Read La clave de las llaves Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Octavio no dejaba de hablar y hacer comentarios, supongo que dando su discutible opinión sobre las damas que nos rodeaban, y sus virtudes físicas y químicas, o tal vez hablaba de su desazón por conseguir un autógrafo de Reig y darle unos cuantos consejos sobre la manera como había de jugar. Afortunadamente, con todo aquel vocerío yo no podía oírle.
En seguida localizamos la puerta que daba acceso a la trastienda de aquel putiferio.
Backstage
, anunciaba un rótulo, porque era gente que estaba al día. Tal como yo había previsto, había un miembro del personal de seguridad, vestido de rojo para la ocasión, con los brazos cruzados, encargado de cerrar el paso de las más enloquecidas. Recurrí a los anzuelos y al sedal que llevaba en el bolsillo. A Octavio no le puse al corriente de nada: sólo un gesto reclamando confianza y obediencia.
De camino hacia la puerta y hacia el gorila, tocando espaldas de chicas para abrirme paso, no me resultó difícil enganchar un anzuelo en uno de los tirantes más precarios que encontré a mi paso y, otro anzuelo, en la tira de sujetador más evidente. Octavio y yo continuamos nuestra marcha, impertérritos, tan elegantes que nadie podía sospechar de nuestra solvencia.
El desaguisado fue un poco más estridente de lo que yo había previsto. No sé muy bien qué ocurrió pero me parece que, además de las dos pobres chicas enganchadas se implicó otra que llegaba con vasos llenos de bebidas y que quiso pasar entre las dos. Ella fue quien tiró del hilo de nailon y provocó que se partieran los dos tirantes, y que el escote de una de las damnificadas se abatiera como un puente levadizo poniendo al descubierto sus pechos al mismo tiempo que los pechos de la otra se descolgaban en rápida sucesión,
plop, plop
cuando cedía el sujetador. A la sorpresa y el susto, se añadió el contenido de aquellos vasos que, debido al tropezón, fue a parar sobre los vestidos maravillosos, acabados de estrenar, de un par de chicas que se estaban riendo un poco más allá. Y la suma de todas estas desgracias se convirtió en una pequeña revolución de llantos, alaridos, tirones de cabellos, puntapiés, sillas desparramándose alrededor. Exactamente lo que yo pretendía.
La atención del guardia rojo se desvió hacia allí. Nada lo retenía junto a la puerta porque, evidentemente, no podía sospechar de aquellos dos señores tan bien vestidos que miraban hacia otro lado, de manera que se desplazó hacia la reyerta para poner paz, como era su obligación.
Y Octavio y yo, como si nada, cruzamos la puerta hacia la zona prohibida.
Una de las primeras persones que vi fue Joan Reig. Y, un poco más allá, con un apósito muy aparatoso en la nariz y el rostro, visiblemente enojado, aquel hombre de tórax voluminoso y piernas de popotitos a quien Lady Sophie había llamado Cañas.
Por suerte, estaba distraído contemplando el escote de una modista y no me vio.
Estaba a punto de iniciarse el desfile. La mitad de los hombres que deambulaban por allí iban en calzoncillos, luciendo musculaturas modélicas. La otra mitad, vestían unas blusas coloridas y unos pantalones ajustados que contrastaban violentamente con la ropa sobria y distinguida que usábamos Octavio y yo.
Nos desplazamos hacia un lado, donde unas cortinas y unas mamparas nos alejaban y nos ocultaban del campo visual de Cañas, y nos encontramos en la zona de maquillaje, donde todavía se evidenciaba que, de un momento a otro, habíamos de ser descubiertos como intrusos.
Junto a la sección cosmética, se abría un pasillo estrecho y prefabricado, como los de los probadores de los grandes almacenes, por donde entraban y salían apolos prácticamente desnudos y donde impartía órdenes un individuo con figura de torero y cabellera teñida de rubio metálico.
—Quítate los pantalones, de prisa —le dije a Octavio. —¿Qué?
Comprobó que no me había oído mal: yo ya me estaba desabrochando el cinturón.
—¿Pero qué haces? ¿Estás loco?
—Aquí ésta es la única manera de no llamar la atención. Así, nos tomarán por modelos. Si no, nos descubrirán —susurré.
—¿Pero tú te has visto en un espejo?
—En muchos desfiles también presentan moda para gente mayor. Moda otoñal. Tú compórtate con naturalidad.
—¡Moda otoñal…! ¿Dónde habéis metido los calzoncillos de felpa?
Yo ya estaba dentro de uno de los probadores y dejaba en el colgador mi abrigo, mi americana y mi camisa. Colorado como un pimiento morrón, Octavio estaba a mi lado, temblando de nervios y de indignación.
El hombre de los cabellos rubios y fulgurantes apartó la cortina de un tirón y nos gritó con voz afilada:
—¿Qué hacéis los dos, aquí dentro? ¡Va, va, va! ¡Dejad las mariconadas para luego, que ahora es tarde!
Protesté:
—¡Es éste, que se cuela!
—¡Va, va, va! —gritó el hombre rubio a Octavio, sin prestarle demasiada atención, pensando en otra cosa—. Tú, desnúdate de una vez, ¿qué esperas?
Y desapareció, atraído por otras obligaciones.
Yo saqué de los bolsillos de mi ropa la cartera y las llaves de casa y salí al pasillo. Casi tropiezo con un conocido cantante que vestía un tanga insuficiente para el paquete que había de contener.
—¿A ti quién te ha traído? —le solté.
No entendió el porqué de la pregunta, pero era tan sencilla que resultaba grotesco hacérmela repetir, de manera que respondió:
—François. Yo he venido en la furgoneta de François.
Detrás de mí, Octavio se estaba desnudando a toda prisa.
—¡No te vayas! —suplicaba, muy nervioso—. ¡No me dejes!
—¿Vosotros quiénes sois? —protestó la voz afilada a mi lado.
—Nos ha traído el François —dije, con aplomo incontestable—. El toque exótico. Ah…
Como si alguien reclamara mi atención desde el otro extremo, me alejé, con naturalidad y premura, entre las urgencias que precedían al desfile. En calzoncillos y camiseta, yo era uno más entre todos los modelos. Bueno, quizá era el más viejo, con un cuerpo un poco más estropeado, desgastado por el tiempo, pero procuré mantener la dignidad, la mirada firme, como si estuviera muy orgulloso de mí mismo, confiando en el toque aristocrático de mis canas, y convertí mi arrogancia en una barrera difícil de romper. «Ángel Esquius les presenta la moda de caballero». Podía colar. Aquél no era un desfile de modelos profesionales, sino de famosos haciendo de modelos, y famosos hay de todas las edades. Detrás de mí, el hombre de los cabellos rubios y metálicos retenía a Octavio, tan peludo y tan tembloroso.
—Eh, eh, eh, ¿dónde vas tú? ¿Tú tienes que desfilar? ¿De verdad? —Lo tenía acorralado y hablaba solo, como si ya hubiera sacado sus propias conclusiones—. A ver… veremos si mejoras con un poco de maquillaje…
—¡No toque! —protestaba Octavio, azorado como una doncella la noche de bodas—. ¡Ángel, no te vayas! ¡Haga el favor de no tocar!
Desde la distancia le hice un gesto explícito, «Aguanta, aguanta unos momentos o el tío este vendrá a por mí». Y otro, trazando en el aire el movimiento de firmar un autógrafo, para que no se le olvidase la recompensa que le esperaba.
Yo ya había localizado mi objetivo y no podía entretenerme a mirar qué le sucedía a Octavio. Reig entregaba su ropa a una mujer muy atareada que hablaba por un micro pegado a su cuello. La mujer se fue con la ropa del futbolista y éste se quedó solo, en calzoncillos, mirando alrededor tan perdido como yo, o hasta más y todo.
—¿Joan Reig? —dije, acercándome y ofreciéndole mi mano—. Celebro saludarlo. Soy un admirador.
—Ah, sí, bueno, pero… —Quería quitárseme de encima, pero no sabía cómo hacerlo porque nuestra desnudez creaba un extraño vínculo entre los dos.
Accedió a estrechar mi mano y, entonces, lo sujeté con fuerza y lo atraje hacia mí. Le hablé de prisa y confidencialmente:
—Soy detective privado y estoy aquí para avisarte. Van a por ti. —Él decía, sorprendido: «¿Qué? ¿Eh? ¿Qué?» y buscaba ayuda alrededor. Tenía que inmovilizarlo con pocas palabras—. El asesinato de la puta. De momento, hoy te protegen porque vales unos cuantos millones pero se te acabará la fama antes que la vida y, cuando vuelvas a ser un don nadie, este caso volverá a salir a la superficie. Sólo eres mercancía. La poli y las mafias de la prostitución quieren un culpable y, de momento, sólo estás tú…
Lo había inmovilizado. Me miró, pálido como un enfermo y negando con la cabeza.
—No sé de qué me habla. No sé nada. —Aún lo tenía acoquinado. De un momento a otro, recuperaría sus funciones vitales y se daría cuenta de que era mucho más fuerte y estaba en mejor forma que yo.
—¿No conoces a Mary Borromeo?
—¡No! —reacción instintiva, mentira clamorosa, le salió la negación superpuesta a mis palabras.
—Pues ya me explicarás por qué sales en la foto.
—¿Qué?
—Recogiste a Mary en tu coche, cerca de El Corte Inglés, para llevarla a la fiesta. —Su expresión me decía que había acertado. Él vivía en Sant Just. Era plausible que se hubieran citado en aquel punto, si luego tenían que dirigirse a la carretera de Vallvidrera. Y Mary había dejado su coche en el aparcamiento de aquel centro comercial. Confirmada la suposición, me sentí legitimado a añadirle una invención—: Hay cámaras de seguridad enfocadas a la calle. Salís en la peli, tú, tu coche y ella, el día del crimen. Y yo tengo la grabación.
La mano se le aflojó y se le enfrío dentro de la mía. Reig estaba apabullado por el horror y la conmoción, como un paciente que acaba de recibir un diagnóstico catastrófico e inesperado de boca de su médico.
—¡Yo no la maté!
Un clamor monumental, que hacía pensar en multitudes enfervorecidas delante de Hitler o de los Beatles, nos indicó que ya había comenzado el desfile. Alguien debía de estar buscando a Reig, «¿dónde se ha metido Reig?», me quedaba poco tiempo para el interrogatorio, y él acababa de gritar «¡Yo no la maté!» con la pasión y la angustia del inocente acusado en falso. Le habían dicho que callara, pero él estaba deseando protestar su inocencia desde lo alto de la estatua de Colón.
—Pero tú la contrataste. La nena se fue de la fiesta contigo.
—No, no no… —Tartamudeaba, confuso—. Si precisamente era una cena de cambio de parejas…
Se apagó el vocerío de fuera, sustituido por los compases sensuales y varoniles del
You can leave your hat on
, en la versión que Joe Cocker hizo para
Nueve semanas y media
, y Reig se encontró hablando demasiado alto:
—¡… Una cena de cambio de parejas…! —Bajó la voz para continuar hablando presa, trabucándose—: Si llevé a la puta fue para que se fuera con quien le tocase. No quería llevar a mi novia, que aún no hace un mes que salimos, ni a nadie conocido, ¿te crees que me gustaría que otro se follara a mi chica? No me daba la gana… Yo no tenía ganas de ir a aquella cena, me obligaron, me cago en la mar, que yo cobro para jugar y no para que se folien a mis amigas… Y, si me tocó enrollarme con Enebro, fue porque me vi forzado…
—¿Enebro? —pregunté, como si me maravillara el nombre, sólo para asegurarme de que lo retenía correctamente.
—¡Sí, sí, Enebro, Enebro! ¡A mí me tocó con Enebro, ni más ni menos, la más salida! ¡Y ojalá que no hubiera ido nunca…! ¡Qué mujer, qué fiera, qué bestia…!
—¿Con quién fue tu puta?
—No lo sé. No puedo saberlo… Cuando llegamos a la casa, metimos en un sombrero de copa las llaves de los coches. Después de cenar, los hombres salimos primero y esperamos, cada uno en su coche. Las mujeres, en la casa, cogieron, al azar, la llave de un coche, sin mirar. Y fueron al coche que les había tocado… y allí se encontraron con su pareja para aquella noche. O sea, que yo sólo sé que Enebro se fue conmigo y yo me fui con Enebro. Y no tenía ni idea de lo que había pasado con Mary hasta que Sophie me llamó al día siguiente y me dijo «¿Qué le has hecho a mi nena?». «¿Que qué le he hecho a tu nena?», ¡y yo qué sabía lo que le había pasado a aquella tía!
—Y entonces, se lo comunicaste…
Reig me miró. Como si acabara de descubrir mi presencia, mi desnudez, como si se preguntara qué demonios estaba haciendo yo allí, qué sabía del asunto y qué quería exactamente de él…
Ya no había duda. Éramos el centro de muchas miradas. Demasiada curiosidad a nuestro alrededor. «¿Quién coño es ese que está con Joan Reig? ¿Qué hace, Reig, que no viene a desfilar?».
—Al presidente de tu club, al amigo Montmeló —me la jugué otra vez, basándome en aquel «Yo cobro por jugar, no para que se folien a mis amigas» que se le había escapado.
—Sí —dijo más con los labios que con las cuerdas vocales.
—O sea, que él también estaba en la fiesta —Lo di por supuesto y él no me lo negó—. ¿Quién más?
—No lo sé —se escabullía, consciente de que ya había hablado de más, volvía a buscar ayuda por los alrededores.
Le agarré del brazo para retener un poco más su atención.
—¡Óyeme, no sé si me has entendido! Están pensando cómo endosarte el marrón sin que estalle el escándalo. Podría suministrarles la grabación de la videocámara para que la entregaran a la policía. ¡Podría enviarla a la policía yo mismo! ¡Tú vete haciendo el tonto y te encontrarás en la trena sin comerlo ni beberlo!
—¡No sé quién había! —protestó. Lo que en realidad no sabía era si decírmelo le beneficiaba o le perjudicaba. En la duda, eligió el camino del medio—: No los conocía y se me han olvidado sus nombres. Gente muy importante. Un político madrileño, joder, el marido de Enebro, un ministro o algo parecido…
De momento, pensé que un foco o una viga había caído sobre mi hombro, rompiéndome los huesos y clavándome en el suelo. Pero no: sólo era la manaza de Cañas que quería triturarme la articulación del brazo mientras gritaba, pletòrico:
—¡Hostia, mira dónde nos volvemos a encontrar, tú y yo!
Y disparó hacia mi nariz un puño grande como un balón de fútbol.
Si hubiera golpeado antes de gritar, me habría dado de lleno, pero como no pudo evitar la proclamación de su venganza, tuve tiempo de apartar la cabeza y su puño apenas me rozó la mejilla sin causar estragos. Oportuno como nunca, Octavio apareció detrás de él y le golpeó en la oreja derecha al mismo tiempo que le ponía la zancadilla con la izquierda, con resultado de caída grotesca y aparatosa del gorila. Mi finta me puso en situación idónea para descubrir la presencia de un hombre de bigote grueso y ojos de seductor que desviaba su atención hacia el Octavio acabado de llegar. Estaba desconcertado. Cuando venía hacia mí, le había sorprendido la intervención de Octavio y, cuando se disponía a ocuparse de Octavio, yo le estampé en el bigote el puño derecho, dentro del cual sujetaba las llaves. Se me clavaron las llaves en el interior de la mano y los dientes del adversario en los dedos. Una especie de vibración me recorrió todo el brazo y bizquearon los ojos de seductor. Octavio depositó un cuaderno y un bolígrafo en manos de Joan Reig con una breve onomatopeya que significaba «un autógrafo por favor» y se volvió, dispuesto a continuar la gresca con los dos hombres que ya se estaban levantando para satisfacer sus deseos. No obstante, en aquel momento vi el ejército que se nos venía encima y toqué retirada.