—También es un experto en coprolitos —añadió Aragón, sonriendo y señalando a Black con la cabeza.
—¿En coprolitos? —preguntó Smithback con aire pensativo—. ¿Eso no son excrementos fosilizados o algo así?
—Sí, sí —contestó Black, visiblemente irritado—, pero trabajamos con cualquier cosa que tenga que ver con la datación: cabellos humanos, polen, carbón, huesos, semillas… cualquier cosa. Sin embargo, da la casualidad de que las heces suelen contener muchísima información, ya que muestran qué era lo que comía la gente, qué clase de parásitos tenían…
—Heces —repitió Smithback—, creo que ya voy entendiéndolo.
—El doctor Black es el mejor geocronólogo del país —apuntó Nora rápidamente.
Sin embargo, Smithback seguía negando con la cabeza.
—Pues menudo negocio al que dedicarse… —soltó—. Coprolitos. Oh, Dios, debe de haber un montón de puestos vacantes en esa especialidad…
Antes de que Black pudiese responder, Bonaroti anunció que el desayuno estaba listo. Iba vestido, como el día anterior, con una chaqueta impecable, sin una sola arruga, y unos pantalones caquis igual de bien planchados. Nora, agradeciendo la interrupción, se preguntó cómo se las arreglaba para conservar aquel aspecto mientras los demás ya empezaban a parecer pordioseros. El delicioso aroma despertó aún más su curiosidad y se puso rápidamente a la cola, detrás de los demás. Bonarotti deslizó en su plato una generosa porción de tortilla perfectamente cocinada. Nora tomó asiento y la engulló con avidez. Puede que fuese el aire del desierto, pero nunca había probado unos huevos ni la mitad de deliciosos que aquellos.
—Sabe a gloria —masculló Smithback con la boca llena.
—Tiene un sabor un poco particular, como a almizcle —comentó Holroyd, observando el tenedor—. Nunca había probado nada parecido.
—¿No será estramonio? —inquinó Swire, medio en broma.
—Yo no noto nada especial —dijo Black.
—No, ya sé a que re refieres —intervino Smithback—. Me resulta vagamente familiar… —Tomó otro bocado y luego dejó caer el tenedor—. Ya lo tengo. En il Mondo Vecchio de la calle Cincuenta y tres comí un plato de ternera que tenía este mismo sabor. —Levantó la vista—. ¿Son trufas negras?
El rostro por lo general impasible de Bonarotti se iluminó al oír aquella pregunta y miró a Smithback con renovado respeto. —No exactamente —respondió. El cocinero hurgó en su armario de madera, abrió uno de los numerosos cajones y extrajo un pequeño bulto de color oscuro y del tamaño de una pelota de tenis. Estaba plano por uno de sus lados, donde lo había rascado con un cuchillo.
—¡Que los ángeles del ciclo nos asistan! —Exclamó Smithback—. Una trufa blanca… en medio del desierto…
—
Túber magantum pico
—aclaró Bonarotti, colocándola de nuevo en el cajón con sumo cuidado.
Estupefacto, Smithback meneó la cabeza lentamente.
—Estáis viendo una seta por valor de mil dólares aproximadamente. Si no encontramos esa mina de oro india, siempre podemos saquear el armario del doctor Bonarotti.
—Inténtalo si te atreves, amigo mío —repuso Bonarotti, impertérrito, al tiempo que abría su chaqueta y daba unas palmaditas a un monstruoso revólver que llevaba enfundado en una pistolera ceñida a la cintura.
Todos los presentes prorrumpieron en una risa nerviosa.
Cuando Nora se disponía a concentrarse de nuevo en su desayuno, le pareció oír un lejano zumbido. Era un sonido distante, pero que cada vez se oía con más intensidad. Miró a los demás y vio que también lo habían oído. El ruido retumbó en las paredes del desfiladero y descubrió que se trataba de un avión. Mientras escrutaba el limpio cielo azul, el sonido se hizo ensordecedor y un hidroplano apareció rozando la cima del cañón de arenisca mientras el sol de la mañana se reflejaba en su lomo de aluminio y sus protuberantes flotadores. Desde el interior del cañón, los caballos lo observaban, inquietos.
—Ese tipo vuela muy bajo —comentó Holroyd, mirando hacia arriba.
—No es que vuele bajo —aclaró Swire—, es que va a aterrizar.
Lo observaron mientras el avión descendía y sus alas los saludaban con una especie de pirueta. Enderezó la trayectoria y tocó la superficie del lago, levantando dos regueros de agua a su paso. Las hélices se aceleraron mientras el hidroavión se deslizaba hasta la maraña de troncos. Nora hizo señas a Holroyd de que sacase el bote y fuese a encontrarse con ellos. En la cabina de mando vio al piloto y al copiloto, que comprobaban los indicadores y tomaban notas en un portafolio. Finalmente, el piloto salió de un salto, saludó con la mano y se deslizó hacia abajo por uno de los flotadores.
Nora oyó a Smithback lanzar un breve silbido de admiración mientas el piloto se desprendía de un par de gafas protectoras y un gorro de piel, liberando una mata de pelo corto y negro.
—Pilótame a mí —soltó Smithback.
—Cállate —le reprendió Nora.
El «piloto» no era otro que Sloane Goddard.
Para entonces, Holroyd ya había llegado junto a la aeronave y Goddard empezó a arrojar bolsas y petates a la balsa desde el compartimiento de carga del avión, detrás de los asientos. A continuación cerró la escotilla, bajó al bote y le hizo una señal al copiloto. Mientras Holroyd remaba de regreso a la maleza, el avión dio media vuelta y empezó a hacer maniobras de despegue por el cañón, hasta poner en marcha los motores e iniciar el despegue. La mirada de Nora se desplazó del avión a punto de desaparecer a la figura que se aproximaba rápidamente.
Sloane Goddard estaba sentada en la parte trasera del bote, hablando con Holroyd. Llevaba una cazadora de aviador de piel, vaqueros y botas de caña estrecha. Lucía un corte de pelo clásico y corto, un tanto decadente por su anacronismo, y a Nora le recordó a la era Fitzgerald, a una de esas chicas de las revistas de moda de los años veinte. Los ojos almendrados, de un color ambarino brillante, y la boca sensual, con un aire entre sarcástico y burlón, conferían a su rostro un toque exótico. Parecía ser más o menos de la misma edad que Nora, cercana a los treinta, y ésta se dio cuenta de que estaba contemplando a una de las mujeres más bellas que había visto en su vida.
Cuando la balsa se detuvo en la orilla, Sloane desembarcó de un salto con gran agilidad y se acercó al campamento con paso rápido. No era la típica chica flacucha de las hermandades que Nora había imaginado, pues la mujer que se aproximaba a ella poseía una voluptuosa figura y sus movimientos insinuaban una gran fortaleza física y rapidez. Tenía la piel bronceada y rebosante de salud, y estaba peinándose el pelo hacia atrás con un gesto inocente y seductor a la vez.
Sonriendo, la mujer avanzó hasta donde estaba Nora, se quitó un guante y le tendió la mano. Su piel era muy suave al tacto, y el apretón fue desenfadado y vigoroso.
—Tú debes de ser Nora Kelly, no es así? —preguntó con ojos centelleantes.
—Sí —asintió Nora—. Y tú debes de ser Sloane Goddard. Sloane Goddard la tardona.
La sonrisa que iluminaba el rostro de la joven se hizo aún más amplia.
—Lamento todo este espectáculo. Luego te contaré qué ha pasado, pero ahora me gustaría conocer al resto de tu equipo.
La inquietud de Nora ante aquel tono ligeramente autoritario cedió al oír las palabras «tu equipo».
—Claro —dijo—. Ya conoces a Peter Holroyd. —Señaló al especialista en imágenes, que estaba transportando hasta el campamento las últimas bolsas de la mujer, y luego se volvió hacia Aragón—: Y éste es…
—Me llamo Aaron Black —se presentó Black, interrumpiéndola y acercándose a la recién llegada con la mano tendida, la barriga hacia adentro y la espalda recta.
—Pues claro —dijo Sloane, sonriendo de nuevo—. El famoso geocronólogo, famoso y temido. Recuerdo su ponencia en que echaba por tierra la datación de cueva Chingadera en la última conferencia de la SAA. Me dio mucha pena aquel arqueólogo, Leblanc. Me parece que el pobre no ha logrado levantar cabeza desde entonces.
Ante la referencia a la destrucción de la reputación de otro científico, Black tragó saliva con evidente orgullo. Sloane se volvió.
—Y usted debe de ser Enrique Aragón.
Aragón asintió, con el semblante tan impenetrable como de costumbre.
—He oído a mi padre hablar maravillas de su trabajo. ¿Cree que encontraremos muchos restos humanos en la ciudad?
—Imposible saberlo —fue su lacónica respuesta—. Nunca se han encontrado las necrópolis del cañón del Chaco, pese a un siglo entero de búsqueda. Por otra parte, cueva Momia contenía cientos de enterramientos. En cualquier caso, analizaré los restos de fauna.
—Eso está muy bien —convino Goddard. Nora miró alrededor con la intención de completar las presentaciones y poner al equipo en marcha cuanto antes pero, para su sorpresa, Roscoe Swire se había alejado de allí sin más y estaba muy ocupado con los caballos.
—Usted es Roscoe Swire, ¿verdad? —Grito Sloane, siguiendo la mirada de Nora—.
¡Mi padre me ha hablado muchísimo de usted, pero me parece que no nos conocemos!
—No veo por qué habríamos de conocernos —respondió con acritud—. Sólo soy un vaquero que trata de impedir que una panda de pardillos se rompan la crisma aquí, con tanta roca resbaladiza.
Sloane soltó una risa ronca.
—Vaya, vaya… Tengo entendido que nunca se ha caído de un caballo.
—El vaquero que le diga eso es un mentiroso —repuso Swire—. Mi trasero y el suelo son viejos conocidos de siempre, gracias.
Los ojos de Sloane brillaron.
—La verdad es que mi padre dijo que sabía que era usted un
cowboy
de primera porque cuando se presentó a la entrevista para conseguir el puesto, llevaba mierda de caballo pegada a la suela de las botas.
Swire sonrió al fin, al tiempo que se sacaba una galleta de jengibre del bolsillo para llevársela a la boca.
—Bueno, en ese caso —respondió—, acepto el cumplido.
Nora señaló al escritor. —Y éste es Bill Smithback.
Smithback hizo una reverencia cargada de afectación, de manera que su abundante cabello castaño se movió frenéticamente.
—El periodista —dijo Sloane, y a Nora le pareció oír en su voz un leve tono de reprobación antes de que la deslumbrante sonrisa volviese a sus labios, intacta—. Mi padre mencionó que iba a contratarle. —Sin darle tiempo a Smithback de contestar, Sloane se volvió hacia Bonarotti—. Y menos mal que estás tú aquí, Luigi.
El cocinero la saludó con un movimiento de la cabeza y no dijo nada.
—¿Y el desayuno? —le preguntó. Bonarotti se dirigió a la parrilla.
—Estoy hambrienta —añadió Sloane al tiempo que aceptaba un plato humeante.
—¿Conocías ya a Luigi? —le preguntó Nora, sentándose junto a ella.
—Sí, lo conocí el año pasado, durante la escalada de las montañas Cassin en Denah. Luigi dirigía la cocina del campamento base para nuestro grupo. Mientras los demás escaladores comían nueces y pasas, nosotros cenábamos pato y venado. Le dije a mi padre que tenía que contratar a Luigi para esta expedición. Es muy, muy bueno.
—Soy muy, muy caro —repuso Bonarotti.
Sloane engulló la tortilla con avidez. Los demás se habían agrupado en torno a ella instintivamente, lo cual no extrañó a Nora: la hija de Goddard no sólo era guapa, sino que además allí sentada, con su chaqueta de piel y sus vaqueros desteñidos— irradiaba carisma, buen humor con toques de ironía y la clase de seguridad en sí misma que sólo el dinero y la buena cuna saben proporcionar. Nora sintió una mezcla de alivio y envidia, y se preguntó qué consecuencias tendría la presencia de aquella mujer en su liderazgo del grupo. Será mejor poner las cosas en su sitio ya desde el principio, pensó.
—¿Y bien? —empezó a decir—. ¿Te importaría explicarnos a qué se debe esta entrada triunfal?
Sloane la miró con su sonrisa indolente.
—Lo siento de veras —dijo dejando a un lado el plato vacío y recostándose. La chaqueta semiabierta dejaba al descubierto una camisa de algodón a cuadros—. Me retrasé en Princeton a causa de un alumno al que he estado a punto de suspender. Nunca he suspendido a nadie y no quería empezar a hacerlo ahora, de modo que estuve trabajando con él hasta que se hizo demasiado tarde para conseguir un vuelo con una línea regular.
—Nos tenías preocupados en el puerto deportivo.
Sloane se incorporó y preguntó:
—¿Es que no os dieron mi mensaje?
—No.
—Se lo dejé a alguien llamado Briggs. Dijo que os lo daría enseguida.
—Debió de olvidarse —aventuró Nora.
La sonrisa de Sloane se hizo más luminosa.
—Siempre hay mucho trabajo en ese puerto. Bueno, hicisteis lo correcto al marcharos sin mí.
Swire llevó hasta allí los caballos desde la zona de pastoreo en el cañón y Nora se acercó para ayudarle con las monturas. Sorprendida, comprobó que Sloane la seguía y se sumaba a los preparativos, ensillando hábilmente dos caballos mientras Swire hacía lo propio con otros tres. Ataron los anímales a unos arbustos mientras el vaquero se afanaba en las bestias de carga, colocaba las almohadillas y las albardas, sujetaba las alforjas y acomodaba cuidadosamente el equipo más delicado, echando una manta por encima de la carga y atándola con fuerza. En cuanto estaba listo cada caballo, lo dejaban en manos de Sloane para que lo condujese cañón adentro. Bonarotti estaba guardando los últimos utensilios de cocina mientras Smithback se desperezaba plácidamente junto a él, discutiendo con el cocinero si era mejor la salsa bearnesa o la bordelesa para acompañar los medallones de ternera.
Finalmente, jadeando, Nora se apartó del último caballo y consultó su reloj. Sólo pasaban unos minutos de las once, todavía quedaba tiempo suficiente para montar un rato y ayudar a aquellos novatos a estrenarse con los animales. Miró a Swire y propuso:
—¿Quieres enseñarles la primera lección?
—Supongo que éste es tan buen momento como cualquier otro —contestó, remangándose los pantalones y mirando al grupo—. ¿Quién sabe algo de montar a caballo?
Black hizo ademán de levantar la mano.
—Yo —se apresuró a responder Smithback.
Swire miró a Smithback de arriba abajo mientras torcía el bigote con aire escéptico.
—¿De verdad? —exclamó, escupiendo el tabaco que llevaba en la boca.
—Bueno, al menos hace un tiempo sí sabía —respondió el escritor—. Es como montar en bicicleta, nunca se olvida.
Nora creyó ver a Swire esbozar una mueca burlona bajo su bigote mustio.