La conciencia de Zeno (41 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Él no se rindió:

—¿Acaso crees que yo he escrito otras?

La mirada de Carmen ya se había suavizado y, para suavizarla aún más, dije a Guido:

—Desde luego, tú tienes un talento especial para las fábulas.

Pero el cumplido hizo reír a los dos y poco después también a mí, pero a todos de buena fe, porque se veía que había hablado sin mala intención.

El negocio del sulfato de cobre dio mayor seriedad a nuestra oficina. Ya no había tiempo para fábulas. Ahora aceptábamos casi todos los negocios que se nos proponían. Algunos dieron algún beneficio, pero pequeño; otros, pérdidas, pero grandes. Una extraña avaricia era el principal defecto de Guido, que fuera de los negocios era tan generoso. Cuando un negocio resultaba bueno, se apresuraba a liquidarlo con avidez por percibir el pequeño beneficio que le proporcionaba. En cambio, cuando se encontraba envuelto en un negocio desfavorable, no se decidía nunca a salir de él, con tal de retrasar el momento en que debía rascarse el bolsillo. Por eso, creo que sus pérdidas fueron cada vez más importantes y sus beneficios pequeños. Las cualidades de un comerciante no son sino el resultado de todo su organismo, de la punta de los cabellos a las uñas de los pies. A Guido habría sido aplicable una expresión de los griegos: «astuto imbécil». Astuto de verdad, pero también un auténtico estúpido. Tenía toda clase de astucias que no servían para otra cosa que para engrasar aún más el plano inclinado sobre el que resbalaba cada vez más.

Junto con el sulfato de cobre, le cayeron encima los dos gemelos. Su primera impresión fue de sorpresa cualquier cosa menos agradable, pero inmediatamente después de haberme anunciado el acontecimiento, consiguió decir un chiste que me hizo reír mucho, por lo que, al complacerse por el éxito, no pudo conservar el ceño. Asociando los dos niños a las sesenta toneladas de sulfato, dijo:

—¡Estoy condenado a trabajar al por mayor!

Para consolarlo le recordé que Augusta estaba de nuevo otra vez de siete meses y que muy pronto, en materia de niños, yo alcanzaría su tonelaje. Respondió también con agudeza:

—Yo, como buen contable que soy, no creo que sea lo mismo.

Al cabo de unos días, y por algún tiempo, empezó a sentir un gran afecto por los dos niños. Augusta, que pasaba parte del día en casa de su hermana, me contó que Guido les dedicaba varias horas al día. Los acariciaba y acunaba y Ada le estaba tan agradecida, que parecía volver a florecer un nuevo afecto, entre ellos. Por aquellos días pagó una buena cantidad a una sociedad de seguros para que a los veinte años sus hijos tuvieran un pequeño capital. Lo recuerdo por haber registrado yo esa cantidad en su debe.

Me invitaron también a mí a ver a los dos gemelos; más aún: Augusta me había dicho que podría saludar también a Ada, quien, sin embargo, no pudo recibirme porque debía guardar cama, pese a que ya habían pasado diez días desde el parto.

Los dos niños yacían en dos cunas de un cuartito contiguo a la alcoba de sus padres. Ada, desde su cama, me gritó:

—¿Son guapos, Zeno?

El sonido de aquella voz me sorprendió. Me pareció más dulce: era un auténtico grito, porque se sentía un esfuerzo en él, y, sin embargo, no dejaba de ser dulce. Seguro que la dulzura de aquella voz se debía a la maternidad, pero a mí me conmovió porque la descubría justo cuando iba dirigida a mí. Esa dulzura me dio la sensación de que Ada no me hubiera llamado sólo por mi nombre, sino anteponiéndole algún calificativo afectuoso como «querido» o «hermano mío». Sentí un profundo agradecimiento y me comporté con bondad y afecto. Respondí alegre:

—Guapos, monísimos, parecidos, dos maravillas. En realidad, me parecían dos pequeños cadáveres descoloridos. Daban vagidos los dos y no se ponían de acuerdo.

Guido no tardó en volver a la vida de antes. Tras el negocio del sulfato, venía con mayor asiduidad a la oficina, pero todos los sábados se marchaba de caza y no volvía hasta el lunes a últimas horas de la mañana, justo a tiempo para echar un vistazo a la oficina antes de comer. A pescar iba por la noche y muchas veces pasaba la noche en el mar. Augusta me contaba los disgustos de Ada, que sufría de unos celos frenéticos y de pasar tantas horas del día sola. Augusta intentaba calmarla recordándole que a cazar y a pescar no iban mujeres. Pero habían informado a Ada —no se sabía quién— de que a veces Carmen había ido a pescar con Guido. Después éste lo había confesado y había añadido que no había nada malo en una cortesía hacia una empleada que le era tan útil. Y, además, ¿no había estado presente siempre Luciano? Acabó prometiendo que no la invitaría más, ya que eso desagradaba a Ada. Declaraba que no quería renunciar ni a la caza a la pesca. Decía que trabajaba mucho (y, en efecto, en aquella época había mucho trabajo en nuestra oficina) y le parecía que tenía derecho a un poco de distracción. Ada no era de esa opinión y le parecía que la mejor distracción la tendría en familia, y en eso contaba con la aprobación incondicional de Augusta, mientras que a mí me parecía una distracción demasiado sonora.

Entonces Augusta exclamaba:

—¿Es que tú no estás en casa todos los días a las horas debidas?

Era cierto y yo debía confesar que entre Guido y yo había una gran diferencia, pero no podía jactarme de ello. Decía a. Augusta, al tiempo que la acariciaba:

—El mérito es tuyo porque has utilizado métodos muy drásticos de educación.

Por otro lado, para el pobre Guido las cosas iban empeorando cada día más: primero había habido dos gemelos, pero una sola nodriza, porque se esperaba que Ada podría alimentar a uno de los dos niños. Sin embargo, no pudo y tuvieron que recurrir a otra nodriza. Cuando Guido quería hacerme reír, se paseaba para arriba y para abajo por la oficina llevando el compás con las palabras:

—¡Una mujer… dos niños… dos nodrizas!

Había una cosa que Ada detestaba en particular: el violín de Guido. Soportaba los vagidos de los niños, pero sufría horrores con el sonido del violín. Había dicho a Augusta:

—¡Me entran ganas de ladrar como un perro para acallar esos sonidos!

¡Qué extraño! En cambio, ¡Augusta era feliz, cuando al pasar delante de mi estudio, oía mis arrítmicos sonidos!

—Y, sin embargo, el de Ada fue un matrimonio por amor —decía yo, asombrado—. ¿Acaso no es el violín lo mejor de Guido?

Olvidé del todo esos comentarios, cuando volví a ver por primera vez a Ada. Precisamente fui yo el primero en advertir su enfermedad. Uno de los primeros días de noviembre —un día frío, sin sol, húmedo— abandoné excepcionalmente la oficina a las tres de la tarde y corrí a casa con idea de descansar y soñar unas horas en mi estudio calentito. Para llegar a él debía pasar por el largo pasillo y, delante de la habitación de trabajo de Augusta, me detuve porque oí la voz de Ada. Era dulce o insegura (equivale a lo mismo, yo creo) como el día en que me la había dirigido a mí. Entré en esa habitación impulsado por la extraña curiosidad de ver cómo podía la serena, la tranquila Ada cubrirse con aquella voz, que recordaba un poco a la de una de nuestras actrices, cuando quiere hacer llorar sin saber, por su parte, llorar. En efecto, era una voz falsa y yo la sentía así, sólo porque, sin haber visto siquiera a quien la emitía, la percibía por segunda vez después de tantos días igualmente conmovida y conmovedora. Pensé que hablaban de Guido, porque, ¿qué otro tema habría podido conmover de aquel modo a Ada?

En cambio, las dos mujeres, que estaban tomando una taza de café juntas, hablaban de cosas domésticas: ropa, criadas, etc. Pero me bastó ver a Ada para entender que aquella voz no era falsa. También era conmovedora su cara, que por primera vez descubría yo tan alterada, y, aunque no revelaba sentimiento alguno, reflejaba con exactitud todo un organismo, y, por esa razón, era auténtica y sincera. Eso lo sentí al instante. No soy médico y, por eso, no pensé en una enfermedad, pero intenté explicarme la alteración en el aspecto de Ada como un efecto de la convalecencia después del parto. Pero ¿cómo se podía explicar que Guido no hubiera advertido tamaño cambio en su mujer? Por lo pronto, yo, que conocía de memoria aquellos ojos que tanto había temido, porque no había tardado en advertir que examinaban con frialdad las cosas y a las personas para admitirlas o rechazarlas, pude comprobar al instante que habían cambiado, habían crecido, como si, para ver mejor, hubiesen forzado la órbita. Aquellos ojos grandes desentonaban en la carita debilitada y descolorida.

Me tendió muy afectuosa la mano:

—Ya sé —me dijo— que tú aprovechas cualquier instante para venir a ver de nuevo a tu mujer y a tu hija.

Tenía la mano bañada en sudor y yo sé que eso denota debilidad. Con mayor razón me imaginé que, cuando se repusiera, recuperaría los antiguos colores y las líneas seguras de las mejillas y de las órbitas de los ojos.

Interpreté las palabras que me habían dirigido como un reproche a Guido y respondí afable que Guido, como propietario de la empresa que era, tenía responsabilidades mayores, que lo ataban a la oficina.

Me lanzó una mirada escrutadora para asegurarse de que yo hablaba en serio.

—Pero, aun así —dijo—, me parece que podría encontrar un poco de tiempo para su mujer y sus hijos —y su voz estaba llena de lágrimas.

Se recobró con una sonrisa, que pedía indulgencia, y añadió:

—Además de los negocios, ¡la caza y la pesca! Eso, eso es lo que le roba el tiempo.

Con una volubilidad que me asombró, habló de los manjares exquisitos que se comían en su mesa, después de las excursiones de caza y de pesca de Guido.

—Aun así, ¡con gusto renunciaría a ellos! —añadió después con un suspiro y una lágrima. Sin embargo, no se consideraba infeliz, ¡al contrario! Contaba que ahora no podía imaginar lo que habría sido de ella, si no le hubieran nacido los dos niños, que adoraba. Con un poco de malicia, añadió sonriendo que los amaba más ahora que cada uno tenía su nodriza. No dormía mucho, pero, al menos, cuando llegaba a conciliar el sueño, nadie la molestaba. Y cuando le pregunté si de verdad dormía tan poco, volvió a ponerse seria para decirme conmovida que era su mayor problema. Después, añadió, alegre:

—Pero ¡ya va mejor!

Poco después nos dejó por dos razones: antes de la noche debía ir a saludar a su madre y, además, no podía soportar la temperatura de nuestras habitaciones, provistas de grandes estufas. Yo, que consideraba aquella temperatura, como máximo agradable, pensé que era señal de fuerza sentirla excesivamente caliente:

—No parece que estés tan débil —dije sonriendo—; ya verás cómo a mi edad te sentirás de otro modo.

Le gustó mucho oír que la consideraban demasiado joven.

Augusta y yo la acompañamos hasta el rellano. Parecía sentir una gran necesidad de nuestra amistad porque para dar esos pocos pasos caminó entre nosotros y se cogió primero al brazo de Augusta y después al mío, que yo puse rígido al instante por miedo a ceder a una antigua costumbre de apretar cualquier brazo femenino que se ofreciera a mi contacto. En el rellano habló aún mucho y, al recordar a su padre, volvieron a humedecérsele los ojos, por tercera vez en un cuarto de hora. Cuando se hubo marchado, dije a Augusta que ésa no era una mujer, sino una fuente. Pese a haber visto la enfermedad de Ada, no le atribuí la menor importancia. Tenía los ojos agrandados, la cara flaca; su voz se había transformado y también el carácter con esa afectuosidad, que no era propia de ella, pero yo atribuía todo aquello a la doble maternidad y a la debilidad. En resumen, yo demostraba ser un magnífico observador porque lo vi todo, pero un gran ignorante, porque no dije la palabra correspondiente: ¡enfermedad!

El día siguiente el ginecólogo que atendía a Ada pidió ayuda al doctor Paoli, quien al instante pronunció la palabra que yo no había podido decir:
Morbus Basedowii
. Guido me lo contó describiéndome con gran conocimiento la enfermedad y compadeciendo a Ada, que sufría mucho. Sin mala intención, creo que ni su compasión ni su ciencia eran excesivas. Adoptaba una actitud de congoja, cuando hablaba de su esposa, pero cuando dictaba cartas a Carmen manifestaba toda la alegría de vivir y enseñar. Además, creía que quien había dado nombre a la enfermedad había sido Basedow, amigo de Goethe, mientras que, cuando yo estudié dicha enfermedad en una enciclopedia, me enteré de que había sido otro.

¡Grande e importante enfermedad, la de Basedow! Para mí fue importantísimo haberla conocido. La estudié en varias monografías y creí descubrir justo entonces el secreto esencial de nuestro organismo. Creo que en muchos como yo hay períodos de tiempo en que ciertas ideas ocupan y atestan el cerebro y lo cierran a todas las demás, ¡si a la colectividad le sucede lo mismo! Vive de Darwin, tras haber vivido de Robespierre, y de Napoleón, tras haber vivido de Liebig o incluso de Leopardi, ¡eso cuando no prevalece sobre todo el cosmos Bismarck!

Pero ¡de Basedow viví sólo yo! Me pareció que había sacado a la luz las raíces de la vida, que está hecha así: todos los organismos se distribuyen sobre una línea, en uno de cuyos extremos se encuentra la enfermedad de Basedow, que entraña el consumo generosísimo, loco, de la fuerza vital y a un ritmo rapidísimo, el latido de un corazón desenfrenado, mientras que el otro lo ocupan los organismos debilitados por avaricia orgánica, destinados a perecer de una enfermedad que parece de agotamiento y, en realidad, es de pereza. El justo medio entre esas dos enfermedades se encuentra en el centro y se llama impropiamente salud, que no es sino un reposo. Y entre el centro y una extremidad —la de Basedow— están todos los que exasperan y consumen la vida en grandes deseos, ambiciones, goces y también trabajo; por la otra, quienes no echan al plato de la vida sino migajas y economizan preparándose para ser esos abyectos longevos que constituyen una carga para la sociedad. Al parecer, esa carga también es necesaria. La sociedad avanza por que los basedowianos la impulsan y no se desploma porque los otros la retienen. Estoy convencido de que, si se quisiera construir una sociedad, se podría hacer de modo más sencillo, pero está hecha así, con el bocio en uno de sus extremos y el edema en el otro, y no hay remedio. En medio están quienes tienen el bocio o el edema incipientes y en toda la línea, en toda la humanidad, falta la salud absoluta.

También a Ada le faltaba el bocio, por lo que me decía Augusta, pero presentaba todos los demás síntomas de la enfermedad. ¡Pobre Ada! Me había parecido la representación de la salud y el equilibrio, hasta el punto de que por mucho tiempo pensé que había elegido a su marido con el mismo ánimo frío con el que su padre elegía las mercancías, ahora era víctima de una enfermedad que la arrastraba a un régimen muy distinto: ¡las perversiones psíquicas! Pero yo enfermé con ella de una enfermedad leve, pero larga. Durante demasiado tiempo pensé en Basedow. Ahora creo que en cualquier punto del universo en que se establezca acaba uno corrompiéndose. La vida tiene venenos, pero tiene también los otros venenos, que hacen de contravenenos. Sólo corriendo podemos sustraernos a los primeros y disfrutar de los otros.

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