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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #Novela

La ciudad de los prodigios (47 page)

BOOK: La ciudad de los prodigios
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–Supongo —dijo finalmente Onofre Bouvila— que habrá que rascarse el bolsillo.

Desde el estribo del vagón el general se volvió a saludar a los encapuchados que habían ido a despedirle a la estación. Al ver el andén lleno de encapuchados el general se frotó los ojos e hizo un gesto de incredulidad. No puede ser el
delirium tremens
, pensó, todavía no. Luego recordó lo que estaba haciendo allí y el motivo de la presencia de los encapuchados. Enderezó la espalda, pitó el tren al mismo tiempo.

–Caballeros, harán albóndigas conmigo o mañana mandaré en España —dijo con voz solemne. Debajo de sus capirotes los encapuchados sonreían: habían telegrafiado a sus bancos y dudaban de que el golpe de Estado pudiera fracasar. En el andén no había viajeros ni maleteros: la estación había sido acordonada por fuerzas de infantería; tropas de a caballo patrullaban la ciudad. En los barrios obreros y los centros neurálgicos habían sido emplazadas las ametralladoras y las piezas de artillería ligera. Ahora reinaba el silencio en Barcelona. Al salir de la estación le pidió a Efrén Castells que le llevara a su casa, porque no disponía de automóvil. El gigante de Calella vaciló antes de responder.

–Por supuesto —dijo al final—, no faltaría más: sube.

Onofre Bouvila suspiró aliviado: no le habría gustado que lo mataran en las escaleras de la estación a tiro limpio. Ya en el automóvil se sintió relativamente seguro. Por un instante pensé que me ibas a dejar en tierra, le confesó a Efrén Castells. Somos amigos, le respondió el gigante. Se quitaron los capirotes y se miraron a la cara. Sintió una punzada de pena en el pecho: recordaba al oso barbado que había conocido en la Exposición Universal y veía ahora las facciones descolgadas del financiero calvo, envejecido prematuramente. Habrá que ver la pinta que tengo yo, pensó alisándose las guedejas con los dedos. Efrén Castells, ajeno a estas remembranzas, le indicó la conveniencia de que se escondiese durante unos días. ¿Tú también crees que corro peligro?, le preguntó. Efrén Castells movió la cabeza afirmativamente. Él no era muy listo, dijo, pero a su modo de ver no había que excluir aquella posibilidad.

–Primo no es sanguinario —añadió—; por su gusto no habrá derramamiento de sangre. Lo más probable es que todo salga bien y que ni siquiera se note el cambio. Pero puede suceder —dijo el gigante con el rostro ensombrecido no tanto por la preocupación como por el esfuerzo que le costaba dar una explicación tan larga—, puede suceder muy bien que al llegar a Madrid encuentre resistencia; no por parte de los civiles, sino de otros militares que aspiren como él al poder. Hasta una guerra civil es posible. Tú eres muy poderoso y Primo sabe que no puede contar con tu lealtad sin reservas. Esta noche te has mostrado poco prudente —le reconvino—; no sé por qué tenías que decir aquellas tonterías.

–Porque las pienso —dijo Onofre Bouvila mirando a su amigo con ternura— y porque ya estoy viejo para seguir disimulando. Pero sea como sea, tú tienes razón esta vez: me iré a Francia. Acabo de conocer París: me ha parecido un sitio horroroso, pero me adaptaré si hace falta.

–No te dejarán cruzar la frontera —dijo Efrén Castells.

–El avión en que he venido no partirá hasta la madrugada —dijo él—. Si después de pasar por mi casa me llevas a Sabadell y no dices nada a nadie de eso me habrás hecho un favor inmenso.

–Está bien —dijo el gigante—, pero te llevaré a Sabadell directamente: no conviene perder tiempo. A estas horas Primo u otro pueden estarte buscando ya.

–Quizá —replicó—, pero primero pasaremos por mi despacho: hemos de ultimar unos asuntos tú y yo —como Efrén Castells le dijera que aquél no era el momento oportuno, replicó nuevamente—: No hay otro —en la puerta de su casa se apeó y retuvo con la mano al gigante para impedir que bajara del automóvil—. Ve a buscar a mi suegro; sácalo de la cama y tráelo a rastras si es preciso —le dijo—. Está que no se aguanta, pero necesitamos un abogado.

Entró en la casa con sumo cuidado: no quería despertar a su mujer ni a sus hijas; la perspectiva de una despedida lacrimosa le crispaba los nervios por anticipado. Peor sería que se empeñaran en seguirme al destierro, pensó mientras buscaba a tientas el cordón. Tirando de él hizo comparecer al mayordomo en camisa y gorro de dormir. No hace falta que te vistas, le dijo. Enciende la chimenea del despacho. El mayordomo se rascó la nuca. ¿La chimenea, señor? ¡Pero si estamos a primeros de septiembre! Mientras el mayordomo colocaba unas teas en la chimenea y les aplicaba una cerilla se quitó la americana, se arremangó la camisa, sacó un revólver del cajón y comprobó que estaba cargado. Luego lo dejó sobre la mesa y despidió al mayordomo. Prepárame un café, pero procura que no se despierte nadie: no quiero interrupciones. Ah, dijo reteniéndolo cuando el mayordomo ya se iba, dentro de un ratito llegarán don Efrén Castells y don Humbert Figa i Morera. Hazlos pasar directamente a mi despacho. Una vez a solas fue abriendo sistemáticamente cajones y archivadores. Sacaba papeles, los hojeaba y según el caso los arrojaba al fuego. De cuando en cuando removía las cenizas con el atizador. Un reloj de péndulo dio las doce en un salón de la casa. El mayordomo entró para anunciarle la llegada de Efrén Castells y de don Humbert Figa i Morera.

–Que pasen —dijo.

Su suegro venía deshecho en llanto. Llevaba un abrigo oscuro por debajo del cual asomaba un pijama listado. Desde la muerte de su mujer se le había reblandecido el seso: ya no entendía nada de lo que sucedía a su alrededor. Lo que Efrén Castells había tratado de explicarle no había calado en su entendimiento: sólo había oído que su yerno tenía que salir huyendo del país y lloraba pensando en la suerte que podían correr su hija y sus nietas.

–Onofre, Onofre, ¿es verdad lo que me cuenta este animalote?: ¿que cae el gobierno García Prieto y que tú tienes que irte a Francia para que no te peguen un tiro? – entraba preguntando en el despacho—. Ay, Dios del cielo, Dios del cielo, y de mi pobre hija y de mis nietecitas, ¿qué va a ser ahora? Ya le decía yo a mi mujer, que en paz descanse, que no hacíamos bien casando la nena contigo, que mucho mejor boda habría hecho casándose con aquel jorobadito, ¿te acuerdas de quién digo, Onofre? Aquel chico tan educado y tan tímido, que vivía en París, ¿cómo se llamaba?

Onofre tranquilizó a su suegro: no pasaba nada, le dijo. El capitán general de Cataluña había salido rumbo a Madrid hacía unas horas. Las guarniciones de Cataluña y Aragón le respaldan, le contó a su suegro: está por ver qué pasa en Madrid. Si encuentra oposición puede haber guerra, pero yo pienso que en realidad la cosa está hecha: ni el Estado Mayor ni el Rey se le van a enfrentar. La flor y nata del país le apoya, afirmó sin ironía. Yo estoy con ellos y ellos deberían saberlo, añadió con tristeza, pero no se fían de mí. En realidad me temen más que a la clase obrera; yo soy lo que más odian. Encendió un puro mientras reflexionaba y dijo: Esto que está pasando tendría que haberlo previsto con antelación. El 30 de octubre de 1922 los camisas negras habían hecho su entrada famosa en Roma. Ahora, un año más tarde, el 13 de septiembre de 1923, don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja se proponía seguir los pasos de Mussolini. Para ello no contaba con millones de seguidores; por eso tenía que recurrir al Ejército. Ésa es la diferencia entre los dos, dijo Onofre. Primo no es mal hombre, pero es un poco tonto y como todos los tontos, suspicaz y timorato. No durará. Pero mientras dure he de ponerme a salvo, concluyó diciendo. Don Humbert, siéntese a la mesa, coja papel y pluma y redacte un contrato de cesión: quiero traspasar mis negocios a Efrén Castells aquí presente.

–¿Qué disparate estás diciendo? – exclamó don Humbert Figa i Morera. El mayordomo llamó a la puerta: traía el servicio de café que Onofre le había encargado, pero se había permitido agregar dos tazas por si don Efrén y don Humbert también gustaban. Parece que la noche va a ser larga, musitó. A sus oídos ya habían llegado rumores. La atmósfera de tensión se esparcía por las calles como una niebla baja; palomas mensajeras surcaban el cielo; los cabecillas de los movimientos subversivos corrían por el alcantarillado en busca de amparo: en las intersecciones de dos conductos pestilentes se cruzaban anarquistas, socialistas y catalanistas, se reconocían a la luz verdosa de sus linternas respectivas, se saludaban lacónicamente y continuaban la marcha.

–Es la única forma de evitar la posible incautación —dijo Onofre Bouvila.

–Pero esto que me pides es imposible, ¿cómo vamos a valorar todos tus bienes? – protestó don Humbert Figa i Morera.

–Déles un valor cualquiera: un precio simbólico, ¿qué más da? – dijo Onofre—. Lo importante es que todo quede en buenas manos.

Después de hacer cálculos y de discutir un rato fijaron de común acuerdo una suma en libras esterlinas que el gigante de Calella se comprometió a transferir ese mismo día a una de las cuentas bancarias de que Onofre Bouvila disponía en Suiza. Don Humbert Figa i Morera sollozaba a medida que daba forma jurídica a este acuerdo. Varias veces hubo de interrumpir la labor para decir que le parecía estar asistiendo al desmembramiento del imperio otomano, suceso reciente que le había llenado de pesadumbre. Aclaró que siempre había sentido una adhesión profunda por este imperio; este sentimiento era inexplicable, porque no sabía dónde estaba el imperio otomano e ignoraba todo lo concerniente a él, pero el nombre tenía para él resonancias de fasto y magnificencia, dijo. Onofre le instó a proseguir el trabajo sin divagar más. Pronto romperá el día, dijo. Para entonces tenía que estar lejos ya. Usted se encargará de llevar el contrato al notario y de hacerlo legalizar, le dijo a su suegro. A los dos les encomiendo el cuidado y la salvaguarda de mi familia, añadió en un tono neutro que no impidió que don Humbert rompiera a llorar de nuevo. Por fin los documentos de cesión fueron firmados por las partes contratantes y por don Humbert y el mayordomo como testigos del acto. Hecho esto Efrén Castells acompañó a Onofre a Sabadell. A don Humbert lo dejaron en la casa: cuando se despertara su hija él se encargaría de justificar la ausencia de Onofre y de mitigar los temores que pudieran asaltarla. El automóvil corría ahora por las calles vacías: clareaba, pero los faroleros no se atrevían a salir a hacer sus rondas y las farolas seguían alumbrando como si fuera noche cerrada. En el camino sólo encontraron a un chiquillo cargado de periódicos: le había sido ordenado que efectuara el reparto como todos los días; de este modo el país tendría noticias de lo sucedido pocas horas antes en Madrid. Allí los militares habían aclamado a Primo de Rivera, el gobierno había presentado su dimisión al Rey y éste había encargado a Primo de Rivera la formación del nuevo gabinete. El periódico reproducía en primera plana la lista de generales que integraban el gabinete y anunciaba que todas las garantías constitucionales quedaban suspendidas por el momento. Las restantes páginas del periódico aparecían censuradas en buena parte.

Al llegar al aeródromo tuvieron que esperar un rato hasta que apareció el piloto, que venía un tanto perplejo: del hotel donde había pernoctado hasta el aeródromo había sido detenido ocho veces por otras tantas patrullas; al final la Guardia Civil lo había escoltado hasta el avión mismo.
Parbleu, on aime pas les belges ici
, exclamó irritado al encontrarse con Onofre Bouvila. Éste le dijo que deseaba volver a París con él, lo que satisfizo mucho al piloto, que ya se había resignado a hacer el viaje en solitario. Efrén Castells y Onofre se abrazaron y éste se encaramó al aparato, que despegó sin más dilación. Llevaban media hora de vuelo cuando Onofre le dijo al piloto que virase un poco hacia la izquierda. El piloto le dijo que no se iba a París por esa ruta.

–Ya lo sé —respondió—, pero no vamos a París: haga lo que le ordeno y le pagaré el doble.

Este razonamiento convenció al piloto: ahora el aeroplano describía círculos entre las montañas, sobre un valle cubierto de neblina. A medida que descendían Onofre Bouvila iba dando instrucciones al piloto: Cuidado con aquella ladera, que allí hay unas encinas muy altas; tuerza más bien hacia allí, a ver si podemos seguir el curso del río, etcétera, le decía. Por fin avistaron entre los jirones de niebla una era recién trillada. Al tomar tierra el avión, levantó el vuelo una bandada de pájaros negros que andaban picoteando las gavillas amontonadas en la era. Estos pájaros eran tantos que oscurecieron el sol por un instante. Onofre Bouvila entregó al piloto un pagaré que éste podía hacer efectivo contra cualquier banco francés, saltó del avión al suelo y desde allí indicó al piloto cómo proseguir viaje sin perderse. Sin detener el motor, el piloto hizo dar media vuelta al aparato, corrió un rato por la era y despegó dejando detrás un remolino de polvo y pajas. Una hora más tarde Onofre Bouvila llegaba a la puerta de la casa en que había nacido; ahora vivía allí un campesino con su mujer y sus ocho hijos. A sus preguntas respondieron que el señor alcalde vivía en una casa nueva, junto a la iglesia. Onofre creyó reconocer al campesino y a su mujer, pero éstos no lo reconocieron a él.

3

A la llamada acudió una mujer que aparentaba tener unos treinta años, de facciones inteligentes, algo toscas, pero no carentes de atractivo. En la cabeza llevaba un pañuelo anudado para preservar el cabello del polvo y en la mano izquierda sostenía unos zorros con los que había estado trajinando. Onofre pensó que su hermano se habría casado tal vez sin comunicárselo a él. La mujer lo miraba con más extrañeza que prevención: Esto indica que no le ha hablado nunca de mí, pensó. En voz alta dijo: Soy Onofre Bouvila. La mujer pestañeó. Hermano de Joan, agregó él. La mujer mudó de expresión. El señor Joan está durmiendo, le dijo, pero ahora mismo le avisaré de que está usted aquí. Por su tono se veía que no era la esposa de Joan. Quizá sea su querida, una barragana, pensó Onofre: no parece soltera tampoco; posiblemente una joven viuda que necesitaba un hombre desesperadamente; protección, seguridad económica y todo eso. Como ella le había dejado solo en la puerta entró en el zaguán. Sobre la arcada que daba al pasillo había una pieza de azulejo enmarcada en la que se podía leer: Ave María. El zaguán olía a polvo, sin duda el que la mujer había levantado sacudiendo algo con los zorros. Una lámpara y un paragüero de hierro forjado y cuatro sillas de respaldo recto era todo el mobiliario del zaguán. En el pasillo se abrían cuatro puertas: dos a cada lado. A una de ellas estaba llamando en ese momento la mujer; cuando acabó de llamar dijo: Señor Joan, su hermano está aquí. Hablaba a media voz, pero no trataba de que Onofre no la oyera. Al cabo de un rato respondió una voz cavernosa desde dentro del cuarto. La mujer escuchó atentamente, pegando la oreja a la puerta y luego se volvió a Onofre: Dice que se levanta en seguida, que espere usted, le dijo. Con la mano con que sostenía los zorros hizo un gesto mínimo; con él señalaba el comedor, visible al otro extremo del pasillo. Siguiendo aquel gesto Onofre atravesó el pasillo. la mujer se hizo a un lado. En el comedor había una mesa cuadrada y sobre la mesa una lámpara de cristal esmerilado. Las sillas estaban adosadas a la pared. También había un aparador oscuro, un trinchante cubierto de mármol blanco y una salamandra; esta salamandra era de hierro, pero tenía partes de loza esmaltada: esto daba al comedor un aire de holgura económica. Sobre el trinchante, en la pared, había colgada una santa cena de madera tallada. Frente a la arcada una puerta doble de vidrio daba a un patio rectangular, al fondo del cual se levantaba un retrete minúsculo. En el patio crecían un magnolio y una azalea. A la derecha del comedor estaba la cocina. Todo tenía aspecto de limpio, de ordenado y de frío. Cuando Onofre estaba mirando estas cosas sonó tan cerca la campana de la iglesia que se sobresaltó visiblemente. La mujer, que había estado observándolo desde el pasillo, se rió por lo bajo.

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