La conciencia de Zeno (40 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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A bordo había cerveza y bocadillos. Guido sazonaba todo eso con su cháchara inagotable. Ahora hablaba de las enormes riquezas que yacían en el mar. No se trataba, como creía Luciano, ni de los peces ni de las riquezas sumergidas en él por el hombre. En el agua del mar había oro disuelto. De improviso recordó que yo había estudiado química y me dijo:

—También tú debes de saber algo de ese oro.

Yo no recordaba gran cosa sobre eso, pero asentí, al tiempo que aventuraba una observación de cuya verdad no podía estar seguro. Dije:

—El oro del mar es el más costoso de todos. Para conseguir uno de los napoleones que yacen aquí disueltos habría que gastar cinco.

Luciano, que se había vuelto ansioso hacia mí para oírme confirmar las riquezas sobre las que flotábamos, me volvió la espalda desilusionado. A él ese oro ya no le importaba. En cambio, Guido me dio la razón creyendo recordar que el precio de ese oro era exactamente cinco veces su valor, como yo había dicho. Me elogiaba al confirmar mi afirmación, que, como yo sabía, era del todo estrambótica. Se veía que me consideraba poco peligroso y que en él no había ni sombra de celos por la mujer que tenía tumbada a sus pies. Pensé por un instante ponerlo en evidencia diciendo que ahora recordaba mejor y que para sacar del mar uno de esos napoleones bastarían tres o que serían necesarios incluso diez.

Pero en ese instante me llamó mi sedal, que de improviso se había puesto tenso a causa de un tirón vigoroso. Tiré yo también y grité. Guido se me acercó y me quitó de la mano el sedal. Se lo entregué de buen grado. Se puso a sacarlo, primero poco a poco y después, al haber disminuido la resistencia, muy aprisa. Y en el agua oscura se vio brillar el argénteo cuerpo del gran animal. Ahora corría rápido y sin resistencia tras su dolor. Por eso comprendí también el dolor del animal mudo, porque lo gritaba la prisa con que corría hacia la muerte. No tardé en tenerlo dando boqueadas a mis pies. Luciano lo había sacado del agua con la red y, arrebatándomelo sin miramiento, le había quitado el anzuelo de la boca.

Palpó el grueso pez y dijo:

—¡Una dorada de tres kilos!

Mientras lo admiraba, dijo el precio que habrían pedido por él en la pescadería. Después Guido observó que el agua estaba quieta a esa hora y que sería difícil atrapar más peces. Contó que los pescadores consideraban que, cuando el agua no subía ni bajaba, los peces no picaban y, por esa razón, no se los podía pescar. Hizo filosofía sobre el peligro que hacía correr a los animales su apetito. Después, echándose a reír, sin advertir que se comprometía, dijo:

—Tú eres el único que sabe pescar esta noche.

Mi presa se debatía aún en la barca, cuando Carmen dio un chillido. Guido preguntó sin moverse y con mucho deseo de reír en la voz:

—¿Otra dorada?

Carmen respondió confusa:

—¡Me lo parecía! Pero ¡ya ha abandonado el anzuelo!

Estoy seguro de que, impulsado por su deseo, le había dado un pellizco.

Ahora me encontraba a disgusto en esa barca. Ya no acompañaba con el deseo la obra de mi anzuelo e incluso agitaba el sedal de modo que los pobres animales no pudieran picar. Dije que tenía sueño y rogué a Guido que me desembarcara en Sant'Andrea. Después procuré disipar la sospecha de que me iba porque me sentía fastidiado por lo que debía de haberme revelado el chillido de Carmen y le conté la escena que había hecho mi pequeña aquella noche y mi deseo de asegurarme pronto de que no se encontraba mal.

Guido, complaciente como siempre, acercó la barca a la orilla. Me ofreció la dorada que yo había pescado, pero yo la rechacé. Propuse devolverle la libertad arrojándola al mar, lo que hizo lanzar un grito de protesta a Luciano, mientras que Guido dijo, afable:

—Si supiera que podría devolverle la vida y la salud, lo haría. Pero ¡a estas horas el pobre animal sólo puede servir en el plato!

Los seguí con los ojos y pude cerciorarme de que no aprovecharon el espacio dejado libre por mí. Se encontraban bien apretados y la barquita se alejó un poco elevada a proa por el demasiado peso que llevaba a popa.

Al enterarme de que a la niña le había dado fiebre, me pareció un castigo divino. ¿No la habría puesto enferma yo al simular ante Guido una preocupación que no sentía por su salud? Augusta no se había acostado aún, pero poco antes había acudido el doctor Paoli, que la había tranquilizado diciendo que estaba seguro de que una fiebre repentina y tan violenta no podía anunciar una enfermedad grave. Permanecimos largo rato mirando a Antonia, que yacía abandonada en su camita, con la carita de piel seca intensamente colorada bajo sus despeinados rizos castaños. No gritaba, pero se lamentaba de vez en cuando con un quejido breve que interrumpía un sopor irresistible. ¡Dios mío! ¡Cómo me aproximaba a ella la enfermedad! Habría dado una parte de mi vida para aliviarle la respiración. ¿Cómo librarme del remordimiento por haber pensado que no podía amarla y, además, por haber pasado todo ese tiempo, en que ella sufría, lejos y en aquella compañía?

—¡Se parece a Ada! —dijo Augusta con un sollozo. ¡Era verdad! Lo advertimos entonces por primera vez y esa semejanza se volvió cada vez más evidente a medida que Antonia creció, hasta el punto de que a veces yo sentía que el corazón me daba un vuelco al pensar que podría corresponderle el destino de la pobrecita a la que se parecía.

Nos acostamos después de haber colocado la cama de la niña junto a la de Augusta. Pero yo no podía dormir: tenía un peso en el corazón como aquellos días en que mis faltas de la jornada se reflejaban en imágenes nocturnas de dolor y de remordimiento. La enfermedad de la niña me pesaba como si fuera obra mía. ¡Me rebelé! Yo era puro y podía hablar, podía contarlo todo. Y conté todo. Conté a Augusta el encuentro con Carmen, la posición que ésta ocupaba en la barca y después su chillido, que sospeché había sido provocado por una caricia brutal de Guido, pero sin que pudiera estar seguro de ello. Pero Augusta estaba segura de ello. ¿Por qué, si no, se habría visto inmediatamente después alterada la voz de Guido por la hilaridad? Intenté atenuar su convicción, pero luego tuve que seguir contando. Hice una confesión también en lo relativo a mí y describí el aburrimiento que me había sacado de casa y mi remordimiento por no amar mejor a Antonia. Al instante me sentí mejor y me quedé profundamente dormido.

La mañana siguiente, Antonia estaba mejor: casi no tenía fiebre. Yacía tranquila y respiraba bien, pero estaba pálida y cansada, como si se hubiera consumido en un esfuerzo desproporcionado para su pequeño organismo; evidentemente, ya había salido victoriosa de la breve batalla. En la calma que eso me produjo a mí también, recordé, apesadumbrado, haber comprometido horriblemente a Guido y exigí a Augusta la promesa de que no comunicaría a nadie mis sospechas. Ella protestó que no se trataba de sospechas, sino de evidencia cierta, lo que yo negué sin conseguir convencerla. Después me prometió todo lo que quise y yo me fui tranquilo a la oficina.

Guido no había llegado aún y Carmen me contó que habían tenido mucha suerte después de mi marcha. Habían atrapado otras dos doradas, más pequeñas que la mía, pero de considerable peso. Yo no quise creerlo y pensé que quería convencerme de que tras mi marcha habían abandonado la ocupación a que se habían dedicado mientras yo había estado con ellos. ¿No se había calmado el agua? ¿Hasta qué hora habían estado en el mar?

Carmen, para convencerme, hizo que Luciano me confirmara también la pesca de las dos doradas y yo, desde entonces, pensé que Luciano, para ganarse el favor de Guido, era capaz de cualquier acción.

Durante la idílica calma que precedió al negocio del sulfato de cobre, sucedió en aquella oficina una cosa bastante extraña que no puedo olvidar, tanto porque revela con claridad la desmesurada presunción de Guido como porque arroja una luz sobre mí mismo en la que me resulta difícil reconocerme.

Un día estábamos los cuatro en la oficina y el único de nosotros que hablaba de negocios era, como siempre, Luciano. Algo que dijo sonó en el oído de Guido como una censura que, delante de Carmen, le resultaba difícil soportar. Pero igualmente difícil era defenderse, porque Luciano tenía pruebas de que un negocio que había aconsejado meses antes y que Guido había rechazado había acabado produciendo una cantidad de dinero a quien lo había emprendido. Guido acabó declarando que despreciaba el comercio y afirmando que, si la fortuna no lo acompañaba en ese terreno, encontraría el medio de ganar dinero con otras actividades mucho más inteligentes. Con el violín, por ejemplo. Todos estuvieron de acuerdo con él y yo también, pero con la siguiente reserva:

—A condición de estudiar mucho.

Mi reserva le desagradó y dijo al instante que, si se trataba de estudiar, él podría hacer muchas otras cosas: por ejemplo, literatura. También en eso los otros estuvieron de acuerdo y yo también, pero con cierta vacilación. No recordaba bien las fisonomías de nuestros grandes literatos y las evocaba para encontrar una que se pareciera a Guido. Entonces él gritó:

—¿Queréis fábulas bonitas? ¡Ahora os improviso fábulas como las de Esopo!

Todos se rieron, menos él. Hizo que le trajeran la máquina de escribir y, de un tirón, como si escribiese al dictado, con gestos más ampulosos de lo que exigiría un trabajo útil a máquina, redactó la primera fábula. Ya estaba tendiendo la hoja a Luciano, cuando cambió de opinión y escribió otra fábula, pero ésa le costó más trabajo que la primera, hasta el extremo de que olvidó seguir simulando con gestos la inspiración y tuvo que corregir su escrito varias veces. Por eso, yo considero que la primera de las dos fábulas no era suya y que, en cambio, la segunda salió de verdad de su cerebro, del que me parece digna. La primera fábula hablaba de un pajarito que advirtió que la puertecita de su jaula había quedado abierta. Al principio pensó aprovechar para escapar volando, pero después cambió de opinión temiendo perder su libertad, si, durante su ausencia, volvía a cerrarse la puertecita. La segunda trataba de un elefante y era elefantina, la verdad. Por sufrir de debilidad en las patas, el enorme animal iba a consultar a un hombre, médico célebre, el cual, al ver sus poderosas extremidades, gritaba: «Nunca he visto piernas tan fuertes».

A Luciano no le hicieron impresión esas fábulas, entre otras razones porque no las entendía. Se reía mucho, pero evidentemente le parecía cómico que le presentaran una cosa así como comerciable. Después se rió también, por cortesía, cuando se le explicó que el pajarito temía verse privado de la libertad de volver a la jaula y que el hombre admiraba las patas del elefante, a pesar de estar débiles. Pero luego preguntó:

—¿Cuánto se saca con dos fábulas así?

Guido se las dio de hombre superior:

—El placer de haberlas hecho y, además, si se quiere, mucho dinero.

En cambio, Carmen estaba agitada por la emoción. Pidió permiso para copiar esas dos fábulas y, cuando Guido le regaló la hoja en que había escrito, después de firmarla, le dio las gracias agradecida.

¿Qué tenía yo que ver con aquello? No tenía que batirme por la admiración de Carmen, que, como ya he dicho, no me importaba, pero, al recordar mi modo de actuar, debo creer que incluso una mujer a la que no deseamos puede impulsarnos a la lucha. ¿Acaso no se batían los héroes medievales incluso por mujeres que no habían visto? A mí aquel día me ocurrió que los dolores lancinantes de mi pobre organismo se agudizaron de improviso y me pareció que no podía calmarlos de otro modo que rivalizando con Guido al instante en la invención de fábulas.

Pedí la máquina y yo sí que improvisé. Cierto es que la primera de las fábulas que compuse se basaba en algo en lo que llevaba días pensando. Improvisé el título «Himno a la vida». Después, tras breve reflexión, escribí debajo: «Diálogo». Me parecía más fácil hacer hablar a los animales que describirlos. Así nació mi fábula, de diálogo muy breve:

La gamba meditabunda
. La vida es bella, pero hay que tener cuidado con el lugar donde se sienta uno.

La dorada, corriendo a casa del dentista
: La vida es bella pero habría que eliminar a esos animalitos traidores que ocultan en su sabrosa carne el metal agudo.

Ahora había que componer la segunda fábula, pero me faltaban los animales. Miré al perro, que estaba tendido en su rincón, y también él me miró. Aquellos ojos tímidos me recordaron una cosa: pocos días antes Guido había vuelto de la caza cubierto de pulgas y había ido a lavarse a nuestro cuarto trastero. Al instante se me ocurrió la fábula y la escribí de un tirón: «Érase una vez un príncipe al que picaban muchas pulgas. Pidió a los dioses que sustituyeran todas por una sola pulga, grande y famélica, pero una sola, y destinasen las otras a los demás hombres. Pero ninguna de las pulgas aceptó quedarse sola con aquella bestia de hombre, y éste tuvo que soportarlas todas».

En aquel momento mis fábulas me parecieron espléndidas. Las cosas que salen de nuestro cerebro tienen un aspecto en extremo amable, sobre todo cuando las examinamos recién creadas. A decir verdad, mi diálogo me sigue gustando ahora que tengo tanta práctica de composición. El himno a la vida entonado por el moribundo es algo muy simpático para quienes lo miran morir y, además, es cierto que muchos moribundos emplean su último aliento para decir lo que les parece la causa de su muerte, con lo que entonan un himno a la vida de los demás, que así sabrán evitar ese accidente. En cuanto a la segunda fábula, no quiero hablar de ella y el propio Guido la comentó con agudeza, al gritar riendo:

—No es una fábula, sino un modo de llamarme imbécil.

Me reí con él y los dolores que me habían impulsado a escribir se calmaron al instante. Luciano se rió cuando le expliqué lo que había querido decir y le pareció que nadie pagaría nada por mis fábulas ni por las de Guido. Pero a Carmen no le gustaron las mías. Me lanzó una mirada indagadora que yo nunca había visto en aquellos ojos y que interpreté como si hubiera dicho:

—¡Tú no amas a Guido!

Me turbó, porque, desde luego, en ese momento no se equivocaba. Pensé que hacía mal en comportarme como si no amara a Guido, yo que, por lo demás, trabajaba, desinteresado, para él. Tenía que tener cuidado con mi modo de comportarme.

Dije afable a Guido:

—Reconozco de buena gana que tus fábulas son mejores que las mías. Sin embargo, no hay que olvidar que son las primeras fábulas que he compuesto en mi vida.

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