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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (49 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Cesé de censurarlo. Ahora me daba compasión de verdad y, si él hubiera querido, hasta lo habría abrazado. Le dije que me ocuparía al instante de reunir el dinero que debía aportar y que también podría ocuparme de hablar con nuestra suegra. Él, en cambio, se encargaría de Ada.

—¡Ya sabes cómo son las mujeres! ¡No entienden los negocios o sólo cuando acaban bien! —No iba a hablar con Ada, sino que rogaría a la señora Malfenti que la informara de todo.

Esa decisión fue un gran alivio para él y salimos juntos. Lo veía caminar junto a mí con la cabeza baja y me sentía arrepentido de haberlo tratado con tanta rudeza. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho, si lo amaba? Tenía que enmendarse, si no quería ir derecho a la ruina. ¡De qué naturaleza debían de ser las relaciones con su mujer, si temía hablar con ella!

Pero, entretanto, descubrió un modo de enojarme de nuevo. Mientras caminábamos, fue perfeccionando el plan que tanto le había gustado. No sólo no iba a hablar con su mujer, sino que, además, evitaría verla esa noche, porque se iba a ir de caza en seguida. Después de ese propósito, se sintió libre de cualquier preocupación. Parecía que había bastado la perspectiva de salir al aire libre, lejos de las preocupaciones, para que pareciera como si ya se encontrara allí y gozase plenamente. ¡Me sentí indignado! Desde luego, con el mismo aspecto habría podido volver a la Bolsa para reanudar el juego en el que arriesgaba la fortuna de la familia e incluso la mía.

Me dijo:

—Quiero concederme esta última diversión y te invito a venir conmigo, con la condición de que prometas no decir ni una sola palabra sobre los acontecimientos de hoy.

Hasta entonces había hablado sonriendo. Ante la seriedad de mi cara, se puso más serio también él. Añadió:

—Como tú mismo comprenderás, necesito descansar ante un golpe semejante. Después me será más fácil recuperar mi puesto en la lucha.

Su voz se había elevado con una emoción de cuya sinceridad no pude dudar. Por eso, pude contener mi despecho o manifestarlo sólo con el rechazo de su invitación, diciéndole que debía quedarme en la ciudad para reunir el dinero necesario. ¡Menudo reproche! Yo, inocente, me quedaba en mi puesto, mientras que él, culpable, podía ir a divertirse.

Habíamos llegado ante la puerta de la casa de la señora Malfenti. Guido no había recuperado el aspecto de alegría ante la diversión de algunas horas que le esperaba y, mientras permaneció conmigo, conservó estereotipada en la cara la expresión del dolor que yo le había devuelto. Pero, antes de dejarme, encontró desahogo en una manifestación de independencia y —así me pareció— de rencor. Me dijo que estaba de verdad asombrado al descubrir en mí a semejante amigo. Vacilaba a la hora de aceptar el sacrificio que le ofrecía y exigía (exactamente eso: exigía) que yo no me considerase comprometido en modo alguno y que, por esa razón, estaba en libertad para dar o no.

Estoy seguro de haber enrojecido. Para disipar la turbación, le dije:

—¿Por qué quieres que desee retirarme, cuando hace pocos minutos, sin que tú me hayas pedido nada, me he ofrecido a ayudarte?

Me miró un poco desconcertado y después, dijo:

—Ya que lo deseas, acepto sin más y lo agradezco. Pero haremos un contrato de sociedad totalmente nuevo, para que cada uno tenga la parte correspondiente. Más aún: si hay trabajo y quieres seguir ocupándote de él, deberías recibir tu sueldo. Pondremos la nueva sociedad sobre nuevas bases. Así ya no tendremos que temer otros daños por haber ocultado la pérdida de nuestro primer ejercicio.

Respondí:

—Esa pérdida ya no tiene la menor importancia y no debes pensar más en ella. Intenta ahora poner de tu parte a nuestra suegra. Eso y nada más es lo que importa ahora.

Así nos separamos. Creo que sonreí ante la ingenuidad con que Guido manifestaba sus sentimientos más íntimos. Había pronunciado ese largo discurso sólo para poder aceptar mi donación sin tener que manifestarme gratitud. Pero yo no pretendía nada. Me bastaba saber que sencillamente me debía dicha gratitud.

Por lo demás, al separarme de él, también yo sentí un alivio, como si en ese preciso momento hubiera salido al aire libre. Sentía realmente la libertad de que me había privado con los propósitos de educarlo y hacerle volver al buen camino. En el fondo, el pedagogo está más encadenado que el alumno. Estaba del todo decidido a conseguirle ese dinero. Por supuesto, no sé si lo hacía por afecto hacia él o hacia Ada, o tal vez para liberarme de la pequeña parte de responsabilidad que podía corresponderme por haber trabajado en su oficina. En resumen, había decidido sacrificar una parte de mi patrimonio y aún hoy contemplo aquel día de mi vida con gran satisfacción. Ese dinero salvaba a Guido y a mí me garantizaba una tranquilidad de conciencia.

Caminé hasta la noche con la mayor tranquilidad y así perdí el tiempo útil para ir a la Bolsa a buscar a Olivi, a quien debía dirigirme para procurarme una suma tan elevada. Después pensé que no era tan urgente. Yo tenía algún dinero a mi disposición y bastaba de momento para participar en la regulación que había que hacer el quince del mes. Para la de final de mes, ya lo buscaría más adelante.

Por aquella noche no pensé más en Guido. Más tarde, es decir, cuando estuvieron acostados los niños, me dispuse varias veces a contar a Augusta el desastre financiero de Guido y el daño que iba a repercutir en mí, pero después no quise pasar por el fastidio de las discusiones y pensé que sería mejor que me reservara para convencer a Augusta en el momento en que la regulación de aquellos negocios fuera decidida por todos. Y, además, habría sido curioso que, mientras Guido estaba divirtiéndose, yo hubiera tenido que fastidiarme.

Dormí muy bien y, por la mañana, con el bolsillo no demasiado cargado de dinero (llevaba en él el antiguo sobre que había rechazado Carla y que hasta entonces había conservado religiosamente para ella o para cualquier heredero suyo y un poco de otro dinero que había podido sacar de un banco) me dirigí a la oficina. Pasé la mañana leyendo periódicos, entre Carmen, que cosía, y Luciano, que practicaba con multiplicaciones y sumas.

Cuando regresé a casa, encontré a Augusta perpleja y abatida. Tenía la cara cubierta con esa gran palidez que sólo producían las penas que yo le causaba. Me dijo con suavidad:

—He sabido que has decidido sacrificar una parte de tu patrimonio para salvar a Guido. Yo sé que no tenía derecho a ser informada de ello…

Dudaba tanto de su derecho, que vaciló. Después siguió reprochándome mi silencio.

—Pero es cierto que yo no soy como Ada, porque nunca me he opuesto a tu voluntad.

Fue necesario tiempo para saber lo que había ocurrido. Augusta había ido a casa de Ada, cuando estaba discutiendo la cuestión de Guido con su madre. Al verla, Ada se había abandonado a un llanto intenso y le había hablado de mi generosidad que no quería aceptar en modo alguno. Al contrario, había rogado a Augusta que me incitara a desistir de mi ofrecimiento.

Al instante advertí que Augusta sufría de su antigua enfermedad, los celos de su hermana, pero no le di demasiada importancia. Me sorprendía la actitud adoptada por Ada.

—¿Te ha parecido resentida? —pregunté con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¡No! ¡No! Ofendida, no —gritó la sincera Augusta—. Me ha besado y abrazado… tal vez para que yo te abrace a ti.

Parecía un modo de expresarse bastante cómico. Me miraba, estudiándome, desconfiada.

Protesté.

—¿Crees que Ada está enamorada de mí? ¿Cómo se te puede ocurrir una cosa así?

Pero no conseguí calmar a Augusta, cuyos celos me fastidiaban horriblemente. De acuerdo. Guido en ese momento ya no estaba divirtiéndose, sino que estaba pasando un mal rato entre su suegra y su mujer, pero también yo estaba muy fastidiado y me parecía que estaba sufriendo demasiado, siendo como era del todo inocente.

Intenté calmar a Augusta haciéndole caricias. Apartó su cara de la mía para verme mejor y me hizo con dulzura un suave reproche, que me conmovió mucho:

—Sé que también me amas a mí —me dijo.

Evidentemente, el estado de ánimo de Ada no tenía importancia para ella, sino el mío, y tuve una inspiración para probar mi inocencia:

—Así, pues. ¿Ada está enamorada de mí? —dije riendo.

Después, tras apartarme de Augusta para que me viera mejor, hinché un poco las mejillas y abrí de modo exagerado los ojos para parecerme a la Ada enferma. Augusta me miró asombrada, pero no tardó en adivinar mi intención. Fue presa de un ataque de hilaridad, del que al instante se avergonzó.

—¡No! —me dijo—. Te ruego que no te burles de ella. —Después confesó, sin dejar de reír, que yo había conseguido imitar exactamente las protuberancias que daban a la cara de Ada un aspecto tan sorprendente. Y yo lo sabía porque, al imitarla, me había parecido abrazar a Ada. Y cuando estuve solo, repetí varias veces ese esfuerzo con deseo y disgusto.

Por la tarde fui a la oficina con la esperanza de encontrarme con Guido. Lo esperé un tiempo y después decidí dirigirme a su casa. Tenía que enterarme de si era necesario pedir dinero a Olivi. Tenía que cumplir con mi deber, aun cuando me fastidiara volver a ver otra vez a Ada alterada por el agradecimiento. ¡Quién sabe qué sorpresas podía darme aún esa mujer!

En las escaleras de la casa de Guido me tropecé con la señora Malfenti, que las subía con esfuerzo. Me contó con pelos y señales lo que hasta entonces se había decidido en el asunto de Guido. La noche anterior se habían separado más o menos de acuerdo, con el convencimiento de que había que salvar a aquel hombre, que tenía una mala suerte desastrosa. Hasta la mañana no se había enterado Ada de que yo iba a colaborar para cubrir la pérdida de Guido y se había negado, decidida a aceptar. La señora Malfenti la excusaba:

—¿Qué quieres? No quiere cargar con el remordimiento de haber empobrecido a su hermana predilecta.

En el rellano, la señora se detuvo para respirar y también para hablar y me dijo riendo que la cosa iba a acabar sin perjuicio para nadie. Antes de comer, ella, Ada y Guido se habían ido a pedir consejo a un abogado, viejo amigo de la familia y aún tutor de la pequeña Anna. El abogado había dicho que no era necesario pagar, porque la ley no obligaba a ello. Guido se había opuesto vivamente, hablando de honor y de deber, pero sin lugar a dudas, una vez que todos, incluida Ada, decidían no pagar, también él debería resignarse.

—Pero ¿será declarada en bancarrota su firma en la Bolsa? —pregunté perplejo.

—¡Probablemente! —dijo la señora Malfenti con un suspiro antes de emprender la subida del último tramo.

Después de comer, Guido solía hacer siesta, por lo que nos recibió Ada sola en aquel saloncito que yo conocía tan bien. Al verme, se mostró confusa por un instante, por un solo instante, al que yo me aferré y retuve, claro, evidente, como si me hubiera expresado su confusión. Después se sobrepuso y me tendió la mano con gesto decidido, viril, destinado a borrar la vacilación femenina que lo había precedido.

Me dijo:

—Augusta te habrá dicho lo agradecida que te estoy. No sabría decirte ahora lo que siento, porque estoy confusa. Además, estoy enferma. ¡Sí, muy enferma! ¡Debería ir de nuevo a la casa de salud de Bolonia!

Un sollozo la interrumpió:

—Ahora te pido un favor. Te ruego que digas a Guido que ni siquiera tú estás en condiciones de darle ese dinero. Así nos será más fácil inducirlo a hacer lo que debe.

Antes había lanzado un sollozo al recordar su enfermedad; después sollozó de nuevo antes de seguir hablando de su marido:

—Es un niño, y como tal hay que tratarlo. Si sabe que tú consientes en darle ese dinero, se obstinará más aún en su idea de sacrificar también a los demás en vano. En vano, porque ahora sabemos con absoluta certeza que la quiebra está permitida en la Bolsa. Lo ha dicho el abogado.

Me comunicaba la opinión de una alta autoridad sin preguntarme la mía. Como antiguo frecuentador de la Bolsa, mi opinión, aun junto a la del abogado, habría podido tener su peso, pero ni siquiera recordé mi opinión, en caso de que la tuviera. En cambio, recordé que se me colocaba en una posición difícil. No podía dejar de cumplir la promesa que había hecho a Guido: gracias a ella me había creído autorizado a gritarle al oído tantas insolencias, con lo que me había embolsado una especie de intereses sobre el capital que ahora ya no podía negarle.

—¡Ada! —dije vacilante—. Yo no creo que pueda desdecirme así de un día para otro. ¿No sería mejor que tú convencieses a Guido de hacer las cosas como lo deseas tú?

La señora Malfenti, con la gran simpatía que siempre me demostraba, dijo que entendía perfectamente mi posición y que, por lo demás, cuando Guido encontrara a su disposición sólo la cuarta parte de la cantidad que necesitaba, tendría que resignarse a la voluntad de los demás.

Pero Ada no había agotado sus lágrimas. Llorando con la cara oculta en el pañuelo, dijo:

—¡Has hecho mal, muy mal en hacer esa oferta tan extraordinaria! ¡Ahora se ve qué mal has hecho!

Me parecía que vacilaba entre una gran gratitud y un gran rencor. Después añadió que no quería que se volviera a hablar nunca más de mi oferta y me rogaba que no reuniera ese dinero, porque ella me impediría darlo o impediría a Guido aceptarlo.

Yo estaba tan turbado, que acabé diciendo una mentira. Le dije que ya había reunido ese dinero y me señalé el bolsillo del pecho, donde se encontraba el sobre, de peso tan ligero. Ada me miró esa vez con una expresión de auténtica admiración, que tal vez me habría complacido, si no hubiera sabido que no la merecía. En cualquier caso, esa mentira, que sólo puedo explicar por mi extraña tendencia a representarme delante de Ada mayor de lo que soy, fue lo que impidió esperar a Guido y me echó de aquella casa. Habría podido suceder también que en un momento dado, contrariamente a lo que parecía, me hubieran pedido que entregara el dinero que decía llevar, y entonces, ¿qué papel habría hecho? Dije que tenía asuntos urgentes en la oficina y me marché.

Ada me acompañó a la puerta y me aseguró que induciría a Guido a ir a verme para agradecerme mi ofrecimiento y rechazarlo. Hizo esa declaración con tal resolución, que yo me estremecí. Me pareció que aquel firme propósito me hería también a mí en parte. ¡No! En aquel momento no me amaba. Mi bondadoso acto era demasiado grande. Aplastaba a las personas sobre las que caía y no era de extrañar que los beneficiarios protestaran. Camino de la oficina, intenté liberarme del malestar que me había producido la actitud de Ada, recordando que yo me sacrificaba por Guido y por nadie más. ¿Qué tenía que ver Ada? Me prometí hacérselo saber a la propia Ada a la primera ocasión.

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