La ciudad sagrada (17 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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Teddy
—le susurró—, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?

El perro le lamió la mano y retrocedió hasta la cocina para esconder su cuerpo robusto bajo la mesa. Teresa asomó la cabeza por la puerta de la cocina y observó el mar de oscuridad que se extendía hasta el viejo rancho de Las Cabrillas. No había ninguna linterna en el cajón y en una noche sin luna, Teresa no podía distinguir el contorno de la casa abandonada. Había algo ahí fuera que había dado un susto de muerte al animal. La mujer siguió escuchando en el silencio y creyó oír un débil ruido de cristales rotos y el aullido distante de un animal. Decididamente era demasiado grave y ronco para tratarse de un coyote, pero tampoco parecía ningún perro que hubiese oído antes. Si se escuchaba con atención, parecía tratarse más bien de un lobo. Sin embargo,
Teddy
no se habría asustado de aquella manera de haber sido un lobo solitario, o incluso un puma. Puede que fuese una manada completa de lobos.

El murmullo de aullidos graves obtuvo otro aullido como respuesta, esta vez un poco más cerca. El perro gimoteó de nuevo, acurrucándose aún más bajo la mesa, hasta la completa oscuridad. Teresa oyó el ruido de un líquido al derramarse y vio que el perro estaba orinándose de miedo.

La mujer se detuvo, con la mano en el marco de la puerta. Hasta hacía dos años, no había habido lobos en Nuevo México. Luego el Departamento de Ganadería y Pesca había introducido unos cuantos en la selva de Pecos. Supongo que habrá bajado una manada de las montañas, se dijo.

Volvió a la habitación, se quitó el camisón y se enfundó unos vaqueros, una camiseta y unas botas; a continuación, atravesó la habitación y abrió el armario de las armas, que brillaron débilmente en la oscuridad. Tendió la mano en busca de su favorita, un Winchester Defender, con un cañón de cuarenta y siete centímetros y cargador extendido. Era un buen rifle, ligero, considerado un arma defensiva con gran capacidad de repetición, aunque esto no fuera más que otra forma de decir que era perfecta para matar gente… o lobos.

Introdujo un cargador: ocho cajas de munición del calibre doce capaces de acabar con cualquier jauría. No era la primera vez desde el ataque a Nora que oía ruidos en el rancho de los Kelly, y en cierta ocasión, al volver de Santa Fe con su camioneta, había visto una figura baja y oscura merodear por los viejos buzones. Tenían que ser lobos, no había otra explicación. Se habían enfrentado a Nora aquella noche en el rancho, y debieron de asustar hasta tal punto a la pobre muchacha que creyó oírles hablar. Teresa meneó la cabeza con gesto preocupado, ya que no era propio de Nora asustarse así.

Los lobos no tenían miedo de que las personas fuesen peligrosas, de modo que Teresa no quería encontrárselos sin llevar su rifle a mano. Era mejor enfrentarse al problema directamente. Si los de Ganadería y Pesca querían montar un escándalo por aquello, adelante. Ella tenía que dirigir un rancho.

Se colocó el arma bajo el brazo, se metió una linterna en el bolsillo trasero de sus vaqueros y se dirigió con sigilo a la puerta de la cocina, con cuidado de no encender ninguna luz. Oyó a
Teddy
aullar y gimotear mientras se alejaba, pero el animal no hizo ningún movimiento para seguirla.

Salió al porche trasero y cerró la puerta tras de sí. Los tablones de madera del suelo crujieron débilmente bajo sus pies a medida que bajaba los escalones. Luego avanzó hacia el pozo y el sendero que se iniciaba justo detrás del mismo. Teresa era una mujer fuerte y corpulenta, pero poseía la agilidad y el sigilo natural de un felino. Al llegar al pozo respiró hondo, sujetó con firmeza el arma y enfiló el sendero en la negrura impenetrable de la noche. Había bajado aquel mismo sendero miles de veces para jugar con Nora cuando eran pequeñas, y sus pies recordaban el camino perfectamente.

Muy pronto llegó al llano. El rancho de los Kelly quedaba enfrente del sendero, justo al lado de la colina, con su tejado achaparrado perfilado sobre el horizonte de la noche. La pálida luz de las estrellas le permitió ver que la puerta principal estaba abierta.

Esperó un buen rato, aguzando el oído, pero sólo percibió los susurros del viento entre los pinos. Notaba la frialdad del rifle en las manos, pero también le transmitía seguridad.

Estudió la brisa; se hallaba en la misma dirección del viento con respecto a la casa, lo cual significaba que los lobos no podían olería. Se respiraba un aroma extraño en el aire, un olor que le recordaba a campanillas, pero nada más. Tal vez los animales la habían oído llegar y habían huido. O puede que siguiesen en el interior de la casa.

Quitó el seguro del arma y cogió la linterna con fuerza junto al cañón del Winchester. Luego avanzó hacia la fachada de la casa. Sobre el edificio, las rayas onduladas que proyectaba la luz de las estrellas le conferían la tenebrosa apariencia de un templo abandonado y en ruinas. Podría utilizar la linterna para cegar y paralizar a cualquier animal que apareciese ante sus ojos y así conseguir blanco fijo.

De pronto Teresa oyó un sonido casi inaudible, pero no eran lobos, y se detuvo para escuchar con mayor atención. Era un zumbido grave y monótono, una especie de salmodia, una cadencia ronca y gutural tan seca y débil como el ruido de la hojarasca al pisarla.

Procedía del interior de la casa.

Se humedeció los labios resecos y respiró hondo. Subió los escalones del porche principal y esperó un par de minutos. Con el máximo sigilo posible, avanzó otros dos escalones, apuntó hacia el interior de la casa con el rifle y encendió la linterna.

La casa estaba tal como la recordaba de la semana anterior, convertida en un torbellino de ruinas, polvo y dejadez. Sin embargo, el olor de las flores allí era más intenso. Rápidamente dirigió el haz de luz hacia las entradas de las habitaciones, pero no vio nada. A través del cristal roto de una ventana, el viento nocturno peinaba con dulzura las cortinas manchadas. El cántico se oía ahora con mayor claridad y parecía venir del piso de arriba.

Se acercó con sigilo al pie de las escaleras y apagó la linterna. Obviamente no se trataba de una manada de lobos ni de cualquier otro animal. Después de todo, quizá Nora tuviese razón, puede que hubiese sido atacada por una pandilla de hombres disfrazados con máscaras, violadores tal vez. Recordó el susto de muerte que se había llevado el valiente
Teddy Bear
y pensó que quizá fuese mejor regresar a casa con cuidado y llamar a la policía desde allí.

Pero no… Para cuando llegasen los polis con sus sirenas y sus ruidosas botas, aquellos cabrones ya se habrían esfumado entre las sombras y ella se quedaría con la inquietante preocupación de no saber cuándo volverían. Tal vez decidiesen irrumpir en su propia casa la próxima vez, o puede ser que la atacasen cuando estuviese fuera, desarmada…

Se aferró con fuerza al rifle. Había llegado la hora de actuar mientras pudiese. Su padre le había enseñado a acechar a los animales y era una experta cazadora, tenía un arma que sabía utilizar a la perfección y contaba con el factor sorpresa como su mejor aliado. Con suma precaución, empezó a subir por las escaleras. Se movía por instinto, balanceando con calma el peso de su cuerpo de un pie al otro.

Se detuvo de nuevo en lo alto de las escaleras. La luz de las estrellas, que se filtraba a través de las ventanas del piso inferior, era demasiado débil allí arriba para poder ver otra cosa que no fuesen los contornos vagos de las sombras, pero sus oídos le advirtieron que el sonido procedía de la antigua habitación de Nora. Subió dos escalones más y luego se paró para recuperar el aliento y asegurarse el control de la situación. Quien quiera que fuese, no iba a correr riesgos innecesarios.

Se preparó para atacar, rifle en mano y con la linterna pegada junto al cañón. A continuación, con un movimiento ágil y rápido dio un paso hacia adelante, abrió la puerta de una patada, colocó el rifle en posición y encendió la linterna.

Su cerebro tardó unos segundos en procesar la escena que vieron sus ojos: dos figuras, cubiertas de la cabeza a los pies con unas pieles pesadas húmedas, estaban en cuclillas en el centro de la habitación. Dos pares de ojos rojos se volvieron hacia la luz, sin pestañear una sola vez, feroces. Entre ambas figuras había un cráneo humano al que le faltaba la parte superior, y dentro de la calavera había una pequeña colección de objetos: la cabeza de una muñeca, unos mechones de pelo, el pasador de una niña… Los viejos trastos de Nora, pensó Teresa, paralizada por el horror.

De pronto, una de las criaturas se puso en pie de un salto, moviéndose con una velocidad que Teresa creía imposible en un animal, y salió del haz de luz de su linterna justo cuando apretaba el gatillo. El arma dio una sacudida en sus manos y el ensordecedor estruendo pareció sacudir los mismísimos cimientos de la casa.

Teresa parpadeó, forzando la vista para distinguir algo a través del polvo y el humo, pero sólo vio un boquete irregular y humeante en la pared. Las dos figuras habían desaparecido.

Registró la habitación, moviéndose con paso decidido y alumbrando cada rincón con el foco de luz amarilla. El ruido de su respiración se oía con más intensidad a medida que el estruendo se disipaba y el polvo volvía a asentarse en la penumbra. Los seres humanos no se movían de aquella manera. En ese momento, sola, tras el haz de luz de su linterna, se sintió terriblemente vulnerable. Sintió el impulso momentáneo de apagarla para encontrar refugio en la oscuridad, pero presintió que ésta no bastaría para protegerla de aquellas criaturas.

Teresa se había convertido en una chica valiente, grande y fuerte para su edad. No había tenido hermanos mayores que la intimidasen y tampoco le importaba dar una paliza a cualquiera de sus compañeros de clase, fuese chico o chica. Sin embargo ahora, de pie entre las sombras de la puerta, con la respiración entrecortada y los ojos alerta ante cualquier movimiento, advirtió que una desconocida sensación de pánico amenazaba con apoderarse de todo su ser.

Apartó la mirada del espacio vacío y oscuro de la habitación, se volvió y examinó el pasillo. En la casa reinaba el silencio más absoluto, interrumpido tan sólo por su resuello.

Las puertas de los demás dormitorios, igualmente en penumbra, se abrían frente al desolado corredor.

Tenía que salir de allí; una vez en el piso inferior, podría apagar la linterna y convertir la luz de las estrellas en su aliada. Miró hacia las escaleras tratando de fijar en la mente su ubicación y, acto seguido, apagó la luz y se precipitó en busca de los escalones que conducían al piso de abajo.

Una figura negra se abalanzó sobre ella, en diagonal, desde uno de los dormitorios del fondo del pasillo. Gritando de forma involuntaria, Teresa se volvió y apretó el gatillo. Con los ojos cegados por el estallido en la boca del rifle, tropezó de espaldas y cayó rodando por las escaleras, al tiempo que la oscuridad engullía el arma con un repiqueteo incesante. La mujer logró ponerse de rodillas en el último escalón y sintió una aguda punzada de dolor en el tobillo.

En lo alto de las escaleras, una enorme figura se agachó y la miró en silencio desde arriba. Teresa dio media vuelta y trató de buscar desesperadamente su arma bajo el débil brillo de las estrellas, pero en lugar del rifle su mirada se encontró con la segunda figura, encuadrada bajo el marco de la puerta de la cocina. De pronto avanzó hacia ella con paso lento y firme, con un aire de segundad que convertía aquella escena en una pesadilla pavorosa y terrible.

Horrorizada e inmóvil, Teresa la observó unos instantes. Luego se volvió y se acercó renqueando hasta la puerta, rodeada de cristales rotos, dejando que un débil gemido escapase de su garganta.

16

A
la mañana siguiente Nora despertó entre los deliciosos olores del desayuno. Se desperezó, todavía envuelta en el manto de un sueño maravilloso que se desvanecía por momentos. Al oír el tintineo de las latas y el murmullo de la conversación, abrió los ojos y salió del saco de dormir de un salto. Eran las seis y media, y el campamento ya se había reunido en torno a la cafetera que pendía sobre una fogata. Sólo faltaban Swire y Black. Bonarotti estaba muy ocupado en la parrilla mientras un delicioso aroma se desprendía de su sartén crepitante.

Nora recogió el saco con rapidez y se aseó, avergonzada por haberse dormido la primera mañana. Le pareció ver a Swire en lo alto del cañón, cepillando los caballos y examinando sus pezuñas.

—¡Señora directora! —la llamó Smithback con tono jovial y amistoso—. Venga aquí y pruebe este néctar negro como el ébano. Le juro que está mejor incluso que los capuccinos del Café Reggio.

Nora se sumó al grupo y aceptó agradecida una taza de hojalata que Holroyd le ofreció. Al tomar el primer sorbo, Black salió de una tienda de campaña, despeinado y desaliñado. Sin decir una palabra, se aproximó con paso torpe y vacilante y se sirvió un poco de café; luego se sentó sobre una roca cercana y se llevó la taza a los labios.

—Está frío —protestó entre dientes—. Apenas he pegado ojo. Normalmente en las excavaciones en que trabajo disponen de al menos un par de autocaravanas aparcadas por los alrededores. —Echó un vistazo a los precipicios circundantes.

—Bah, has dormido estupendamente —dijo Smithback—. Nunca había oído semejante concierto de ronquidos. —Dirigiéndose a Nora, añadió—: Oye, ¿y por qué no instituimos la acampada mixta a partir de ahora? He oído hablar mucho de las «irrupciones nocturnas» en las tiendas en esta clase de expediciones —dijo soltando una risa lasciva—. Recuerda, la felicidad es un saco de dormir para dos.

—Pues si quieres dormir con el sexo opuesto, le diré a Swire que te ponga con las yeguas —contestó Nora.

Black estalló en carcajadas.

—Muy graciosa. —Con el café en la mano, Smithback se sentó en un tronco caído, junto a Black—. Aragón me ha dicho que eres experto en datación de piezas arqueológicas, pero ¿a qué se refería cuando dijo que eres un «rastreador de estercoleros»?

—Conque eso dijo, ¿eh? —Black le lanzó una mirada airada al médico, que restó importancia al asunto con un gesto.

—Es un término técnico —explicó Aragón.

—Soy estratígrafo —dijo Black—. A menudo son los muladares los que proporcionan la información más importante en un yacimiento.

—¿Los muladares?

—Sí, los estercoleros —dijo Black, apretando los labios—. Los antiguos vertederos de basura. Por regla general, suelen ser la parte más interesante de un conjunto de ruinas.

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