La ciudad sagrada (32 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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Sloane encendió la linterna y la enfocó hacia una puerta oscura que parecía atraerlas desde la pared de enfrente. Al traspasarla, Nora advirtió que en la segúnda habitación había pintada una cenefa que recorría las paredes enyesadas.

—Es una serpiente —dijo—. La representación de una serpiente de cascabel.

—Increíble —exclamó Sloane, siguiendo el dibujo con el haz de su linterna—. Es como si la hubiesen pintado ayer. —La luz se detuvo en un hueco que había en la pared—. Mira, Nora. Ahí hay algo.

La mujer se acercó al hueco, donde halló un fardo de gamuza del tamaño de un puño fuertemente enrollado y atado.

—Es un fardo de medicinas —susurró—. Un fardo de hierbas y raíces, por su aspecto.

Sloane la miró de hito en hito e inquirió:

—¿Sabes de alguien que haya encontrado un fardo de medicinas anasazi intacto alguna vez?

—No —contestó Nora—. Creo que éste es el primero.

Permanecieron en la habitación unos minutos más, respirando el aire añejo. Luego una tercera entrada captó la atención de Nora; era aún más pequeña que las otras y parecía conducir a una especie de almacén.

—Tú primero —dijo Sloane.

Gateando, Nora atravesó la puerta baja e irrumpió en el interior de un espacio un tanto asfixiante. Sloane la siguió. El haz de luz amarilla empezó a moverse y acuchilló una nube de polvo que había levantado su entrada en la estancia. Muy despacio, los objetos y colores salieron de la oscuridad, mientras Nora trataba de poner orden en aquel caos.

Junto a la pared negra había dispuesta una hilera de vasijas extraordinarias, suaves, pulidas y pintadas con fantásticos dibujos geométricos. Asomando por el borde de una de las vasijas había un manojo de varas ceremoniales, grabadas, adornadas con plumas y pintadas de colores, que brillaban pese a la escasa iluminación. Junto a ellas había una larga paleta de piedra con la forma de una hoja enorme, sobre la cual reposaban una docena de fetiches de distintos animales elaborados con piedras semipreciosas, cada uno de ellos con una punta de flecha sujeta a la espalda con una cuerda de tendón. Al lado había un cuenco lleno de puntas minúsculas y perfectas, todas ellas de obsidiana negrísima. Muy cerca hallaron un banco de piedra sobre el cual había varios artefactos cuidadosamente ordenados. Mientras Nora observaba en la penumbra con creciente incredulidad, vio una maltrecha bolsa de gamuza de la que sobresalía una colección de piedras de espejo, unas cuantas cabeceras de cuna y varios saquitos confeccionados con fibra de apocináceas y llenos de ocre rojo.

En las entrañas de la ciudad en ruinas el silencio era absoluto. Hay más cosas en esta habitación que en todas las colecciones de los mejores museos juntas, pensó Nora.

Siguió el camino que trazaba el haz de luz al revelar más objetos insólitos: la calavera de un oso pardo, decorada con rayas de pintura roja y azul y con unos manojos de asperilla en la cuenca de los ojos; los cascabeles de una serpiente de cascabel atados a la punta de un palo con una cabellera humana; una gran lámina de mica, cortada siguiendo el contorno de una calavera que esbozaba una mueca horrorosa y espeluznante, con unas carniolas de color rojo sangre haciendo las veces de dientes; un cristal de cuarzo labrado con forma de un escarabajo pelotero; una cesta laboriosamente entretejida con la parte externa cubierta con cientos de diminutos penachos de plumas iridiscentes de colibrí.

Instintivamente buscó la cara de Sloane en la tenue luz. Su compañera la miró con un brillo salvaje en los ojos ambarinos. La calma y la compostura que había recobrado tan rápidamente habían vuelto a desaparecer.

—Éste debía de ser el almacén de la familia que ocupaba estos bloques de adobe —acertó a decir Sloane con voz temblorosa—. Sólo una familia. Podría haber decenas de habitaciones como ésta en la ciudad. Puede que cientos.

—Es posible —respondió Nora—, pero lo que no puedo creer es que haya tanta riqueza. En la época de los anasazi esto debía de representar una inmensa fortuna.

La nube de polvo que habían levantado al entrar se esparcía flotando en el aire fresco y denso, repartido en el haz de luz amarilla. Nora respiró hondo y, tras soltar el aire, inspiró de nuevo tratando de despejarse la cabeza.

—Nora —murmuró Sloane al fin—, ¿eres consciente de lo que acabamos de encontrar?

Nora apartó la mirada de la profusión de objetosque tenía ante sí y respondió:

—Estoy en ello.

—Acabamos de realizar uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes de todos los tiempos.

Nora tragó saliva y abrió la boca para responder, pero no logró articular palabra alguna, por lo que al final no tuvo más remedio que limitarse a asentir con la cabeza.

26

D
oce horas más tarde la ciudad de Quivira estaba sumida en sombras, con el sol de la tarde despuntando sus últimos rayos sobre los precipicios del valle que rodeaban las ruinas. Exhausta, Nora estaba descansando apoyada contra el antiguo muro de contención situado debajo de lo que habían dado en llamar el Planetario. Oía las voces entusiastas del resto de la expedición resonando por la ciudad, distorsionadas y amplificadas por la enorme cavidad de roca en que se alojaba Quivira. Bajó la mirada hacia la escalera de cuerda y el sistema de poleas que Sloane había improvisado a fin de facilitar el rápido acceso al yacimiento. Mucho más abajo, en la alameda donde habían instalado el campamento, distinguió el humo de la fogata de Bonarotti y la mancha rectangular de color gris que era la mesa de servir plegable del cocinero. Éste les había prometido medallones de pécari con salsa de barbacoa al café y —asombrosamente— dos botellas de Cháteau Pétrus para celebrarlo por todo lo alto. Aquél había sido el día más largo —y sin duda también el más memorable— de toda su vida, el «día entre los días», como lo había descrito Howard Cárter al entrar por primera vez en la tumba del faraón Tutankamón. Y ellos todavía tenían que entrar en la Gran Kiva. Sin embargo, tal como había decidido, aquello tendría que esperar hasta que realizaran una primera exploración y todos recuperaran cierto sentido de la perspectiva.

De vez en cuando, a lo largo del día, Nora se había sorprendido a sí misma rastreando las ruinas arenosas en busca de huellas, inscripciones, excavaciones… cualquier cosa capaz de demostrar que su padre había llegado a pisar la ciudad. Sin embargo, su parte racional sabía que las constantes corrientes de aire y los rastros de animales debían de haber borrado hacía ya mucho tiempo cualquier señal de su paso por el lugar, aunque también era posible que su padre —al igual que le había ocurrido a ella—, se hubiese sentido tan abrumado por la majestuosidad de la ciudad que hubiese decidido no realizar ninguna inscripción moderna por considerarlo un sacrilegio.

El grupo salió de entre las ruinas seguido de Sloane, que cubría la retaguardia. Swire y Smithback se acercaron a Nora y a la escalera de cuerda. Swire se limitó a desplomarse en el suelo, con el rostro enrojecido por la emoción bajo su curtida tez bronceada, mientras que Smithback se quedó de pie, hablando animadamente.

—Esto es alucinante… —estaba diciendo en voz tan alta que contrastaba con la quietud de las ruinas—. Oh, Dios mío… ¡Qué gran descubrimiento! A su lado, el hallazgo de la tumba de Tutankamón va a parecer… —Se interrumpió unos segundos, pues se había quedado sin palabras. Nora se sentía inexplicablemente molesta por el hecho de que los pensamientos de aquel hombre coincidiesen con los suyos propios—. Veréis, estuve investigando un poco en el Museo de Historia Natural de Nueva York —prosiguió—, y su colección no le llega a ésta ni a la suela de los zapatos… ¡Pero si hay más cosas aquí que en todos los museos del mundo juntos! Cuando se entere mi agente, va a… —La brusca mirada de Nora lo hizo callar de repente—. Lo siento, señora directora. —Smithback se apoyó contra la pared, aparentemente ofendido, aunque sólo fue un momento. Extrajo un pequeño cuaderno de espiral del bolsillo trasero y empezó a tomar notas.

Aragón, Holroyd y Black se sumaron a ellos, junto al muro, seguidos de Sloane.

—Es el descubrimiento del siglo —dijo Black con voz poderosa—. Todo un hito para una carrera profesional.

Holroyd se sentó junto al muro de contención, despacio y con ademán tembloroso, como un anciano. Nora advirtió que tenía la cara sucia y las mejillas señaladas por unos surcos, como si hubiese llorado al ver el hallazgo.

—¿Cómo estás, Peter? —le preguntó con voz queda.

La miró con una débil sonrisa.

—Mejor pregúntamelo mañana.

Nora se volvió hacia Aragón, escudriñando su rostro con curiosidad, preguntándose si la magnitud del descubrimiento sería capaz de quebrar su fría reserva habitual. Vio un rostro cubierto por una pátina de sudor y un par de ojos tan negros y brillantes como la obsidiana de la que estaba plagada la ciudad.

El hombre le devolvió la mirada y, por primera vez desde que lo había conocido en el círculo de la hoguera, esbozó una sonrisa radiante y genuina, mostrando sus dientes blancos en contraste con la tez marrón.

—Es fantástico —dijo, tomando la mano de Nora y apretándola entre las suyas—. Es casi increíble. Todos tenemos mucho que agradecerte. Tal vez yo mismo más que los demás. —Había una fuerza curiosa en su voz grave y vibrante—. Con los años había llegado a creer,con la misma fe con la que creo en todo lo demás, que nunca conoceríamos los secretos de los anasazi. Pero en esta ciudad se halla la clave; lo sé, estoy seguro. Y me siento muy afortunado por formar parte de ello. —Descargó su mochila, la dejó en el suelo y se sentó junto a Nora—. Tengo que decirte algo —añadió—. Puede que éste no sea el mejor momento, pero luego será más difícil, cuanto más tiempo permanezcamos aquí.

Nora lo miró.

—¿Sí?

—Ya sabes que soy partidario del ZST. Por supuesto, no soy tan fanático como otros, pero creo que sería un crimen muy grave alterar el orden de las cosas que hay en esta ciudad, robarle su esencia y guardarla bajo llave en los almacenes de los museos.

—No me digas que te van esas gilipolleces —intervino Black—. Lo del ZST sólo es otra moda pasajera de lo políticamente correcto. El verdadero crimen sería dejar esta ciudad sin explorar. Piensa en lo mucho que podemos aprender.

Aragón lo miró fijamente.

—Podemos aprender todo lo que necesitemos saber sin saquear la ciudad.

—¿Desde cuándo se le llama «saquear» a realizar una excavación arqueológica disciplinada? —preguntó Sloane, tratando de mantener las formas.

—La arqueología de hoy es la rapiña de mañana —repuso Aragón—. Mirad qué hizo Schliemann con el yacimiento de Troya hace cien años, en nombre de la ciencia. Prácticamente demolió el lugar, lo destruyó para las generaciones futuras, y eso, en sus días, se consideraba una excavación disciplinada.

—Bueno, tú puedes andar de puntillas por donde quieras, tomando fotos y sin tocar nada —añadió Black, alzando la voz—, pero por lo pronto, yo me muero de ganas de empezar a hurgar en este vertedero. —Se dirigió a Smithback—. Para los legos en la materia, estos tesoros son asombrosos, pero no hay mejor sitio para averiguar todo cuanto quieres saber que un buen montón de basura. Harías bien en recordarlo para tu libro.

Nora observaba a los miembros de la expedición. Suponía que tarde o temprano iba a tener lugar aquella discusión, pero no esperaba que fuese tan pronto.

—No hay forma —empezó a decir— de iniciar una excavación formal de la ciudad, aunque quisiésemos hacerlo. Lo único que podemos hacer en las próximas semanas es una exploración y un inventario.

Black empezó a protestar y Nora lo interrumpióalzando la mano.

—Si tenemos que datar y analizar la ciudad como es debido, habrá que ser un poco invasivo. Ésa es la labor de Black y la alteración del yacimiento se verá limitada a las pruebas que realice en el vertedero. No se podrá excavar ninguna parte de la ciudad propiamente dicha, ni se cambiarán de sitio ni se retirarán los artefactos a menos que sea absolutamente necesario, y siempre con mi permiso expreso.

—Alteración del yacimiento… —repitió Black con tono sarcástico, pero se sentó con aire satisfecho.

—Tendremos que recoger unos cuantos para analizarlos en el instituto —continuó Nora—, pero sólo nos llevaremos artefactos de rango inferior que estén duplicados en otra parte de la ciudad. A largo plazo el instituto deberá decidir qué hacer con el yacimiento pero, Enrique, te prometo que les aconsejaré que dejen Quivira intacta. —Miró deliberadamente a Sloane, que estaba escuchando con atención—. ¿Estás de acuerdo?

Al cabo de un momento, Sloane asintió.

Aragón miró primero a una y luego a la otra.

—Teniendo en cuenta las circunstancias, supongo que con eso bastará. —A continuación volvió a sonreír y se puso en pie. Sorprendidos, todos guardaron silencio—. Nora —agregó—, recibe nuestras más sinceras felicitaciones.

La mujer sintió una repentina oleada de satisfacción al escuchar el coro de aplausos rematado con un largo silbido de Black. Luego Smithback se levantó y alzó una cantimplora.

—Yo quisiera proponer un brindis por Patrick Kelly. De no haber sido por él, no estaríamos hoy aquí.

Aquella súbita referencia a su padre, procedente de unos labios tan inesperados como los de Smithback, consiguió que a Nora se le hiciese un nudo en la garganta. Había tenido a su padre muy presente durante todo el día, pero al final no había conseguido encontrar ningún rastro de él y se sintió agradecida por la referencia de Smithback.

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