La ciudad sagrada (34 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Misterio, Intriga

BOOK: La ciudad sagrada
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Holroyd se levantó con gran dificultad y se acercó al equipo, seguido por un reticente Black.

—Dejadme preparar todo esto y calibrarlo —dijo Holroyd—. No tardaré mucho.

Nora consultó su reloj con satisfacción. Eran las once menos cuarto, quince minutos antes de la hora prevista para establecer la conexión diaria con el instituto. Mientras Holroyd ponía en marcha la unidad de radio y alineaba la antena, Nora miró alrededor para contemplar la vista. Era impresionante: un paisaje de cumbres rojas, amarillas y sepia que se extendían a lo largo de innumerables kilómetros bajo la radiante luz del sol, cubiertas por solitarios matorrales de pinos y enebros. Mirando al sudoeste, a lo lejos, divisó la sinuosa garganta por la que corría el río Colorado. Al este se alzaba la imponente cordillera de la Espalda del Diablo, por detrás de la meseta de Kaiparowits, cuya proa se abría paso por encima de la tierra, como un gigantesco buque de guerra de piedra que surcase el páramo, con los costados despellejados hasta los huesos por la erosión, horadado por simas y barrancos profundos. El paisaje se derramaba interminablemente en todas direcciones, una jungla de piedra deshabitada que abarcaba miles y miles de kilómetros cuadrados.

Para facilitar la recepción, Holroyd se encaramó a uno de los raquíticos troncos de enebro y atornilló el receptor de información meteorológica en la parte más alta del tronco. Luego enroscó el cable de la antena de la unidad alrededor de una rama larga. Cuando ajustó el aumento del receptor, Nora oyó la voz monótona del meteorólogo leyendo la previsión del tiempo para Page, Arizona.

Después de observar a Holroyd instalar el equipo, Black se encontraba de pie lejos del borde del precipicio, sintiéndose satisfecho consigo mismo, su petulancia atenuada por el arnés que aún llevaba colgando de las caderas. Mientras tanto, Sloane permanecía peligrosamente cerca del borde.

—¡Es asombroso, Nora! —exclamó—. Pero si miras abajo desde aquí, no se te ocurriría pensar ni por un momento que hay un hueco inmenso, conque mucho menos un yacimiento. Es del todo increíble.

Nora se acercó a ella. Las ruinas, escondidas mucho más atrás, ya no eran visibles, y el saliente de roca que había bajo aquella cumbre ocultaba cualquier indicio que delatase la existencia de una cueva. Doscientos metros más abajo, el valle yacía acurrucado entre paredes de piedra como una gema verde en un engarce rojo. El arroyo fluía por el centro y Nora vio con mayor claridad el tortuoso camino, de noventa metros de anchura, jalonado de rocas que habían dejado las frecuentes riadas a su paso, y que atravesaba el centro del valle. Distinguió el campamento, con sus tiendas de campaña azules y amarillas desperdigadas entre los álamos muy por encima de la ribera del valle, así como una voluta de humo que se desprendía de la fogata de Bonarotti. Era un buen campamento y muy seguro.

Cuando faltaba poco para las once, Holroyd apagó el receptor de información meteorológica y se concentró en el aparato de radio. Nora oyó unas interferencias, el silbido de una sobrecarga en la frecuencia.

—Ya lo tengo —anunció Holroyd, colocándose un par de auriculares—. Vamos a ver quién está ahí. —Emitió un murmullo por un micrófono tan pequeño que parecía de juguete. Luego se incorporó con brusquedad—. No vais a creerlo, pero tengo al doctor Goddard en persona al aparato. Voy a pasarlo por el altavoz.

Sloane se apartó rápidamente del borde del precipicio y empezó a enrollar la cuerda. Nora la observó un momento y luego dirigió la mirada al micrófono, sintiendo cómo la emoción del descubrimiento volvía a encenderse en su interior. Se preguntó cómo reaccionaría el viejo científico ante la noticia de aquel éxito.

—¿Doctora Kelly? —preguntó la lejana voz, resquebrajándose y casi inaudible—.Nora, ¿es usted?

—Doctor Goddard —respondió Nora—. Estamos aquí. Lo hemos conseguido.

—Gracias a Dios. —Se produjo un nuevo crujido provocado por las interferencias—. He estado esperándolos todas las mañanas a las once en punto. Un día más y habría enviado una partida de rescate.

—Las paredes del cañón eran demasiado altas, de modo que no podíamos transmitir estando en camino.Y tardamos unos cuantos días más de lo que habíamos calculado.

—Eso es lo que le dije a Blakewood. —Se produjo un nuevo silencio—. ¿Qué noticias tiene? —Pese a las interferencias, la expectación y el temor de Goddard eran perceptibles.

Nora hizo una pausa. No se había preparado del todo lo que estaba a punto de decir.

—Hemos encontrado la ciudad, doctor Goddard.

Se oyó un sonido que tanto podía haber sido un grito ahogado como una nueva interferencia.

—¿Han encontrado Quivira? ¿Es eso lo que acabo de oír?

Nora permaneció en silencio unos instantes, preguntándose por dónde empezar.

—Sí. Es una ciudad gigantesca. Tiene al menos seiscientas habitaciones.

—¡Malditas interferencias! No la he oído bien.¿Cuántas habitaciones ha dicho?

—Seiscientas.

Se oyó otro ruido como si el doctor jadeara o tosiera. Nora no estaba segura.

—Oh, Dios. ¿En qué estado se hallan las ruinas?

—En muy buen estado.

—¿Están intactas? ¿No han sido saqueadas?

—Todo está intacto.

—Maravilloso, maravilloso.

El entusiasmo de Nora fue en aumento.

—Doctor Goddard, eso no es lo más importante.

—Siga, Nora, siga.

—La ciudad no se parece a ninguna de las otras descubiertas hasta ahora. Está llena de piezas de valor incalculable. Los habitantes de Quivira no se llevaron nada consigo. Hay cientos de cámaras repletas de objetos extraordinarios, la mayoría de ellos en perfecto estado de conservación.

La voz adquirió un nuevo tono.

—¿A qué se refiere con eso de objetos extraordinarios? ¿Vasijas?

—Eso y mucho más. La ciudad era inmensamente rica, como ningún otro yacimiento anasazi. Tejidos, esculturas, joyas de turquesas, pieles de búfalo pintadas,ídolos de piedra, fetiches, varas ceremoniales, paletas…Hay incluso algunas máscaras de oración Kachina de las primeras épocas, antiquísimas, todo ello en un estado de conservación inmejorable.

Nora hizo una pausa y oyó una nueva y leve tos.

—Nora… ¿qué puedo decir? Escuchar todo eso es… ¿Está mi hija por ahí?

—Sí. —Nora le pasó el micrófono a Sloane.

—¿Sloane? —preguntó la voz desde Santa Fe.

—Sí, padre.

—¿Es verdad todo eso?

—Sí, padre, lo es, y no exagera lo más mínimo. Es el descubrimiento arqueológico más importante desdéque Simpson encontró el cañón del Chaco.

—Eso es mucho decir, Sloane.

Su hija no respondió.

—¿Cómo tenéis previsto llevar a cabo la exploración?

—Hemos decidido que habría que dejarlo todo insitu, sin mover las cosas de su sitio, salvo por las pruebas que hay que realizar en el vertedero de basuras. Hay materia suficiente para un año de análisis y catalogación sin tocar nada en absoluto. Pasado mañana tenemos previsto entrar en la Gran Kiva.

—Sloane, escúchame con mucha, mucha atención. El mundo académico al completo juzgará todos y cada uno de vuestros movimientos a vuestro regreso, cuestionará a posteriori todas las decisiones y mirará con lupa vuestros actos. Lo que hagáis en los próximos días será analizado hasta el detalle por los autoproclamadosexpertos y, debido a la magnitud del descubrimiento, habrá envidias y mala voluntad. Todos pensarán que podrían haberlo hecho mejor. ¿Entiendes lo que estoy diciendo?

—Sí —respondió Sloane, devolviendo el micrófono. Nora creyó detectar una leve punzada de irritación, incluso de enfado, en la voz de la mujer.

—De modo que todo lo que hagas debe ser
perfecto.
.Y eso va por ti y por todos los demás, incluida Nora.

—Lo entendemos —contestó Nora.

—El descubrimiento más importante desde Chaco —repitió Goddard. Una vez más, se produjo un largo lapso de interferencias, seguido de unos cuantos zumbidos y silbidos electrónicos.

—¿Está usted ahí? —preguntó Nora al fin.

—Eso creo —respondió Goddard con una risilla—, aunque debo admitir que tendría que pellizcarme para estar seguro. Nora, no puedo decirle cuántos elogios y parabienes merece, tanto usted como su padre.

—Gracias, doctor Goddard. Y gracias por tener fe en mí.

—Bien, querida Nora, estaremos esperando su transmisión mañana por la mañana a la misma hora. Tal vez entonces pueda facilitarme más datos concretos sobre la ciudad.

—Sí. Adiós, doctor Goddard.

Le devolvió el micrófono a Holroyd, que apagó el transmisor y empezó a cubrir el equipo electrónico con una lona para protegerlo. Nora se volvió y descubrió que Sloane tenía la mirada perdida en su equipo de escalada y una expresión adusta en la cara.

—¿Te pasa algo? —le preguntó Nora.

Sloane se echó una cuerda enrollada al hombro y contestó:

—Estoy bien. Es sólo que nunca confía en que pueda hacer algo bien. Incluso estando a mil doscientos kilómetros de distancia cree que él lo haría mejor.

Sloane echó a andar, pero Nora la detuvo colocándole una mano en el brazo.

—No seas tan dura con él. La advertencia iba dirigida tanto a ti como a mí. Él confía en ti, Sloane. Y yo también.

Sloane la miró unos segundos. Luego la expresión ceñuda desapareció de su rostro para dar paso a una perezosa sonrisa.

—Gracias, Nora —dijo.

28

S
kip se detuvo en lo alto de la cuesta y una súbita nube de polvo envolvió el coche, para luego dispersarse en el cálido cielo de la tarde. Era un seco día de junio, el típico día justo antes de la llegada de las lluvia del verano. Un cúmulo de nubes solitario se arrastraba perezosamente por encima de las montañas Jemez.

Por un momento, decidió que lo mejor sería dar media vuelta y regresar a la ciudad. La noche anterior, había despertado de golpe con una idea en la cabeza, Thurber seguía sin aparecer y, aun sin saber por qué, Skip todavía se sentía responsable de su desaparición. Así pues, para combatir aquellos remordimientos, había decidido tomar al perro de Teresa,
Teddy Bear,
bajo su protección. A fin de cuentas, Teresa había sido asesinada en su casa, en el rancho de los Kelly, ¿y quién mejor para cuidar de su perro que su vieja amiga y vecina Nora?

Sin embargo, lo que le había parecido una idea genial ahora no parecía tan interesante. Martinez había dejado muy claro que la investigación seguía abierta y que él no debía ir a la casa. Bueno, lo cierto es que no pensaba ir a su casa, sino a la de Teresa. Aun así, Skip era consciente de que podía meterse en infinidad de problemas por el mero hecho de estar allí.

Pisó el embrague para meter primera, liberó el freno de mano y bajó por la colina. Pasó de largo el viejo rancho y subió la cuesta que conducía a la casa de Teresa. El edificio largo y bajo estaba en silencio y a oscuras, pues se habían llevado el ganado de allí. Quienquiera que lo hubiese hecho seguramente también se habría llevado a
Teddy Bear,
pero en cualquier caso él ya estaba allí.

Dejando el motor en marcha y la portezuela abierta, bajó del vehículo, se acercó a la entrada y llamó a lperro, pero no oyó ningún ladrido como respuesta.

Subió los escalones del porche. La vieja puerta mosquitera, cubierta con numerosos agujeros tapados con cinta aislante, estaba cerrada. Levantó la mano instintivamente para golpearla, pero se detuvo en seco.

—¡
Teddy Bearl
—insistió volviéndose.

Se sorprendió mirando hacia abajo, en dirección al rancho de Las Cabrillas. Puede que el perro hubiese ido hasta el caserón. Echó a andar hacia el viejo sendero y luego detuvo sus pasos. Se llevó la mano al cinturón para acariciar la empuñadura del viejo revólver de su padre. Era muy grande y aparatoso y producía un estruendo como el de un cañón, pero lograba acabar con cualquiera que fuese su objetivo. Sólo lo había disparado una vez y por poco se fractura la muñeca. En aquella ocasión los oídos estuvieron zumbándole durante dos días. Sintiéndose más seguro, siguió avanzando por el camino de tierra y luego dio un rodeo para acercarse a la parte trasera del rancho.

—¡Eh,
Teddyl
¡Viejo chucho! —gritó con voz afectuosa.

Subió al portal, atravesó el marco sin puerta y entró en la casa. La cocina, una habitación cochambrosa, estaba completamente en ruinas, con el techo destrozadoy unos agujeros que parecían millones de ojos observándole desde las paredes. En el otro extremo de la habitación vio una cinta amarilla que había colocado la policía para señalar la escena del crimen e impedir la entrada a la sala de estar. Desde allí varias hileras de pequeñas huellas de color negro violáceo conducían a la puerta de la cocina. Con cuidado de no pisarlas, dio un paso hacia adelante.

Primero percibió el intenso olor, seguido del clamor de las moscas. Retrocedió instintivamente, haciendo arcadas. Luego respiró hondo, se acercó con sigilo a la cinta amarilla y se asomó al salón.

Un charco enorme de sangre se había coagulado en el centro de la estancia filtrándose entre las rendijas de los tablones de madera que faltaban en el suelo. Las náuseas lo asaltaron. Joder, no sabía que cupiese tanta sangre dentro de un cuerpo humano, pensó. Parecía extenderse en regueros retorcidos y excéntricos que llegaban casi hasta las paredes opuestas, y en los márgenes se veían pequeñas huellas de animales. Vio unas cuantas moscas arrastrarse por las zonas donde el charco de sangre era más hondo.

Skip sintió un leve mareo y se apoyó contra el quicio de la puerta para recuperar el equilibrio. Las moscas, molestas por la intromisión, alzaron el vuelo en una cortina furiosa. Plegado en un rincón descansaba el trípode de una cámara, en una de cuyas patas aparecía grabada la inscripción departamento de policía de santa fe en letras blancas.

—Oh, Dios… —murmuró Skip—. Teresa, lo siento mucho.

Contempló la habitación con gesto serio durante unos minutos. A continuación se volvió y regresó a la parte posterior de la casa, pasando por la cocina.

Fuera, el aire resultaba casi frío después del calor agobiante y opresivo del interior de la casa. Skip se quedó de pie en el porche, respirando despacio y mirando alrededor.


¡Teddy Bearl
—gritó por última vez, haciendo bocina con las manos.

Sabía que debía marcharse. La policía, quizá el propio Martínez, podía presentarse en cualquier momento, pero permaneció allí otro minuto más, contemplando el patio trasero de su infancia. A pesar de que lo que le había ocurrido a Teresa era un misterio, la casa en sí se le antojaba un tanto desolada y vacía. Era como si el mal que había estado acechándola se hubiese disipado por completo, tal vez para dirigirse a otro lugar.

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