Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
En la alcoba matrimonial el pobre Guido yacía abandonado, cubierto con el sudario. La rigidez ya avanzada no expresaba en ese caso fuerza, sino la tremenda estupefacción de haber muerto sin haberlo deseado. En su hermosa cara morena había un reproche grabado. Desde luego, no dirigido a mí.
Fui a ver a Augusta para pedirle que fuera a asistir a su hermana. Yo estaba muy conmovido y Augusta me abrazó y murmuró llorando:
—Tú has sido un hermano para él. Ahora es cuando estoy de acuerdo contigo en sacrificar una parte de nuestro patrimonio para purificar su memoria.
Me preocupé de rendir todos los honores a mi pobre amigo. Clavé en la puerta de la oficina un cartel que anunciaba su clausura por defunción del propietario. Yo mismo compuse el anuncio mortuorio. Pero hasta el día siguiente, de acuerdo con Ada, no se adoptaron las disposiciones para el entierro. Entonces supe que Ada había decidido seguir el féretro hasta el cementerio. Quería darle todas las pruebas de afecto que podía. ¡Pobrecilla! Yo sabía qué clase de dolor era el del remordimiento junto a una tumba. También yo había sufrido mucho a la muerte de mi padre.
Pasé la tarde encerrado en la oficina en compañía de Nilini. Llegamos a hacer un pequeño balance de la situación de Guido. ¡Espantosa! No sólo había desaparecido el capital de la empresa, sino que, además, Guido debía otro tanto, en caso de que debiera responder de todo.
Yo debía trabajar en beneficio de mi pobre amigo difunto, pero no sabía hacer otra cosa que soñar. La primera idea fue sacrificar toda mi vida en aquella oficina y trabajar en beneficio de Ada y de sus hijos, ¿estaba seguro de hacerlo bien?
Nilini, como de costumbre, charlaba, mientras yo miraba lejos, muy lejos. También él sentía la necesidad de cambiar radicalmente sus relaciones con Guido. ¡Ahora comprendía todo! El pobre Guido, cuando lo había engañado, ya era víctima de la enfermedad que iba a conducirlo al suicidio. Pero ahora todo estaba olvidado. Y predicó que él era así: no podía guardar rencor a nadie. Siempre había apreciado a Guido y aún lo estimaba.
Los sueños de Nilini acabaron asociándose a los míos y se superpusieron a ellos. No era en el comercio lento en el que se podía encontrar remedio para una catástrofe semejante, sino en la Bolsa misma. Y Nilini me contó el caso de un amigo suyo que en el último momento había sabido salvarse doblando la apuesta.
Estuvimos hablando durante muchas horas, pero la propuesta de Nilini de continuar el juego iniciado por Guido llegó al final, poco antes del mediodía, y yo la acepté al instante. La acepté con la misma alegría que si con ella hubiera podido resucitar a mi amigo. Acabé comprando en nombre del pobre Guido una serie de otras acciones de nombre extraño:
Rio Tinto, South French
, etc.
Así se iniciaron para mí las cincuenta horas del mayor trabajo de que me haya ocupado en toda mi vida. Primero, y hasta la noche, me quedé paseándome a grandes pasos por la oficina en espera de saber si habían cumplido mis órdenes. Temía que en la Bolsa se hubiera sabido el suicidio de Guido y que su nombre dejara de considerarse adecuado para contraer nuevos compromisos. En cambio, durante varios días no se atribuyó esa muerte al suicidio.
Después, cuando, por fin, Nilini pudo avisarme de que se habían cumplido todas mis órdenes, comenzó para mí una auténtica agitación, aumentada por el hecho de que en el momento de recibir los comprobantes me informaron de que en todos perdía ya alguna fracción bastante importante. En mi recuerdo tengo la curiosa sensación de haber pasado cincuenta horas ininterrumpidas sentado a la mesa de juego levantando cartas. No conozco a nadie que hay podido resistir semejante fatiga durante tantas horas. Registré y vigilé todos los movimientos de los precios y luego (¿por qué no decirlo?) ora los impulsaba ora los detenía como a mí, es decir, a mi pobre amigo, convenía. Hasta pasé las noches sin dormir.
Temiendo que alguno de la familia interviniera para impedirme realizar la tarea de salvamento a la que me disponía, no hablé a nadie de la liquidación de mediados de mes, cuando llegó. Pagué todo yo, porque nadie más recordó aquellas obligaciones, ya que todos estaban en torno al cadáver que esperaba el entierro. Por lo demás, en aquella liquidación había que pagar menos de lo fijado en su momento porque la fortuna me había favorecido en seguida. Mi dolor por la muerte de Guido era tal, que me parecía atenuarlo comprometiéndome de cualquier modo, tanto con mi empresa como con la exposición de mi dinero. Hasta entonces me acompañaba el sueño de bondad que había mucho antes junto a él. Sufrí tanto de aquella agitación, que no volví a jugar nunca en la Bolsa por mi cuenta.
A fuerza de «levantar cartas» (ésa era mi ocupación principal) acabé no asistiendo al entierro de Guido. Sucedió así. Precisamente ese día los valores con que operábamos dieron un salto hacia arriba. Nilini y yo habíamos pasado el tiempo calculando lo que habíamos recuperado de la pérdida. ¡El patrimonio del viejo Speier aparecía ahora disminuido sólo en la mitad! Un resultado magnífico que me llenaba de orgullo. Sucedía justo lo que Nilini había previsto en tono muy dubitativo, pero que ahora, por supuesto, cuando repetía las palabras que había dicho, desaparecía y se presentaba como un profeta seguro. No podía fallar nunca, pero no se lo dije porque me convenía que siguiera en el negocio con su ambición. Más aún: su deseo podía influir en los precios.
Salimos de la oficina a las tres y corrimos, porque entonces recordamos que el entierro debía celebrarse a las tres menos cuarto.
A la altura de los soportales de Chioazza, vi a lo lejos el cortejo y me pareció reconocer incluso el coche de un amigo enviado al entierro por Ada. Subí con Nilini a un coche de alquiler y ordené al cochero que siguiera el entierro. Y en ese coche Nilini y yo seguimos levantando cartas. Estábamos tan lejanos en el pensamiento del pobre difunto, que nos quejábamos de lo lento que iba al coche. ¿Quién sabe lo que estaría sucediendo entretanto en la Bolsa, sin nuestra vigilancia? En un momento dado, Nilini me miró a los ojos y me preguntó por qué no hacía algo en la Bolsa por mi cuenta.
—Por el momento —dije yo, y no sé por qué enrojecí— sólo trabajo por cuenta de mi pobre amigo.
Después, tras una ligera vacilación, añadí:
—Después pensaré en mí. —Quería dejarle la esperanza de que podría inducirme a jugar para conservar su amistad. Pero para mis adentros formulé precisamente las palabras que no me atrevía a decir: «¡Nunca me pondré en tus manos!». Él se puso a predicar.
—¡Quién sabe si tendremos otra ocasión así! —Olvidaba haberme enseñado que en la Bolsa había ocasiones a todas horas.
Cuando llegamos al lugar en que solían detenerse los coches, Nilini sacó la cabeza por la ventanilla y dio un grito de sorpresa. El coche seguía avanzando detrás del entierro, que se dirigía al cementerio griego.
—¿Era griego el señor Guido? —preguntó sorprendido.
En efecto, el entierro pasaba de largo ante el cementerio católico y se dirigía a otro cementerio, judío, griego, protestante o servio.
—¡Puede que fuera protestante! —dije yo al principio, pero en seguida recordé haber asistido a su matrimonio en la iglesia católica.
—¡Debe de ser un error! —exclamé, pensando al principio que querían enterrarlo donde no debían.
De improviso Nilini se echó a reír con carcajadas irrefrenables que le hicieron caer sin fuerzas en el fondo del coche con su bocaza abierta en la carita.
—¡Nos hemos equivocado! —exclamó. Cuando consiguió reprimir su estallido de hilaridad, me colmó de reproches. Yo debía haber visto adónde íbamos porque debía haber sabido la hora y las personas, etc. ¡Era el entierro de otro!
Yo, irritado, no lo había acompañado en la risa y ahora me resultaba difícil soportar sus reproches. ¿Por qué no había mirado mejor también él? Reprimí mi mal humor sólo porque me importaba más la Bolsa que el entierro. Bajamos del coche para orientarnos mejor y nos dirigimos hacia la entrada del cementerio católico. El coche nos siguió. Advertí que los supervivientes del otro difunto nos miraban sorprendidos sin saber explicarse por qué, tras haber honrado hasta ese punto a aquel pobrecito, lo abandonábamos en lo mejor.
Nilini, impaciente, me precedía. Tras una breve vacilación, preguntó al portero:
—¿Ha llegado ya el entierro del señor Guido Speier?
El portero me pareció sorprendido de la pregunta, que a mí me pareció cómica. Respondió que no lo sabía. Sólo podía decir que en la última media hora habían entrado en el recinto dos entierros.
Nos consultamos perplejos. Evidentemente no podíamos saber si el entierro se encontraba ya dentro o fuera. Entonces decidí por mi cuenta. No podía intervenir en la función tal vez ya empezada y perturbarla. Así, pues, no entraría en el cementerio. Pero, por otro lado, no podía arriesgarme a tropezar con el entierro, al volver. Por eso, renuncié a asistir al entierro y decidí volver a la ciudad dando un largo rodeo por Servóla. Dejé el coche a Nilini, que no quería renunciar a hacer acto de presencia por consideración hacia Ada, a la que conocía.
Con paso rápido, para escapar a cualquier encuentro, subí el camino que conducía al pueblo. Ahora no me pesaba nada haberme equivocado de entierro y no haber rendido los últimos honores al pobre Guido. No podía entretenerme con esas prácticas religiosas. Otro era mi deber: debía salvar el honor de mi amigo y defender su patrimonio para beneficio de la viuda y los hijos. Cuando informara a Ada de que había conseguido recuperar tres cuartas partes de la pérdida (y recorría mentalmente toda la cuenta, tantas veces calculada: Guido había perdido el doble del patrimonio de su padre y, después de mi intervención, la pérdida se reducía a la mitad de dicho patrimonio; así, pues, era exacto: había recuperado las tres cuartas partes), me perdonaría sin duda no haber asistido a su entierro.
Ese día el tiempo había mejorado. Brillaba un magnífico sol primaveral y, en el campo aún mojado, el aire era nítido y sano. Mis pulmones, con el ejercicio que no me había concedido desde hacía varios días, se dilataban. Era todo salud y fuerza. Me comparaba con el pobre Guido y subía con mi victoria en la misma lucha en la que él había sucumbido. Todo era salud y fuerza a mi alrededor. También el campo cubierto de hierba joven. La abundante lluvia caída, la catástrofe del día anterior, daban ahora sólo efectos benéficos y el luminoso sol era la tibieza deseada por la tierra aún helada. Estaba seguro de que cuanto más nos alejáramos de la catástrofe tanto menos agradable resultaría aquel cielo azul, si no se oscurecía a tiempo. Pero ésa era la previsión de la experiencia y yo no la recordé; me asalta ahora que escribo. En aquel momento en mi ánimo sólo había un himno a mi salud y a la de toda la naturaleza: salud perenne.
Mi paso se aceleró. Me complacía sentirlo tan ligero. Al bajar la colina de Servóla, llegó a casi la carrera. Al llegar al pasaje de Sant Andrea, en el llano, se volvió más lento, pero seguía teniendo la sensación de una gran facilidad. El aire me llevaba. Había olvidado por completo que venía del entierro de mi amigo más íntimo. Llevaba el paso y la respiración de quien ha conseguido la victoria. Pero mi alegría por la victoria era un homenaje al pobre amigo en cuyo interés había bajado a la lid.
Fui a la oficina para ver los cursos a la hora de cierre. Eran un poco más débiles, pero no fue eso lo que me quitó la confianza. Volvería a «leyantar cartas» y no dudaba que alcanzaría mi objetivo.
Al final tuve que dirigirme a la casa de Ada. Vino a abrirme Augusta. Me preguntó al instante:
—¿Cómo has podido faltar al entierro, tú, el único hombre de nuestra familia?
Dejé el sombrero y el paraguas, y un poco perplejo le dije que quería hablar en seguida con Ada también para no tener que repetirme. Entretanto podía asegurarle que había tenido mis razones, y de peso, para faltar al entierro. Ya no estaba tan seguro y de improviso la cadera empezó a dolerme, tal vez de cansancio. Debía de ser esa observación de Augusta lo que me hacía dudar de la posibilidad de disculpar mi ausencia, que había causado gran escándalo; veía ante mí a todos los participantes en la triste función distrayéndose de su dolor para preguntarse dónde podía estar yo.
Ada no vino. Después supe que ni siquiera le habían avisado de que yo la esperaba. Me recibió la señora Malfenti, que empezó a hablarme con una severidad como nunca le había conocido. Empecé a disculparme, pero la seguridad con que había volado del cementerio a la ciudad había quedado muy lejos. Balbuceaba. Además de la verdad, que era mi valiente iniciativa en la Bolsa a favor de Guido, le conté algo menos cierto: que poco antes de la hora del entierro había tenido que expedir un despacho a París para dar una orden y que no me había atrevido a alejarme de la oficina antes de recibir la respuesta. Era cierto que Nilini y yo habíamos tenido que telegrafiar a París, pero dos días antes, y dos días antes habíamos recibido la respuesta. En resumen comprendía que la verdad no bastaba para excusarme, tal vez porque no podía contarla entera: no podía contar la operación muy importante que esperaba desde hacía días: regular con mi deseo los cambios mundiales. Pero la señora Malfenti me disculpó, cuando oyó la cantidad a que ahora ascendía la pérdida de Guido. Me dio las gracias con los ojos bañados en lágrimas. De nuevo era no sólo el único hombre de la familia, sino el mejor.
Me pidió que fuera por la tarde con Augusta a saludar a Ada, a quien entretanto ella contaría todo. De momento Ada no estaba en condiciones de recibir a nadie. Y yo me fui de buena gana con mi mujer. Ni siquiera ésta sintió, antes de abandonar la casa, la necesidad de despedirse de Ada, quien pasaba del llanto desesperado al abatimiento, que le impedía incluso advertir la presencia de quien le hablaba. Tuve una esperanza:
—Entonces, ¿no ha sido Ada quien ha advertido mi ausencia?
Augusta me confesó que habría preferido callar, por lo excesiva que le había parecido la manifestación de resentimiento de Ada por mi ausencia. Ada le exigió explicaciones a ella y, cuando Augusta hubo de decirle que no sabía nada, pues aún no me había visto, aquélla se abandonó de nuevo a su desesperación, al tiempo que gritaba que Guido había tenido que acabar así porque toda la familia lo odiaba.
A mí me pareció que Augusta debería haberme defendido y recordar a Ada que sólo yo había estado dispuesto a socorrer a Guido como hacía falta. Si me hubieran escuchado, Guido no habría tenido motivo alguno para intentar o simular un suicidio.