La conciencia de Zeno (15 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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Poco después Ada se detuvo ante el portal de su casa. Al tiempo que le estrechaba la mano, dijo a Guido que lo esperaba aquella tarde. Después, me dijo también a mí, al despedirse, que, si no temía aburrirme, fuese aquella tarde a su casa a hacer bailar el velador.

No respondí ni le di las gracias. Tenía que analizar la invitación antes de aceptarla. Me parecía que había sonado como un acto de cortesía obligada. Mira por dónde, tal vez el día festivo acabaría para mí con aquel encuentro. Pero quise mostrarme cortés para dejarme abiertos todos los caminos, hasta el de aceptar aquella invitación. Le pregunté por Giovanni, con quien tenía que hablar. Me respondió que lo encontraría en su despacho adonde se había dirigido a causa de un asunto urgente.

Guido y yo nos detuvimos un instante a mirar por detrás la elegante figurita que desaparecía en la oscuridad del zaguán de la casa. No sé lo que pensaría Guido en aquel momento. En cuanto a mí, me sentía desgraciadísimo. ¿Por qué no me había hecho esa invitación a mí y después a Guido?

Volvimos juntos sobre nuestros pasos, casi hasta el punto en que nos habíamos encontrado con Ada. Guido, cortés y desenvuelto (precisamente la desenvoltura era lo que yo más envidiaba en los demás) volvió a hablar de esa historia que yo había improvisado y él se tomaba en serio. Pero, en realidad, de cierta esa historia sólo tenía esto: en Trieste, aun después de muerto Bertini, vivía una persona que decía disparates, caminaba de un modo que parecía se moviese sobre la punta de los pies y tenía también una voz extraña. La había conocido por aquellos días y, por un momento, me había recordado a Bertini. No me desagradaba que Guido se rompiera la cabeza estudiando esa invención mía. Estaba decidido a no odiarlo porque para los Malfenti no era otra cosa que un comerciante importante; pero me era antipático por su elegancia rebuscada y su bastón. Mejor dicho, me resultaba tan antipático, que no veía el momento de librarme de él. Lo oí concluir:

—También es posible que la persona con la que usted habló fuese mucho más joven que Bertini, caminara como un granadero y tuviese voz viril y que su semejanza con él se limitara a los disparates. Eso habría bastado para fijar el pensamiento de usted en Bertini. Pero, para admitirlo, habría que creer también que usted es una persona muy distraída.

No quise ayudarlo en sus esfuerzos:

—¿Distraído yo? ¡Qué idea! Soy un hombre de negocios. ¿Qué sería de mí, si fuera distraído?

Después pensé que estaba perdiendo el tiempo. Quería ver a Giovanni. Ya que había visto a su hija, podría ver también al padre, que era mucho menos importante. Debía apresurarme, si quería encontrarlo aún en su despacho.

Guido seguía cavilando sobre la parte de un milagro que se podía atribuir a la distracción de quien lo hace o de quien lo presencia. Yo quise despedirme y mostrarme por lo menos tan desenvuelto como él. A eso se debió mi apresuramiento para interrumpirlo y despedirme de él muy semejante a la grosería:

—Para mí los milagros existen y no existen. No hay que complicarlos con demasiadas historias. Hay que creerlos o no creerlos y en ambos casos son muy simples.

Yo no quería mostrarme antipático con él, hasta el punto de que con mis palabras me parecía nacerle una concesión, dado que soy un positivista convencido y no creo en los milagros. Pero era una concesión hecha con mal humor.

Me alejé cojeando más que nunca y confié en que Guido no sintiera la necesidad de mirarme por detrás.

Era de todo punto necesario que hablase con Giovanni. Al menos me explicaría cómo debía comportarme aquella tarde. Ada me había invitado, y por el comportamiento de Giovanni podría comprender si debía seguir esa invitación y no recordar más bien que dicha invitación contravenía a la voluntad expresa de la señora Malfenti. En mis relaciones con aquella gente era necesaria la claridad y, si para dármela, no bastaba el domingo, a ello dedicaría el lunes también. Seguía incumpliendo mis propósitos sin darme cuenta. Al contrario: me parecía que ponía en práctica una resolución tomada al cabo de cinco días de meditación. Así llamaba mi actividad de esos días.

Giovanni me recibió con un saludo sonoro, que me animó, y me invitó a tomar asiento en una butaca pegada a la pared de enfrente de su mesa.

—¡Cinco minutos! ¡En seguida estoy con usted! —Y al instante añadió—: Pero ¿cojea usted?

Me ruboricé. Sin embargo, me sentía inspirado para la improvisación y le dije que había resbalado al salir del café, y cité precisamente el café donde me había sucedido ese accidente. Temí que pudiera atribuir mi caída al ofuscamiento producido por el alcohol y añadí riendo el detalle de que cuando caí me encontraba en compañía de una persona aquejada de reumatismo y que cojeaba.

Un empleado y dos mozos se encontraban de pie junto a la mesa de Giovanni. Debía de haberse producido algún error en una entrega de mercancías y Giovanni estaba haciendo una de sus rudas intervenciones en el funcionamiento de su almacén, del que raras veces se ocupaba, pues quería tener la cabeza despejada para hacer —como él decía— lo que ningún otro podía hacer por él. Gritaba más que de costumbre, como si quisiera dejar grabadas sus disposiciones en los oídos de sus dependientes. Creo que se trataba de establecer el modo como debían desarrollarse las relaciones entre la oficina y el almacén.

—Este papel —gritaba Giovanni, al tiempo que se pasaba de la mano derecha a la izquierda un papel que había sacado de un libro— lo firmas tú y el empleado que lo reciba te dará otro idéntico firmado por él.

Miraba a la cara a sus interlocutores ora a través de las gafas ora por encima de ellas y concluyó con otro grito:

—¿Habéis comprendido?

Quería reanudar sus explicaciones desde el principio, pero a mí me parecía que iba a perder demasiado tiempo. Tenía la curiosa sensación de que apresurándome podría luchar mejor por Ada, si bien después advertí con gran sorpresa que nadie me esperaba y que yo no esperaba a nadie ni tenía nada que hacer. Fui hacia Giovanni con la mano tendida:

—Voy a su casa esta tarde.

Él se me unió al instante, mientras los otros se hacían a un lado.

—¿Por qué no lo vemos desde hace tanto tiempo? —preguntó con sencillez.

Me quedé tan asombrado, que no supe qué decir. Ésa era precisamente la pregunta que Ada no me había formulado y a la que tenía derecho. Si no hubieran estado los otros, habría hablado con sinceridad a Giovanni, quien me había hecho esa pregunta y me había demostrado su inocencia en lo que yo ahora sentía como una conjura contra mí. Él era el único inocente y merecía mi confianza.

Tal vez entonces no pensara con tanta claridad, como lo demuestra el hecho de que no tuviera paciencia para esperar a que el empleado y los mozos se alejaran. Además, quería averiguar si tal vez la llegada inesperada de Guido le había impedido a Ada hacerme dicha pregunta.

Pero también Giovanni me impidió hablar, pues manifestó tener que volver corriendo a su trabajo.

—Entonces nos vemos esta tarde. Oirá a un violinista como no ha oído en su vida. Se presenta como un aficionado al violín sólo porque tiene tanto dinero, que no lo toca profesionalmente. Tiene intención de dedicarse al comercio. —Se encogió de hombros en señal de desprecio—. Yo, a pesar de que me gusta el comercio, en su caso sólo vendería notas. No sé si lo conoce usted. Se llama Guido Speier.

—¿Ah, sí? —dije simulando alegrarme, sacudiendo la cabeza y abriendo la boca, en resumen, moviendo todo lo que podía accionar con la voluntad. Así, pues, ¿ese apuesto jovencito sabía también tocar el violín?—. ¿Tan bien, de verdad? —Esperaba que Giovanni hubiera bromeado y con la exageración de sus elogios hubiese querido dar a entender que lo único que hacía Guido era torturarlo con su violín. Pero seguía sacudiendo la cabeza con gran admiración.

Le estreché la mano:

—¡Hasta luego!

Me dirigí a la puerta cojeando. Me detuvo una duda. Tal vez fuera mejor no aceptar aquella invitación, en cuyo caso debía avisar de ello a Giovanni. Me volví para regresar hasta él, pero entonces advertí que me miraba con gran atención, inclinado hacia adelante para verme mejor. ¡Eso no lo pude soportar y me fui!

¡Un violinista! Si era cierto que tocaba tan bien, yo era sencillamente un hombre destruido. Si por lo menos yo no hubiese tocado ese instrumento o no me hubiera dejado inducir a tocarlo en casa de los Malfenti. Había llevado el violín a aquella casa no para conquistar con mi música el corazón de la gente, sino como pretexto para prolongar las visitas. ¡Había sido un idiota! ¡Habría podido usar tantos pretextos menos comprometedores!

Nadie podrá decir que yo me hago ilusiones sobre mí mismo. Sé que tengo alto sentido musical y no es por afectación por lo que busco la música más compleja; pero mi propio sentido musical me advierte y me advirtió desde hace años que nunca llegaré a tocar de tal modo, que dé placer a quien me escuche. Si, aun así, sigo tocando, lo hago por la misma razón por la que sigo curándome. Podría tocar bien, si no estuviera enfermo, y corro tras la salud hasta cuando estoy estudiando el equilibrio sobre las cuatro cuerdas. En mi organismo hay una leve parálisis, y con el violín se revela por completo, razón por la que parece más fácil de curar. Hasta la persona más torpe, cuando sabe lo que son los tresillos, los cuartillos y los sextillos, sabe pasar de unos a otros con exactitud rítmica, igual que sus ojos saben pasar de un color a otro. En cambio, yo, cuando he hecho una de esas figuras, se me pega y no puedo librarme de ella, por lo que se cuela en la figura siguiente y la deforma. Para dar el tiempo exacto a las notas, tengo que seguir el compás con los pies y con la cabeza, pero entonces adiós desenvoltura, adiós serenidad, adiós música. La música que procede de un organismo equilibrado es ella misma el tiempo que crea y agota. Cuando yo lo haga así, estaré curado.

Por primera vez pensé en abandonar la partida, salir de Trieste e irme a otro sitio en busca de distracción. No había nada que esperar. Había perdido a Ada. ¡Estaba seguro de ello! ¿Acaso no sabía que se casaría con un hombre tras haberlo estudiado y valorado como si se tratara de concederle una condecoración académica? Me parecía ridículo, porque, desde luego, entre seres humanos, el violín no podía contar a la hora de elegir marido, pero eso no me salvaba. Yo sentía la importancia de esa música. Era tan decisiva como entre los pájaros cantores.

Me encerré en mi estudio, ¡y el día festivo para los demás aún no había acabado! Saqué el violín del estuche, sin decidirme entre hacerlo pedazos o tocarlo. Después lo probé como si quisiera darle el último adiós y, al final, me puse a estudiar al eterno Kreutzer. En esa misma postura había hecho recorrer tantos kilómetros a mi arco, que con mi desorientación me puse de nuevo a recorrer maquinalmente otros más.

Todos los que se dedican a esas malditas cuatro cuerdas saben que, mientras se vive aislado, se cree que cada pequeño esfuerzo aporta un progreso correspondiente. Si no fuese así, ¿quién aceptaría someterse a esos trabajos forzados sin fin, como si hubiera tenido la desgracia de matar a alguien? Al cabo de un rato me pareció que mi lucha con Guido no estaba perdida definitivamente. ¿Quién sabe si no tendría ocasión de intervenir entre Guido y Ada con un violín victorioso?

No era presunción, sino mi optimismo habitual, del que nunca he podido librarme. Todas las amenazas de desventura me aterran al principio, pero al instante las olvido con la confianza más segura de poder evitarlas. Además, en aquel caso lo único necesario era volver más benévolo mi juicio sobre mis aptitudes de violinista. En las artes en general se sabe que el juicio seguro resulta de la comparación, que en aquel caso faltaba. Y, además, el violín de uno resuena tan cerca del oído, que tarda poco en llegar al corazón. Cuando, cansado, dejé de tocar, me dije:

—Bravo, Zeno, te has ganado el pan.

Sin la menor vacilación, me dirigí a casa de los Malfenti. Había aceptado la invitación y ahora no podía faltar. Me pareció buen augurio que la doncella me recibiera con una sonrisa amable y la pregunta de si había estado enfermo por no haber venido desde hacía tanto tiempo. Le di una propina. Por sus labios toda la familia, cuya representante era ella, me hacía esa pregunta.

Me condujo hasta el salón, que estaba inmerso en la oscuridad más profunda. Al llegar procedente de la plena luz de la antesala, por un momento no vi nada y no me atreví a moverme. Después descubrí varias figuras dispuestas en torno a un velador, en el fondo del salón, bastante lejos de mí.

Me saludó la voz de Ada, que en la oscuridad me pareció sensual. Sonriente, una caricia:

—¡Siéntese ahí y no turbe a los espíritus! —Si seguía así, no los turbaría, desde luego.

Desde otro punto de la periferia del velador resonó otra voz, de Alberta o tal vez de Augusta:

—Si quiere participar en la evocación, aquí hay un sitio libre.

Yo estaba decidido a no dejarme arrinconar y avancé resuelto hacia el punto de donde había procedido el saludo de Ada. Choqué con la rodilla contra el ángulo de aquel velador veneciano, que era todo ángulos. Me produjo un dolor intenso, pero no me arredré y fui a caer sobre un asiento que me ofrecía no sabía quién, entre dos muchachas, una de las cuales, la que estaba a mi derecha, pensé que era Ada y la otra Augusta. Al instante, para evitar cualquier contacto con ésta, me incliné hacia la otra. Sin embargo, tuve la duda de si me equivocaría y pregunté a la vecina de la derecha para oír su voz:

—¿Habéis tenido ya alguna comunicación con los espíritus?

Guido, que me pareció estar sentado enfrente de mí, me interrumpió. Gritó imperioso:

—¡Silencio!

Después, más bajo:

—Concéntrense y piensen intensamente en el muerto que deseen evocar.

Yo no siento ninguna aversión hacia los intentos de cualquier índole de explorar el mundo del más allá. Me fastidiaba incluso no haber sido yo quien introdujera en casa de Giovanni esa mesita, ya que tenía tanto éxito. Pero no sentía el menor deseo de obedecer las órdenes de Guido, por lo que no me concentré en absoluto. Después, como me había hecho tantos reproches por haber dejado que las cosas llegaran a ese punto sin haber dicho una palabra clara a Ada, y ya que tenía a la muchacha a mi lado en aquella oscuridad tan favorable, iba a aclararlo todo. Sólo me retenía la dulzura de tenerla tan cerca de mí después de temer haberla perdido para siempre. Intuía la suavidad de las tibias telas que rozaban mi ropa y pensaba también que, así apretados uno contra la otra, mi pie tocaba el suyo diminuto que, según sabía yo, por las tardes llevaba una botita lacada. Era demasiado incluso después de un martirio tan largo.

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