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Authors: J. R. R. Tolkien

Tags: #Fantasía épica

La comunidad del anillo (61 page)

BOOK: La comunidad del anillo
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"Mientras estaba ahí oí voces de orcos que venían del otro lado, pero en ningún momento se me ocurrió que podían echar abajo la puerta. No alcanzaba a oír lo que se decía; parecían estar hablando en ese horrible lenguaje de ellos. Todo lo que entendí fue
ghash
, fuego. En seguida algo, entró en la cámara; pude sentirlo a través de la puerta y los mismos orcos se asustaron y callaron. El recién llegado tocó el anillo de hierro y en ese momento advirtió mi presencia y mi conjuro.

"Qué era eso, no puedo imaginarlo, pero nunca me había encontrado con nada semejante. El contraconjuro fue terrible. Casi me hace pedazos. Durante un instante perdí el dominio de la puerta, ¡que comenzó a abrirse! Tuve que pronunciar un mandato. El esfuerzo resultó ser excesivo. La puerta estalló. Algo oscuro como una nube estaba ocultando toda la luz, y fui arrojado hacia atrás escaleras abajo. La pared entera cedió y también el techo de la cámara, me parece.

"Temo que Balin esté sepultado muy profundamente y quizá también alguna otra cosa. No puedo decirlo. Pero por lo menos el pasaje que quedó a nuestras espaldas está completamente bloqueado. ¡Ah! Nunca me he sentido tan agotado, pero ya pasa. ¿Y qué me dices de ti, Frodo? No hubo tiempo de decírtelo, pero nunca en mi vida tuve una alegría mayor que cuando tú hablaste. Temí que fuera un hobbit valiente pero muerto lo que Aragorn llevaba en brazos.

—¿Qué digo de mí? —preguntó Frodo—. Estoy vivo y entero, creo. Me siento lastimado y dolorido, pero no es grave.

—Bueno —dijo Aragorn—, sólo puedo decir que los hobbits son de un material tan resistente que nunca encontré nada parecido. Si yo lo hubiera sabido antes, ¡habría hablado con más prudencia en la taberna de Bree! ¡Ese lanzazo hubiese podido atravesar a un jabalí de parte a parte!

—Bueno, no estoy atravesado de parte a parte, me complace decirlo —dijo Frodo—, aunque siento como si hubiese estado entre un martillo y un yunque.

No dijo más. Le costaba respirar.

—Te pareces a Bilbo —dijo Gandalf —. Hay en ti más de lo que se advierte a simple vista, como dije de él hace tiempo.

Frodo se quedó pensando si esta observación no tendría algún otro significado.

 

Prosiguieron la marcha. Al rato Gimli habló. Tenía una vista penetrante en la oscuridad.

—Creo —dijo — que hay una luz delante. Pero no es la luz del día. Es roja. ¿Qué puede ser?

—Ghash!
—murmuró Gandalf —. Me pregunto si era eso a lo que se referían, que los niveles inferiores están en llamas. Sin embargo, no podemos hacer otra cosa que continuar.

Pronto la luz fue inconfundible y todos pudieron verla. Vacilaba y reverberaba en las paredes del pasadizo. Ahora podían ver por dónde iban: descendían una pendiente rápida y un poco más adelante había un arco bajo; de allí venía la claridad creciente. El aire era casi sofocante.

Cuando llegaron al arco, Gandalf se adelantó indicándoles que se detuvieran. Fue hasta poco más allá de la abertura y los otros vieron que un resplandor le encendía la cara. El mago dio un paso atrás.

—Esto es alguna nueva diablura —dijo Gandalf — preparada sin duda para darnos la bienvenida. Pero sé dónde estamos: hemos llegado al Primer nivel, inmediatamente deba o de las puertas. Esta es la Segunda Sala de la Antigua Moria y las puertas están cerca: más allá del extremo este, a la izquierda, a un cuarto de milla. Hay que cruzar el puente, subir por una ancha escalinata, luego un pasaje ancho que atraviesa la Primera Sala, ¡y fuera! ¡Pero venid y mirad!

Espiaron y vieron otra sala cavernosa. Era más ancha y mucho más larga que aquella en que habían dormido. Estaban cerca de la pared del este; se prolongaba hacia el oeste perdiéndose en la oscuridad. Todo a lo largo del centro se alzaba una doble fila de pilares majestuosos. Habían sido tallados como grandes troncos de árboles y una intrincada tracería de piedra imitaba las ramas que parecían sostener el cielo raso. Los tallos eran lisos y negros, pero reflejaban oscuramente a los lados un resplandor rojizo. Justo ante ellos, a los pies de dos enormes pilares, se había abierto una gran fisura. De allí venía una ardiente luz roja y de vez en cuando las llamas lamían los bordes y abrazaban la base de las columnas. Unas cintas de humo negro flotaban en el aire cálido.

—Si hubiésemos venido por la ruta principal desde las salas superiores, nos hubieran atrapado aquí —dijo Gandalf—. Esperemos que el fuego se alce ahora entre nosotros y quienes nos persiguen. ¡Vamos! No hay tiempo que perder.

Aún mientras hablaban escucharon de nuevo el insistente redoble de tambor:
bum, bum, bum.
Más allá de las sombras en el extremo oeste de la sala estallaron unos gritos y llamadas de cuerno.
Bum, bum: los
pilares parecían temblar y las llamas oscilaban.

—¡Ahora la última carrera! —dijo Gandalf—. Si afuera brilla el sol, aún podemos escapar. ¡Seguidme!

Se volvió a la izquierda y echó a correr por el piso liso de la sala. La distancia era mayor de lo que habían creído. Mientras corrían oyeron los golpeteos y los ecos de muchos pies que venían detrás. Se oyó un chillido agudo: los habían visto. Hubo luego un clamor y un repiqueteo de aceros. Una flecha silbó por encima de la cabeza de Frodo.

Boromir rió. —No lo esperaban —dijo—. El fuego les cortó el paso. ¡Estamos del mal lado!

—¡Mirad adelante! — llamó Gandalf —. Nos acercamos al puente. Es angosto y peligroso.

De pronto Frodo vio ante él un abismo negro. En el extremo de la sala el piso desapareció y cayó a pique a profundidades desconocidas. No había otro modo de llegar a la puerta exterior que un estrecho puente de piedra, sin barandilla ni parapeto, que describía una curva de cincuenta pies sobre el abismo. Era una antigua defensa de los enanos contra cualquier enemigo que pusiera el pie en la primera sala y los pasadizos exteriores. No se podía cruzar sino en fila de a uno. Gandalf se detuvo al borde del precipicio y los otros se agruparon detrás.

—¡Tú adelante, Gimli! —dijo—. Luego Pippin y Merry. ¡Derecho al principio y escaleras arriba después de la puerta!

Las flechas cayeron sobre ellos. Una golpeó a Frodo y rebotó. Otra atravesó el sombrero de Gandalf y allí se quedó sujeta como una pluma negra. Frodo miró hacia atrás. Más allá del fuego vio un enjambre de figuras oscuras, que podían ser centenares de orcos. Esgrimían lanzas y cimitarras que brillaban rojas como la sangre a la luz del fue
go. Bum, bum
resonaba el redoble, cada vez más alto y más alto,
bum, bum.

Legolas se volvió y puso una flecha en la cuerda, aunque la distancia era excesiva para aquel arco tan pequeño. Iba a tirar de la cuerda cuando de pronto soltó la mano dando un grito de desesperación y terror. La flecha cayó al suelo. Dos grandes trolls se acercaron cargando unas pesadas losas y las echaron al suelo para utilizarlas como un puente sobre las llamas. Pero no eran los trolls lo que había aterrorizado al elfo. Las filas de los orcos se habían abierto y retrocedían como si ellos mismos estuviesen asustados. Algo asomaba detrás de los orcos. No se alcanzaba a ver lo que era; parecía una gran sombra y en medio de esa sombra había una forma oscura, quizás una forma de hombre, pero más grande, y en esa sombra había un poder y un terror que iban delante de ella.

Llegó al borde del fuego y la luz se apagó como detrás de una nube. Luego y con un salto, la sombra pasó por encima de la grieta. Las llamas subieron rugiendo a darle la bienvenida y se retorcieron alrededor; y un humo negro giró en el aire. Las crines flotantes de la sombra se encendieron y ardieron detrás. En la mano derecha llevaba una hoja como una penetrante lengua de fuego y en la mano izquierda empuñaba un látigo de muchas colas.

—¡Ay, ay! —se quejó Legolas—. ¡Un Balrog! ¡Ha venido un Balrog!

Gimli miraba con los ojos muy abiertos.

—¡El Daño de Durin! — gritó y dejando caer el hacha se cubrió la cara con las manos.

—Un Balrog —murmuró Gandalf—. Ahora entiendo. —Trastabilló y se apoyó pesadamente en la vara.— ¡Qué mala suerte! Y estoy tan cansado.

 

La figura oscura de estela de fuego corrió hacia ellos. Los orcos aullaron y se desplomaron sobre las losas que servían como puentes. Boromir alzó entonces el cuerno y sopló. El desafío resonó y rugió como el grito de muchas gargantas bajo la bóveda cavernosa. Los orcos titubearon un momento y la sombra ardiente se detuvo. En seguida los ecos murieron, como una llama apagada por el soplo de un viento oscuro, y el enemigo avanzó otra vez.

—¡Por el puente! — gritó Gandalf, recurriendo a todas sus fuerzas ¡Huid! Es un enemigo que supera todos vuestros poderes. Yo le cerraré aquí el paso. ¡Huid!

Aragorn y Boromir hicieron caso omiso de la orden y afirmando los pies en el suelo se quedaron juntos detrás de Gandalf, en el extremo del puente. Los otros se detuvieron en el umbral del extremo de la sala, y miraron desde allí, incapaces de dejar que Gandalf enfrentara solo al enemigo.

El Balrog llegó al puente. Gandalf aguardaba en el medio, apoyándose en la vara que tenía en la mano izquierda; pero en la otra relampagueaba Glamdring, fría y blanca. El enemigo se detuvo de nuevo, enfrentándolo, y la sombra que lo envolvía se abrió a los lados como dos vastas alas. En seguida esgrimió el látigo y las colas crujieron y gimieron. Un fuego le salía de la nariz. Pero Gandalf no se movió.

—No puedes pasar —dijo. Los orcos permanecieron inmóviles y un silencio de muerte cayó alrededor—. Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udûn. ¡Vuelve a la Sombra! No puedes pasar.

El Balrog no respondió. El fuego pareció extinguirse y la oscuridad creció todavía más. El Balrog avanzó lentamente y de pronto se enderezó hasta alcanzar una gran estatura, extendiendo las alas de muro a muro; pero Gandalf era todavía visible, como un débil resplandor en las tinieblas; parecía pequeño y completamente solo; gris e inclinado, como un árbol seco poco antes de estallar la tormenta.

De la sombra brotó llameando una espada roja.

Glamdring respondió con un resplandor blanco.

Hubo un sonido de metales que se entrechocaban y una estocada de fuego blanco. El Balrog cayó de espaldas y la hoja le saltó de la mano en pedazos fundidos. El mago vaciló en el puente, dio un paso atrás y luego se irguió otra vez, inmóvil.

—¡No puedes pasar! —dijo.

El Balrog dio un salto y cayó en medio del puente. El látigo restalló y silbó.

—¡No podrá resistir solo! —gritó Aragorn de pronto y corrió de vuelta por el puente—. ¡Elendil! —gritó—. ¡Estoy contigo, Gandalf!

—¡Gondor! —gritó Boromir y saltó detrás de Aragorn.

En ese momento, Gandalf alzó la vara y dando un grito golpeó el puente ante él. La vara se quebró en dos y le cayó de la mano. Una cortina enceguecedora de fuego blanco subió en el aire. El puente crujió, rompiéndose justo debajo de los pies del Balrog y la piedra que lo sostenía se precipitó al abismo mientras el resto quedaba allí, en equilibrio, estremeciéndose como una lengua de roca que se asoma al vacío.

Con un grito terrible el Balrog se precipitó hacia adelante; la sombra se hundió y desapareció. Pero aún mientras caía sacudió el látigo y las colas azotaron y envolvieron las rodillas del mago, arrastrándolo al borde del precipicio. Gandalf se tambaleó y cayó al suelo, tratando vanamente de asirse a la piedra, deslizándose al abismo.

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