Read La conciencia de Zeno Online
Authors: Italo Svevo
Pero, aun cuando no sepa explicar su naturaleza íntima, sé cuándo se manifestó por primera vez. A causa de aquel dibujo, mucho mejor que el mío. ¡Una gota que hizo rebosar el vaso! Estoy seguro de no haber sentido nunca antes ese dolor. Intenté explicar su origen a un médico, pero no me entendió. ¿Quién sabe? Tal vez el psicoanálisis saque a la luz toda la alteración que mi organismo sufrió en aquellos días y sobre todo en las pocas horas que siguieron a mi compromiso matrimonial.
¡Y no fueron pocas horas!
Cuando se disolvió la reunión, a las tantas de la noche, Augusta me dijo alegre:
—¡Hasta mañana!
La invitación me gustó, porque probaba que había conseguido mi fin y que nada había acabado y todo continuaría el día siguiente. Me miró a los ojos y descubrió en ellos una viva conformidad, que la consoló. Bajé aquellos escalones, que ya no conté, preguntándome:
—¿Será que la amo?
Es una duda que me ha acompañado toda la vida y en la actualidad tengo motivos para pensar que el amor acompañado de tanta duda es el amor verdadero.
Pero ni siquiera después de haber abandonado aquella casa pude ir a acostarme y recoger el fruto de mi actividad de aquella velada en un sueño largo y reparador. Hacía calor. Guido sentía la necesidad de un helado y me invitó a acompañarlo a un café. Me cogió amistoso del brazo y yo, igual de amistoso, sostuve el suyo. Era una persona muy importante para mí y no habría podido negarle nada. El gran cansancio que debería haberme arrastrado a la cama me volvía más dócil que de costumbre.
Entramos precisamente en la bodega en que el pobre Tullio me había contagiado su enfermedad y nos sentamos en una mesa apartada. Por el camino, mi dolor, del que yo no sabía aún hasta qué punto iba a serme un compañero fiel, me había hecho padecer mucho y, por unos instantes, me pareció que se atenuaba, cuando pude sentarme.
La compañía de Guido fue una auténtica tortura. Me preguntaba con gran curiosidad sobre la historia de mis amores con Augusta. ¿Sospecharía que yo lo engañaba? Le dije con descaro que me había enamorado de Augusta en mi primera visita a la casa de los Malfenti. El dolor me volvía locuaz, como si hubiera querido gritar más que él. Pero hablé demasiado y si Guido hubiese estado más atento se habría dado cuenta de que yo no estaba tan enamorado de Augusta. Hablé de la cosa más interesante del cuerpo de Augusta, es decir, ese ojo estrábico que hacía creer equivocadamente que tampoco el resto estaba en su sitio. Después quise explicar por qué no me había declarado antes. Tal vez Guido estuviera asombrado de haberme visto aparecer por aquella casa en el último momento para prometerme. Grité:
—Es que las señoritas Malfenti están acostumbradas a mucho lujo y yo no sabía si podía cargar con algo así.
Sentía haber hablado así también de Ada, pero ya no tenía remedio: ¡era tan difícil aislar a Augusta de Ada! Proseguí bajando la voz para controlarme mejor:
—Por eso tuve que hacer cálculos. Descubrí que mi dinero no bastaba. Entonces me puse a estudiar si podía ampliar mi negocio…
Después dije que, para hacer esos cálculos, había necesitado mucho tiempo y que, por esa razón, me había abstenido de visitar a los Malfenti durante cinco días. Finalmente, la lengua abandonada a sí misma había llegado a un poco de sinceridad. Estaba a punto de llorar y, apretándome la cadera, murmuré:
—¡Cinco días es mucho tiempo!
Guido dijo que le complacía descubrir en mí a una persona tan previsora.
Yo observé con sequedad:
—¡La persona previsora no es más agradable que la alocada!
Guido dijo riendo:
—¡Es curioso que el previsor sienta la necesidad de defender al alocado!
Después, sin transición, me contó con sequedad que estaba a punto de pedir la mano de Ada. ¿Me habría llevado hasta el café para hacerme esa confesión o bien se había cansado de escucharme tanto tiempo hablar de mí y se estaba tomando la revancha?
Estoy casi seguro de que conseguí dar muestras de la mayor sorpresa y la mayor complacencia. Pero en seguida encontré el modo de herirlo profundamente:
—¡Ahora comprendo por qué gustó tanto a Ada ese Bach tan desfigurado! Estaba bien tocado, pero hay cosas sagradas que no se deben ensuciar.
El golpe era fuerte y Guido enrojeció de dolor. Su respuesta fue suave porque ahora le faltaba el apoyo de todo su público entusiasta.
—¡Dios mío! —empezó diciendo para ganar tiempo—. A veces, al tocar, se cede a un capricho. En esa habitación pocos conocían a Bach y yo se lo presenté un poco modernizado.
Pareció satisfecho de su ocurrencia, pero yo sentí la misma satisfacción porque me pareció una excusa y una concesión. Eso bastó para calmarme y, además, por nada del mundo habría querido reñir con el futuro marido de Ada. Declaré que raras veces había escuchado a un aficionado que tocase tan bien.
A él no le bastó eso: observó que podía considerársele aficionado sólo porque no aceptaba presentarse como profesional.
¿Sólo quería eso? Le di la razón. Era evidente que no se lo podía considerar aficionado.
Así fuimos de nuevo buenos amigos.
Luego, de repente, se puso a hablar mal de las mujeres. ¡Me dejó con la boca abierta! Ahora que lo conozco mejor, sé que, cuando cree estar seguro de agradar a su interlocutor, se lanza a hablar sin parar en cualquier dirección. Poco antes yo había hablado del lujo de las señoritas Malfenti y él se puso a hablar de eso otra vez para acabar comentando todas las demás cualidades malas de las mujeres. El cansancio me impedía interrumpirlo y me limitaba a hacer señales continuas de asentimiento, que ya eran bastante fatigosas para mí. De lo contrario, habría protestado, desde luego. Yo era consciente de tener toda clase de motivos para hablar mal de las mujeres, representadas para mí por Ada, Augusta y mi futura suegra; pero él no tenía la menor razón para atacar al sexo representado para él sólo por Ada, que lo amaba.
Sabía mucho y, a pesar de mi cansancio, estuve escuchándolo con admiración. Mucho tiempo después descubrí que había hecho suyas las geniales teorías del joven suicida Weininger. En ese momento yo sufría el peso de un segundo Bach. Tuve incluso la sospecha de que quería curarme. ¿Por qué, si no, habría querido convencerme de que la mujer no sabe ni puede ser genial ni buena? A mí me pareció que la cura no dio resultado por proceder de Guido. Pero conservé aquellas teorías y las perfeccioné con la lectura de Weininger. No curan en absoluto, pero son una cómoda compañía cuando se corre tras las mujeres.
Al acabar su helado, Guido sintió la necesidad de una bocanada de aire fresco y me indujo a acompañarlo a dar un paseo hacia la periferia de la ciudad.
Recuerdo que hacía días que se anhelaba en la ciudad un poco de lluvia, de la que se esperaba algún alivio para el calor anticipado. Yo ni siquiera me había dado cuenta de ese calor. Esa noche el cielo había empezado a cubrirse de ligeras nubes blancas, de esas de las que el pueblo espera lluvia abundante, pero una gran luna avanzaba por las zonas despejadas del intenso cielo azul, una de esas lunas de mejillas hinchadas que el mismo pueblo cree capaces de comer las nubes. En efecto, era evidente que allí donde tocaba aclaraba y limpiaba.
Quise interrumpir el charloteo de Guido, que me obligaba a asentir de continuo, una tortura, y le describí el beso en la luna descubierto por el poeta Zamboni: ¡qué dulce era ese beso en el centro de nuestras noches comparado a la injusticia que Guido comentaba a mi lado! Al hablar y sacudirme el sopor en que había caído a fuerza de asentir, me pareció que mi dolor se atenuaba. Era el premio a mi rebelión e insistí.
Guido tuvo que resignarse a dejar por un momento en paz a las mujeres y mirar hacia arriba. Pero ¡por poco tiempo! Tras descubrir, por indicación mía, una pálida imagen de mujer en la luna, volvió a su tema con una broma con la que rió con ganas, pero él solo, en la calle desierta:
—¡Ve tantas cosas esa mujer! Lástima que por ser mujer no sepa recordar.
Formaba parte de su teoría (o de la de Weininger) que la mujer no puede ser genial porque no sabe recordar.
Llegamos al pie de la via Belvedere. Guido dijo que un poco de subida nos sentaría bien. También esa vez lo complací. Allí arriba, con un impulso propio de un niño muy pequeño se tendió sobre el pretil que separaba la calle de la de más abajo. Le parecía un acto de valor exponerse a una caída de unos diez metros. Al principio sentí el estremecimiento habitual al verlo expuesto a semejante peligro, pero después recordé el sistema ideado por mí esa misma noche, en un momento de improvisación, para liberarme de esa angustia y me puse a desear con fervor que se cayera.
En esa posición seguía predicando contra las mujeres. Ahora decía que necesitaban juguetes como los niños, pero de alto precio. Recordé que, según decía ella misma, a Ada le gustaban muchos los juguetes. Así, pues, ¿estaba hablando precisamente de ella? ¡Entonces se me ocurrió una idea espantosa! ¿Por qué no obligaba a Guido a dar ese salto de diez metros? ¿Acaso no habría sido justo suprimir a quien me quitaba a Ada sin amarla? En ese momento me parecía que, cuando lo hubiera matado, podría correr junto a Ada para recibir al instante el premio. En la extraña noche llena de luz me había parecido que ella oía a Guido infamarla.
¡Debo confesar que en aquel momento me dispuse de verdad a matar a Guido! Estaba de pie junto a él, que estaba tumbado en el muro, y calculé con frialdad cómo debía cogerlo para no fallar el golpe. Después descubrí que ni siquiera necesitaba cogerlo. Yacía con los brazos cruzados tras la espalda y habría bastado un buen empujón para hacerle perder sin remedio el equilibrio.
Se me ocurrió otra idea que me pareció tan importante como para poder compararla con la gran luna que avanzaba por el cielo y lo limpiaba: había aceptado casarme con Augusta para estar seguro de poder dormir bien esa noche. ¿Cómo iba a poder dormir, si mataba a Guido? Sólo esa idea nos salvó a él y a mí. Al instante quise abandonar esa posición por encima de Guido y que me inducía a esa acción. Me doblé sobre las rodillas, me dejé caer sobre mí mismo y llegué casi a tocar el suelo con la cabeza:
—¡Qué dolor, qué dolor! —grité.
Guido, espantado, se puso en pie de un salto y me preguntó qué me ocurría. Yo seguí lamentándome: porque había querido matar y tal vez también porque no había sabido hacerlo. El dolor y el lamentó excusaba todo. Me parecía estar gritando que yo no había querido matar y también que no era culpa mía, si no había sabido hacerlo. Todo era culpa de mi enfermedad y de mi dolor. En cambio, recuerdo perfectamente que justo entonces el dolor desapareció del todo y que mi lamento siguió siendo una pura comedia a la que intenté en vano dar contenido evocando el dolor y reconstruyéndolo para sentirlo y sufrirlo. Pero fue un esfuerzo inútil porque sólo volvió cuando quiso.
Como de costumbre, Guido procedía por hipótesis. Entre otras cosas, me preguntó si no se trataba del mismo dolor producido por aquella caída en el café. La idea me pareció buena y asentí.
Él me cogió del brazo y me ayudó, afectuoso, a levantarme. Después, con todo cuidado, y sin dejar de sostenerme, me ayudó a descender la pequeña pendiente. Cuando estuvimos abajo, declaré que me sentía un poco mejor y que creía poder caminar con mayor facilidad apoyado en él. ¡Así nos íbamos por fin a la cama! Además, era la primera satisfacción auténtica que me había concedido ese día. Estaba a mi servicio, porque casi me llevaba en andas. Al final, era yo quien imponía mi voluntad.
Encontramos una farmacia aún abierta y se le ocurrió la idea de enviarme a la cama acompañado de un calmante. Construyó toda una teoría sobre el dolor y sobre el sentimiento exagerado de él: un dolor se multiplicaba por la exasperación que el mismo había producido. Con ese frasquito se inició mi colección de medicamentos y fue justo que Guido lo escogiera.
Para dar base más sólida a su teoría, supuso que yo había padecido ese dolor durante muchos días. Sentí no poder complacerlo. Declaré que esa noche, en casa de los Malfenti, no había sentido dolor alguno. Evidentemente, en el momento en que se me había concedido la realización de mi largo sueño, no podía haber sufrido.
Y para ser sincero quise ser justo como había afirmado ser y me dije varias veces a mí mismo: «Yo amo a Augusta, no amo a Ada. Amo a Augusta y esta noche he llegado a la realización de mi largo sueño».
Así fuimos caminando en la noche lunar. Supongo que Guido estaría cansado de sostenerme, porque al fin enmudeció. Sin embargo, me propuso acompañarme hasta la cama. No acepté y, cuando pude cerrar la puerta de mi casa tras de mí, di un suspiro de alivio. Pero, desde luego, también Guido debió de lanzar el mismo suspiro.
Subí los escalones de mi casa de cuatro en cuatro y en diez minutos estaba en la cama. Me quedé dormido en seguida y, en el breve lapso que precede al sueño, no recordé ni a Ada ni a Augusta, sino sólo a Guido, tan dulce, bueno y paciente. Desde luego, no había olvidado que poco antes yo había querido matarlo, pero eso no tenía la menor importancia porque las cosas que nadie sabe y que no dejan huella no existen.
El día siguiente me dirigí a casa de mi prometida un poco titubeante. No estaba seguro de si los compromisos contraídos la noche anterior tenían el valor que yo creía deber conferirles. Descubrí que lo tenían para todos. También Augusta se consideraba prometida, y con mayor seguridad incluso de lo que yo creía.
Fue un noviazgo laborioso. Tengo la sensación de haberlo anulado varias veces y haberlo reconstituido con gran fatiga y me sorprende que nadie lo advirtiera. No tuve en ningún momento la certeza de encaminarme hacia el matrimonio, pero, al parecer, me comporté como un novio bastante cariñoso. En efecto, besaba y apretaba contra mí a la hermana de Ada siempre que tenía ocasión. Augusta sufría mis agresiones como creía debía hacer una prometida y yo me comporté más o menos bien, únicamente porque la señora Malfenti sólo nos dejó a solas por breves instantes. Mi prometida era mucho menos fea de lo que yo había creído, y descubrí su mayor belleza al besarla: ¡su rubor! Allí donde yo besaba surgía una llama en mi honor y yo besaba más con la curiosidad del experimentador que con el fervor del amante.
Pero el deseo no faltó y volvió un poco más llevadera esa época difícil. Menos mal que Augusta y su madre me impidieron quemar aquella llama de una sola vez, como con frecuencia deseé. ¿Cómo habríamos seguido viviendo entonces? Al menos así, mi deseo siguió dándome en las escaleras de aquella casa la misma ansiedad que cuando las subía para ir a la conquista de Ada. Los escalones impares me prometían que ese día podría hacer ver a Augusta lo que era el noviazgo que ella había querido. Soñaba con una acción violenta que me devolvería todo el sentimiento de mi libertad. No quería yo otra cosa y es extraño que, cuando Augusta entendió lo que yo quería, lo interpretara como señal de mi fiebre amorosa.