La conciencia de Zeno (46 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Me estrechó la mano con afecto:

—La vida es difícil —dijo— y es un gran consuelo tener junto a mí a un amigo como tú.

Nos miramos conmovidos a los ojos. Los suyos brillaban. Para sustraerme a la emoción que me amenazaba también a mí, dije riendo:

—La vida no es difícil, sino muy original.

Y también él se rió con ganas.

Después se quedó a mi lado para ver cómo saldaba esa cuenta de pérdidas y ganancias. Lo hice en pocos minutos. Aquella cuenta murió, pero arrastró a la nada también la cuenta de Ada, cuyo crédito anotamos, sin embargo, en una libreta, para tener, en caso de que cualquier otro testimonio desapareciera a consecuencia de algún cataclismo, la prueba de que debíamos pagarle los intereses. La otra mitad de la cuenta de pérdidas y ganancias fue a aumentar el debe, ya elevado, de la cuenta de Guido.

Los contables son, por naturaleza, un género de animales muy dispuestos a la ironía. Al hacer aquellos asientos,, yo pensaba: «Una cuenta —la llamada de pérdidas y ganancias— había muerto asesinada, la otra —la de Ada— había muerto de muerte natural, porque no conseguíamos mantenerla con vida y, en cambio, no podíamos matar la de Guido, que, al ser de un deudor dudoso, constituía una auténtica tumba abierta en nuestra empresa».

Seguimos hablando de contabilidad durante mucho tiempo, en aquella oficina. Guido se afanaba para encontrar otro modo que pudiera protegerlo mejor de posibles insidias (así las llamaba él) de la ley. Creo que consultó incluso a algún contable, porque un día vino a la oficina a proponerme que destruyéramos los libros viejos tras haber hecho otros nuevos en los que registraríamos una venta falsa con un nombre cualquiera, que figuraría haberla pagado con la cantidad prestada por Ada. ¡Era doloroso tener que disuadirlo, porque había corrido a la oficina con tanta esperanza! Proponía una falsificación que me repugnaba. Hasta entonces no habíamos hecho otra cosa que cambiar cosas de sitio, amenazando con perjudicar a quien nos había dado su consentimiento. En cambio, ahora quería inventar movimientos de mercancías. También yo veía que así, y sólo así, se podía borrar cualquier huella de la pérdida sufrida, pero ¡a qué precio! Había que inventar también el nombre del comprador o conseguir el consentimiento de la persona a la que queríamos hacer figurar como tal. Yo no tenía nada en contra de la destrucción de los libros, pese a haberlos escrito con tanto cuidado, pero era un fastidio tener que hacer otros nuevos. Puse objeciones, que acabaron convenciendo a Guido. No es fácil simular una factura. Habría que saber falsificar también los documentos comprobantes de la existencia y de la propiedad de la mercancía.

Renunció a su plan, pero el día siguiente apareció en la oficina con otro plan que también entrañaba la destrucción de los libros viejos. Cansado de ver obstaculizado cualquier otro trabajo con discusiones semejantes, protesté:

—Al verte cavilar tanto en eso, ¡dan ganas de pensar que quieres prepararte precisamente para la quiebra! De lo contrario, ¿qué importancia puede tener una disminución tan exigua de tu capital? Hasta ahora nadie tiene derecho a examinar tus libros. Ahora hay que trabajar, trabajar y no ocuparse de tonterías.

Me confesó que esa idea era su obsesión. ¿Y cómo no iba a ser así? ¡Con un poco de mala suerte podía incurrir en esa sanción penal y acabar en la cárcel!

Por mis estudios de derecho, yo sabía que Olivi había expuesto con toda exactitud los deberes de un comerciante con semejante balance, pero, para liberar a Guido y también a mí de esa obsesión, le aconsejé que consultara a un abogado amigo.

Me respondió que ya lo había hecho, es decir, que no había ido a propósito a ver a un abogado con ese objeto, porque no quería confiar ni siquiera a un abogado su secreto, sino que había sacado información a un abogado amigo suyo con el que se había encontrado en la caza. Por eso, sabía que Olivi no se había equivocado ni había exagerado… ¡por desgracia!

Al ver la inutilidad, cesó de hacer descubrimientos para falsear su contabilidad, pero no por ello recuperó la calma. Siempre que venía a la oficina se enfurecía al mirar sus librotes. Un día, me confesó que, al entrar en nuestra habitación, le había parecido encontrarse en la antecámara de la cárcel y le habían dado ganas de salir corriendo.

Un día preguntó:

—¿Augusta sabe todo lo relativo a nuestro balance?

Enrojecí porque me pareció sentir un reproche en la pregunta. Pero, evidentemente, si Ada estaba enterada, también podía saberlo Augusta. No lo pensé en seguida así, sino que me pareció merecer el reproche que pretendía dirigirme. Por eso, murmuré:

—¡Lo habrá sabido por Ada o tal vez por Alberta, a quien se lo habrá dicho Ada!

Repasé todos los conductos que podían conducir a Augusta y no me parecía negar con ello que hubiera sabido todo por la primera fuente, es decir, por mí, sino afirmar que habría sido inútil por mi parte callar. ¡Qué lástima! En cambio, si hubiera confesado al instante que no tenía secretos con Augusta, ¡me habría sentido mucho más leal y honrado! Un simple hecho semejante, es decir, la simulación de un acto que habría sido mejor confesar y proclamar inocente, basta para crear problemas en la amistad más sincera.

Consigno aquí, pese a no haber tenido la menor importancia ni para Guido ni para mi historia, el hecho de que algunos días después el chismoso agente con el que habíamos tratado en relación con el sulfato de cobre me detuvo por la calle y, mirándome de abajo arriba, a lo que le obligaba su baja estatura que sabía exagerar doblando las piernas, me dijo con ironía:

—¡Dicen que han hecho ustedes otros buenos negocios como el del sulfato!

Después, al verme palidecer, me estrechó la mano y añadió:

—Por mi parte, les deseo los mejores negocios. ¡Espero que no lo dude!

Y me dejó. Supongo que se habría enterado de nuestros asuntos por su hija, que iba a la misma clase que la pequeña Anna en el instituto. No conté a Guido esa pequeña indiscreción. Mi misión principal era defenderlo de angustias inútiles.

Me asombró que Guido no adoptara disposición alguna respecto a Carmen, pues sabía que había prometido formalmente a su mujer despedirla. Yo creía que Ada volvería a casa al cabo de algunos meses, como la primera vez. Pero, en cambio, se dirigió, sin pasar por Trieste, a un hotelito junto al lago Maggiore, donde poco después Guido le llevó los niños.

De vuelta de aquel viaje —y no sé si habría recordado la promesa o si se la habría recordado Ada— me preguntó si no sería posible emplear a Carmen en mi oficina, es decir, en la de Olivi. Yo ya sabía que en esa oficina todos los puestos estaban ocupados, pero, en vista de que Guido me lo rogaba tan encarecidamente, accedí a hablar del asunto con el administrador. Por suerte, un empleado de Olivi se iba precisamente esos días, pero tenía un sueldo inferior al que Carmen había recibido en los últimos meses de la liberalidad de Guido, quien, en mi opinión, pagaba a sus mujeres con cargo a la cuenta de gastos generales. El viejo Olivi me preguntó por la capacidad de Carmen y, pese a que le di los mejores informes, se ofreció a aceptarla en las mismas condiciones que su empleado despedido. Se lo conté a Guido, quien afligido y azorado se rascó la cabeza.

—¿Cómo vamos a ofrecerle un sueldo inferior al que percibe? ¿No se podría convencer a Olivi para que le conceda el que ya tiene?

Yo sabía que era imposible y, además, Olivi no solía considerarse casado con sus empleados, como hacíamos nosotros. Cuando advirtiera que Carmen merecía una corona menos, se la quitaría sin misericordia. Y seguimos así: Olivi no recibió ni pidió tampoco una respuesta decisiva y Carmen siguió moviendo sus bellos ojos en nuestra oficina.

Entre Ada y yo había un secreto y era importante precisamente porque seguía siéndolo. Ella escribía con asiduidad a Augusta, pero nunca le contó haber tenido explicaciones conmigo ni haberme pedido siquiera que siguiese con Guido. Tampoco yo lo comenté. Un día Augusta me enseñó una carta de Ada, con palabras dirigidas a mí. Primero me pedía noticias mías y acababa apelando a mi bondad para que le dijera algo sobre la marcha de los negocios de Guido. Me turbé cuando oí que se dirigía a mí y me tranquilicé cuando vi que, como de costumbre, era para informarse sobre Guido. Una vez más yo no tenía motivos para intentar nada.

De acuerdo con Augusta y sin decir nada a Guido, escribí a Ada. Me senté a la mesa con el propósito de escribirle una carta de negocios y le comuniqué que estaba contento del modo como Guido dirigía ahora los negocios, es decir, con asiduidad y prudencia. Eso era cierto o, al menos, yo estaba contento con él aquel día, porque había conseguido ganar dinero vendiendo mercancías que tenía depositadas en la ciudad desde hacía varios meses. También era cierto que parecía más asiduo, si bien se iba de caza y de pesca todas las semanas. Yo exageraba de buen grado mis elogios porque así me parecía favorecer la curación de Ada.

Releí la carta y no me bastó. Faltaba algo. Ada se había dirigido a mí y estaba seguro que también deseaba noticias mías. Por eso, era una falta de cortesía no dárselas. Y poco a poco —lo recuerdo como si me ocurriera ahora— me sentí violento en aquella mesa como si me encontrara de nuevo frente a Ada, en aquel cuartito oscuro. ¿Debía apretar mucho la manita que me habían ofrecido?

Escribí, pero luego tuve que rehacer la carta porque se me habían escapado palabras comprometedoras: anhelaba volver a verla y esperaba que recuperara toda su salud y toda su belleza. Eso significaba coger de la cintura a la mujer que sólo me había ofrecido la mano. Mi deber era estrechar sólo aquella manita, estrecharla con suavidad y por largo rato para indicar que entendía todo, todo lo que no debía decirse nunca.

No voy a repetir todo el repertorio de frases a que pasé revista para dar con algo que pudiera sustituir a ese apretón de mano largo, suave y significativo, sino sólo las frases que luego escribí. Hablé por extenso de mi vejez inminente. No podía estar un momento tranquilo sin envejecer. A cada recorrido de mi sangre, algo se añadía a mis huesos y a mis venas que significaba vejez. Todas las mañanas, cuando me despertaba, el mundo aparecía más gris y yo no lo advertía porque nada desentonaba; en el nuevo día no había una pincelada siquiera del color del día anterior; de lo contrario, la habría advertido y la nostalgia me habría hecho desesperar.

Recuerdo muy bien que envié la carta con plena satisfacción. No me había comprometido lo más mínimo con aquellas palabras, pero me parecía también que, si el pensamiento de Ada era igual al mío, habría comprendido ese amoroso apretón de mano. No hacía falta demasiada agudeza para adivinar que esa larga disquisición sobre la vejez no significaba sino mi temor de que, al encontrarme en la carrera a través del tiempo, no pudiera ser alcanzado nunca más por el amor. Parecía gritar al amor: «¡Ven, ven!». Sin embargo, no estoy seguro de haber deseado ese amor y, si tengo alguna duda, se debe sólo a que sé que escribí más o menos eso.

Para Augusta hice una copia de aquella carta suprimiendo la disquisición sobre la vejez. No la habría entendido, pero la prudencia no está de más. ¡Habría podido enrojecer al sentir que me miraba mientras estrechaba la mano de su hermana! ¡Sí! Yo podía enrojecer aún. Y también enrojecí cuando recibí una nota de agradecimiento de Ada, en la que no mencionaba para nada mi cháchara sobre la vejez. Me parecía que ella se comprometía mucho más conmigo de lo que yo me había comprometido con ella. No sustraía su manita a mi presión. La dejaba yacer inerte en la mía y, en el caso de la mujer, la inercia es un modo de consentir.

Pocos días después de haber escrito aquella carta, descubrí que Guido se había puesto a jugar a la Bolsa. Lo supe por una indiscreción del agente Nilini.

Yo conocía a éste desde hacía muchos años porque habíamos sido condiscípulos en el instituto, que él había tenido que abandonar para entrar en seguida en la oficina de un tío suyo. Después nos habíamos visto algunas veces, y recuerdo que la diferencia de nuestros destinos había constituido una superioridad mía en nuestras relaciones. Entonces él me saludaba primero y a veces intentaba acercárseme. Eso me parecía natural, y, en cambio, me pareció menos explicable que en una época que no puedo precisar se volviera muy altanero. Ya no me saludaba y apenas respondía a mi saludo. Me preocupó un poco porque mi piel es muy sensible y es fácil de arañar. Pero ¿qué hacer? Tal vez me hubiera descubierto en la oficina de Guido, donde le parecía que ocupaba un puesto de subalterno, y me despreciaba por ello o, con la misma probabilidad, se podía suponer que por haber muerto un tío suyo, había pasado a ser un agente de Bolsa independiente y se había ensoberbecido. En las ciudades pequeñas son frecuentes esa clase de relaciones. Sin que haya habido un gesto de enemistad, un día alguien te mira con aversión y desprecio.

Por eso, me sorprendió verlo entrar en la oficina, donde me encontraba solo, y preguntar por Guido. Se había quitado el sombrero y me había tendido la mano. Después se había arrellanado al instante, con gran libertad, en una de nuestras grandes butacas. Yo lo miré con interés. Hacía años que no lo veía desde tan cerca y ahora, con la aversión que me manifestaba, se había conquistado mi atención más intensa.

Tenía entonces unos cuarenta años y era muy feo, por una calvicie casi general interrumpida por un oasis de cabellos negros y espesos en la nuca y otro en las sienes, y una cara amarilla y de piel demasiado abundante, pese a su gran nariz. Era pequeño y flaco y se erguía como podía, hasta el punto de que cuando hablaba con él yo sentía un ligero dolor simpático en el cuello, la única simpatía que sentía hacia él. Aquel día me pareció que contenía la risa y que su rostro tenía la cara contraída por una ironía o un desprecio, que no podía herirme a mí, en vista de que me había saludado con tanta amabilidad. Después descubrí que la extraña madre naturaleza le había grabado en la cara esa ironía. Sus pequeñas mandíbulas no ajustaban exactamente y entre ellas, en una parte de la boca, había quedado un agujero en el que habitaba estereotipada su ironía. Tal vez para adaptarse a la máscara de la que no podía librarse salvo cuando bostezaba, le gustaba burlarse del prójimo. No era ningún tonto y lanzaba flechas envenenadas, pero con preferencia a los ausentes.

Charlaba mucho y tenía imaginación, en particular para las operaciones de Bolsa. Hablaba de la Bolsa como si se tratara de una sola persona, a la que describía angustiada por una amenaza o adormilada en la inactividad y con una cara que podía reír y también llorar. Él la veía subir la escalera de las cotizaciones bailando o bajar con riesgo de caerse y también la admiraba cuando acariciaba un valor, estrangulaba a otro o enseñaba a la gente la moderación y la actividad. Porque sólo quien tenía juicio podía tratar con ella. Había tanto de aquel dinero esparcido por el suelo en la Bolsa, pero no era fácil inclinarse para recogerlo.

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