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Authors: Greg Bear

Tags: #Ciencia Ficción

La ciudad al final del tiempo (22 page)

BOOK: La ciudad al final del tiempo
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Pasó al comienzo de la lista.

Aepyornis capturado en Tasmania; ave no voladora de seis metros de alto, come cabras, ovejas, y pone huevos del tamaño de dos balones de baloncesto.

Luego bajó:

Termitas catedral; exportadas por toda la nación en los restos de madera de la Costa del Golfo asolada por los huracanes; construyen nidos con la forma de Chartres, Notre Dame.

Cerró el libro de golpe, con la mano temblándole. Críptidos y lazáridos: bestias ocultas y bestias que súbita e inesperadamente habían resucitado a millares desde el pasado remoto. El índice por sí solo tenía cien páginas. Considerando su estimación anterior de que aproximadamente la mitad de lo que decía en el Blande era sustancialmente incorrecto o falso, estimó que aun así había como mil entradas de fiar, el doble que antes, cuando la oscuridad y el polvo le cayeron encima y se vio obligado a huir.

Cosas improbables se reunían en la oscuridad que rodeaba el fuego de campamento, acechando el mundo científico, reluciente y racional que siempre había valorado… y del que había dudado. Ahora tendría que encontrar aliados. Aliados… y si fuese posible, otro anfitrión. Un cuerpo nuevo, más fuerte, más saludable. Más joven. Se golpeó la cabeza contra la pared, al sentir cómo la serpiente de sus entrañas se revolvía como si estuviese furiosa por su falta de respeto.

No podía hacerlo solo; dudaba de que tuviese la concentración y la fuerza de voluntad para dar ese salto, y lo que venía sería peor que antes.

Abrió el libro por la introducción. Bandle había escrito:

Esta última edición incorpora más de quinientas entradas nuevas, un incremento superior al de cualquier edición anterior, reunidas en un periodo de sólo tres años. Lo que plantea una pregunta nada científica: ¿alguien ha abierto la puerta al pasado, juntándonos a todos: bestias extintas, bestias imposibles, improbables pero aún así reales?

Empapado y consumido por la fiebre, Daniel llegó al edificio de física del campus de la Universidad de Washington a las tres de la tarde siguiente. Buscó en los directorios de la plana baja, para luego ponerse a cazar por los pasillos, mirando las placas de las puertas, buscando al tipo que podría comprenderlo, el tipo más vulnerable que conocía… y el que más curiosidad tenía.

Un viejo amigo.

25

Capitol Hill

Penelope rara vez salía de su dormitorio y Glaucous nunca se inmiscuía a menos que fuese estrictamente necesario. El zumbido bajo y constante, y los murmullos suaves de control y consuelo de su compañera le comunicaban todo lo que precisaba saber. Lo que había al otro lado de esa puerta cerrada con llave no era seguro. Ni siquiera para él.

Quizá la tarea más difícil a la que se enfrentaba la mayor parte de los días era mantener feliz a su compañera. Los cambios en el interior de Glaucous eran sutiles, pero Penelope había perdido tanto en los últimos treinta años, no sólo el atractivo de su femineidad —su belleza y su juventud— sino también la última y débil chispa de su intelecto, mientras Glaucous la transformaba en la herramienta pasmosa y obediente que ahora era la mujer.

Glaucous cogió el
London Times
que había comprado en el quiosco de University Way, chupó el puro con satisfacción y leyó los titulares. Un sillón de lectura grande, de cuero negro, soportaba su torso grueso relajado, con una pierna corta y gruesa doblada por la rodilla, el pie con zapatilla en el suelo, la otra pierna apoyada sobre una otomana, los dedos pequeños y precisos de los pies agitándose lentamente mientras leía.

En más de siglo y medio, había adquirido pericia para apreciar todo tipo de patrones: económicos, políticos, filosóficos e incluso científicos. Los instintos que había aprendido como ventajista y compañero de los ricos y ambiciosos todavía le servían bien; a lo largo de las décadas, había acumulado riquezas. Uno debía ser prudente. Al final todos los empleadores fallaban… les fallaban a sus empleados y habitualmente fallaban en sus múltiples y complejas empresas, lo que le dejaba a uno sin nada. A menos que fueses prudente. A menos que reconocieses los patrones y supieses cómo emplearlos.

Cayeron cenizas sobre su chaqueta de seda. La apartó y la extendió con gruesos dedos recubiertos con pelos grises y rizados desde el primer nudillo y más allá, y alrededor del pelo, callos de distintos tamaños, densidad y forma, que sin duda el señor Sherlock Holmes hubiese disfrutando analizando. Glaucous a lo largo de su larga vida se había ganado el sustento de tantas formas diferentes, acumulando cicatrices de espolones de gallos, mordiscos de perro, mordiscos de rata, las muescas, marcas y señales de los dientes humanos. Mordiscos… y golpes.

Las peleas también le habían torcido la nariz y engrosado las orejas.

Quizá de mayor interés para un detective privado: superpuestos en las puntas y laterales de los dedos se encontraban los callos de una vida mortal de ocultar, cambiar, rotar y rodar monedas y cartas. Y ya no poseía huellas digitales; las había perdido antes del cambio de siglo.

Décadas de esperar en la penumbra habían añadido grasa a todo lo largo de sus brazos rosados y oliva pálido, por su espalda y gruesas caderas y piernas. Tantos recuerdos de uso y abuso, cicatrices que no llegaban a desaparecer. ¿Cuánto más podía aguantar? Todavía en funcionamiento, su cuerpo era una máquina dotada de una fortaleza increíble, pero respiraba superficialmente, con esfuerzo; podría vivir para siempre, pero llevaba décadas fumando y sus pulmones no estaban muy contentos, más bien obstruidos.

Podría ser que pronto llegase el momento de purgar y revitalizar —no más vicios, largas semanas de paseos y ejercicio, comer poco, fumar nada, limpiar sus tejidos de la escoria de los últimos cincuenta años—, un proceso monacal que odiaba por principio.

Podría ser, pero lo dudaba.

La trampa y el engaño, y por supuesto el toque de la Señora, habían prolongado la vida de Glaucous. Tanta historia, tanta comprensión, ¿y para qué? Se veía a sí mismo como la fea pieza destacada de un museo de rarezas. ¿Cuándo se liberaría a Maxwell Glaucous, cuándo se cortaría su fortaleza, retirado el don como condición de desempleo?

La estancia estaba a oscuras, exceptuando la luz que iluminaba directamente el periódico cremoso que ahora tenía doblado sobre el regazo. El teléfono había guardado silencio durante todo el día, y antes sólo habían recibido las llamadas de broma de los curiosos y los maleducados, los borrachos, los aburridos y los locos, sus comunicantes habituales.

Aun así, conocía el patrón. Había una razón para que Maxwell Glaucous hubiese abandonado el Noroeste y se hubiese establecido en Seattle. Podía sentir todas las ondas en el océano humano local, como los pasos de pequeñas lanchas rápidas a través del remolino y la confusión de los destinos mal dirigidos.

Siete años de viaje por el continente, conduciendo durante kilómetros interminables junto a su solitaria y fea compañera…

Le cayeron los párpados. Estaba pasando a la siesta de la mañana. Despertaría dentro de unos minutos, refrescado y alerta; pero por ahora sólo existía el sueño, la necesidad insuperable de nadar brevemente por el Leteo. El zumbido en el dormitorio, el silencio de su propia habitación cargada, la blanda comodidad de un sillón de cuero. Miró vagamente el teléfono negro, ojos húmedos y grises girando hacia la nariz bulbosa, la visión empañándose…

De pronto los dos ojos se abrieron y la columna se le envaró. Alguien había rozado la puerta principal del apartamento.

Podía ver o imaginar los nudillos levantados, dispuestos… y luego una llamada rápida, seguida de una voz rápida y profunda, como la gravilla en el fondo de una corriente enlodada:

—¡Sé que estás ahí, Max Glaucous! Ábreme. Viejos tiempos y viejas reglas.

Glaucous no esperaba visitantes.

—Ya voy —dijo, y se puso en pie rápidamente. Antes de responder, llamó suavemente a la puerta de Penelope.

El zumbido se detuvo.

—Ha venido alguien, cariño —dijo—. ¿Estás presentable?

26

Distrito universitario

—No le conozco a usted. No conozco a nadie con ese nombre —dijo Fred Johnson al hombre agotado y con cara de asco que se apoyaba en su porche.

—Lo comprendo —dijo Daniel—. Pero yo le conozco a
usted
… o a alguien que se le parece mucho. —La voz ronca y superficial. Estaba agotado tras la caminata desde la universidad.

El antiguamente conocido como Charles Granger era seis centímetros más alto que Fred Johnson, quien se levantaba metro ochenta del suelo, incluyendo un mechón de pelo negro que surgía de lo alto de la frente y se arqueaba hacia atrás. Johnson miró a este visitante inesperado con más paciencia de la que Daniel hubiese esperado de cualquier hombre dadas las circunstancias.

—Preciso unos minutos para explicarme —dijo Daniel—. Probablemente no me creerá, así que me iré al terminar, pero pensé que si alguien podía comprenderlo sería usted. Me alegra que siga aquí. La verdad, es muy asombroso.

—Me buscó en la guía, ¿no?

—Pasé por la universidad —dijo Daniel—. Quizá todos los físicos sean los mismos, en todos los mundos posibles. Quizá los físicos estén conectados con hebras importantes. —Alargó sus largos brazos, retiró las mangas sucias y sonrió, mostrando dientes podridos.

Johnson le dio un repaso, intentando ocultar el desagrado, y decidió que no era una amenaza. Simplemente, era raro.

—No
hago
mucha física —dijo—. Dígame qué necesita. ¿Algo de dinero?

—No es cosa de dinero. Es cuestión de conocimientos. Yo sé cosas que usted querrá saber.

Johnson chasqueó los dedos.

—Eres el tipo de la salida de la autopista. El mendigo. —La expresión volvió al desprecio—. No me digas que estáis ocupando nuestras casas.

—Necesito a alguien que me escuche. Alguien quien pueda saber de qué hablo. Usted puede ayudarme a descubrir si va a suceder… o, lo más probable, cuándo.

A Johnson se le estaban enrojeciendo las mejillas. Impaciencia, irritación, algo más que preocupación. Se sentía protector de alguien presente en la casa, alguien que le era importante.

—La mayoría de la gente no conoce los indicadores —dijo Daniel—. Pero las cosas en esta fibra están claramente yendo mal.

Johnson retorció el rostro.

—Si no quieres dinero, hemos terminado. No tengo mucho tiempo.

—Ninguno de nosotros lo tiene, Fred.

Johnson bajó la voz y miró a la izquierda, hacia la cocina.

—Sal de mi porche.

Daniel intentó evaluar su reacción: las palabras sonaban fuerte, pero Johnson no era un hombre violento. Daniel sabía que no podía permitirse recibir un golpe en la cara o que le arrestase la policía. No estaba físicamente bien. Como mínimo, necesitaba de un hospital, un buen médico… y como máximo…

Necesitaba a Fred.

Una mujer se acercó a la espalda de Johnson, con mirada de curiosidad. Joven, de veintitantos años, con pelo corto de tonos rojos y rubios, pómulos altos, una barbilla larga, juvenil, bonita.

—¿Quién ha venido de visita, cariño? —preguntó, y apoyó ambas manos en los hombros de Fred, valorando a Daniel.

Daniel parpadeó apartando las lágrimas y con desesperación intentó concentrarse.

—Mary —dijo—. Dios mío, te
casaste
con él. Eso es diferente. Es genial.

Los ojos de la mujer se transformaron de inmediato.

—¿Cómo nos conoce? —le preguntó con voz dura—. Cierra la puerta, Fred.

—Mary, soy
yo
, Daniel. —Las rodillas le fallaron y se apoyó en la jamba.

—Dios —dijo la mujer—. Va a vomitar.

Deslizándose, intentando sostenerse, Daniel dijo:

—Un poco de agua, dejadme descansar. Sé que es una locura, puede que no esté en mis cabales, pero os conozco.

—Yo no te conozco a ti —dijo Mary, pero fue a buscar algo de agua mientras Johnson ayudaba a Daniel a levantarse.

—¿Por qué escogiste mi porche, amigo? —preguntó Fred—. No tienes buen aspecto y la verdad es que no hueles nada bien. Deberías llamar a una ambulancia… o a la policía.

—No —dijo Daniel, enfático—. Llevo caminando todo el día. Me iré… después de que hablemos, por favor. —Metió la mano en el enorme bolsillo de la chaqueta y sacó el Bandle. Agitó las páginas—. Mira esto. Críptidos. Lazáridos. Muchos. No queda tiempo.

Mary volvió con un vaso de agua. Daniel se la bebió con rapidez. Ella había formado un puño con la mano derecha y Daniel no podía ver ningún anillo.

—No provocaré ningún desastre. Mary, me alegra tanto verte… ¿estáis casados? ¿Vivís juntos?

—No es asunto tuyo —dijo Mary—. ¿Quién coño eres?

—Soy tu hermano. Soy Daniel.

El rostro de Mary enrojeció y la frente se llenó de surcos. Sus ojos se volvieron inexpresivos. Ya no era bonita.

—Vete de aquí —exigió—. Maldita sea, sal de mi porche.

—Será mejor que te marches, amigo —dijo Fred—. Lo que ha dicho la dama.

—Debe haber pasado algo —dijo Daniel, mirando al espacio entre ellos, con la vista nublada—. ¿Qué fue? ¿Qué
me
pasó?

—Si te refieres a mi
hermano
, murió a los diecinueve años —dijo Mary—. Y bien que le estuvo al cabrón. Voy a llamar a la policía.

27

El señor Whitlow había cambiado considerablemente a lo largo del siglo. Para el joven y desesperado Max Glaucous, había sido amistoso y amable de una forma severa. En esos desvaídos días marrones, el señor Whitlow (Glaucous nunca había sabido su nombre de pila) había sido un hombre que vestía bien pero conservadoramente, de estatura más ligera pero con una buena voz potente; también físicamente fuerte, a pesar de aparentar estar en la mediana edad.

Y por supuesto, ese pie zambo, que aparentemente seguía sin reducir su velocidad al caminar.

Ahora el rostro del señor Whitlow aparecía transido y pálido bajo la luz amarilla del pasillo, y sus ojos parecían enormes y tan negros como una noche sin luna. Vestía un traje gris ajustado con cuello ceñido, puños blancos, gemelos tachonados con enormes granates, estrechos zapatos negros. Se había cortado el reluciente pelo negro para dejarlo completamente recto y la piel blanca del cuello surgía de una pajarilla tosca y atada con rapidez. Ahora llevaba sombrero de fieltro en lugar de bombín, y se mostraba en la puerta principal con un aire de nerviosa sumisión, los labios formando una sonrisa angular que elevaba algo sus pómulos pero que de alguna forma no contraía sus ojos, lo que le daba el aspecto de un maniaco de tren fantasma.

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