliberadamente cruel. No disfrutaba haciendo daño a la gente. No era más que un hombre con un tic nervioso para la fortuna… pero sin habilidad para el diseño final, sin sentido de la moda para el destino.
Quizá yo esté mucho más jodido que el pobre, enfermo y esquelético Charles Granger. Después de todo, yo le eché a él
.

Se salió de su propia piel
.

Pronto tendría que moverse… ¿y cómo podría hacerlo? Ni siquiera sabía cómo había acabado dentro de Granger, excepto que compartían versiones de la misma casa, con proximidad a las mismas piedras.

De pie en la esquina, mirando a los conductores; incluso en los peores momentos, en esos últimos días cuando las sombras eran casi totales, jamás se había sentido tan aislado. Tendría que empezar a conectar, a comprobar el pulso y el estado de ánimo de personas reales con emociones reales.

La noche era solitaria, solitaria de una forma que daba miedo. Estar solo parecía una idea menos atractiva que antes… porque ahora Daniel estaba seguro de dos cosas.

Este mundo se aproximaba a su fin. Y este cuerpo se moría.

14

Capitol Hill

Cuando Jack regresó, Ellen Crowe tenía compañía. El choque de las copas de vino y las voces femeninas en el salón dejaron claro que el grupo literario de Ellen estaba en plena actividad. Se hacían llamar las Brujas de Eastlake.

Miró la invitación de la tarjeta. Había olvidado que era esta noche.

Jack abrió la puerta del garaje con todo el sigilo posible y estaba en lo alto de la escalera recuperando la jaula cuando Ellen le gritó desde el porche trasero.

—Eh, extraño. No tengas miedo. ¿Tienes hambre?

Jack se acercó. Las ratas olisquearon el aire, que olía a comida.

—No creo que a tus amigas les guste que interrumpa la reunión —dijo.

—La casa es mía —dijo Ellen.

Él le dedicó una sonrisa débil.
Tenía
hambre, no había tomado nada desde el desayuno y Ellen cocinaba bien.

Jack se sentó en un taburete de la cocina mientras Ellen sacaba una bandeja de gallinas enanas del adornado horno de gas negro y cromado. Las aves asadas olían de maravilla. Las ratas se congregaron en la parte delantera de la jaula, agitando las narices.

Ellen colocó una de las aves en un plato, sobre la encimera. Jack vio que el relleno era de champiñones.

—Nosotras ya hemos comido. Sírvete la ensalada. En la nevera tienes vino.

—¿Tengo que cantar para ganarme la cena? —preguntó.

—Lo que sea menos eso —dijo Ellen.

Encajándose una servilleta en el cuello de su camiseta negra y extendiéndola como un pañuelo, adoptó una pose con el cuchillo y el tenedor levantados. Pantalones anchos sostenidos por tirantes rojos, el pelo enmarañado y negro, el rostro delgado, de pómulos altos y grandes ojos líquidos. Jack alardeaba de su formidable ausencia de dignidad.

—¿Qué leéis este mes?

—Un libro de Oprah. No te gustaría.

Olisqueó.

Ellen también olisqueó.

—Disfruta. En la nevera tienes comida en lata para perros que le puedes dar a las ratas. Te presentaré con el postre.

Jack contrajo la cara. No sabía lo que pretendía Ellen. ¿Una prueba, o una extraña forma de venganza?


Tranquilo
—le susurró Ellen, con expresión feroz, y salió al comedor. La puerta volvió a cerrarse provocando una brisa ligera.

Jack dio con la comida para perro, puso un poco en un plato y con un gesto dramático lo presentó a la jaula.

—Llenaos la tripa, mis dulces roedores. Ya no volamos más. Y quizá no tengamos más comida durante mucho, mucho tiempo. —Las ratas estudiaron la probabilidad de gallina frente la comida que se les presentaba; luego, resignadas, se pusieron a mordisquear.

Él se sentó frente a la encimera y abrió el periódico que había birlado en la sala de espera. Repasó los anuncios por palabras, buscando algo… no podía recordar qué. Pero allí estaba, en medio de la última página: el mensaje que sus ojos habían leído y recordado mientras el resto de la mente de Jack estaba en otra parte. Frunciendo el ceño, tocó el anuncio corto, muy corto.

Luego dejó de comer y se movió incómodo sobre el taburete. Echó un vistazo a la puerta que daba al porche trasero. ¿Algo fuera, esperando? No…

Cuando volvió a comer —la comida era demasiado buena como para pasar de ella— no dejó de mirar al anuncio, hasta que lo arrancó y se lo guardó en el bolsillo.

El resto del periódico lo encajó en el contenedor de reciclaje de Ellen, bajo el fregadero.

La conversación al otro lado de la puerta de la cocina sonaba alegre, estridente de una forma femenina, y tras varios vasos de vino, más directamente sincera. Los efectos postprandiales de la buena comida caliente habían liberado a las invitadas de Ellen.

Ellen pensó que ya estaban preparadas. Sirvió el postre. Luego empujó a Jack al otro lado de la puerta y se quedó a su lado, con una mano en lo alto y doblada por la muñeca, la otra a la altura de la cintura, como una modista mostrando una línea nueva.

Al otro lado de la larga mesa de roble, las dos mujeres mayores guardaron silencio.

—Os había hablado de Jack —dijo Ellen—. Trabaja en las calles. Es un
busker
.

Sus invitadas miraron, luego intercambiaron miradas veladas, como si tuviesen mucho que decir, pero nadie podría acusarles jamás de haber dicho… al menos no delante de su anfitriona. Con cuarenta o cincuenta años, las dos tenían aspecto de que algo de ejercicio y sol podría venirles bien. Gafas de abuelita, trajes pantalón de seda —la pelirroja llevaba vaqueros tachonados de piedras falsas—, buenas manicuras, y peinados a la moda. Jack las valoró con rapidez: panolis con dinero, ingresos por encima de los cien mil al año. O quizá lesbianas… ¿lo sabía ella? En circunstancias normales, él habría estado encantado de separarlas de todo el dinero que fuese posible.

Por su parte, las invitadas de Ellen miraron a Jack con rígida urbanidad… un hombre demasiado joven, de aspecto sospechosamente guapo, con aires tenebrosos, aquí en su fortaleza femenina, invitado, cierto, pero
¿por qué?

Jack emitió un gruñido en el fondo de la garganta para luego inclinarse.

—Señoras —dijo—, gracias por tan excelente comida. No quiero interrumpir. —Intentó retroceder a la cocina, pero Ellen le retuvo por el codo.

Las mujeres miraron a Ellen en busca de guía. Ésta bajó las manos y las plegó, recatada:

—Jack es un amigo —dijo.

—¿Qué tipo de amigo? —preguntó la mayor, que al menos le llevaba diez años a Ellen.

—¿Qué quiere decir Ellen con «trabaja en las calles»? —preguntó la otra, la pelirroja, bastante agradable siendo rellenita—. ¿Qué es un
busker?

—Del francés,
busquer
, alguien que busca, como un barco que intenta dar con el rumbo —dijo la mayor. Para ella, Jack era un grano de arena, un pequeño punto irritante.

Ellen le hizo un gesto como si fuese una profesora:
Cuéntaselo a las chicas
. Durante un instante Ellen no le cayó nada bien.

—Soy un showman —dijo Jack—. Hago trucos de magia y malabarismo.

—¿Se gana dinero? —preguntó la pelirroja.

—En ocasiones —dijo—. Tengo buen horario.

No le devolvieron la sonrisa… aunque los labios de la pelirroja se agitaron. Y en
serio
, ¿qué era
él
para Ellen?, pareció preguntar. ¡Un joven tan delgado!

La mayor miró alrededor de la mesa con los ojos muy abiertos tras las gruesas gafas.

—¿Puedes enseñarnos un truco?

Instantáneamente, Jack asumió la pose en reposo de un bailarín. Inclinó la cabeza como si estuviese rezando. Alzó las manos, con los dedos tocando los pulgares, como si fuese a tocar castañuelas. Las mujeres le miraron durante unos segundos. Se incrementó la tensión.

La lesbiana (probable) movió la silla y tosió.

Jack alzó la barbilla y miró a Ellen a los ojos.

—Yo no hago trucos —dijo—. Yo invito al mundo a bailar.

—Cuéntanos cómo lo haces, Jack —dijo Ellen en voz baja.

Las tres mujeres miraban a la estancia con las fosas nasales distendidas, como leonas oliendo sangre. No le gustaba ese tipo de atención. Se le acabó la paciencia.

—Ya está —dijo—. Gracias de nuevo, pero he terminado. Aquí está mi
truco
.

Durante una décima de segundo —prácticamente instantáneamente— el comedor cayó bajo una ausencia silenciosa, como llenarte las orejas de algodón. Los cristales del candelabro se estremecieron. Las seis llamas tras los cristales se apagaron.

—Me gustaría preguntar… —dijo la pelirroja, pero él señaló y alzó las cejas, y ella miró por la ventana. Simultáneamente, en la estrecha calle delante de la casa de Ellen, dos coches se encontraron con un tremendo golpe.

Las paredes se estremecieron.

Las tres damas se pusieron en pie de un salto y exclamaron.

—¿Qué fue ese trueno? —preguntó la pelirroja.

Ellen corrió a la puerta principal. Durante un momento se olvidaron por completo de Jack. Él atravesó la puerta de la cocina, recogió las ratas con un gesto rápido —los animales se aplastaron contra sus cuartos— y huyó por el porche.

Mientras pedaleaba por el callejón oscuro, podía sentir cómo una rigidez familiar recorría sus omóplatos. Ellen no debería haberlo hecho. Superaba lo malicioso… era cruel, como presentarle Peter Pan a Wendy cuando ella ya no podía tener ninguna esperanza de volar. Peor aún, había tenido que desplazarse lejos de su línea de buenas consecuencias simplemente para lograr una salida, y podría llevarle días volver atrás.

¿Y quién sabía lo que podría pasar mientras tanto?

Mientras descendía una colina, Jack se sintió totalmente expuesto.

15

Primera avenida sur

Esa noche, Ginny y Bidewell cenaron comida tailandesa a domicilio, lo que Bidewell insistía en llamar «para llevar». Rara vez cocinaba. No había cocina, sólo un hornillo y la estufa de hierro donde tenía la tetera. En la nevera sólo había vino blanco, comida para gatos y leche para el té.

Bidewell manejaba los palillos como un experto. Ya habían hablado de sus años en China, buscando ciertos textos budistas e intentando escapar de soldados japoneses de una guerra u otra; Ginny no había prestado mucha atención.

De la zona principal del almacén oyeron un golpe y luego toda una cascada: un montón de libros desplomándose. Ginny indicó con los palillos.

—¿Tus gatos?


Minimus
es el único que presta atención a mis libros.

—Aparte de mí —dijo Ginny, para luego añadir—. Parecen ir a donde les da la gana.

—Todos mis buenos esminteos se quedan
aquí
—insistió—. Igual que yo. No necesitan más que el almacén.


¿Esminteos?

Bidewell le pasó un diccionario clásico.

—Homero. Búscalo.

Bidewell recogía los platos de papel y las cajas cuando Ginny le preguntó:

—¿Por qué dejas que los gatos… por qué dejas que
Minimus
derribe las cosas? Podría estropear los libros.

—Él no les hace ningún
daño
—dijo Bidewell—. Algunos gatos son sensibles a las arañas entre las líneas. —Cerró el tiro de la estufa para sofocar el fuego del interior.

—¿Qué demonios significa eso? —le preguntó a la espalda de un Bidewell que se alejaba. Él le sonrió sobre el hombro para luego desaparecer en su zona de dormir, más allá de la biblioteca y la estufa caliente.

Esa noche Ginny encontró un pequeño libro marrón y delgado sobre la mesa. Contaba una historia curiosa:

El cuento del escriba

A finales del siglo octavo, en la isla de Iona en las Hébridas Occidentales, frente a la costa de Escocia, un monasterio protegía muchos de los grandes manuscritos de la antigüedad de las oleadas inclementes de historia que azotaban Europa y las islas Británicas.

En la abadía, los monjes copiaban e iluminaban manuscritos y se preparaban para el día en que los clásicos se extenderían de nuevo por otras abadías, castillos y ciudades… y por las universidades con las que entonces ya soñaban, centros textuales y de conocimiento que iluminarían con la luz del pasado un mundo enterrado en la oscuridad.

Tras los muros de piedra habían montado salas de copia, iluminadas malamente por velas de sebo y a veces por lámparas de aceite, donde a los aprendices se les enseñaba el arte de la reproducción fiel de los viejos manuscritos reunidos por monjes y coleccionistas de todo el mundo antiguo.

Se estaban inventando los libros para reemplazar a los antiguos rollos, ya que los volúmenes encuadernados eran más fáciles de leer y llevar, y eran más duraderos.

Se aseguraba que esta sala de copia era la más fiel y precisa de Europa, y los aprendices —al envejecer y ganar experiencia— ganaban fama que superaba su posición en la vida y por tanto adquirían orgullo. Y dicho orgullo adoptó la forma, nos cuenta la leyenda, de una araña que acosó a los copistas un frío invierno, mientras ellos sostenían con manos enguantadas sus plumas y pinceles. Las velas calentaban la tinta gélida en sus contenedores y el trazo meticuloso de los monjes se congelaba sobre el pergamino antes de poder secarse. (Efectivamente, hasta este día algunos de esos manuscritos muestran letras con un lustre tintado especial… secas por la congelación). No había suficiente combustible, ni arbustos, ni madera, ni algas secas, ni carbón del otro lado del mar, ni excrementos del ganado de la isla, para calentar la abadía.

A pesar del frío, la araña —así informaron al abad los copistas— se hizo visible por primera vez como un punto móvil en la esquina de ojos cargados de tinta, una mancha que se desplazaba sobre las páginas, dejando un delicado rastro de tinta. Empezaron a producirse errores en las copias, ya que esas apariciones distraían a los monjes. Y ninguna bendición o limpieza mejoró la situación.

Pronto la araña se volvió más audaz y se demoró sobre el pergamino, alzando las patas delanteras y extendiendo sus palpos en defensa cuando la hacían a un lado o le daban con una bolsa de piedra pómez. Siempre desaparecía sin dejar rastro, sólo para reaparecer en otra página, en otro puesto de copista.

Durante semanas, esa aparición —o molestia natural, ya que nadie lo tenía claro— hostigó y confundió a los monjes. Algunos afirmaban que era un espíritu pagano enviado para atormentarles e incrementar los errores en nuestro mundo de pecado. Otros, habitualmente escépticos, no podían creer que una criatura tan diminuta pudiese sobrevivir al frío sin ayuda infernal, siendo los fuegos del infierno casi una idea tentadora a principios de la primavera.

Y así siguieron las cosas hasta que el brezo perdió su sequedad y las primeras hojas fueron asomando verdes y rojas de arbustos y árboles. Era febrero, y el crudo invierno de la isla pasaba pronto de la lluvia y la tormenta a los días gloriosos del sol dorado. Los monjes interrumpieron brevemente su trabajo y recogieron algas de las playas blancas para fertilizar los jardines y pequeñas granjas. Brisas suaves recorrían la abadía, extrayendo el frío de las viejas piedras y la tierra mojada. La hierba se mostraba alta y verde, y la fabricación de pergamino y vitela de calidad se retomó al nacer becerros y corderos.

Se sacaron las copias de invierno para mostrarlas al aire, para secar el moho, y el abad las examinó al brillo del jardín de la abadía, sus débiles pero amorosos ojos buscando con atención errores, máculas, cualquier cosa que pudiese hacerlos inaceptables para cualquier cliente presente o futuro (porque muchos libros se almacenaban en la biblioteca, la torre de piedra de la abadía, previendo la futura demanda de un mundo renacido).

Y por tanto fue el abad el primero en descubrir que una copia en toda una serie de manuscritos mostraba en su margen un poema garabateado, torpe y no permitido. Éste:

Entre las líneas

Se pasea una pesadilla

Ocho patas, ocho ojos.

Las letras huirán

La tinta se emborronará

Hasta que nazca

Entre cenizas y temores,

Los ojos rojos del lobo,

Visto por los Tres;

Que perdona al ser

Que las palabras convierte en carne

Cinco perdidos, renacidos.

El abad ordenó que se pasase por piedra pómez semejante abominación. Pero a las pocas horas, la tinta de la ofensiva página había regresado, testaruda y osada. El maestro de copistas arrancó la página, la llevó al montón de basura en el exterior de las murallas, y quemó el pergamino culpable, entonando oraciones de exorcismo antes de extender sus cenizas sobre huesos y despojos.

Pero ni la araña ni el poema estaban dispuestos a morir. Alguien había copiado esos mismos versos, con sutiles variaciones, en fragmentos de pergamino, madera e incluso en trozos de cerámica, nadie sabía cuántas veces, y encajados en las grietas entre piedras y en otros lugares. En viejas estructuras y hogares de toda la isla se encontraban continuamente copias, ocasionalmente, hasta la llegada de los vikingos. Pero antes de la llegada de los vikingos, los manuscritos de Iona se volvieron cada vez menos fiables, hasta que la labor de copia se detuvo y todas las copias nuevas se quemaron o fueron almacenadas bajo llave, porque nadie podía estar seguro de que todas las copias hasta el principio no estuviesen mancilladas, ya que incluso las mentes de lectores expertos eran demasiado imperfectas para la tarea de recolección total de tantas páginas.

Se cerró la abadía y sus libros más valiosos y hermosos se trasladaron a otros lugares.

Nadie sabía cuál era el significado del poema, pero durante años los estudiosos afirmaron que la araña y sus errores podían eliminarse definitivamente, si se descubriese ese secreto. ¿Quiénes eran los tres, y por qué vivían entre cenizas y temores, y qué Apocalipsis resucitaría sólo cinco cadáveres de sus tumbas? (Porque algunas versiones tenían como último verso «Levantando a cinco muertos»). ¿Y a qué venía tanta preocupación, a qué tantos susurros, historias y esfuerzos frenéticos para confesar y limpiar? Porque después de todo no era más que un bichito de ocho patas, diminuto aunque feroz; no había mordido a nadie y nadie había sufrido daño a consecuencia de sus viajes sobre palabras copiadas. Y esos manuscritos muy probablemente no habían superado la antigüedad sin sufrir cambios, habiendo sido copiados por muchas manos diferentes a través de los siglos, en lenguajes diferentes y naciones diferentes; incluso en las tierras sarracenas, donde el error debía ser la norma.

Algunos —sin duda herejes— insistían todavía que la araña era un servidor de Dios y simplemente marcaba con sus patas las correcciones adecuadas, basándose en recuerdos de errores que había presenciado mucho tiempo antes.

Pero sin duda Dios jamás habría asignado semejante tarea a un bicho despreciable.

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