Swire dio un resoplido.
—Ojala tuviese yo ese problema —bromeó señalando a Kokopelli.
—No creo que te gustase —contestó Nora—. Según un relato de los indios pueblo, le medía quince, metros.
Apartaron unos cuantos arbustos y dieron con un barranco oculto, una grieta llena de rocas sueltas que se extendía en diagonal por el monolito de arenisca. Era muy angosto, la pendiente abrupta subía por la pared vertiginosa y luego desaparecía. La senda tenía un borde elevado de roca a lo largo de la orilla exterior, que producía el extraño efecto de hacer que buena parte de la misma desapareciese en la suave arenisca al cabo de unos pasos.
—Nunca había visto nada tan bien escondido —observó Nora—. Ésta tiene que ser la senda que andamos buscando.
—Espero que no.
Nora enfiló la estrecha grieta seguida por Swire y, gateando, se encaramó a las rocas que rellenaban el suelo de la misma. El camino terminaba en un sendero muy desgastado por la erosión, cortado en diagonal sobre la piedra desnuda. Medía menos de nueve metros de anchura, y por un lado se alzaba una imponente Pared vertical de roca y por el otro, el pavoroso vacío azul. Nora pisó cerca del borde y vanos guijarros rodaron por el suelo de roca, precipitándose al vacío. Aguzó el oído, pero no logró oír cómo alcanzaban el fondo. Se puso de rodillas.
—Decididamente ésta es una ruta antigua —dictaminó mientras examinaba las marcas erosionadas de cortes realizados con herramientas prehistóricas de cuarcita.
—Desde luego, no la construyeron para que los caballos pasasen por ella —señaló Swire.
—Los anasazi no tenían caballos.
—Pero nosotros sí —le recordó con acritud.
Avanzaron con cuidado un poco más. En algunos puntos el sendero labrado se separaba de la pared en declive del precipicio, de modo que no les quedaba otro remedio que dar un angustioso paso hacia el vacío. Nora bajó la vista y vio un cúmulo de rocas a más de ciento cincuenta metros por debajo de sus pies. Sintió una punzada de vértigo y siguió adelante presurosamente.
La cuesta fue suavizándose y al cabo de veinte minutos alcanzaron la cima. Un enebro muerto, con las ramas chamuscadas por la intensa luz, señalaba el punto donde la senda coronaba la cordillera. La propia cima era estrecha, sólo había seis metros de un lado al otro, y Nora tardó unos segundos en cruzarlos.
Miró abajo desde el otro lado y distinguió un profundo y exuberante laberinto de cañones y barrancos que se fundían en un valle abierto. El camino, mucho más suave allí arriba, serpenteaba cuesta abajo hasta sumirse en la penumbra que se extendía bajo sus pies.
Nora se quedó sin habla por un momento. Poco a poco, conforme alcanzaba su propia cumbre del mediodía, el sol iba invadiendo los huecos ocultos, penetrando en los profundos surcos y atrapando con sus poderosos rayos la oscuridad purpúrea de las rocas.
—Todo es tan asombrosamente verde… —masculló Nora al fin—. Todos esos álamos… y hierba para los caballos. ¡Mira, ahí hay un arroyo! —Al pronunciar aquellas palabras notó cómo los músculos de su garganta se contraían. Con su entusiasmo, casi había olvidado lo sedienta que estaba.
Swire no contestó.
Desde tan ventajoso mirador, Nora se impregnó de las imágenes del paisaje que yacía a sus pies. La Espalda del Diablo se extendía en diagonal hacia el noreste, y desaparecía en las inmediaciones de la meseta de Kaiparowits. Un vasto entramado de gargantas arrancaba en la falda de la explanada de Kaiparowits y se extendía por la región de piedra resbaladiza para acabar uniéndose al valle que se abría ante ellos. Un apacible arroyo fluía por la vaguada del centro, ocultando la gran llanura llena de marcas y grietas que, a ambas orillas, hablaban de años y años de innumerables riadas. Desperdigadas por las tierras que flanqueaban el cauce de aquel enorme valle, había rocas gigantescas, algunas del tamaño de una casa, que sin duda habían sido arrastradas desde las cotas más altas de la cuenca del río. Un poco más allá, el valle se abría paso entre los terrenos plagados de bancos de tierra y arena para acabar en escarpados precipicios de piedra rojiza, pináculos y torres. Para Nora, era como si el valle concentrase la totalidad de la cuenca de la meseta de Kaiparowis en un espantoso cauce.
En el otro extremo del verde valle, en el lugar donde se unía a los escarpados precipicios, el arroyo pasaba por una cañada y se internaba por un estrecho cañón, dividido por una meseta de arenisca. Estos angostos cañones —conocidos como gargantas secundarias— resultaban muy comunes en aquellos páramos sudoccidentales, pero prácticamente inexistentes en cualquier otro lugar. Eran senderos muy estrechos, a veces de tan sólo unos metros de anchura, y habían sido provocados por la acción erosiva del agua sobre la arenisca durante miles de años. A pesar de su angostura, a menudo tenían cientos de metros de profundidad y se prolongaban durante kilómetros antes de ensancharse y convertirse en cañones más convencionales.
Nora se asomó a la entrada de éste en particular, una hendidura oscura que acuchillaba el extremo opuesto de la vasta meseta. Medía aproximadamente tres metros de ancho en la entrada. Ésa debe de ser la garganta secundaria de la que hablaba mi padre, pensó Nora, sintiendo un creciente entusiasmo. Extrajo los prismáticos y miró alrededor lentamente. Vio numerosos huecos orientados al sur entre los precipicios que salpicaban el valle, idóneos para los asentamientos anasazi, se dijo, pero al observarlos con mayor atención, no vio absolutamente nada. Todos estaban vacíos. Examinó los precipicios verticales que conducían a lo alto de la meseta, pero si había un camino que la traspasase y llevase hasta el cañón oculto de detrás, permanecía oculto.
Tras guardar los prismáticos, se volvió y miró en derredor, observando la cima barrida por el viento de la cordillera. Una vista como aquélla era un lugar perfecto para que su padre hubiese grabado sus iniciales y una fecha, la tarjeta de visita de los exploradores y conquistadores desde tiempos inmemoriales. Y sin embargo, no había ni rastro de el. En cualquier caso, lo cierto era que, desde allí arriba, seguramente Holroyd lograría obtener su lectura por satélite.
Swire se apoyó de espaldas contra la roca y empezó a liar un cigarrillo. Se lo llevó a los labios y prendió una cerilla.
—No pienso hacer subir a mis caballos por ese sendero —dijo.
Nora le lanzó una rápida mirada y objetó:
—Pero es el único camino para subir.
—Lo sé —contestó Swire, aspirando el humo del cigarrillo.
—Y entonces… ¿qué sugieres? ¿Que demos media vuelta? ¿Que nos rindamos?
Swire asintió con ¡a cabeza.
—Sí —respondió, y luego añadió—: Y no es una sugerencia.
En un solo instante la ilusión de Nora se hizo añicos. Respiró hondo y dijo:
—Roscoe, no es una senda imposible para los caballos. Los descargaremos y llevaríamos el equipo a cuestas nosotros mismos. Luego guiaremos a los caballos, sin atarlos, soltándoles las riendas. Puede que tardemos todo el día, pero podemos hacerlo.
Roscoe hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Algunos caballos morirán en ese camino, da igual lo que hagamos.
Nora se arrodilló junto a él e insistió:
—Tienes que hacerlo, Roscoe. Todo depende de esto. El instituto te compensará por cada caballo que resulte herido.
Por la expresión de su cara, Nora supo que acababa de cometer un error.
—Sabes lo bastante sobre caballos como para ser consciente de que eso no son más que estupideces —replicó el vaquero—. No me refiero a que los caballos no puedan hacerlo, sino a que el riesgo es demasiado alto. —Su voz había adquirido un tono agresivo—. Nadie en su sano juicio haría subir a unos caballos por ese camino. Y si quieres saber mi opinión, no creo que ni yo ni ninguno de los demás hayamos encontrado un jodido camino, ni anasazi ni de cualquier otra clase.
Nora lo miró e inquirió:
—¿Así que todos creéis que me he perdido?
Swire asintió y dio una calada al cigarrillo.
—Todos menos Holroyd, pero ese muchacho sería capaz de seguirte hasta un volcán en erupción.
Nora se ruborizó.
—Piensa lo que quieras —le contestó señalando hacia la meseta de arenisca—, pero esa garganta secundaria de ahí es la que encontró mi padre. Tiene que serlo, no hay otra alternativa. Y tampoco hay otro camino, lo que significa que subió a sus dos caballos por esta senda.
—Lo dudo.
Nora le miró fijamente.
—Cuando decidiste incorporarte a esta expedición, conocías los riesgos. Ahora no puedes echarte atrás. Puede hacerse y vamos a hacerlo, contigo o sin ti.
—No —repitió.
—¡Entonces eres un cobarde! —exclamó Nora, airada.
Swire abrió mucho los ojos y luego volvió a entrecerrarlos. Se quedó mirando a Nora durante largo rato, en silencio.
—Dudo que pueda olvidar nunca lo que acabas de decir —dijo al fin en voz baja y serena.
La brisa sopló por la cima de la cordillera y un par de cuervos siguieron la corriente de aire para zambullirse de nuevo en el espacio abierto. Nora se desplomó sobre la roca, apoyando la frente en las manos. No sabía qué hacer ante la categórica negativa de Swire. No podían continuar adelante sin él y, técnicamente, los caballos eran suyos. Cerró los ojos mientras una creciente sensación de fracaso se apoderaba de ella, definitiva y terrible. Luego se le ocurrió algo.
—Si quieres dar media vuelta —susurró mirando a Swire—, será mejor que lo hagas cuanto antes. El último manantial de agua que recuerdo está a dos días de camino.
El rostro de Swire mostró un repentino y curioso desconcierto. Luego empezó a mascullar improperios en voz baja al caer en la cuenta de que el agua que los caballos necesitaban tan desesperadamente se hallaba en el valle verde que se abría ante ellos, a sus pies.
Meneó la cabeza con gesto impotente y escupió en el suelo. Luego miró a Nora de hito en hito.
—Parece que vas a salirte con la tuya —dijo, y hubo algo en su mirada que hizo estremecer a Nora.
Para cuando regresaron al campamento, era mediodía. El ambiente de ansiedad que rodeaba al grupo era palpable, y los caballos sedientos, atados en la sombra, estaban brincando y moviendo la testuz con nerviosismo.
—Por casualidad no habréis pasado por ninguna cafetería, ¿verdad? —Les preguntó Smithback con forzada jovialidad—. Me muero por un café con hielo.
Swire pasó junto a ellos y se alejó sin decir palabra hacia los caballos.
—¿Qué mosca le ha picado? —inquirió Smithback.
—Nos espera un caminito bastante duro —le informó Nora.
—¿Cómo de duro? —soltó Black; y Nora volvió a ver la viva imagen del miedo reflejada en su rostro.
—Muy duro. —Contempló las caras sucias que la rodeaban. El hecho de que a su vez algunas de ellas estuviesen mirándola en busca de orientación y seguridad le hizo sentir de nuevo el aguijón de la duda. Respiró hondo y agregó—: La buena noticia es que hay agua al otro lado de la cordillera; la mala, que vamos a tener que transportar el equipo a cuestas. Luego Roscoe y yo traeremos los caballos.
Black lanzó un quejido de desesperación.
—No llevéis más de trece kilos y medio cada vez —prosiguió Nora—. Y no tengáis prisa. Es una senda muy dura, incluso a pie.
Tendremos que hacer un par de viajes cada uno.
Black parecía estar a punto de decir algo, pero no lo hizo. Sloane se puso en pie de un salto, se acercó al lugar donde habían colocado el equipo y se cargó una alforja al hombro. Al punto, Holroyd la imitó, caminando con paso inseguro, seguido de Aragón y Smithback. Finalmente Black también se puso en pie, se pasó una mano temblorosa por los ojos y los siguió.
Al cabo de casi tres horas, Nora se hallaba en la cima de la Espalda del Diablo con los demás, jadeando, casi sin resuello y compartiendo las últimas reservas de agua. Habían subido la totalidad de! equipo en tres arduos viajes, y ahora las provisiones y los instrumentos yacían agrupados a un lado. Black estaba destrozado: sentado en una roca, bañado en sudor y con las manos temblorosas, parecía un despojo humano, y los demás estaban casi igual de exhaustos. El sol se había desplazado hacia el oeste y sus rayos incidían directamente en las largas alamedas que se extendían bajo sus pies, transformando el arroyo en un ondulado hilillo de plata. La vista se les antojaba indescriptiblemente exuberante y hermosa después de los interminables eriales que habían dejado atrás. Nora estaba muriéndose de sed.
Se volvió para mirar de nuevo la escarpada cordillera por la que habían subido. Aún le quedaba la peor parte, la de conducir a los caballos hasta allí arriba. Dios, pensó, son dieciséis… El dolor de los músculos cedió un poco para dar paso a una leve náusea que le ascendía por la boca del estómago.
—Yo os ayudaré con los caballos —se ofreció Sloane.
Cuando Nora se disponía a contestarle, Swire replicó:
—¡No! ¡Ni hablar! Cuantos menos seamos en esa montaña, menos resultarán heridos.
Dejando a Sloane al mando del equipo, Nora bajó la senda de nuevo. Swire, con expresión adusta, reunió a los animales, completamente desnudos salvo por los cabestros. Sólo su propio caballo, que iría en cabeza, llevaba una cuerda atada al cabestro.
—Los guiaremos cuesta arriba en fila india —ordenó el vaquero con acritud—. Yo guiaré a
Mestizo
y tú cubrirás la retaguardia con
Fiddlehead.
No apartes la vista del frente y mantén la cabeza erguida. Si un caballo se cae, quítate de en medio enseguida.
Nora asintió.
—En cuanto lleguemos al camino de arriba, no podrás parar. Bajo ningún concepto. Si le das tiempo de pensar a un caballo en esa montaña, le entrará el pánico e intentará dar media vuelta, así que no dejes que se paren ni un solo instante, pase lo que pase, ¿me has entendido?
—Perfectamente.
Enfilaron la senda, con cuidado de mantener los caballos separados unos de otros. En un momento dado, los animales vacilaron, como si se hubiesen puesto de acuerdo; sin embargo, después de fustigar a
Mestizo,
Swire consiguió que se pusiera de nuevo en marcha y el resto lo siguió instintivamente, mirando al suelo y abriéndose paso entre las rocas. El sonido del viento iba acompañado por el ruido de los cascos al pisar las piedras y por el que emitían los caballos al escarbar la roca cuando alguno de ellos resbalaba y trataba de recuperar el equilibrio. A medida que ganaban altura, los caballos estaban más asustados, sudando y resoplando con fuerza, enseñando el blanco de los ojos.