—Por supuesto, todavía hay muchas cosas que no sabemos —dijo Aragón, poniéndose a la defensiva—. Puede que usted, señor Smithback, con sus vastos conocimientos acerca de los hechiceros anasazi y sus descendientes modernos, los lapapieles, sepa ilustrarnos mejor.
El escritor hizo una mueca divertida con la boca y arqueó las cejas, pero no dijo nada.
Cuando se alejaban de allí, Holroyd llamó a los demás. Se había aproximado hasta el lateral de la roca, a la entrada de la garganta secundaria, y estaba señalando una inscripción que parecía mucho más reciente, grabada en la roca con un cuchillo. Cuando Nora la vio, sintió cómo sus mejillas se encendían. Sin apartar la vista de la marca, se arrodilló junto a la piedra y, muy despacio, empezó a acariciar con los dedos los finos trazos que componían «P. K. 1983».
C
uando Nora tocó las iniciales de su padre sobre la roca, por fin algo pareció ceder en su interior. Un nudo de tensión, que había ido atesándose cada vez más a lo largo de aquellos angustiosos días, se aflojó de golpe. Nora se apoyó contra la suave superficie de la roca, experimentando una intensa v abrumadora sensación de alivio. Al fin tenían una prueba de que efectivamente su padre había estado allí. Habían estado siguiendo su rastro, su famosa senda, todo el tiempo. Tuvo la vaga conciencia de que el grupo la rodeaba para felicitarla.
Se levantó lentamente. Reunió a la expedición bajo un pequeño robledal, cerca del lugar donde el arroyo se filtraba en la garganta secundaria. Todos parecían muy animados excepto Swire, que se alejó en silencio con los caballos hacia un pequeño prado. Bonarotti se afanaba en lavar los cacharros sucios en el arroyo.
—Casi hemos llegado —anunció Nora—. Según nuestros mapas, ésta es la garganta secundaria que hemos estado buscando. Deberíamos encontrar el cañón escondido de Quivira al otro lado.
—¿Es segura? —Preguntó Black—. A mí me parece exageradamente estrecha.
—He estado observando las paredes del cañón todo el camino —explicó Sloane— y no he visto ninguna senda que pueda llevar hasta el siguiente valle. Si vamos a seguir adelante, éste es el único camino.
—Se está haciendo tarde —advirtió Nora—. La pregunta es: ¿deberíamos descargar los caballos y transportarlo todo nosotros ahora o es mejor acampar y esperar a mañana?
Black fue el primero en contestar.
—Preferiría no cargar con más instrumental por hoy, gracias, sobre todo a través de
eso
de ahí. —Señaló más allá del cañizal, hacia la estrecha garganta, que parecía más bien una fisura en la roca en lugar de un cañón secundario.
Smithback se repantigó hacia atrás y empezó a abanicarse con una rama de hojas de roble.
—Si quieres oír mi opinión, yo me quedaría aquí refrescándome los pies en el arroyo y viendo qué nuevos manjares va a sacar el
signore
Bonarotti de su cajita mágica.
Todos parecían estar de acuerdo. Entonces Nora se volvió hacia Sloane y vio en los ojos de la joven el mismo entusiasmo que estaba creciendo en su interior.
Sloane esbozó su lánguida sonrisa y asintió.
—¿Crees que podrás? —le preguntó.
Nora miró la entrada del cañón —poco más que una estrecha costura negra en la roca—, e hizo un gesto de asentimiento. Luego se dirigió al grupo una vez más.
—Sloane y yo vamos a explorar el terreno —explicó, consultando su reloj—. Puede que no nos dé tiempo de ir y volver antes de que anochezca, así que quizá regresemos mañana por la mañana. ¿Alguna objeción?
No hubo ninguna. Mientras el campamento se enfrascaba en su rutina, Nora metió un saco de dormir y una cantimplora en la mochila y Sloane la imitó, añadiendo una cuerda y parte del equipo de montañismo a la suya. Bonarotti les entregó sendos paquetes de comida sin decir una palabra.
Con las mochilas al hombro, se despidieron y enfilaron el camino del arroyo. Un poco más allá de la robleda, el riachuelo borboteaba por un lecho empedrado y se filtraba entre el cañizal que obstruía la entrada del desfiladero. La mayoría de las cañas estaban rotas y deshilachadas formando un tupido embrollo, y había varios troncos maltrechos y rocas desperdigadas por todas partes.
Se adentraron en el cañizal, que crujió a su paso; los tábanos y los mosquitos pululaban y zumbaban en la espesura del aire. Nora iba delante y los ahuyentó con un ademán impaciente.
—Nora —susurró Sloane detrás de ella—, mira a tu derecha con cuidado, pero no te muevas.
Nora siguió la mirada de Sloane hasta un trozo de caña a unos cincuenta centímetros de distancia, a cuyo alrededor estaba enroscada una pequeña serpiente de cascabel de color gris, a la altura del hombro.
Siento decírtelo, Nora, pero acabas de darle un codazo a esa pobre serpiente. —Aunque habló con tono desenfadado, la voz de Sloane tembló un poco.
Nora la observó con horrorizada fascinación. La caña todavía vibraba tras su paso.
—Dios mío… —susurró con la garganta seca y contraída.
—Probablemente la única razón por la que no te ha picado es que se habría caído al suelo —añadió Sloane—. Es una
Sistrurus toxidius,
la cascabel gris enana; la segunda serpiente de cascabel más venenosa de Norteamérica.
Nora no apartó la mirada de la serpiente, perfectamente camuflada en el paisaje.
—Creo que me siento mal —dijo.
—Deja que pase yo primero.
Sin ánimo para discutir con ella, Nora permaneció inmóvil mientras Sloane la adelantaba, abriéndose paso con cuidado entre las cañas y deteniéndose cada pocos metros para inspeccionar el camino.
De pronto se paro.
—Ahí hay otra —señaló. La serpiente, molesta por aquella intromisión, se deslizó rápidamente por un tallo de caña que había ante ellas y emitió un zumbido repentino y escalofriante antes de desaparecer por un matorral.
—Qué pena que no esté aquí Bonarotti —comentó Sloane, prosiguiendo con cautela—. Tal vez prepararía un guiso con ellas. —Mientras hablaba, oyó otro siseo justo bajo sus pies. Dando un grito, dio un salto hacia atrás y esquivó al reptil.
Al cabo de unos angustiosos minutos, llegaron al otro extremo del cañizal, donde se hallaba la entrada de la garganta secundaria, dos paredes de arenisca, pulidas y verticales, separadas entre sí por una distancia de tres metros, con un suelo de arena blanda apenas cubierto por un reguero de agua de curso tranquilo.
—Joder —exclamó Nora— nunca había visto tantas serpientes de cascabel juntas en un mismo sitio.
—Seguramente han bajado arrastradas por una riada —le explicó Sloane—. Ahora están mojadas, tienen frío y están cabreadas.
Prosiguieron arroyo abajo hasta adentrarse en el cañón, chapoteando en el agua con los pies. Las estrechas paredes rápidamente se cerraron en torno a ellas y produjeron en Nora la desagradable sensación de encontrarse en el fondo de un largo contenedor. Millones de años de riadas habían esculpido las paredes del cañón para formar vistosos huecos, estrías, grietas y simas. Sólo de vez en cuando se veían pequeños fragmentos de cielo y avanzaban bajo una media luz rojiza que se filtraba desde muy arriba. Puesto que las imponentes y angostas paredes del cañón obstaculizaban el paso del sol, abajo el aire era sorprendentemente frío. En los puntos donde el agua había horadado un agujero más grande se encontraron con varios charcos de arenas movedizas y Nora descubrió que la mejor manera de atravesarlos consistía en empezar a pasar por uno de ellos a gatas y, cuando la arena cedía, tumbarse boca abajo y nadar a braza, con las piernas rígidas e inmóviles tras ella. Curiosamente la mochila le servía de flotador y conseguía mantenerla a flote.
—Va a ser una noche pasada por agua —comentó Sloane al salir de uno de los charcos.
A medida que avanzaban por el cañón, la luz se hacía cada vez más débil. En un punto del camino un enorme tronco mutilado de álamo se había quedado atascado entre las paredes del cañón, unos seis metros por encima de sus cabezas. Muy cerca, en la pared rocosa, había un estrecho hueco, sobre un pequeño saliente escalonado.
—Ese tronco debe de haber ido a parar ahí arriba durante una crecida —murmuró Sloane, levantando la cabeza y mirando al tronco—. Desde luego, no me gustaría que me sorprendiera una riada en uno de estos cañones.
—Creo que la primera señal que adviertes es que se levanta un poco de viento —dijo Nora—. Luego se oye un sonido distorsionado, como si fuera un eco. Alguien me dijo una vez que es casi como oír voces o aplausos lejanos. Llegados a ese punto, lo mejor es salir zumbando de ahí. Si todavía estás en el cañón para cuando oyes el rugido del agua, ya es demasiado tarde. Eres carne muerta.
Sloane estalló en carcajadas con su risa silenciosa y sensual.
—Muchísimas gracias —bromeó—. A partir de ahora me pondré a escalar las paredes cada vez que se levante un poco de brisa.
Conforme avanzaban, el cañón se estrechaba cada vez más y empezaba a descender formando una serie de charcos, llenos de agua de color marrón. En algunos de ellos el agua apenas alcanzaba un par de centímetros de altura y cubría unas escalofriantes arenas movedizas, pero en otros les llegaba hasta la cabeza. Cada charco se comunicaba con el siguiente a través de una grieta ladeada tan estrecha que tenían que pasar de lado, apretándose contra la pared y llevando las mochilas en la mano. Por encima de sus cabezas, unas rocas enormes habían quedado atrapadas entre las paredes del cañón, creando un inquietante escenario de penumbra marrón.
Media hora más larde, llegaron a una cascada que caía sobre un charco muy largo y estrecho, más allá del cual Nora alcanzó a distinguir un débil brillo. Tomando la iniciativa, se adentró en el charco y, nadando, alcanzó una pequeña roca que, atrapada entre las paredes, se hallaba a casi dos metros del suelo. De ella se desprendía una gruesa cortina de maleza y raíces, a través de la cual se filtraba la luz del sol.
Nora pasó junto a la roca y se detuvo al llegar a la enmarañada cortina, escurriéndose el agua del pelo.
—Parece la entrada de un lugar mágico —señaló Sloane al acercarse—. Pero ¿que será?
Nora la miró un instante y a continuación, juntando los brazos, apartó la tupida maraña de matorrales.
Pese a su escasa intensidad, la luz de los últimos rayos de sol les pareció deslumbrante tras su largo viaje por el estrecho y tortuoso cañón. Cuando sus ojos se acostumbraron a la nueva iluminación, Nora vio como un pequeño valle se abría bajo sus pies. El arroyo retozaba por un desfiladero y se convertía en un riachuelo arenoso, que se extendía por la cuenca del valle. Había una estrecha franja de tierra a los lados, cubierta por rocas lisas, erosionadas incesantemente por las riadas. Los álamos poblaban las orillas de la franja de tierra, con sus enormes troncos astillados y cubiertos por los antiguos restos de los destrozos ocasionados por las crecidas del río. El arroyo menguaba al llegar a una capa de roca en el centro del valle y creaba franjas de tierra a cada lado, también jalonadas de álamos, robles, arbustos y flores silvestres.
En todo el valle reinaba una clara sensación de intimidad, pues sólo medía trescientos metros de largo por unos doscientos de ancho, un pequeño jardín enjoyado en medio de la arenisca roja. La tenue luz del sol se abatía sobre la sinfonía de color que componían las plantas desérticas: castillejas,
Fallugia paradoxa, Gillia subnuda…
Esponjosos cúmulos de nubes, teñidos con la luz del crepúsculo, surcaban el estrecho cielo que se adivinaba en lo alto de los precipicios.
Tras el largo camino a oscuras por la garganta secundaria, la llegada a aquel hermoso valle fue para ellas como tropezarse con una especie de mundo perdido. Absolutamente todo cuanto implicaba y contenía —su insignificante tamaño, los altísimos muros que lo circundaban, su increíble lejanía y las tremendas dificultades que entrañaba el llegar hasta él— provocaba en Nora la sensación de haber descubierto un paraíso escondido. Mientras miraba alrededor, arrobada, se levantó una débil brisa. Con el susurro de los árboles, empezaron a caer nubéculas de algodón de sus amentos, que quedaron suspendidas, flotando a la deriva, en el aire perezoso como motas brillantes de luz atrapada.
Al cabo de un momento, Nora miró a Sloane, en cuyo rostro se reflejaba una expresión de entusiasmo intenso y contenido; sus ojos ambarinos parecían arder al contemplar aquel paisaje, examinando primero el suelo del cañón y luego sus paredes.
Con agilidad felina, Sloane avanzó en silencio por el arroyo hasta el lecho del desfiladero. Nora se quedó rezagada unos instantes. A su admiración por aquella belleza vino a añadirse una nueva certeza: aquél era el valle que había descubierto su padre. No obstante, le asaltó otro pensamiento, horrible por su brusquedad. ¿Sería el lugar tan terrible como hermoso? ¿Encontraría los restos de su padre allí mismo, en alguna parte del lecho del cañón u ocultos entre los salientes de lo alto?
Sin embargo, la angustiosa sensación desapareció tan repentinamente como había aparecido. Alguien había encontrado y enviado la carta de su padre, lo que en sí mismo ya constituía un misterio que la mortificaba a todas horas, pero al menos aquello significaba que fuese cual fuese el lugar donde reposaban sus huesos lo más probable es que estuviesen en otro sitio, más cerca de la civilización. Pese a todo, tardó unos minutos en seguir a Sloane a la franja de tierra llana y arenosa, rodeada de rocas, muy encima del nivel del arroyo. Una pequeña alameda les proporcionaba sombra y cobijo.
—¿Qué te parece si acampamos aquí? —sugirió Sloane a! tiempo que arrojaba su mochila al suelo.
—Me parece el sitio perfecto —contestó Nora. Luego descargó su mochila, desenrolló el saco de dormir, que estaba empapado, lo sacudió y lo extendió sobre un arbusto.
A continuación, dirigió la mirada hacia los oteantes precipicios que las rodeaban por los cuatro costados. Tras sacar los prismáticos sumergibles de la mochila, empezó a observar las paredes rocosas. Los precipicios de arenisca se alzaban en escalón desde el suelo del cañón, grietas y pendientes verticales interrumpidas por franjas de tierra de estratos más blandos que, a causa de la erosión, habían formado áreas llanas. Cerca del extremo opuesto del valle, un gran desprendimiento había provocado una aglomeración inclinada de rocas grandes, que quedaban suspendidas en precario desorden contra la pared rocosa. Sin embargo, la masa de rocas formada por el desprendimiento no conducía a ninguna parte, y no había indicio alguno en el valle de que existiera un camino, una ruina ni nada parecido.