La conciencia de Zeno (20 page)

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Authors: Italo Svevo

BOOK: La conciencia de Zeno
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En mi recuerdo aquel período se divide en dos fases. En la primera la señora Malfenti mandaba con frecuencia a Alberta a vigilarnos o enviaba al salón, donde estábamos, a la pequeña Anna con una maestra. Ada no nos hizo nunca compañía en esa época y yo me decía que debía alegrarme de ello, mientras que, en realidad, recuerdo vagamente haber pensado una vez que habría sido una gran satisfacción para mí poder besar a Augusta delante de Ada. Quién sabe con qué violencia lo habría hecho.

La segunda fase se inició, cuando Guido se prometió oficialmente con Ada y la señora Malfenti, como mujer práctica que era, unió a las dos parejas en el mismo salón para que se vigilaran mutuamente.

Sé que en la primera fase Augusta se consideraba perfectamente satisfecha de mí. Cuando no la asaltaba, me entraba una locuacidad extraordinaria. La locuacidad era necesaria para mí. Me di la oportunidad de entregarme a ella metiéndome en la cabeza la idea de que, pues había de casarme con Augusta, también debía emprender su educación. La educaba para la dulzura, el afecto y sobre todo la fidelidad. No recuerdo con exactitud la forma que daba a mis prédicas, alguna de las cuales me ha recordado ella, que nunca las ha olvidado. Me escuchaba atenta y sumisa. Yo, una vez, con el ímpetu de la enseñanza, declaré que si ella descubría una traición mía, tendría derecho a pagarme con la misma moneda. Ella, indignada, protestó que ni aun con mi permiso habría podido traicionarme y que para ella el único resultado de una traición mía habría sido la libertad para llorar.

Yo creo que esas prédicas, hechas con cualquier fin menos el de decir algo concreto, tuvieron una influencia benéfica en mi matrimonio. Lo sincero fue el efecto que tuvieron sobre el ánimo de Augusta. Su fidelidad no fue puesta a prueba nunca, porque nunca supo nada de mis traiciones, pero su afecto y su dulzura siguieron inalterables en los largos años que pasamos juntos, justo como la había inducido a prometerme.

Cuando Guido se prometió, la segunda fase de mi noviazgo se inició con un propósito mío expresado así: «¡Ya estoy curado de mi amor por Ada!». Hasta entonces había creído que el rubor de Augusta había bastado para curarme, pero ¡se ve que nunca está uno bastante curado! El recuerdo de ese rubor me hizo pensar que ahora se produciría entre Guido y Ada. Ese, mucho mejor que el otro, debía abolir todo mi deseo.

A la primera fase pertenece el deseo de violar a Augusta. En la segunda estuve mucho menos excitado. Desde luego, la señora Malfenti no se había equivocado al organizar así nuestra vigilancia con tan poca molestia por su parte.

Recuerdo que una vez, en broma, me puse a besar a Augusta. En lugar de bromear conmigo, Guido se puso, a su vez, a besar a Ada. Me pareció poco delicado por su parte, porque no le daba besos castos, como había hecho yo por atención hacia ellos, sino que besaba a Ada justo en la boca e incluso se la chupaba sin rodeos. Estoy seguro de que en esa época ya me había acostumbrado a considerar a Ada como una hermana, pero no estaba preparado para verla tratada de ese modo. Dudo incluso que a un hermano de verdad le gustara ver manipulada así a su hermana. Por eso, delante de Guido, yo no besé nunca más a Augusta. En cambio, Guido intentó otra vez, delante de mí, atraer hacia sí a Ada, pero fue ella quien se lo impidió y él no repitió el intento.

Recuerdo con gran confusión las muchas tardes que pasamos juntos. La escena, que se repitió hasta el infinito, se me quedó grabada así: los cuatro estábamos sentados en torno a la fina mesa veneciana sobre la que ardía una gran lámpara de petróleo cubierta de una pantalla de tela verde que dejaba todo en penumbra menos los trabajos de bordado que las dos hermanas hacían: Ada en un pañuelito de seda que sostenía en la mano, Augusta en un pequeño bastidor redondo. Veo a Guido perorar, y debió de suceder con frecuencia que fuera yo solo quien le diese la razón. Recuerdo aún aquella cabeza de cabellos negros levemente rizados de Ada, a los que daba un efecto extraño la luz amarilla y verde.

Hablamos de aquella luz y también del color verdadero de esos cabellos. Guido, que también sabía pintar, nos explicó cómo se debe analizar un color. Tampoco olvidé nunca esa enseñanza y aún hoy, cuando deseo entender mejor el color de un paisaje, entorno los ojos hasta que aparecen muchas líneas y sólo veo las luces que se amortiguan para revelar el color auténtico. Pero, cuando me dedico a semejante análisis, poco después de las imágenes reales, me vuelve a aparecer en la retina, como una reacción física, la luz amarilla y verde y los cabellos con los que por primera vez eduqué mis ojos.

No puedo olvidar una tarde que destaca de las demás por una expresión de celos de Augusta, a la que siguió poco después una censurable indiscreción mía. Para gastarnos una broma, Guido y Ada habían ido a sentarse lejos de nosotros, en el otro extremo del salón, a la mesa Luis XIV. Así no tardé en sentir un dolor en el cuello, que torcía para hablar con ellos. Augusta me dijo:

—¡Déjalos! No interrumpas sus amores sinceros.

Y yo, con gran inercia de pensamiento, le dije en voz baja que no debía considerarlos tales, porque Guido no apreciaba a las mujeres. Así me parecía haberme disculpado por haberme entremetido en las conversaciones de los dos amantes. Pero, en realidad, era una perversa indiscreción la de contar a Augusta los comentarios sobre las mujeres a que Guido se entregaba conmigo, pero nunca delante de algún otro familiar de nuestras prometidas. El recuerdo de esas palabras mías me apesadumbró durante varios días, y, en cambio puedo afirmar que el recuerdo de haber querido matar a Guido no me había turbado ni siquiera por una hora. Pero matar, aunque sea a traición, es algo más viril que perjudicar a un amigo revelando una confidencia suya.

Ya entonces los celos de Augusta con respecto a Ada no estaban justificados. No era para ver a Ada para lo que yo torcía el cuello de ese modo. Guido, con su locuacidad, me ayudaba a pasar el tiempo. Yo lo apreciaba ya mucho y pasaba parte del día con él. Estaba unido a él también por la gratitud que sentía ante la consideración que me tenía y que comunicaba a los demás. Hasta Ada me escuchaba ahora con atención, cuando yo hablaba.

Todas las noches esperaba con cierta impaciencia el sonido del
gong
que nos llamaba a cenar, y de aquellas cenas recuerdo principalmente mi constante indigestión. Comía demasiado por la necesidad de mantenerme activo. En la cena prodigaba palabras afectuosas a Augusta, en la medida en que la boca llena me lo permitía, y sus padres sólo podían tener la desagradable impresión de que mi gran afecto quedaba atenuado por mi bestial voracidad. Se sorprendieron de que a mi regreso del viaje de bodas me hubiera disminuido el apetito. Desapareció cuando dejaron de exigirme demostrar una pasión que no sentía. ¡No está permitido mostrarse frío con la prometida delante de sus padres en el momento en que se dispone uno a irse a la cama con ella! Augusta recuerda en especial las palabras afectuosas que le murmuraba en aquella mesa. Entre bocado y bocado debí de tener ocurrencias magníficas y me asombro cuando me las recuerdan, porque no me parecen mías.

Mi propio suegro, el astuto Giovanni, se dejó engañar y, hasta que murió, cuando quería poner un ejemplo de gran pasión amorosa, citaba la mía por su hija, es decir, por Augusta. Sonreía dichoso, corno buen padre que era, pero al mismo tiempo aumentaba su desprecio hacia mí, porque, según él, no era un hombre de verdad el que ponía todo su destino en manos de una mujer y que, sobre todo, no advertía que en este mundo hay también otras mujeres. En eso se ve que no siempre me juzgaron con justicia.

En cambio, mi suegra no creyó en mi amor ni siquiera cuando la propia Augusta se abandonó a él llena de confianza.

Por largos años me miró con ojos desconfiados, con recelo por el destino de su hija predilecta. También por esa razón estoy convencido de que debió de guiarme en los días que me condujeron al compromiso matrimonial. Era imposible engañarla también a ella, que debió de conocer mi ánimo mejor que yo mismo.

Llegó por fin el día de mi boda y precisamente ese día tuve una última vacilación. Tendría que haber estado en casa de mi prometida a las ocho de la mañana, y, sin embargo, a las ocho menos cuarto me encontraba aún en la cama fumando como un loco y mirando a la ventana en la que brillaba, burlón, el primer sol que aparecía durante ese invierno. ¡Pensaba en abandonar a Augusta! Me resultaba evidente el absurdo de mi matrimonio, ahora que ya no me importaba seguir cerca de Ada. ¡No habría sucedido gran cosa, si no me hubiera presentado a la cita! Además: Augusta había sido una prometida encantadora, pero no se podía saber cómo se comportaría el día siguiente de la boda. ¿Y si en seguida me hubiera llamado idiota por haberme dejado cazar de ese modo?

Por suerte, llegó Guido, y yo, en lugar de resistirme, me disculpé por mi retraso afirmando que creía que se había fijado otra hora para la boda. En vez de hacerme reproches, Guido se puso a hablar de sí mismo y de las tantas veces que, por distracción, había faltado a citas. Hasta en materia de distracción quería ser superior a mí y tuve que dejar de escucharlo para poder salir de casa. Así resultó que me dirigí al matrimonio a la carrera.

Aun así, llegué muy tarde. Nadie me lo reprochó y todos menos la novia, se contentaron con las explicaciones que Guido dio por mí. Augusta estaba tan pálida, que hasta sus labios estaban lívidos. Si bien no podía decir que la amase, también es cierto que no habría querido hacerle daño. Intenté arreglarlo y cometí la estupidez de atribuir mi retraso a tres causas nada menos. Eran demasiadas y revelaban con tanta claridad lo que yo había pensado en mi cama, mientras miraba el sol invernal, que hubimos de retrasar nuestra salida para la iglesia a fin de dar tiempo a Augusta para recuperarse.

En el altar pronuncié el sí distraído porque con mí profunda compasión por Augusta estaba ideando una cuarta explicación para mi retraso y me parecía la mejor de todas.

En cambio, cuando salimos de la iglesia, advertí que Augusta había recuperado todos sus colores. Me sentí un poco enojado porque ese sí mío no debería haber bastado en absoluto para convencerla de mi amor. Y me disponía a tratarla con mucha rudeza, si se hubiera recuperado hasta el extremo de llamarme imbécil por haberme dejado cazar de ese modo. En cambio, en su casa, aprovechó un momento en que nos dejaron solos para decirme llorando:

—Nunca olvidaré que, a pesar de no amarme, te casaste conmigo.

Yo no protesté porque la cosa había sido tan evidente, que era imposible. Pero, lleno de compasión, la abracé.

Después Augusta y yo no volvimos a hablar de todo eso, porque el matrimonio es algo mucho más sencillo que el noviazgo. Una vez casados, ya no se vuelve a hablar de amor y, cuando se siente la necesidad de expresarlo, la animalidad interviene en seguida para restablecer el silencio. Ahora bien, esa animalidad puede haber llegado a ser tan humana como para complicarse y falsificarse y sucede que, al inclinarse sobre una melena femenina, se haga también el esfuerzo de evocar una luz que no tiene. Se cierran los ojos y la mujer se convierte en otra para volver a ser ella, al acabar. Para ella es toda la gratitud y mayor aún si el esfuerzo ha dado resultado. Ésa es la razón por la que, si yo hubiera de nacer otra vez (¡la madre naturaleza es capaz de todo!), aceptaría casarme con Augusta, pero nunca comprometerme en matrimonio con ella.

En la estación Ada me ofreció la mejilla al beso fraterno. Hasta entonces, aturdido por la mucha gente que había venido a acompañarnos, no la había visto y al instante pensé: «¡Tú fuiste la que me metiste en este lío!». Le acerqué los labios a la aterciopelada mejilla procurando no rozarla siquiera. Fue la primera satisfacción de aquel día, porque por un instante comprendí la ventaja que se derivaba de mi matrimonio: ¡me había vengado al no aprovechar la única oportunidad que se me había presentado de besar a Ada! Después, mientras el tren corría, sentado junto a Augusta, dudé si habría hecho bien. Temía que se viera comprometida mi amistad con Guido. Pero sufría más cuando pensaba que tal vez Ada no hubiese notado siquiera que yo no había besado la mejilla que me había ofrecido.

Lo había notado, pero yo no lo supe hasta que, muchos meses después, se marchó, a su vez, con Guido desde esa misma estación. Besó a todos. A mí sólo me ofreció, muy cordial, la mano. Yo se la estreché con frialdad. Su venganza llegaba con retraso porque las circunstancias habían cambiado por completo. Desde el regreso de mi viaje de bodas habíamos tenido relaciones fraternas y no se podía explicar por qué me había excluido del beso.

4. LA ESPOSA Y LA AMANTE

En mi vida hubo varios períodos en que creí estar en el camino de la felicidad. Sin embargo, esa confianza nunca fue tan fuerte como durante mi viaje de novios y durante unas semanas después de nuestro regreso a casa. Comenzó con un descubrimiento que me asombró: yo amaba a Augusta igual que ella a mí. Al principio desconfiaba: disfrutaba del día presente y me esperaba que el siguiente fuera muy distinto. Pero se parecía al anterior, luminoso: Augusta toda gentileza y —lo que era una sorpresa— yo también. Todas las mañanas descubría en ella el mismo afecto emocionado y en mí la misma gratitud que, si no era amor, se le parecía mucho. ¿Quién habría podido preverlo, cuando había rebotado de Ada a Alberta para llegar a Augusta? Comprendí que no había sido un zopenco ciego dirigido por los demás, sino un hombre habilísimo. Y, al verme asombrado, Augusta me decía:

—Pero ¿por qué te sorprendes? ¿No sabías que el matrimonio es así? ¡Si hasta yo, que sé mucho menos que tú, lo sabía!

Ya no sé si fue antes o después del afecto cuando nació en mi ánimo una esperanza, la gran esperanza de acabar pareciéndome a Augusta, que era la salud personificada. Durante el noviazgo yo no había vislumbrado siquiera esa salud, porque estuve absorto estudiándome a mí en primer lugar y después a Ada y a Guido. La lámpara de petróleo de aquel salón nunca había llegado a iluminar los escasos cabellos de Augusta.

Cuando su rubor desapareció con la sencillez con que los colores de la aurora desaparecen a la luz directa del sol, Augusta se lanzó segura por el camino por el que habían pasado sus hermanas en esta tierra, las que pueden encontrar todo en la ley y en el orden o, de lo contrario, renuncian a todo. Yo acoraba esa seguridad, si bien sabía que era precaria, porque se basaba en mí. Frente a ella yo debía comportarme al menos con la modestia que mostraba ante el espiritismo. Si éste podía existir, también podía existir la fe en la vida.

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