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Authors: Italo Svevo

La conciencia de Zeno (16 page)

BOOK: La conciencia de Zeno
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De nuevo habló Guido:

—Se lo ruego, concéntrense. Pidan ahora al espíritu al que han invocado que se manifieste moviendo la mesita.

Me gustaba que él siguiese ocupándose de la mesita. Ahora era evidente que Ada se resignaba a soportar casi todo mi peso. Si no me hubiera amado, no lo habría hecho. Había llegado el momento de la claridad. Separé la mano derecha de la mesita y despacito le rodeé la cintura con el brazo:

—¡La amo, Ada! —dije en voz baja y acercando mi cara a la suya para que me oyera mejor.

La muchacha no respondió al instante. Después, con un soplo de voz, la de Augusta, me dijo:

—¿Por qué no ha venido durante tanto tiempo?

La sorpresa y el desagrado casi me hicieron caer de mi asiento. Al instante comprendí que, si por fin debía eliminar esa molesta muchacha de mi destino, debía tratarla también con la consideración que un buen caballero, como yo soy, debe tener para con la mujer que lo ama, aun cuando sea la más fea que haya existido en la creación. ¡Cómo me amaba! En mi dolor sentí su amor. No podía ser sino el amor lo que le había sugerido no decirme que no era Ada, sino hacer la pregunta que en vano había yo esperado de ésta y que, desde luego, estaba lista para hacerme en cuanto volviera a verme.

Seguí un instinto y no respondí a su pregunta, sino que, tras una breve vacilación, le dije:

—De todos modos, ¡me alegro de haberme confiado a usted, Augusta, a quien considero tan buena!

Volví a recuperar el equilibrio sobre mi trípode. No podía aclarar las cosas con Ada, pero al menos lo había hecho del todo con Augusta. Ya no podía haber otros malentendidos.

Guido advirtió de nuevo:

—Si no quieren estar callados, ¡no tiene objeto pasar el tiempo aquí a oscuras!

Él no lo sabía, pero yo necesitaba aún un poco más de oscuridad que me aislara y me permitiese concentrarme. Había descubierto mi error y el único equilibrio que había recobrado era el del asiento.

Iba a hablar con Ada, pero a la luz. Sospeché que a mi izquierda no se encontraba ella, sino Alberta. ¿Cómo asegurarme de ello? La duda me hizo casi caer hacia la izquierda, y, para recuperar el equilibrio, me apoyé en la mesita. Todos se pusieron a gritar:

—¡Se mueve, se mueve!

Mi involuntaria acción habría podido conducirme a la claridad. ¿De dónde procedía la voz de Ada? Pero Guido, cubriendo con su voz la de todos, impuso el silencio que yo, con tanto gusto, le habría impuesto a él. Después, con voz distinta, suplicante (¡imbécil!), habló con el espíritu que creía presente:

—Te lo ruego, ¡di tu nombre designando las letras de acuerdo con nuestro alfabeto!

Preveía todo: temía que el espíritu recordara el alfabeto griego.

Yo continué la comedia, sin dejar de explorar la oscuridad en busca de Ada. Tras una leve vacilación, hice levantar la mesita siete veces, con lo que salió la letra G. La idea me pareció buena y, aunque la U que seguía requería innumerables movimientos, dicté con claridad el nombre de Guido. No me cabe duda de que, al dictar su nombre, me guió el deseo de relegarlo entre los espíritus.

Cuando el nombre de Guido quedó acabado, Ada habló por fin:

—¿Un antepasado suyo? —sugirió. Estaba sentada justo al lado de él. Me habría gustado mover la mesita para interponerla entre los dos y separarlos.

—¡Puede ser! —dijo Guido—. Creía tener antepasados, pero no me daba miedo. Su voz estaba alterada por una emoción auténtica, que me dio la alegría experimentada por un espadachín al advertir que el adversario es menos temible de lo que creía. No hacía aquellos experimentos a sangre fría en absoluto. ¡Era un auténtico imbécil! Todas las debilidades encontraban con facilidad mi indulgencia, pero la suya no.

Después se dirigió al espíritu:

—Si te llamas Speier, haz un solo movimiento. De lo contrario, mueve la mesita dos veces.

Puesto que quería tener antepasados, lo complací moviendo la mesita una sola vez.

—¡Mi abuelo! —murmuró Guido.

Después la conversación con el espíritu prosiguió con mayor rapidez. Se le preguntó si quería dar noticias. Respondió que sí. ¿De negocios o de otra cosa? ¡De negocios! Se prefirió esta respuesta sólo porque para darla bastaba mover el velador una sola vez. Guido preguntó después si se trataba de noticias buenas o malas. Las malas debían ir señaladas con dos movimientos y yo —esa vez sin la menor vacilación— quise mover la mesa por dos veces. Pero a la hora de realizar el segundo movimiento encontré resistencia, por lo que debía de haber alguien deseoso de que las noticias fueran buenas. ¿Ada, tal vez? Para producir ese segundo movimiento, ¡me arrojé sin vacilar sobre el velador y lo conseguí fácilmente! ¡Las noticias eran malas!

A causa del forcejeo, el segundo movimiento resultó excesivo y desequilibró a todo el grupo.

—¡Qué extraño! —murmuró Guido. Después gritó decidido—: ¡Basta! ¡Basta! ¡Aquí hay alguien divirtiéndose a nuestra costa!

Fue una orden a la que muchos obedecieron al mismo tiempo y el salón se vio inundado al instante por la luz encendida en varios puntos. ¡Guido me pareció pálido! Ada se engañaba en relación con ese individuo y yo le abriría los ojos.

En el salón, además de las tres muchachas, estaban la señora Malfenti y otra señora, cuya vista me inspiró turbación y malestar porque se trataba, según creí, de la tía Rosina. Por razones diferentes, saludé a las dos señoras con sequedad.

Lo curioso es que me había quedado ante el velador, sólo junto a Augusta. Era un nuevo compromiso, pero no me veía con fuerzas para acompañar a todos los demás, que rodeaban a Guido, quien con cierta vehemencia explicaba haber comprendido que no era un espíritu quien movía el velador, sino un malicioso de carne y hueso. No Ada, sino él mismo había sido quien había intentado frenar el velador, que se había vuelto demasiado charlatán. Decía:

—He retenido el velador con todas mis fuerzas para impedir que se moviese la segunda vez. Alguien ha debido de arrojarse sobre él para vencer mi resistencia.

Bonito espiritismo el suyo: ¡un esfuerzo potente no podía proceder de un espíritu!

Miré a la pobre Augusta para ver qué aspecto tenía después de haber recibido mi declaración de amor por su hermana. Estaba muy roja, pero me miraba con una sonrisa benévola. Sólo entonces se decidió a confirmar que había oído la declaración:

—¡No se lo diré a nadie! —me dijo en voz baja.

Eso me gustó mucho.

—Gracias —murmuré, al tiempo que le estrechaba la mano, bastante grande pero perfectamente modelada. Estaba dispuesto a llegar a ser un buen amigo para Augusta, mientras que antes eso no habría sido posible, porque yo no sé ser amigo de las personas feas. Pero sentía cierta simpatía por su talle, y que había estrechado y me había parecido más fino de lo que había creído. También su cara era discreta y sólo parecía deforme a causa de ese ojo que seguía un camino extraviado. Desde luego, yo había exagerado esa deformidad, al considerar que se extendía hasta el muslo.

Habían traído una limonada para Guido. Me acerqué al grupo que seguía rodeándolo y me tropecé con la señora Malfenti, que se separaba de él. Riendo con ganas, le pregunté:

—¿Necesita un tónico? —Ella hizo un leve movimiento de desprecio con los labios:

—¡No parece un hombre! —dijo con claridad.

Confié en que mi victoria pudiera tener una importancia decisiva. Ada no podía pensar de modo distinto que su madre. La victoria me produjo al instante el efecto que no podía dejar de ejercer sobre un hombre como yo. Me desapareció el rencor y no quise que Guido siguiese sufriendo. Desde luego, el mundo sería menos agrio, si hubiera muchos como yo.

Me senté a su lado y, sin mirar a los demás, le dije:

—Debe excusarme, señor Guido. Me he permitido una broma de mal gusto. He sido yo quien ha hecho declarar al velador que era movido por un espíritu con el nombre de usted. No lo habría hecho, si hubiera sabido que también el abuelo de usted se llamaba así. Guido reveló en su cara, que se iluminó, la importancia que tenía para él mi comunicación. Sin embargo, no quiso reconocerlo y me dijo:

—¡Estas señoras son demasiado buenas! No necesito el menor consuelo. La cosa no tiene la menor importancia. Le agradezco su sinceridad, pero yo ya había adivinado que alguien se había puesto la peluca de mi abuelo.

Rió satisfecho, al tiempo que me decía:

—¡Es usted muy fuerte! Debería haber adivinado que quien movía el velador era el otro hombre de la reunión.

En efecto, me había mostrado más fuerte que él, pero pronto hube de sentirme más débil que él. Ada me miraba con cara de pocos amigos y me atacó con sus hermosas mejillas inflamadas:

—Lamento por usted que se haya podido creer autorizado a gastar una broma semejante.

Me faltó el aliento y balbucí:

—¡Ha sido en broma! Creía que ninguno de nosotros se tomaba en serio esa historia del velador.

Era un poco tarde para atacar a Guido; más aún: si yo hubiera tenido un oído sensible, habría percibido que nunca más podría ser mía la victoria en una lucha con él. La ira que Ada me mostraba era muy significativa. ¿Cómo no entendí que ya era del todo suya? Pero yo me aferraba a la idea de que él no la merecía porque no era el hombre que ella buscaba con sus serios ojos. ¿No lo había notado incluso la señora Malfenti?

Todos me apoyaron, con lo que agravaron mi situación. Sin embargo, la tía Rosina seguía estremeciéndose de risa y decía admirada:

—¡Una broma magnífica!

Me desagradó que Guido se mostrara tan amistoso. Claro, a él sólo le importaba asegurarse de que las malas noticias que le había dado el velador no las hubiera traído un espíritu. Me dijo:

—Apuesto a que al principio no ha movido el velador a propósito. Lo habrá movido la primera vez sin querer y sólo después habrá decidido moverlo con malicia. Así la cosa seguiría teniendo cierta importancia, es decir, sólo hasta el momento en que ha decidido sabotear su inspiración.

Ada se volvió y me miró con curiosidad. Estaba a punto de manifestar a Guido una devoción excesiva perdonándome porque Guido me había concedido su perdón. Se lo impedí:

—¡De ningún modo! —dije decidido—. Estaba cansado de esperar a los espíritus que no querían venir y he ocupado su lugar para divertirme.

Ada me volvió la espalda y arqueó los hombros de tal modo, que tuve la sensación enteramente de haber recibido una bofetada. Me pareció que hasta los ricitos de su nuca significaban desprecio.

Como siempre, en lugar de mirar y escuchar, estaba absorto en mi propio pensamiento. Me angustiaba que Ada se comprometiera horriblemente. Me producía un dolor intenso, como ante la revelación de que mi mujer me traicionaba. A pesar de esas manifestaciones de afecto hacia Guido, aún podía ser mía, pero sentía que no le perdonaría nunca su actitud. ¿Es mi pensamiento demasiado lento como para poder seguir los acontecimientos que se desarrollan sin esperar a que en mi cerebro se hayan borrado las impresiones en él dejadas por los anteriores? Sin embargo, yo debía seguir el camino que me marcaba mi propósito. Una auténtica obstinación ciega. Quise incluso fortalecer mi propósito exponiéndolo una vez más. Me acerqué a Augusta, que me miraba ansiosa con una sincera sonrisa alentadora en la cara y le dije serio y apesadumbrado:

—Tal vez sea la última vez que vengo a su casa porque esta noche misma voy a declarar mi amor a Ada.

—No debe hacerlo —me dijo en tono de súplica—. ¿No se da cuenta de lo que sucede? Sentiría verlo sufrir por eso.

Seguía interponiéndose entre Ada y yo. Le dije, para contrariarla:

—Voy a hablar con Ada, porque debo hacerlo. Ahora bien, su respuesta me es del todo indiferente.

Volví a acercarme cojeando a Guido. Al llegar a su lado, encendí un cigarrillo, al tiempo que me miraba a un espejo. Me vi muy pálido, lo que para mí es una razón para palidecer aún más. Me esforcé por sentirme mejor y parecer despreocupado. Con el doble esfuerzo, mi mano, distraída, cogió el vaso de Guido. Tras haberlo cogido, no supe hacer cosa mejor que vaciarlo.

Guido se echó a reír:

—Así sabrá todos mis pensamientos porque hace poco también yo he bebido de ese vaso.

Siempre me ha desagradado el sabor del limón. Aquel debió de parecerme venenoso incluso, ante todo porque, por haber bebido de su vaso, me pareció haber sufrido un contacto odioso con Guido y, además, porque al mismo tiempo me impresionó la expresión de impaciencia iracunda que se dibujó en el rostro de Ada. Llamó al instante a la doncella para pedirle otro vaso de limonada e insistió en su orden, pese a que Guido declaró no tener más sed.

Entonces sentí compasión de verdad. Cada vez se comprometía más.

—Discúlpeme, Ada —le dije sumiso y mirándola como si esperara una explicación—. No quería disgustarla.

Después fui presa del temor de que los ojos se me bañaran de lágrimas. Quise salvarme del ridículo. Grité:

—Me ha salpicado limón en el ojo.

Me cubrí los ojos con el pañuelo, con lo que ya no tuve necesidad de contener las lágrimas y bastó con procurar no sollozar.

Nunca olvidaré la oscuridad dentro de aquel pañuelo. En ella ocultaba mis lágrimas, pero también un momento de locura. Pensaba en que le diría todo, ella me entendería y me amaría y yo no le perdonaría nunca.

Me aparté el pañuelo de la cara, dejé que todos me vieran los ojos lagrimosos e hice un esfuerzo para reír:

—Apuesto a que el señor Giovanni compra ácido cítrico para hacer las limonadas.

En ese momento llegó Giovanni, quien me saludó con su gran cordialidad habitual. Con ello sentí un pequeño consuelo, que no duró mucho, porque declaró haber venido antes que de costumbre para oír tocar a Guido. Se interrumpió para preguntar por las lágrimas que me bañaban los ojos. Le contaron mis sospechas sobre la calidad de sus limonadas, y se echó a reír.

Yo tuve la vileza de asociarme con calor a las peticiones que Giovanni dirigía a Guido para que tocara. Recordaba: ¿acaso no había acudido esa noche para oír el violín de Guido? Y lo curioso es que tuve la esperanza de apaciguar a Ada con mis peticiones a Guido. La miré esperando verme por fin asociado a ella por primera vez aquella noche. ¡Qué extraño! ¿No tenía que hablarle y no perdonarle? En cambio, sólo vi su espalda y los rizos desdeñosos en su nuca. Ella había corrido a sacar el violín del estuche. Guido pidió que lo dejaran en paz un cuarto de hora más. Parecía vacilante. Más adelante, durante los muchos años en que lo traté, observé que siempre vacilaba antes de hacer las cosas, hasta las más sencillas que le pedían. Sólo hacía lo que le gustaba y, antes de acceder a un ruego, realizaba una exploración en sus cavidades para ver lo que deseaba.

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