La ciudad sagrada (33 page)

Read La ciudad sagrada Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
9.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Gracias —dijo. Smithback bebió un sorbo y pasó la cantimplora a los demás.

El grupo se quedó en silencio. En él valle la luz estaba menguando con rapidez y, pese a que iba siendo hora de que bajasen por la escalera de cuerda para cenar, todos parecían reacios a abandonar el mágico entorno.

—Lo que no acabo de entender es por qué diablos no se llevaron consigo todas estas maravillas —comentó Smithback—. Es como largarse de Fort Knox.

—Muchos asentamientos anasazi muestran un abandono similar —informó Nora—. Esta gente se desplazaba a pie, no tenían animales de carga. Era más lógico dejar atrás los enseres personales y fabricar otros al llegar a un nuevo hogar. Cuando los anasazi se trasladaban, únicamente solían llevarse consigo los objetos más sagrados y las turquesas.

—Pero parece como si se hubiesen dejado hasta las turquesas, ya que todo esto está lleno de ellas.

—Es cierto —convino Nora al cabo de un momento—. No se trató de un abandono típico, sino que parecieron dejarlo absolutamente todo. Eso es, en parte, lo que convierte a esta ciudad en un yacimiento único.

—Las riquezas de la ciudad y los numerosos objetos religiosos me llevan a pensar que debió de haber sido un centro religioso que eclipsó incluso a Chaco —dijo Aragón—.

Una ciudad de sacerdotes.

—¿Una ciudad de sacerdotes? —repitió Black con aire escéptico—. ¿Y por qué iban a fundar una ciudad de sacerdotes precisamente aquí, en los confines del reino anasazi? Lo que me resulta más interesante es la asombrosa naturaleza defensiva del lugar. Incluso el propio yacimiento, tan bien escondido en este cañón aislado… es prácticamente inexpugnable. Podría decirse que esta gente estaba paranoica.

—Yo también lo estaría si tuviese la clase de riquezas que tenían ellos —murmuró Sloane.

—Y si era tan inexpugnable… ¿por qué abandonaron la ciudad? —preguntó Holroyd.

—Seguramente sobreexplotaron el valle de abajo —aventuró Black, encogiéndose de hombros—. Simplea gotamiento del suelo. Los anasazi no conocían el arte de la fertilización.

Nora hizo un gesto de negación con la cabeza y puntualizó:

—Para empezar, teniendo en cuenta su tamaño, es imposible que los cultivos del valle bastasen para abastecer a la ciudad. Debe de haber cien graneros ahí detrás. Así pues, tuvieron que importar toneladas de alimentos de otro lugar, no hay otra explicación, lo cual nos lleva a otra cuestión: ¿por qué fundar una ciudad tan grande justo aquí, en mitad de la nada, al final de un camino tan largo y tortuoso, al final de una garganta secundaria? Durante la estación de las lluvias, ese cañón debía de estar impracticable la mitad del tiempo.

—Como ya he dicho —intervino Aragón—, era una ciudad de sacerdotes al final de una difícil peregrinación ritual. Es lo único que tiene sentido.

—Sí, claro —repuso Black con desdén—. En caso de duda, siempre se puede echar las culpas a la religión.Además, los anasazi eran igualitarios, no creían en una jerarquía social. La idea de que tuvieran una ciudad sacerdotal, o una clase dominante, es absurda.

Se produjo un nuevo silencio.

—Lo que de veras me intriga —dijo Smithback con el cuaderno en la mano— es la idea del oro y la plata.

Ya está otra vez con lo mismo, pensó Nora.

—Como te dije en la barca —le explicó con más dureza de lo que pretendía—, los anasazi no tenían metales preciosos.

—Espera un momento… —replicó Smithback, cerrando el cuaderno y guardándolo en los pantalones—.¿Qué me dices de las crónicas de Coronado que Holroyd estaba leyendo en voz alta? Todo eso de los platosy las jarras de oro… ¿Insinúas que no son más que estupideces?

Nora se echó a reír.

—Bueno, yo no lo diría en esos términos, pero… sí. Los indios sólo les decían a los españoles lo que éstos querían oír. La idea consistía en asegurarles que el oro estaba en otra parte, lo más lejos posible, para deshacerse de ellos cuanto antes.

—Seguramente la culpa fue del traductor —añadió Aragón con una sonrisa.

—Venga ya —insistió Smithback—. Quivira no fue una invención de los indios. ¿Por qué iba a serlo el oro?

Holroyd carraspeó y aclaró:

—Según el libro que estaba leyendo, Coronado lle‐aba muestras de oro consigo. Cuando puso a prueba a los indios enseñándoselas junto con otras de cobre, plata y hojalata, los indios
identificaron
los metales preciosos desde el principio. Sabían lo que eran.

Smithback se cruzó de brazos e inquirió:

—¿Lo ves?

Nora puso los ojos en blanco. Uno de los fundamentos de la arqueología del sudoeste era que los anasazi no disponían de metales. Ni siquiera valía la pena discutir aquel asunto.

—Se han encontrado túmulos anasazi por todo el sudoeste que contenían plumas de loro y guacamayo importadas de los imperios aztecas y de sus predecesores los toltecas —intervino Black—. También se han hallado turquesas de Nuevo México en los enterramientos aztecas. Y sabemos que los anasazi mantenían fuertes vínculos comerciales con los toltecas y los aztecas: esclavos, obsidiana, ágatas, sal y cerámica.

—¿Adonde quieres llegar? —le preguntó Nora.

—Simplemente digo que con todos esos lazos comerciales no es del todo impensable que los anasazi llegasen a traficar con oro.

Nora apenas podía creer lo que acababa de oír, sobre todo viniendo de Black. Holroyd, Swire e incluso Sloane estaban escuchando con atención.

—Si realmente tenían oro —empezó a decir Nora, tratando de no perder la paciencia—, en las decenas de miles de yacimientos anasazi excavados en los últimos ciento cincuenta años habríamos encontrado restos, pero ninguna excavación ha descubierto ni el más mínimo rastro de oro. La conclusión es la siguiente: si los anasazi tenían oro, ¿dónde diablos está?

—Puede que esté justo aquí —respondió Smithback despacio.

Nora lo miró fijamente y luego se echó a reír.

—Bill, ponte un paño de agua fría en esa mente calenturienta que tienes. Hoy he visto una docena de habitaciones llenas de cosas increíbles, pero ni rastro de oro. Si encontramos oro en Quivira, me comeré ese ridículo sombrero tuyo, ¿de acuerdo? Ahora vayamos abajo y veamos qué milagro nos ha preparado el chef Bonarotti para cenar.

27

N
ora miró con ansiedad a la figura que bajaba haciendo
rappel
ciento veinte metros por encima de su cabeza, un insecto de colores brillantes pegado a la arenisca. Black y Holroyd también estaban mirando hacia arriba, inmóviles junto a Nora, y muy cerca de allí, Smithback aguardaba con la libreta en la mano, como si esperase que ocurriera un desastre en cualquier momento. Se oyó un fuerte chasquido metálico cuando Sloane clavó el pico en la roca roja para abrir un agujero. Mientras Nora la observaba, Sloane fijó la siguiente porción de la escalera de cuerda en la pared de roca y luego se deslizó con facilidad otros tres metros hacia abajo, para colocar la siguiente pieza del equipo de escalada.

Para que funcionasen el receptor de información meteorológica y el equipo de comunicaciones, era necesario colocarlos en lo alto del cañón, muy por encima de donde se hallaba Quivira. Dos horas antes Nora y Sloane habían determinado el mejor lugar para colocarlos, basando sus cálculos en una combinación de la ascensión más fácil y la cima más baja de un precipicio. El lugar resultó estar justo detrás del extremo opuesto de la ciudad y daba al lecho del valle, cerca de la entrada de la garganta secundaria por la que habían entrado.

Quizá fuese el ascenso más fácil, pero seguía siendo aterrador. Nora recorrió la pared con la mirada de abajo arriba, deteniéndose en el último tramo. Sin duda se trataba del más difícil, un apabullante saliente de roca que parecía estar suspendido en el espacio. No obstante, Sloane se había limitado a sonreír.

—Grado uno, cinco con diez, A‐2 —había murmurado, calculando visualmente la dificultad de la escalada—.Mirad esos apoyos en las grietas, llegan casi hasta arriba. No habrá ningún problema. —Y en una espectacular proeza de alpinista experta, demostró tener razón. Al cabo de una hora, mientras abajo esperaban con nerviosismo, unas eslingas y una bolsa cayeron al suelo desde arriba: la confirmación de que Sloane había alcanzado la cima y estaba lista para subir el equipo de radio.

En aquel momento Sloane estaba bajando hasta la franja de piedra donde se hallaba Quivira, colocando la escalera de cuerda a su paso. Diez minutos más tarde, bajó ágilmente de un salto y fue recibida por el grupo con un coro de ovaciones.

—Has estado fabulosa —la alabó Nora.

Sloane se encogió de hombros y sonrió, complacida.

—Tres metros más y nos habríamos quedado sin escalera. ¿Estáis todos listos?

Holroyd miró hacia arriba y tragó saliva.

—Supongo que sí.

—Tengo cosas muy importantes que hacer —comentó Black—, así que ¿podría alguien recordarme otra vez por qué tengo que poner en peligro mi vida y mis piernas en esta escalada?

—No vas a poner nada en peligro —repuso Sloane,y se echó a reír. Luego añadió—: Esas fijaciones mías son a prueba de bombas.

—Y tienes la mala suerte —agregó Nora— de haber participado en un montón de excavaciones y de saber utilizar el equipo de radio. Te necesitamos como apoyo de Holroyd.

—Sí, pero ¿por qué yo? —gruñó Black—. ¿Por qué no Aragón? Tiene mucha más experiencia sobre el terreno que todos nosotros juntos.

—También tiene veinte años más que el resto del grupo —repuso Nora—. Tú estás mucho más preparado para un esfuerzo físico como éste. —Los halagos a su condición física parecieron surtir el efecto deseado: Black sacó pecho y miró al precipicio con gesto severo.

—Entonces, andando. —Sloane se dirigió a Smithback—. ¿Vienes?

Smithback miró arriba con vacilación.

—Será mejor que no —contestó—. Alguien tiene que quedarse aquí abajo para recoger a los que se caigan.

Sloane enarcó una ceja para dar a entender que ya esperaba aquella respuesta de él.

—Muy bien. Aaron, ¿por qué no subes tú primero y yo te sigo? Peter, tú irás el tercero y Nora la última.

Nora advirtió que Sloane había intercalado a los escaladores inexpertos con los más experimentados.

—¿Por qué tengo que ir yo primero? —preguntó Black.

—Créeme, es más fácil cuando no hay nadie delante de ti. Así hay menos probabilidades de que acabes comiéndote una bota.

Black no parecía muy convencido, pero agarró la base de la escalera de cuerda y empezó a trepar por ella.

—Es como subir por la escalera de Quivira, sólo que más largo —dijo Sloane—. No apartes el cuerpo de la roca y separa los pies de ella. Descansa en cada saliente. Él tramo más largo es el último, debe de tener unos sesenta metros.

Sin embargo, cuando Black llegó al segundo punto de apoyo, de repente perdió el equilibrio. Sloane avazó con gran rapidez mientras Black empezaba a caer dando bandazos. La mujer lo agarró antes de embestirla y ambos acabaron despatarrados en el montículo de arena que había al pie del precipicio, Black encima de Sloane. Los dos se quedaron inmóviles y Nora se acercó corriendo. Vio que Sloane estaba temblando —parecía estar ahogándose— pero cuando se agachó, presa de pánico, descubrió que la joven estaba carcajeándose con una risa histérica. Black parecía paralizado por el miedo o la sorpresa y tenía la cara enterrada en los pechos de Sloane.

—Muerte, ¿dónde está tu aguijón? —entonó Smitback con sorna.

Sloane seguía riendo entre jadeos. Finalmente logró decir:

—Aaron, ¡se supone que tienes que escalar hacia arriba y no hacia abajo! —No hizo ningún movimiento para quitarse a Black de encima, y al cabo de unos minutos el científico se incorporó con el pelo revuelto se apartó de la mujer, mirándola a ella y a la escala de cuerda alternativamente.

Sloane también se incorporó, todavía riendo entre dientes, y se sacudió el polvo de encima.

—Te estás dejando llevar por los nervios dijo—. Sólo es una escalera, pero si tienes miedo de caerte, puedes usar un arnés. —Se puso de pie y se encaminó al petate con el equipo de escalada—. En realidad es sólo para emergencias, pero puedes utilizarlo para familiarizarte con la escalada. —Extrajo un pequeño arnés de nailon y se lo puso a Black—. Sólo tendras que trepar y dejarte llevar por la cuerda de seguridad. De ese modo, no caerás.

Black, inusitadamente callado, se limitó a mirar a Sloane y asentir. Esta vez, con la seguridad psicológica del arnés y las palabras de aliento de Sloane, empezó a subir y, al cabo de unos minutos, estaba trepando por la pared vertical con plena confianza en sí mismo. Sloane lo siguió y luego Holroyd enfiló el último peldaño.

Nora reparó en que, con el revuelo de la caída, Sloane había olvidado comprobar el estado de ánimo del especialista en detección de imágenes.

—¿Estás preparado para esto, Peter? —le preguntó.

Holroyd la miró y sonrió con timidez.

—Eh, que sólo es una escalera, tal como ha dicho ella. Además, si voy a tener que hacer esto todos los días, será mejor que vaya acostumbrándome.

El hombre respiró hondo y empezó a trepar por la escala. Nora lo siguió con cuidado. Comprobó un par de las sujeciones de Sloane y vio que eran tan resistentes y seguras como había dicho su compañera. La experiencia le había enseñado que era mejor no mirar hacia abajo en las escaladas largas, de modo que mantuvo la mirada fija en los tres cuerpos que trepaban por la pared encima de ella. Siguieron largos minutos de escalada casi completamente vertical. Recuperaban el aliento en cada saliente. El tramo final terminó con un breve y escalofriante momento en que quedó suspendida en el aire, hacia atrás, al rodear la protuberancia de la roca. Por unos segundos, las imágenes de la Espalda del Diablo se agolparon en su mente: los arañazos desesperados sobre la roca resbaladiza, los relinchos de terror de los caballos mientras se precipitaban a una muerte segura unos metros más abajo… Luego dio un firme paso hacia arriba, levantó el peso de su cuerpo hasta lo alto del precipicio y cayó de rodillas, sin resuello. Allí estaba Holroyd, con los costados palpitándole y la cabeza apoyada en los brazos cruzados, y junto a él se hallaba Black, temblando por el cansancio y la tensión.

Sólo a Sloane parecía no afectarle el enorme esfuerzo. Empezó a arrastrar hacia sí el instrumental del equipo para alejarlo del borde del precipicio y colocarlo en un lugar seguro: la unidad de localización por satélite de Holroyd, que contaba con una larga antena de UHF; la antena microondas; el panel solar y la batería de larga duración, así como otro panel con diversos receptores y transmisores. Junto a ellos, brillando bajo la luz de la mañana, la antena parabólica todavía estaba metida en la misma redecilla de nailon con que la habían protegido para ascender por la pared de roca. Al lado se hallaba el receptor de información meteorológica.

Other books

A Portrait of Emily by J.P. Bowie
The Lover's Game by J.C. Reed
No Good For Anyone by Locklyn Marx
La tía Tula by Miguel de Unamuno
One Last Night by Melanie Milburne
Duel Nature by John Conroe
Shifter Untamed by Ambrielle Kirk
Reprisal by Ian Barclay
The Target by David Baldacci