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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (12 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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Tendí la mano a Ada, que me ofreció, cordial, la suya al instante, y le dije:

—Hasta mañana. Discúlpeme ante su señora madre.

Sin embargo, vacilé a la hora de soltar esa mano que reposaba conñada en la mía. Sentía que, al irme entonces, renunciaba a una ocasión única con aquella muchacha, enteramente dispuesta a hacerme cortesías para resarcirme de las groserías de su hermana. Seguí la inspiración del momento, me incliné hacia su mano y la rocé con los labios. Después abrí la puerta y salí a escape, tras haber visto que Ada, quien hasta entonces me había abandonado la mano derecha, mientras con la izquierda sostenía a Anna, que se aferraba a su falda, se miraba asombrada la manita que había sufrido el contacto de mis labios, como si hubiera querido ver si había algo escrito en ella. No creo que la señora Manfenti percibiera mi acción.

Me detuve un instante en la escalera, asombrado yo también de mi acción, carente de la menor premeditación. ¿Existía aún la posibilidad de volver a aquella puerta que había cerrado tras mí, llamar al timbre y preguntar a Ada si podía decirle esas palabras que ella se había buscado sin resultado en la mano? ¡Me pareció que no! Habría sido una falta de dignidad demostrar demasiada impaciencia. Y, además, al haberle avisado que volvería, le había anunciado de antemano mi explicación. Ahora dependía sólo de ella recibirla, proporcionándome la oportunidad de dársela. Mira por dónde, había dejado de contar historias a tres muchachas y, en cambio, había besado la mano a una sola de ellas.

Pero el resto de la jornada fue bastante desagradable. Estaba inquieto y anhelante. Me decía que mi inquietud provenía sólo de la impaciencia por ver aclarada esa aventura. Me figuraba que, si Ada me rechazaba, podría correr con toda calma en busca de otras mujeres. ¡Todo mi apego hacia ella procedía de una decisión libre que ahora podría anularse con otra! No comprendí entonces que por el momento no había en este mundo otras mujeres para raí y que necesitaba precisamente a Ada.

También la noche que siguió me pareció larguísima; la pasé casi toda insomne. Después de la muerte de mi padre, había abandonado mis costumbres de noctámbulo y ahora, desde que había decidido casarme, habría sido extraño volver a ellas. Por eso, me había acostado temprano con el deseo del sueño que hace pasar tan rápido el tiempo.

De día yo había acogido con la más ciega confianza las explicaciones de Ada sobre aquellas tres ausencias de su salón en las horas que yo pasaba en él, confianza debida a mi firme convicción de que la mujer seria que yo había elegido no sabía mentir. Pero por la noche esa confianza disminuyó. Dudaba si no habría sido yo quien la hubiera informado de que Alberta —cuando Augusta se había negado a hablar— había dado como excusa esa visita a su tía. No recordaba bien las palabras que le había dirigido con mi acaloramiento, pero me parecía estar seguro de haberle referido esa excusa. ¡Qué lástima! Si no lo hubiera hecho, tal vez ella, para disculparse, habría inventado algo diferente y yo, al haberla sorprendido mintiendo, habría ya recibido la aclaración que anhelaba.

Entonces habría podido comprender la importancia que Ada tenía ya para mí, porque, para tranquilizarme, me decía que, si no me hubiera querido, yo habría renunciado para siempre al matrimonio. Así, pues, su rechazo transformaría mi vida. Y seguía soñando y consolándome con la idea de que ese rechazo sería una suerte para mí. Recordaba a ese filósofo griego según el cual tanto quien se casaba como quien permanecía soltero se arrepentiría de ello. En resumen, no había perdido aún la capacidad de reírme de mi aventura; la única capacidad que me faltaba era la de dormir.

Concilié el sueño, cuando ya amanecía. Cuando me desperté era tan tarde, que faltaban pocas horas para el momento en que podía visitar la casa de los Malfenti. Por eso, ya no habría sido necesario imaginar ni recoger otros indicios que me aclararan el estado de ánimo de Ada. Pero es difícil dejar de pensar en una cuestión que nos importa demasiado. El hombre sería un animal más afortunado, si supiera hacerlo. Mientras me acicalaba, lo que ese día hice exageradamente, no pensaba en otra cosa: ¿había hecho bien al besar la mano a Ada o había hecho mal al no besarla también en los labios?

Esa mañana precisamente tuve una idea que, me parece, me perjudicó mucho, al privarme de ese poco de iniciativa viril que aquel curioso estado mío de adolescencia me habría permitido. Una duda dolorosa: ¿y si Ada se casaba conmigo sólo porque la hubieran inducido a ello sus padres, sin amarme, sintiendo incluso auténtica aversión hacia mí? Porque, desde luego, todos en aquella familia, es decir, Giovanni, la señora Malfenti, Augusta y Alberta me apreciaban; sólo podía dudar de Ada. En el horizonte se delineaba precisamente la novela popular habitual de la jovencita obligada por su familia a un matrimonio odioso. Pero yo no lo permitiría. Esa era la nueva razón por la que debía hablar con Ada, es decir, hablar con Ada a solas. No bastaría con dirigirle la frase hecha que había preparado. Mirándola a los ojos le preguntaría: «¿Tú me amas?». Y si me decía que sí, la estrecharía entre mis brazos para sentir vibrar su sinceridad.

Así me pareció haberme preparado para todo. En cambio, tuve que reconocer que había llegado a esa especie de examen sin haberme acordado de repasar justo las páginas del texto sobre las que debía hablar.

Me recibió la señora Malfenti a solas, quien me hizo sentar en un ángulo del gran salón y se puso al instante a charlar muy animada, con lo que casi me impidió preguntar por las muchachas. Por eso, estaba algo distraído y me repetía la lección para no olvidarla en el momento oportuno. De repente, mi atención se despertó como por un toque de corneta. La señora estaba elaborando un preámbulo. Me aseguraba su amistad y la de su marido y el afecto de toda su familia, incluida la pequeña Anna. Hacía tanto tiempo que nos conocíamos. Nos habíamos visto todos los días desde hacía cuatro meses.

—¡Cinco! —corregí yo, que había hecho el cálculo por la noche, recordando que la primera visita la había hecho en otoño y que ahora nos encontrábamos en plena primavera.

—¡Sí! ¡Cinco! —dijo la señora, pensándolo un poco, como si quisiera repasar mi cálculo. Después, con aire de reproche, añadió:

—Me parece que compromete usted a Augusta.

—¿A Augusta? —pregunté, creyendo haber oído mal.

—¡Sí! —confirmó la señora—. La halaga usted y la compromete.

Revelé, ingenuo, mi pensamiento:

—Pero si yo a Augusta no la veo nunca.

Tuvo un gesto de sorpresa y (¿o así me pareció?) de sorpresa dolorosa.

Entretanto, yo intentaba pensar intensamente para llegar a explicar pronto lo que me parecía un equívoco cuya importancia, sin embargo, entendí al instante. Volvía a verme mentalmente, visita tras visita, durante esos cinco meses, dedicado a acechar a Ada. Había tocado música con Augusta y, de hecho, a veces había hablado más con ella, que me escuchaba, que con Ada, pero sólo para que aquélla explicase a ésta mis historias acompañadas de su aprobación. ¿Debía hablar claro con la señora y contarle mis intenciones para con Ada? Pero poco antes había decidido hablar a solas con Ada y averiguar su estado de ánimo. Tal vez si hubiera hablado claro con la señora Malfenti, las cosas habrían ido de otro modo, es decir, que, al no poder casarme con Ada, no me habría casado tampoco con Augusta. Dejándome dirigir por la decisión que había tomado antes de ver a la señora Malfenti y por haber oído las sorprendentes cosas que ésta rae había dicho, callé.

Pensaba intensamente, pero, por esa razón, con un poco de confusión. Quería entender, quería adivinar y pronto. Cuando se abren los ojos demasiado, no se ven las cosas tan bien. Vislumbré la posibilidad de que quisieran echarme de la casa. Me pareció poder excluirla. Yo era inocente, dado que no hacía la corte a Augusta, a quien querían proteger. Pero tal vez me atribuyeran intenciones para con Augusta a fin de no comprometer a Ada. ¿Y por qué proteger así a Ada, que ya no era ninguna niña? Estaba seguro de no haberla cogido de la melena salvo en sueños. En realidad, sólo le había rozado la mano con los labios. No quería que me prohibieran el acceso a aquella casa, porque antes de abandonarla quería hablar con Ada. Por eso, con voz temblorosa, pregunté:

—Dígame, señora, lo que debo hacer para no desagradar a nadie.

—Por algún tiempo debería visitarnos menos a menudo; es decir, no cada día, sino dos o tres veces a la semana.

Es cierto que, si me hubiera dicho con rudeza que me fuese y no volviera más, habría suplicado, guiado en todo momento por mi propósito, que me permitieran la entrada en esa casa, al menos por dos o tres días más, para aclarar mis relaciones con Ada. En cambio, sus palabras, más afables de lo que había temido, me dieron valor para manifestar mi resentimiento:

—Pero, si lo desea, ¡yo no vuelvo a poner los pies en esta casa!

Sucedió lo que yo había esperado. Protestó, volvió a hablar del aprecio de todos ellos y me suplicó que no me enfadara con ella. Y yo me mostré magnánimo, le prometí todo lo que quiso, es decir, abstenerme de ir a aquella casa durante cuatro o cinco días, volver después con cierta regularidad cada semana dos o tres veces y, sobre todo, no guardarle rencor.

Tras hacerle esas promesas, quise dar prueba de cumplirlas y me levanté para marcharme. La señora protestó riendo:

—Conmigo no tiene esa clase de compromiso y puede quedarse.

Y como le rogué que me dejara marchar porque tenía un compromiso que justo entonces recordé, cuando, en realidad, quería estar solo para reflexionar mejor sobre la extraordinaria aventura que estaba viviendo, la señora me rogó al instante que me quedara diciendo que así le demostraría no estar enfadado con ella. Por eso me quedé, sometido de continuo a la tortura de escuchar el vacío parloteo al que ahora se abandonaba la señora sobre las modas femeninas que no quería seguir, sobre el teatro e incluso sobre el tiempo tan seco con que se anunciaba la primavera.

Poco después me alegré de haberme quedado, porque comprendí que necesitaba una aclaración más. Sin la menor consideración, interrumpí a la señora, cuyas palabras ya no oía, para preguntarle:

—¿Y toda la familia sabrá que usted me ha invitado a mantenerme alejado de esta casa?

Al principio pareció como si no recordara nuestro pacto. Después protestó:

—¿Alejado de esta casa? Pero sólo por unos días, a ver si nos entendemos. Yo no se lo diré a nadie, ni siquiera a mi marido, y hasta le agradecería que usted guardara la misma discreción.

También eso lo prometí, prometí también que, si me pedían una explicación de por qué no me veían con tanta frecuencia, daría diversos pretextos. Por el momento, confié en las palabras de la señora y me figuré que Ada podía asombrarse y apenarse por mi repentina ausencia. ¡Una imagen agradabilísima!

Después seguí allí, sin dejar de esperar que alguna otra inspiración acudiera a guiarme más adelante, mientras la señora hablaba de los precios de los comestibles, que últimamente habían subido mucho.

En lugar de otras inspiraciones, se presentó la tía Rosina, una hermana de Giovanni, mayor que él, pero mucho menos inteligente que él. Sin embargo, tenía algunos de los rasgos de su fisonomía moral que bastaban para caracterizarla como hermana suya. Ante todo, la misma conciencia, algo cómica, de sus derechos y de los deberes de los demás, pues carecía de la menor arma para imponerse, y también la mala costumbre de alzar la voz en seguida. Creía tener tantos derechos en la casa de su hermano, que —como supe más adelante— por mucho tiempo consideró a la señora Malfenti una intrusa. Era soltera y vivía sola con una criada, de quien hablaba como de su mayor enemiga. Cuando murió, recomendó a mi mujer vigilar la casa hasta que la criada que la había asistido se hubiera ido. Todos en casa de Giovanni la soportaban por miedo a su agresividad.

Aun así, no me fui. La tía Rosina prefería a Ada de todas las sobrinas. Sentí el deseo de granjearme su amistad también yo y busqué una frase amable que dirigirle. Recordé vagamente que la última vez que la había visto (es decir, entrevisto, porque entonces no había sentido la necesidad de mirarla), las sobrinas, tan pronto se había ido, habían observado, que no tenía buena cara. Incluso una había dicho:

—¡Se habrá hecho mala sangre por alguna rabieta con su criada!

Encontré lo que buscaba. Mirando afectuoso la carota arrugada de la vieja señora, le dije:

—La encuentro muy recuperada, señora.

¡Cuánto mejor habría sido no decir esa frase! Me miró asombrada y protestó:

—Yo estoy siempre igual. ¿Desde cuándo estoy mejorada?

Quería saber cuándo la había visto por última vez. No recordaba con precisión la fecha y tuve que recordarle que habíamos pasado toda una tarde juntos, sentados en ese mismo salón con las tres señoritas, pero no en la parte en que estábamos entonces, sino en la otra. Me había propuesto demostrarle mi interés, pero las explicaciones que exigía hacían que durase demasiado tiempo. La falsedad me pesaba y me producía un auténtico dolor.

La señora Malfenti intervino sonriendo:

—Pero ¿usted no quería decir que la tía Rosina haya engordado?

¡Diablos! Ésa era la razón para el resentimiento de la tía Rosina, que estaba muy gorda, como su hermano, y aún tenía esperanza de adelgazar.

—¿Engordar? ¡Ni mucho menos! Me refería sólo a que la señora tiene mejor cara.

Intentaba conservar una actitud afectuosa y, en cambio, debía contenerme para no decirle una insolencia.

Ni siquiera entonces pareció satisfecha la tía Rosina. Últimamente no se había encontrado mal en ningún momento y no comprendía por qué podía haberme parecido enferma. Y la señora Malfenti le dio la razón:

—Es más: una de sus características es la de no cambiar de cara —dijo dirigiéndose a mí—. ¿No le parece?

Me lo parecía. Más aún: era evidente. Me fui en seguida. Tendí con gran cordialidad la mano a tía Rosina con la esperanza de apaciguarla, pero ella me concedió la suya mirando a otro lado.

Tan pronto hube cruzado el umbral de aquella casa, mi estado de ánimo cambió. ¡Qué liberación! Ya no tenía que estudiar las intenciones de la señora Malfenti ni esforzarme por agradar a la tía Rosina. En realidad, creo que, si no hubiera sido por la ruda intervención de la tía Rosina, esa zalamera de la señora Malfenti habría conseguido perfectamente su objetivo y yo me habría alejado de esa casa muy contento de haber recibido buen trato. Bajé corriendo las escaleras. La tía Rosina había sido casi un comentario de la señora Malfenti. Ésta me había propuesto mantenerme alejado de su casa por unos días. ¡Demasiado buena la querida señora! Iba a complacer sus aspiraciones con creces y no volvería a verme! ¡Me habían torturado, ella, la tía y también Ada! ¿Con qué derecho? ¿Porque había querido casarme? ¡Pero si yo ya no pensaba en eso! ¡Qué bella era la libertad!

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